El contador de arena (33 page)

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Authors: Gillian Bradshaw

Tags: #Histórico

BOOK: El contador de arena
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Enseguida vio a su hermano más allá, junto a la pared, tendido de costado sobre un colchón y con el brazo herido sobre el pecho. Marco fue desplazándose pegado a las paredes en dirección a él, mientras oía charlar a los guardias en la puerta. La tensión le producía hormigueos en la piel. Se dijo que si se percataban de su presencia, aduciría que simplemente tenía curiosidad por ver a los prisioneros. Pero siguió sintiendo el hormigueo en la piel. En realidad, no eran los guardias los que le daban miedo.

Cuando llegó a la mitad del barracón, se arrodilló en silencio y permaneció así varios minutos, a escasos centímetros de su hermano, junto a la fina tabla de madera, observando a través de una grieta. Cayo estaba despierto, con los ojos abiertos y la mirada perdida en el techo oscuro. Llevaba la túnica suelta por la cintura y el pecho envuelto en vendajes.

Marco dio unos golpecitos en la pared. La cabeza de su hermano se giró lentamente y sus ojos se encontraron.

Cayo se sentó, se apoyó contra la pared e intentó ver a Marco a través de la grieta.

—¿Marco? —susurró—. ¿Eres tú de verdad?

—Sí —respondió en latín. Estaba temblando de nuevo. La palabra latina tenía un sabor extraño en su boca. Llevaba mucho tiempo hablando latín sólo en sueños, y al utilizarlo sintió como si aún estuviese soñando.

—¡Marco! —repitió Cayo—. Creía que estabas muerto. ¡Creía que habías muerto en Asculum!

El hombre que había a su derecha levantó la cabeza al oír que elevaba la voz.

—¡Habla más bajo! —dijo Marco entre dientes—. No me mires; los guardias podrían advertirlo. Siéntate de espaldas a mí y no alces la voz. Bien. Tengo algo que decirte…

—¿Qué estás haciendo aquí? —susurró Cayo, recostado contra la pared—. No imaginaba encontrarte vivo.

—Soy un esclavo —respondió sin alterar el tono.

Se dio cuenta de que el hombre que estaba a la derecha de su hermano seguía escuchando. Ya no miraba, igual que Cayo, pero la expresión de su cara demostraba que estaba atento a la conversación. Era un hombre moreno, delgado y enjuto, de aspecto peligroso; llevaba la cabeza vendada, pero, por lo demás, no parecía estar herido, y tenía los pies sujetos con grilletes.

—¿Cómo? —dijo Cayo con un murmullo de rabia—. ¡En Asculum no se hicieron esclavos! El rey Pirro liberó a todos los prisioneros.

—Liberó a los romanos —lo corrigió Marco—, pero pidió rescate por los demás italianos no romanos, y aquellos a quienes nadie reclamó fueron vendidos como esclavos, en total cerca de dos mil, según mis… —Vio que no recordaba la palabra latina correspondiente a «cálculos» y la buscó sin resultado.

—Pero ¿no dices que los prisioneros no eran romanos?

—Excepto uno —dijo Marco con amargura—. No seas estúpido, Cayo. Si nadie te explicó lo ocurrido, deberías haberlo imaginado. Deserté de mi puesto durante la batalla. Tenía miedo y huí.

Cayo lanzó un alarido de dolor. Los romanos no abandonaban su puesto. Quien lo hacía moría apaleado por sus camaradas. Incluso en Asculum, donde las legiones conocieron el sabor de la derrota en manos del rey Pirro de Épiro, la mayoría de los soldados romanos resistieron hasta la muerte por temor al castigo, y elevaron hasta tal punto el precio de la victoria de Pirro que le costó su campaña.

—Nuestro regimiento fue destrozado —dijo Marco sin rodeos—, y la mayor parte de los hombres murieron. Sabía que los supervivientes denunciarían mi deserción, de modo que, después de la batalla, dije que sólo era un aliado latino, o sabino, o marso, cualquier cosa excepto romano. Por eso no me devolvieron al ejército y, naturalmente, nadie pagó rescate por mí. Fui vendido a un campaniano, un buitre que se dedicaba a recoger los desperdicios de la guerra, quien me vendió a un ciudadano de Siracusa.

