—Espero que esté lista para disparar —dijo, utilizando su tono de voz habitual.
—Lo estaría —protestó Arquímedes, disgustado—, si hubierais permanecido callado.
Hierón sonrió, movió una mano en señal de disculpa y le pidió que continuara. Uno de los hombres encargados de manejar la catapulta pulsó las cuerdas que ya estaban fijas y Arquímedes, las que le correspondían a él. Demasiado bajo.
Las tensó una vuelta y media, volvió a rasgarlas e hizo una señal con la cabeza al soldado. Éste arrancó una áspera nota hueca mientras el primer sonido seguía reverberando, y las dos notas se fundieron mortecinamente en el aire.
—¡Ya está lista! —dijo Arquímedes, jadeante.
El rey esbozó una sonrisa tensa, asintió y se dirigió a su puesto de vigilancia en la puerta.
Arquímedes acarició a la Salud y luego se acercó a la tronera abierta para observar. Apenas percibía el movimiento de la catapulta mientras el nuevo equipo de responsables probaba los tornos y el elevador para apuntar con tiempo hacia el enemigo. En los campos, a lo lejos, los romanos seguían su lenta marcha en dirección a las murallas de Siracusa.
Cuando llegaron al límite del alcance de las catapultas, se encontraron con una profunda zanja; dudaron un momento, pero levantaron los escudos por encima de la cabeza y se dispusieron a sortearla. Los escudos estaban pintados de rojo, y al adentrarse en la zanja, los hombres parecían un enjambre de escarabajos de vivos colores.
Arquímedes oyó que alguien se acercaba por detrás, miró de reojo y reconoció a Straton.
—¿Qué tal? —dijo, lacónico, y se volvió para seguir contemplando el avance del enemigo.
—Sentí mucho perderme tu demostración —dijo el soldado, de una forma tan natural como si acabaran de verse en el mercado—. La verdad es que el capitán me tuvo limpiando letrinas aquel día.
Arquímedes lo miró de nuevo, sorprendido, y Straton sonrió.
—Había apostado con varios compañeros a que lo lograrías y hubo una pequeña pelea por ello. Pero cuando moviste ese barco, me hiciste ganar la paga de todo un mes. He venido a darte las gracias.
Arquímedes se encogió de hombros.
—No sé por qué la gente se sorprende tanto. Las poleas llevan siglos funcionando. —Su mirada se veía arrastrada irresistiblemente hacia los romanos. En ese momento se encontraban dentro del alcance de las catapultas y empezaban a parecer más hombres y menos insectos—. ¿Hasta dónde pretende el rey Hierón que se acerquen?
—¡Ya lo has oído! —dijo Straton detrás de él—. ¡Hasta donde estén dispuestos a hacerlo! Mira, los han enviado para que averigüen qué defensas tenemos. Seguramente han recibido órdenes de retirarse en cuanto empecemos a disparar, pero los muy idiotas se han aproximado demasiado… y, además, han roto la formación.
Arquímedes se mordisqueaba la uña del pulgar. La regulación de la catapulta tenía un límite: si los romanos se acercaban demasiado, entrarían dentro del arco de fuego.
—¿Y si corren hacia las murallas? —preguntó.
—No creo que lo hagan. Si esos tipos supieran algo de catapultas, no se habrían acercado tanto… y se necesita mucha experiencia para convencer a tus pies de que estarás más a salvo corriendo hacia el enemigo que huyendo de él. Pero en el caso de que fueran lo bastante estúpidos como para intentarlo, disponemos de hombres suficientes para machacarlos.
Ambos permanecieron otro interminable minuto observando las filas de escudos que seguían avanzando: dos cuadrados en formación abierta, de doce hombres de fondo, precedidos por una línea doble. Ya era posible ver que los hombres que iban al frente eran lanzadores de armas ligeras, equipados tan sólo con unas cuantas jabalinas, un casco y un escudo; los de atrás llevaban coraza y lanzas más pesadas. A la vanguardia de cada cuadrado relucían estandartes con águilas doradas, ensartados en elevados mástiles, y banderas de color carmesí que vibraban a medida que iban adentrándose en terreno desconocido.
