Marco se imaginó a Filira casada con Dionisos, hijo de Cairefón. Un buen partido. Un oficial con un puesto de responsabilidad y el favor del rey, no muy mayor, apreciado por sus subordinados… y también aficionado a la música. Se lo imaginó cantando mientras el cuerpo anguloso de Filira se inclinaba sobre el laúd… pensó en la suave voz de ella mezclándose con los laberintos de la música, su cadera subrayada por la túnica, su cabello, su sonrisa, sus brillantes ojos… ¿lejos? Fuera de la casa, fuera de su vida.
Siempre había sabido que un día Filira se iría de la casa. Era estúpido haber pensado en ella como lo había hecho; era estúpido sentir ahora esa profunda desolación. Era estúpido preocuparse por un futuro que a lo mejor no viviría para ver.
Con ese último pensamiento, se dio cuenta, con terror, de que pensaba hacer alguna cosa con respecto a Cayo.
—No está prometida a nadie —se obligó a admitir. Y luego se encontró añadiendo—: Pero en Alejandría, Arquímedes hablaba de casarla con uno de sus amigos. Entonces no era el cabeza de familia, y no podía decidirlo por sí mismo, pero es posible que quiera hacerlo ahora. No lo sé.
—¿Un amigo de Alejandría? —preguntó Straton, perplejo.
Marco asintió. No es que estuviera mintiendo, pero tampoco estaba diciendo la verdad.
—Un samnita llamado Conón, estudiante del Museo. Él y Arquímedes se consideraban mutuamente el matemático vivo con mayor inteligencia. Conón es de muy buena familia, y rico, y se sentiría feliz de olvidarse de una dote con tal de poder llamar hermano a Arquímedes.
Todo aquello era cierto… pero la historia de la riqueza de Conón y su distinguida familia era mucho menos romántica de lo que parecía. Desde hacía mucho tiempo, la familia había acordado casar a su hijo con una chica samnita de su misma clase tan pronto como ella alcanzara la edad necesaria. Hablar de fraternidad no había sido más que soñar despiertos.
—¡Arquímedes no puede estar pensando en regresar a Alejandría! —exclamó Straton.
—¡Puede ir a donde le apetezca! —respondió Marco, cortante.
—Pero… ¿y la guerra? —tartamudeó.
—No durará eternamente.
Straton se mordió el labio, y Marco se imaginó que estaba pensando en las catapultas… en las catapultas más grandes del mundo, construyéndose en Alejandría en vez de en Siracusa. De pronto supo que aquello era lo que el rey había temido desde el principio, y comprendió el objetivo de sus oscuras manipulaciones.
—Un ciudadano leal… —empezó Straton, pero se interrumpió, pues acababa de ver a Arquímedes.
Habían seguido el camino que descendía de las colinas y estaban llegando a la Acradina. Comenzaba a oscurecer, pero aún quedaba suficiente luz para leer. Arquímedes estaba sentado en un rincón de una pequeña plaza pública, doblado como un saltamontes en medio de un charco seco, mordisqueando el extremo de un palo y con la mirada fija en el suelo. Con la túnica de luto alzada, dejando a la vista sus delgados muslos, parecía un colegial delincuente.
Una anciana que había estado cogiendo agua de la fuente se dio cuenta de que estaban mirándolo y se paró junto a ellos.
—Lleva horas aquí —les reveló en un murmullo—. Dibujando en la tierra. Debe de estar poseído por algún dios. ¡Ruego para que no sea un mal presagio!
—Es geometría —le informó Marco—. Y lo del dios es cierto. —Se aproximó y se detuvo ante los diagramas dibujados en el suelo—. ¡Arquímedes! —gritó.
—¿Qué? —respondió su amo, ausente.
—Es hora de volver a casa —dijo, muy firme—. Vuestra madre y vuestra hermana me envían a buscaros.
El joven levantó una mano, indicándole que esperara un minuto.
—Sólo déjame resolver esto —replicó de forma casi ininteligible, sin quitarse el palo de la boca.
Straton, que aguardaba detrás de Marco en silencio, observó la maraña de cilindros y esferas que se repetía interminablemente, de letras y líneas trazadas en la tierra seca.
—¿Qué es todo eso? —preguntó con perplejidad.
Arquímedes se retiró el palo de la boca, alzó la vista y, acto seguido, la volvió al diagrama que tenía ante él, como si no hubiera registrado aquella presencia ajena.
—Estoy intentando encontrar la relación entre el volumen de un cilindro y una esfera circunscrita en él —dijo, soñoliento—. Si pudiera…
—Señor, está oscureciendo —le advirtió Marco.
—¡Déjame solo! —le espetó Arquímedes, enfadado—. ¡Estoy concentrado en esto!
—Podéis hacerlo en casa.
Arquímedes se levantó de un salto.