—¡Dioses y diosas! —susurró Cayo.

—Fue mi elección —repuso con voz ronca—. Quería vivir.

Siguió un prolongado e incómodo silencio. Ninguno de los dos podía decir nada más. Marco había preferido la vida como esclavo a la muerte como romano, y eso no merecía condolencias ni tenía excusa.

—¿Cómo van las cosas en casa? —preguntó por fin Marco.

—Nuestra madre murió hace ocho años. Valeria se casó con Lucio Hortensio y tiene tres hijas. El viejo sigue encargándose de la granja, aunque tiene el pecho mal. —Dudó, y añadió muy despacio—: No le diré que estás vivo.

Hubo otro silencio. Marco pensó en su madre muerta, en su hermana casada, en su padre… que nunca conocería ya la deshonra de su hijo. Mejor. Imaginar la rabia que sentiría el anciano al enterarse del comportamiento de su hijo lo acobardaba todavía. Deseó que fuese su padre quien hubiera muerto, para poder volver con su madre… y se sintió avergonzado ante ese pensamiento.

—Gracias —dijo finalmente—. He venido a ayudarte. Te he traído algunas cosas.

—¿Puedes ayudarme a huir?

Eso era lo que Marco había imaginado que diría su hermano, y suspiró.

—¡Es mejor que te quedes donde estás, Cayo! El rey —prosiguió, utilizando el título griego—quería prisioneros, lo que significa que desea intercambiaros por algo. Estarás más seguro aquí hasta entonces. Además, tienes el brazo roto, ¿no es así?

—El brazo y la clavícula. Y tres costillas. ¿Puedes ayudarme a escapar?

—¿Fue una catapulta? —preguntó Marco tristemente. Sabía la respuesta.

—Sí, por supuesto que sí. ¡Que los dioses la destruyan!

—¿De qué tamaño?

Cayo se volvió para mirarlo, pero recordó que no debía hacerlo y apoyó de nuevo la cabeza en la pared.

—¡Lo único que noté es que me había dado! Caían piedras por todas partes, algunas enormes. Pero ¿qué importa eso ya?

Marco no respondió.

—Te he traído algo de dinero —dijo, en cambio—. Acerca tu mano izquierda a la grieta y te lo pasaré. Es probable que los guardias puedan comprarte cosas con él. Hay veintitrés dracmas.

—¡Veintitrés! —exclamó Cayo, con un grito sofocado—. ¿Cómo…? ¡Tu amo los echará en falta!

Marco se acordó de pronto de la escasez de monedas de plata que había en Roma. Su familia lo conseguía casi todo mediante el trueque, y lo demás, a cambio de monedas de bronce. Cuando tenía dieciséis años, veintitrés dracmas eran una fortuna. Y era evidente que para Cayo seguían siéndolo.

—Este dinero es mío —dijo Marco—. Jamás he robado, aunque lo haré si con ello puedo ayudarte. No es tanto como piensas. Equivale a la paga de un mes de un soldado. Pero puede resultarte útil.

Cayo colocó la mano junto a la grieta y Marco le pasó los dracmas.

—¿Qué tipo de monedas son éstas? —susurró Cayo, observando la plata que iba cayendo en su mano.

—Son egipcias. Pasé unos años en Alejandría. No te preocupes… pesan lo mismo que las de Siracusa, y la gente aquí las acepta.

Cayo se limitó a mirarlas en silencio, y Marco recordó una época en la que Alejandría le parecía un lugar tan remoto como la luna. Pero a Siracusa llegaban barcos de todo el mundo de habla griega y él había ido familiarizándose con la idea del viaje. Sin embargo, en la Italia central la gente no viajaba mucho. Cayo, de hecho, no había salido nunca, excepto con el ejército. Se había alistado en las legiones que habían ido a combatir contra Pirro y seguramente había regresado después a la granja de la familia, y se había alistado de nuevo para la campaña de Sicilia. Marco se sentía oprimido por la confusión. No estaba bien que él, un esclavo y un cobarde, se sintiera superior a su hermano mayor.

