—Lo habrías sido de todos modos, con el tiempo.
—Pero vos lo preparasteis para que todo ocurriera precipitadamente —replicó Arquímedes—, para que Eudaimon cumpla mis órdenes y para que Calipo siga mis consejos. Aunque ellos tengan títulos y contratos con la ciudad, y yo no, mi situación, de algún modo, es superior a la suya. También tratasteis de darme más dinero, cantidades adicionales por trabajos específicos… porque soy un gran ingeniero. Pero yo nunca elegí ser un gran ingeniero. Ese estatus, al igual que la fama que conlleva, es algo que habéis tramado vos.
—Muy bien —dijo Hierón, con un tono de voz neutro—, te has percatado de todo eso. Entonces, dime, ¿qué crees que quiero de ti?
Arquímedes lo miró durante un buen rato y luego dijo, muy despacio:
—Creo que simplemente queréis lo que un rey quiere de un ingeniero excepcional. Pero por algún motivo no creéis que yo vaya a dároslo, de modo que estáis intentando… que entre en una habitación de la que sólo vos tenéis la llave. Y si entro, cerraréis la puerta a mis espaldas, y ya no podré volver a salir de allí.
Hierón movió la cabeza y soltó un prolongado suspiro, reconociendo la situación y disgustado.
—¡Por Zeus! —exclamó—. Lo he estropeado, ¿verdad? Debería haber recordado que eres más inteligente que yo. —Se removió en su asiento y dio un puñetazo en la mesa—. Pero, mira, no puedo encerrarte en ningún sitio porque, por desgracia, no existe ninguna habitación de la que únicamente yo tenga la llave. Tu parábola tiene la misma base y altura que tu evidente triángulo. Yo quiero sólo lo que un rey quiere de un ingeniero, que construyas cosas para mí, y a cambio sólo puedo ofrecerte lo que los reyes pueden ofrecer: dinero y estatus.
Las mejillas de Arquímedes estaban encendidas de rabia.
—¡Me habéis adjudicado ese apodo de «Arquimecánico» igual que si le hubierais dado título a un libro! Dentro de un año, más o menos, si intentara afirmar que soy sólo matemático, todo el mundo se reiría de mí y me diría que siguiese dedicándome a mi trabajo de verdad. Mi propia familia me escondería el ábaco. Le juré a mi padre en su lecho de muerte que nunca abandonaría las matemáticas, y vos…
—¡No! —gritó Hierón—. ¡Que los dioses me destruyan si ha sido ésa mi intención! Sé que construyes máquinas sólo para obtener dinero y poder dedicarte a las matemáticas, y el principal motivo por el que no te he propuesto un contrato es para darte la libertad de hacer precisamente eso.
—Entonces, ¿qué sentido tienen todas vuestras maquinaciones?
—¡Mantenerte en Siracusa! Pretendía que cuando Ptolomeo de Egipto te ofreciera un puesto en el Museo, todo el mundo que te conoce, desde tu propia familia hasta el hombre que te vende las verduras, te dijese que no lo aceptaras, que abandonar Siracusa sería traicionar a la ciudad que te vio nacer. De funcionar mi plan, ningún barco siracusano estaría dispuesto a llevarte a Alejandría, y habrías tenido que quedarte aquí. No obstante, juro por todos los dioses que, más allá de eso, no quería otra cosa para ti que no fuese riqueza y honor. En este momento estás molesto porque has visto lo que tus catapultas pueden hacer con la gente, y lo comprendo… ¡yo también odio matar! Pero si lo piensas bien cuando estés más calmado, te darás cuenta de que nada de lo que he hecho te obligará a abandonar las matemáticas. ¡Nada! Con el enemigo en nuestras puertas, nadie puede pensar en otra cosa que no sea la guerra, pero rezo a todos los dioses para que volvamos a tener paz, y, en ese caso, habrá tiempo para cosas mejores.
Arquímedes lo miró durante un buen rato.
—¿Por qué estáis tan seguro de que Ptolomeo me ofrecerá un trabajo? —preguntó al fin—. En Alejandría dispone ya de gente muy capaz.