—¡Te he dicho que me dejes solo! —gritó, mirando la cara de sorpresa de Marco—. Si estuviese trabajando en alguna condenada máquina, me habrías obedecido, ¿verdad? Pero, claro, esto no es más que geometría y, por lo tanto, me interrumpes. ¡Los esclavos pueden interrumpir la geometría, pero los reyes se callan cuando se trata de catapultas! —Agitó violentamente el palo y lo partió con un chasquido contra el brazo de su esclavo—. ¡Catapultas! No son más que cuerpos de madera detestados por los dioses y cuatro cuerdas. Son horrorosas y matan gente. Esto, sin embargo, es maravilloso y bello. Nunca lo entenderéis… ¡Ninguno de vosotros! —Volcó su rabiosa mirada también sobre Straton—. La geometría es más perfecta que cualquier cosa que vuestros ojos hayan visto. Existía antes de que el hombre naciera y seguirá existiendo cuando estemos todos muertos; existiría aunque la tierra no hubiera sido creada, y existiría aunque nadie supiera nada sobre ella. Es algo muy importante. .. ¡nosotros no lo somos!
Se calló, respirando con fuerza. Los otros dos lo contemplaban perplejos; Marco se frotaba el brazo. Arquímedes lo miró un instante a los ojos y luego bajó la vista hacia los cálculos que tenía a sus pies, perfectos y sin solucionar. Su rabia empezó a desvanecerse, y se estremeció. Lo que había dicho era verdad, pero nunca, jamás, podrían ellos entenderlo. Durante un instante se sintió inundado de dolor debido a su aislamiento; hacía años que no lo acometía esa sensación, desde que era un niño y comprendió que las cosas que a él le parecían las más maravillosas del mundo eran pura confusión para los demás. Añoraba a su padre, y entonces, abrumado por la nostalgia, se acordó de Alejandría, el hogar de Afrodita, donde existía todo aquello que pudiese desear, imanes para la mente.
—Pero, aunque eso sea cierto —dijo por fin Marco—, no podéis seguir con vuestros cálculos en la oscuridad.
Arquímedes emitió un leve gruñido de desesperación, arrojó el extremo del palo roto y echó a caminar en silencio.
Straton tragó saliva viendo marcharse a aquella alta figura vestida de negro, alicaída y arrastrando los pies, con los hombros hundidos, y cabizbaja.
—¿Se comporta así a menudo? —le preguntó a Marco.
El esclavo negó con la cabeza.
—No —dijo, aturdido—. Nunca lo había visto así. Me imagino que es por la guerra, y por la muerte de su padre.
El soldado movió la cabeza, aliviado.
—Motivos suficientes para trastornar a cualquiera. Será mejor que vayas con él. Necesitamos sus catapultas, aunque él no esté seguro de que merezcan la pena.
Caminaron en silencio hasta llegar a la puerta de la casa en la Acradina. Allí se detuvo Arquímedes, mirando sin ver la madera gastada. No quería entrar. Todo lo que había sucedido desde su regreso de Alejandría parecía estar cobrando algún tipo de forma en su interior: la muerte de su padre, el favor del rey, Delia… Todo. Se dio cuenta de que necesitaba ver al rey en ese mismo momento, mientras la fuerza de lo que sentía siguiera armándolo contra el temor y el respeto.
—¿Señor…? —dijo Marco dubitativamente.
—Diles que he ido a hablar con el rey Hierón —le ordenó Arquímedes, y dio media vuelta.
Marco lo llamó, pero él, sin prestarle atención, prosiguió enfurecido su camino.
Cuando llegó a la ciudadela, las casas estaban sumidas en la oscuridad y el silencio. No se oía otro sonido que no fuese el de los grillos y, a lo lejos, el del mar. Se acercó a la residencia del rey, llamó a la puerta y le dijo al sorprendido mayordomo:
—Me gustaría hablar con el rey Hierón.
La luz de la antorcha acrecentaba las severas sombras del rostro de Agatón, que le lanzó al visitante una mirada capaz de partir en dos una piedra.
—Es tarde —dijo.
—Lo sé —replicó Arquímedes—, pero me urge hablar con él. Pregúntale si quiere recibirme.
El mayordomo bufó, enfadado, pero asintió con la cabeza y cerró la puerta; sólo el sonido de sus pisadas sobre el suelo de mármol ofrecía alguna garantía de que realmente iba a comprobar si su amo deseaba hablar con él. Arquímedes se apoyó en una columna del porche y esperó. La puerta volvió a abrirse enseguida y asomó por ella la cabeza del mayordomo, con una mirada de mayor desaprobación incluso que antes.
—Os recibirá —admitió de mala gana, y lo invitó a pasar.
Arquímedes lo siguió por la mansión, cruzaron la antesala de mármol y pasaron directamente al comedor, iluminado por dos lámparas de pie que proporcionaban una luz cálida y potente. Sobre la mesa se veían aún los restos de la cena. Hierón estaba reclinado en su canapé, y su esposa y su hermana ocupaban sendas sillas a ambos lados, como era costumbre en las comidas privadas de la familia. Arquímedes se detuvo nada más atravesar la puerta, inclinó la cabeza a modo de saludo, se cruzó de brazos y se rascó el codo, inseguro, pues acababa de advertir que iba vestido simplemente con la túnica negra, manchada de polvo y de aceite, en absoluto adecuada para presentarse en la residencia de un rey; de pronto tomó también conciencia de que estaba cansado y sobreexcitado, y temió que fuera a decir alguna estupidez. Delia tenía los ojos abiertos de par en par, sorprendida. Él intentó no pensar en ella tal como la había visto la última vez, sonrojada como consecuencia de los besos y de haber estado tocando la flauta, riendo mientras se despojaba de la cinta para las mejillas. La joven lo había alertado sobre las posibles intenciones de su hermano, pero luego había rectificado: ¿quién sabía hasta qué punto podía confiar en ella? A su lado, la reina parecía mirarlo casi con tanta censura como el mayordomo.