—¡Idiotas! —dijo Straton—. ¿Es que no se dan cuenta?
Los romanos podían ser idiotas, pero era evidente que el silencio que reinaba en las murallas estaba poniéndolos nerviosos: marchaban cada vez más despacio y al final acabaron deteniéndose.
Arquímedes sintió que el viento se agitaba a sus espaldas cuando la Salud asomó la nariz. Se apartó de la tronera y regresó junto al tronco de la catapulta, donde aguardaba el nuevo equipo de responsables de la máquina. Eran tres: uno para cargar, otro para disparar y otro para ayudar. Los tres le sonrieron, y luego, el capitán del equipo, un hombre de aspecto serio y unos veinte años mayor que Arquímedes, se apartó un momento del gatillo.
—¿Queréis probar la nueva catapulta, Arquimecánico? —preguntó.
Arquímedes se quedó sorprendido al oír aquel mote, pero asintió y se trasladó a los pies de la catapulta. La máquina estaba ya apuntando el blanco y cargada, y vio a través de la vara a uno de los portadores de estandartes y la franja de terreno que había detrás de él. No había más de sesenta metros de distancia. Podía incluso adivinar el color rojizo de la barba que se escondía bajo la piel de lobo con la que había cubierto su casco. El portador del estandarte había bajado el escudo mientras hablaba con un oficial que llevaba un casco coronado por una cresta roja. Mientras Arquímedes observaba, los soldados con armamento ligero empezaron a retrasarse y a ocupar los huecos dejados por la formación de infantería pesada; era evidente que los romanos habían decidido que ya habían llegado lo bastante lejos y que debían retirarse. Era lo que Hierón estaba esperando: desde arriba, y recorriendo la muralla en su totalidad, llegó el grito de una orden y, acto seguido, el repentino choque de los brazos de las catapultas contra la plancha de acero. Los proyectiles oscurecieron el aire, e instantáneamente el portador del estandarte levantó el escudo para cubrirse la cabeza. De la planta superior llegó el profundo aullido de Bienvenida… y luego siguieron los gritos.
—¡Ahora, señor! —dijo, impaciente, el capitán de la catapulta—. ¡Ahora!
Arquímedes manipuló el gatillo con torpeza.
La voz de Salud era más profunda que la de Bienvenida, un bramido aterrador que finalizaba con un estrépito metálico. La piedra había salido disparada demasiado rápido como para poder seguirla con la vista… El portador del estandarte cayó al suelo y el proyectil dejó la línea romana hecha pedazos a ambos lados, como un arpón en el agua. Los romanos estaban tan cerca que se oían sus gritos con claridad, incluso por encima de los vítores de júbilo de los hombres que manejaban la catapulta. Arquímedes retrocedió dando tumbos, mirando todavía por la tronera. El cuerpo del portador del estandarte yacía derribado de espaldas, cubierto de color rojo, sin el casco… no, ¡sin cabeza! La piedra de dos talentos de peso le había separado limpiamente la cabeza del cuerpo y había seguido matando o mutilando a todo aquel que se había interpuesto en su camino.
—¡Rápido! —vociferó el responsable de la catapulta, enrollando de nuevo la cuerda—. ¡Recargad!
Sus dos ayudantes ya tenían la grúa a punto, y colocaron otra piedra en la cuchara. En el piso superior, Bienvenida bramó de nuevo. Arquímedes observó la línea del enemigo y descubrió otro reguero de cuerpos derrumbados entre el manípulo romano, pero no tan lejos; la catapulta de un talento había fallado después de contabilizar su cuarta o quinta víctima. Cuando levantó la vista, vio que las filas posteriores también estaban cayendo. Desde el parapeto de la muralla, los pequeños escorpiones, máquinas lanzadoras de flechas de largo alcance, golpeaban metódicamente la retaguardia de las fuerzas enemigas. Los romanos intentaban protegerse con los escudos, pero los proyectiles de las catapultas los atravesaban, taladrando madera, cuero y bronce con la misma facilidad con que destrozaban carne y huesos. Desde las torres altas del fuerte, las lanzadoras de piedras más ligeras bombardeaban con regularidad, disparando pesos de cinco, diez y quince kilos hacia el centro de las filas. Acribillados simultáneamente por cuarenta catapultas, los romanos cayeron como la hierba bajo la guadaña.