—¡Te querrá exactamente por los mismos motivos que yo! —dijo Hierón, impaciente—. Creo que aún no eres capaz de valorar tus extraordinarias cualidades. Piensas que las poleas compuestas y los tornillos elevadores son ingenios que a cualquiera se le habrían ocurrido. Y sí, ahora parece evidente, pero no era así hace un mes, porque aún no se habían inventado.
—¡Pero las poleas se utilizan constantemente! —exclamó Arquímedes—. Y los tornillos llevan años usándose para mantener objetos unidos.
—Claro, tú encuentras de lo más natural utilizar una polea para que otra gire, y un tornillo para levantar objetos, pero antes nadie lo había pensado. Sólo alguien que se siente más feliz con la teoría de los tornillos y de las poleas que con ellos como simples objetos podría haberles dado esa aplicación. Tú abordas la ingeniería a través de las matemáticas, y esa ciencia es quizá la herramienta más poderosa que jamás haya utilizado la mente humana. Yo sabía eso antes de conocerte, y cuando oí hablar de ti, sospeché enseguida que eras un ser excepcional. Ptolomeo tuvo como tutor a Euclides, y sabe el valor de la geometría incluso mejor que yo. Seguramente el único motivo por el que todavía no te ha ofrecido un puesto a su lado es porque los trabajos que estabas realizando en Egipto eran tan avanzados que sólo media docena de hombres en todo el mundo eran capaces de comprenderlos, y resultó que el director del Museo no se encontraba entre esa media docena. Pero, incluso así, estoy seguro de que te habrían ofrecido un puesto este verano si no hubieras venido aquí. No obstante, ya has sembrado tu fama en Egipto. Un capitán de barco con el que charlé hace unas semanas me habló de un dispositivo de irrigación inventado por un tal Arquímedes de Siracusa que fuerza al agua a fluir hacia arriba.
—No es así exactamente —murmuró Arquímedes—. Es necesario darle vueltas.
Se sentó un momento, reflexionando sobre todo lo que Hierón acababa de decirle. Los muros infranqueables que habían ido cerrándose sobre él resultaban ser lo bastante bajos como para poder saltar por encima de ellos. El don que poseía podía aportarle no sólo riqueza y el favor de los reyes, sino, además, libertad. ¡Tenía el ancho mar ante él, y lo único que debía hacer era decidir qué rumbo seguir!
Miró de nuevo a Hierón y consiguió esbozar una inestable sonrisa.
—Gracias por contarme todo esto —dijo.
—No lo habría hecho —replicó amargamente el rey— si no hubieras estado a punto de descubrirlo por ti mismo. Todavía quiero conservarte. No puedo ofrecerte el Museo, pero cualquier otra cosa que esperaras encontrar en Egipto es tuya con sólo pedirla.
Arquímedes sonrió. Cogió la copa de vino, la apuró sediento y se puso en pie.
—Lo tendré presente.
—¡Hazlo! —dijo de forma brusca Hierón—. Y recuerda también que cuando Alejandría se lleva los mejores cerebros del mundo, el resto del mundo se empobrece. Siracusa es tu ciudad. Es una ciudad grande y bella que merece el amor de todos sus hijos.
Arquímedes dudó, mirando al rey con curiosidad, y luego respondió de forma impulsiva:
—En el cálculo sobre las áreas de la parábola y el triángulo… era la parábola lo que me interesaba, no el triángulo.
Hierón lo miró con un asombro sincero y evidente.
El joven ingeniero volvió a sonreír y, por primera vez desde que había entrado en la estancia, sus ojos volaron para encontrarse con los de Delia como si estuviera compartiendo una broma con ella.
—Os deseo felicidad —les dijo a los dos, y abandonó la estancia caminando orgulloso.
A la mañana siguiente, Arquímedes partió hacia el taller de catapultas a la hora habitual, con aspecto cansado pero decidido. Cuando Marco lo vio marchar, salió también de la casa y tomó la dirección opuesta, hacia la cantera ateniense.