—¡Salud! —dijo el rey, sonriendo—. ¿Quieres sentarte y tomar una copa de vino?
Arquímedes se acercó al diván más próximo y tomó asiento; uno de los esclavos le llenó enseguida una copa con vino aguado y la dejó ante él.
—Bien, ¿por qué te urge tanto verme? —preguntó Hierón.
Arquímedes tosió para aclararse la garganta, con los ojos fijos en los del rey.
—¿Qué queréis de mí? —preguntó en voz baja.
La evidente simpatía de Hierón se alteró. Se incorporó, balanceó las piernas fuera del canapé y miró a Arquímedes, evaluándolo. Luego dijo sin alterarse:
—Sabes que eres un hombre excepcional…
Lo mismo que Delia le había dicho. Arquímedes asintió con la cabeza.
—¿Qué crees que un rey puede querer de un ingeniero excepcional? —preguntó Hierón, levantando las cejas a la espera de la respuesta.
Arquímedes lo miró durante un momento, y luego bajó la vista a la mesa que tenía delante.
—Yo… tengo un método de análisis —dijo—, una mecánica de pensamiento para acometer los problemas de geometría. A menudo no proporciona pruebas, pero me ayuda a comprender las propiedades de las cosas. Me imagino las figuras planas integradas por un conjunto de líneas, y luego veo si existe un equilibrio entre ellas. De la misma manera, analizo el modo en que un rey trata a un ingeniero excepcional… Si lo imagino como un triángulo, entonces el trato que me habéis dispensado se asemeja más a una parábola de base y altura iguales. Y ambas figuras no están compensadas.
—¿No? —preguntó Hierón, un tanto perplejo.
—No.
Sumergió el dedo en la copa de vino y trazó una parábola sobre la mesa: una curva ladeada en forma de joroba. Luego dibujó un triángulo en su interior, con un vértice tocando el punto más alto de la curva y los otros dos tocando los bordes inferiores. Quedó instantáneamente en evidencia que las dos figuras no estaban en equilibrio. Arquímedes levantó entonces la vista, y volvió a encontrarse con los ojos del rey.
—El área de la parábola es cuatro tercios la del triángulo —dijo—. Lo he calculado yo mismo.
Hierón estiró el cuello para ver el dibujo, y reapareció su mirada de perplejidad.
—¿No te gusta conseguir un tercio más de lo que esperabas?
Arquímedes hizo un leve gesto de rechazo con las manos.
—Sólo quiero que comprendáis con lo que tratáis. Las propiedades de las parábolas son distintas de las de los triángulos.
—¿Estás acusando al rey de fraude? —lo interrumpió, enfadada, la reina—. ¿Después de tantas amabilidades como ha prodigado contigo? ¿Qué…?
Hierón levantó la mano y Filistis calló. Después de mirar a su marido un instante, se puso en pie con un suspiro, se acercó a él y le acarició el pelo cariñosamente.
—No permitas que te altere —dijo.
Hierón sonrió con afecto y asintió. A continuación, ella lo besó y abandonó la estancia.
Delia se hundió más en su silla, diciéndose para sus adentros que lo que estaba sucediendo en ese momento también era de gran interés para ella, hasta un punto que su hermano, desde luego, no podía imaginar. Hierón le lanzó una mirada irónica para transmitirle que se había dado cuenta, pero no dijo nada. Volvió la vista hacia Arquímedes y le hizo una señal con la mano para que prosiguiera.
—Vos me pedisteis que realizara aquella demostración —dijo el joven—. Y fuisteis vos quien lo anunció en el mercado, ¿no es así?
Hierón asintió a medias.
—Todos me vitorearon cuando funcionó —continuó Arquímedes—, y desde entonces todo ha sido distinto, aunque al principio no lo noté. Me avisaron —dijo sin mirar a Delia—de que debería andarme con más cautela si la demostración salía bien que si salía mal, pero entonces no lo entendí. Creí que tenía que ver con mi contrato… sólo que no me habéis ofrecido ninguno. Lo único que he conseguido es que ahora la gente sepa quién soy. Cuando empiezo cualquier cosa, todo el mundo corre a ayudarme. Gente que no conozco me llama por un apodo que vos me pusisteis. Todo el mundo oyó lo que dijisteis en el velatorio de mi padre y sabe que pagasteis su funeral… por deferencia a mí. Todo el mundo ha oído también que pensabais que la primera catapulta que construí valía mil dracmas, aunque uno de vuestros hombres sólo me lo dijo a mí en privado. Lo habéis urdido todo para convertirme en un personaje famoso, ¿no es así? Como ingeniero, como… arquimecánico.