Al lado de Arquímedes, Salud rugió de nuevo. Otro sangriento surco en el aire dispuesto a partir el ejército romano de arriba abajo; un nuevo coro de gritos elevándose por encima de un fondo regular de aullidos; y la interminable percusión de los brazos sobre las placas de las taloneras.
—¡Recargad! —gritó el capitán de la catapulta; y la cuerda gimió al ser enrollada otra vez.
En el campo de batalla, los romanos arrojaban sus escudos y huían lo más aprisa que podían sus piernas, pero, aunque volaran, la tormenta de muerte los seguía y acababa con ellos.
—¡Dioses! —murmuró Arquímedes. Jamás en su vida había visto matar a nadie.
También Straton observaba desde la tronera, con el rostro contorsionado en una mueca y sumándose a los aullidos de las catapultas con el puño en alto.
—Bienvenidos a Siracusa, bárbaros malditos —murmuró—. ¡Salud para vosotros! —De repente se puso firme y apartó las protecciones faciales de su casco—. Ya es hora de recoger los restos —dijo, y descendió ágilmente los peldaños para reunirse con su unidad.
Mientras bajaba, el rugido de Salud retumbó de nuevo.
Arquímedes abandonó la plataforma y se sentó en las escaleras. Sentía náuseas. Si cerraba los ojos, podía ver aún el cuerpo del portador del estandarte tendido en el suelo y sin cabeza. ¿Qué habría sido de aquella barba de color rubio rojizo? La piedra sin duda la había aplastado, ¡por Apolo!, junto con los sesos y la sangre… ¡Su catapulta!
Sonaron las trompetas y, a continuación, el dulce sonido de un aulos soprano llamando a los hombres a dar por finalizada la batalla. Las catapultas dejaron de aullar, aunque la percusión de las flechas prosiguió, derribando a los romanos en su huida. Sin embargo, no se oyó ningún grito de guerra por parte de los siracusanos. Tal como Hierón había prometido, los romanos habían quedado destrozados: lo único que quedaba por hacer era recoger sus restos. Y, por fin, cesó también el tartamudeo de los escorpiones.
Unos veinticinco romanos, de los aproximadamente cuatrocientos que habían avanzado hacia la ciudad, consiguieron regresar a su campamento. Otros treinta, más o menos, que se habían echado al suelo para evitar los proyectiles, se rindieron a los siracusanos, y cincuenta y cuatro más fueron hechos prisioneros y conducidos dentro de los muros, tan malheridos que no podían ni siquiera andar. Los demás habían muerto.
Hierón recorrió el Hexapilón felicitando a sus hombres. Cuando llegó a la plataforma de la Salud, encontró al equipo responsable de la nueva catapulta aflojando las cuerdas. La máquina no podía mantenerse al máximo de su tensión y era evidente que los romanos no volverían a atacar el fuerte aquel día.
No había rastro del nuevo ingeniero.
—¿Dónde está Arquímedes? —preguntó Hierón, buscándolo con cara de preocupación.
—Se ha ido a casa, señor —dijo el capitán, descendiendo del tronco de la máquina—. Estaba blanco. No creo que hubiera visto nunca una catapulta en acción… De todos modos, ya había terminado su tarea aquí.
—Ah —dijo el rey. Su inquietud se acentuó.
—¡No puede haberse sentido perturbado por eso! —exclamó, sorprendido, uno de los ayudantes—. Al fin y al cabo, fue él quien construyó las máquinas, y tenía que saber lo que eran capaces de hacer.