—He traído una sierra y un cuchillo —dijo; la confusión se sumaba a la aspereza de su voz—. Y un rollo de cuerda, pero creo que es mejor no dejarlos aquí. Si decides que los quieres, los esconderé.

En realidad no quería ayudar a Cayo a fugarse, pues creía sinceramente que estaba más seguro allí, pero no podía negarse. Además, podía estar equivocado. Era posible que acabaran ejecutando a los prisioneros o que fueran asesinados por una turba siracusana furiosa por las atrocidades romanas.

—¿Cómo has llegado hasta aquí? —preguntó Cayo—. ¿Y cómo has conseguido que los guardias te permitiesen entrar con sierras y cuerdas?

—Les he dicho que estaba haciendo un recado para mi amo. En cuanto a las herramientas, no sabían que las llevaba —respondió Marco—, aunque se han quedado con mi martillo y mi cincel. También les he dicho que era samnita, para que no sospecharan que pretendía ayudar a alguien. Ahora, escucha. Puedo inventarme otro recado y volver si me necesitas, pero si abuso, empezarán a recelar. De modo que es mejor que no regrese. Tengo que saberlo ahora: ¿intentarás escapar?

—¿Puedes pasar la sierra? —interrumpió el hombre que estaba a la derecha de Cayo.

—¿Quién eres tú? —preguntó Marco.

—Quinto Fabio. Amigo y compañero de tienda de tu hermano. No podrá salir de aquí sin alguien que lo acompañe.

—¡Estaréis más seguros quedándoos donde estáis! —insistió Marco.

—Si podemos, huiremos —dijo Cayo—. No me apetece descubrir para qué quiere los prisioneros el tirano de Siracusa.

—El rey Hierón no es malo. Es más listo que un zorro y más resbaladizo que una anguila, pero no es cruel.

—¡Es un tirano siciliano! —exclamó Cayo, asombrado—. ¡Asa vivos a sus enemigos dentro de un toro de bronce!

Marco se quedó boquiabierto.

—¡No seas absurdo! —bufó, recuperándose un poco—. Nunca ha condenado a muerte a un solo ciudadano, y mucho menos ha asado a nadie vivo. El del toro era Falaris de Akragas, un hombre que vivió hace siglos y en otra ciudad.

Hubo un silencio.

—He oído que ese Hiero —dijo Cayo por fin, usando la forma latina del nombre del rey—tiene empalados a un centenar de esposas e hijos de sus enemigos.

Marco comprendió que su hermano había oído docenas de historias sobre las atrocidades de Siracusa. Los mamertinos debían de haberlas difundido cuando pidieron ayuda a los romanos, y éstos se habían hecho eco de ellas mientras se preparaban para la guerra. El Senado sabría que las historias eran falsas, pero había callado.

—Lo que has oído tú es a un mentiroso descarado —espetó Marco—. Un bandido apestoso que buscaba una excusa para sus propios crímenes.

—¿Cómo puedes estar tan seguro?

—¡Yo vivo aquí, Cayo! ¡Conozco a Hierón, he estado en su casa! Si hubiera sucedido algo remotamente parecido, lo sabría. El rey Hierón nunca ha matado ni ha hecho daño a ningún ciudadano, y eso es más de lo que puede decirse de la gente a la que habéis venido a ayudar aquí en Sicilia.

—Te has vuelto muy griego —dijo Fabio.

—¡No es necesario que me haya vuelto griego para decir que los mamertinos son una tribu de bandidos! —replicó Marco—. Por su culpa muchos de los nuestros han encontrado la muerte… y ahora venís vosotros a luchar y morir por ese puñado de asesinos. —Se detuvo, se tragó un nudo de rabia y continuó, más tranquilo—. En fin, lo único que quiero decirte es que si estás planteándote huir porque crees que el rey Hierón podría hacerte algún daño, piénsalo bien. Hay más probabilidades de que las cosas se pongan peor si intentas fugarte que si te quedas donde estás.

—De todos modos, prefiero escapar —dijo Cayo—, si puedo.

Marco volvió a suspirar. Esperaba esa respuesta.

—Es posible que consiga sacaros a los dos de la ciudad, pero a nadie más.

—¿Puedes pasarnos la sierra? —preguntó Fabio.

Marco logró deslizar la herramienta por la grieta, aunque tuvo que quitarle el mango. Fabio la ocultó bajo el colchón.

—Con esto, el cuchillo y la cuerda podremos salir —dijo—. Escóndelos debajo de una piedra junto a este tablón. ¿Sabes cuántos centinelas hay y dónde están apostados?

—Seis en la entrada, dos en cada uno de los barracones, y supongo que algunos más en el muro, aunque no los he visto al llegar. No se os ocurra subir por el acantilado; es peligroso. Lo mejor que podéis hacer es ir hasta la montaña de escombros que hay en el extremo oeste del muro. Los arbustos de esa zona están crecidos y la vegetación es tupida; podrá cobijaros mientras aguardáis un descuido de los centinelas. Si conseguís salir, id a la casa de mi amo y os sacaré de la ciudad. Lo único que os pido es que esperéis a que pasen tres noches. Si huís enseguida, alguien podría recordar que he estado aquí y saber dónde buscaros: unos cuantos días les darán la oportunidad de olvidar. Y de todos modos, Cayo, necesitas tiempo para recuperar fuerzas.

Les dio instrucciones detalladas sobre cómo hallar la casa.

—A media altura de la puerta, a la izquierda, hay varios ladrillos a punto de caer. No podéis equivocaros. Encontraré una excusa para dormir en el patio, y os dejaré entrar en secreto. Si no aparecéis… y os lo digo otra vez, creo que deberíais quedaros donde estáis, regresaré dentro de diez días con más dinero.

—¿De quién es la casa? —preguntó Fabio.

—¡Es mejor que no lo sepas! Eso lo echaría todo a perder.

—Sólo tenía curiosidad por saber quién es ese amo tuyo a quien todos los guardias conocen y a quien recibe el mismísimo rey.

—Se llama Arquímedes. Es ingeniero.

—¡El constructor de catapultas! —dijo Cayo, girando la cabeza para mirar por la grieta.

—¡No te vuelvas! —gruñó Marco—. Sí, construye catapultas.

—En el fuerte nos hablaron de él. Nos mostraron una de sus catapultas y dijeron que estaba construyendo una aún más grande, la mayor del mundo, y que seguro que funcionaría, porque sus catapultas funcionan siempre. Y afirmaron que no tenía ningún sentido pretender tomar Siracusa porque Siracusa posee el mayor ingeniero del mundo. ¿Ése es tu amo?

—Si vais a su casa —dijo de pronto Marco, entre dientes—, debéis jurarme que no le haréis ningún daño.

Silencio.

—Sería mejor para Roma que un hombre así estuviese muerto —sentenció Fabio.

—No entraréis en su casa si no me juráis que no le haréis ningún daño —insistió Marco—. No quiero que se haga daño a nadie de esa familia.

De nuevo silencio.

—¿Te ha tratado bien? —preguntó finalmente Cayo, con una mezcla de perplejidad y vergüenza. Marco nunca debería haber estado en una posición en la que le importara cómo un amo lo había tratado.

—¡Que me muera si no ha sido así! —murmuró—. Él confía en mí. Y… tiene que seguir con vida. Alguien como él… No hay gente así, ni en Alejandría. Puede hacer cualquier cosa: que el agua fluya hacia arriba, mover un barco con las manos, decirte cuántos granos de arena serían necesarios para llenar el universo. La muerte de un hombre como él no le beneficia a nadie. Su desaparición significaría que muchas de las cosas que la raza humana podría hacer, de repente, ya no podrían hacerse. —Se calló, enfermo de confusión. De pronto tuvo la sensación de que algo en él había muerto sin darse cuenta: el Marco que había huido en Asculum nunca habría pensado en ese tipo de cosas.

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