—No siempre se pueden prever todas las consecuencias de nuestros actos —dijo lentamente Hierón—. Todo el que monta a caballo, por ejemplo, sabe que es peligroso ir a galope tendido cuesta abajo. Pero hay muchos jinetes que lo hacen porque es algo emocionante y placentero. En una ocasión, un amigo mío mató a su caballo haciendo eso y se rompió el brazo por tres partes, y sólo entonces comprendió que era peligroso.
—¿Y ya no lo repitió? —preguntó con expectación el capitán de la catapulta.
El rey le lanzó una mirada penetrante.
—Nunca fue capaz de volver a montar a caballo. —El entrecejo que mantenía fruncido se relajó al observar la Salud —. Veo que esta máquina trabaja igual de bien que su hermana.
El capitán contuvo un suspiro y acarició la nueva catapulta.
—Señor —dijo—, es la mejor que he manejado en mi vida. No sé lo que le pagáis a ese hombre, pero deberíais doblarle la cantidad. Hemos disparado cinco veces antes de que los romanos quedaran fuera de nuestro alcance, y ha sido tan fácil como matar mirlos con un tirachinas. Tres aciertos plenos, uno parcial y un fallo. Tiene un alcance de unos ciento veinte metros. Calculo que esta preciosidad habrá proporcionado una buena salud permanente a treinta o cuarenta enemigos. Señor, una máquina así…
—Lo sé —dijo Hierón—. ¡Bien hecho! Le hemos demostrado al enemigo un par de cosas sobre Siracusa, ¿no crees?
Cuando terminó de dar instrucciones a sus hombres sobre el trato que debían dispensar a los prisioneros, regresó a la puerta de la torre desde la que había estado observando la batalla y subió hasta el piso más alto, donde había un único escorpión con las cuerdas destensadas, descansando para el próximo ataque. El rey observó desde la tronera a los romanos, firmemente atrincherados para pasar la noche, y luego se volvió para mirar en la dirección contraria, hacia Siracusa.
Desde allí, la mayor parte de la ciudad quedaba oculta tras la meseta de Epipolae. Pero la Ortigia se adentraba en un brillante mar azul y, hacia el sur, se vislumbraban las puertas marítimas y los muelles. El templo de Atenea destacaba en rojo y blanco, y las mansiones de la Ortigia formaban una mancha de verde, con la fuente de Aretusa, de un verde más intenso, más vivo, junto al puerto. La brisa caliente de la tarde le confería a la ciudad un aspecto tan etéreo y bello como el de una ciudad de ensueño posada sobre una nube a la puesta del sol.
Hierón soltó un prolongado suspiro, percibiendo cómo aquella mareante tensión disminuía. Se sentó en el umbral de la puerta, con la barbilla apoyada entre las manos. Su encantadora ciudad, Siracusa. A salvo… de momento.
Odiaba matar. En cuanto vio los dos manípulos romanos avanzando en dirección a la ciudad, se sintió horrorizado, porque supo al instante lo que tenía que hacer con ellos. Pensaba en la cara de suficiencia de Apio Claudio, el romano al mando, y tragó saliva para eliminar el nudo de odio que sentía hacia él. Enviar a aquellos cuatrocientos hombres había sido un acto de total estupidez. Claudio debería haber mandado unos cuantos exploradores aprovechando la oscuridad de la noche… o un par de miles de soldados en formación cerrada, con maquinaria de asalto. Pero los romanos no entendían de mecánica y, por ser romanos, se negaban a admitirlo. Seguramente Claudio echaría la culpa del fracaso de su asalto a los hombres que habían muerto en él. ¡No fueron lo bastante valientes, lo bastante decididos, lo bastante inteligentes! ¡Expulsad a los supervivientes del campamento y dadles raciones de cebada en lugar de trigo! El general se había equivocado, y sus hombres pagaban las consecuencias: ése era el estilo romano.