Las canteras de Siracusa estaban junto a la muralla, en la ladera de la meseta de Epipolae, un gran islote seco de piedra caliza que descansaba sobre el arrecife costero. En su lado sur, el de la ciudad, los siracusanos habían realizado excavaciones para extraer material de construcción. La cantera ateniense era la más famosa. Su nombre se debía a que, casi ciento cincuenta años atrás, había sido utilizada como cárcel para alojar a los siete mil prisioneros de guerra atenienses capturados al concluir el desastroso intento de Atenas de someter a Sicilia. Los atenienses habían sufrido horrores en aquellas estrechas galerías de piedra caliza, donde los vivos convivían apiñados con los muertos. Los huesos de los que habían dejado allí su vida seguían reposando bajo el suelo.
Sin embargo, no había nada en su aspecto actual que delatara su triste historia. El sol matutino acababa de asomar por encima de los acantilados, proyectando sombras frías y profundas, y una tupida maraña de cistos y enebros cubría la cresta de las rocas con un dosel de verde perfumado. Un muro de piedra rodeaba la entrada de la cantera, y la única puerta estaba vigilada. Marco se acercó con paso resuelto y deseó salud a los guardias.
Éstos, un total de seis, lo miraron con recelo.
—¿Qué quieres, amigo? —preguntó el oficial al mando.
—Soy el esclavo de Arquímedes, hijo de Fidias —respondió Marco, y se percató del agudo interés que despertó ese nombre entre ellos—. Mi amo me ha pedido que mire en las canteras para averiguar cuál de ellas posee las mejores piedras para las catapultas.
Las sospechas se desvanecieron al instante.
—¿Está construyendo ya la de tres talentos? —preguntó, impaciente, el guardia más joven.
—La empieza esta mañana —dijo Marco—. Seguramente estará lista dentro de seis o siete días.
—¡Por Zeus! ¡Una catapulta de tres talentos! —exclamó el soldado—. ¡Más de lo que pesa un hombre! ¡Imagínate si eso te da un golpe!
Marco se obligó a devolverle la sonrisa.
—La llamarán Te deseo felicidad —dijo.
Todos los guardias se echaron a reír. Repitieron los nombres de las nuevas catapultas del Hexapilón y alzaron los puños al recordar lo bien que habían funcionado.
—¿Y qué quiere el arquimecánico que compruebes en las canteras? —preguntó el oficial, no con recelo sino sinceramente sorprendido.
—En cualquier lugar se pueden encontrar piedras de quince kilos, pero no de tres talentos —explicó Marco—. Además, si no tienen la consistencia ni la forma adecuada, pueden errar la dirección. De modo que Arquímedes me ha pedido que inspeccione todas las canteras y que le lleve un par de muestras. —Hundió la mano en la bolsa de piel que le colgaba del hombro y sacó de ella un martillo y un cincel.
El jefe de los guardias le cogió las herramientas y las examinó con atención. Marco esperó, con el rostro inalterable, intentando no pensar en lo que estaba a punto de hacer. Tendría problemas sólo con que la noticia de su visita llegara a oídos de Arquímedes, pero desde luego no tantos como si continuaba con su plan.
—No puedo dejar que entres con esto —dijo el oficial al mando—. En esta cantera hay prisioneros romanos. No puedo arriesgarme a que una cosa así caiga en sus manos.
—¿Prisioneros romanos? —preguntó Marco. La tensión tiñó su voz de un tono agudo que pasó por asombro—. ¿Aquí? ¡Pues mala suerte para ellos!
—Eres italiano, ¿verdad?
—Samnita. Y esclavo por culpa de Roma. Pero siracusano desde hace trece años. ¿Y qué hará el rey con esos prisioneros?
El oficial se encogió de hombros.
—No lo sé, pero les dan la mejor comida y a los heridos los atiende el médico personal del rey. De hecho, ahora se encuentra aquí.
—Supongo que acompañado por guardias…
—¡Naturalmente! —exclamó el soldado joven, sorprendido de que pensara que el médico personal del rey pudiera acudir allí sin protección.
Marco gruñó.
—¡Pues mala suerte para los romanos, de todos modos! ¿Puedo pasar y examinar la cantera, aunque no tenga permitido coger muestras?
—Por supuesto —dijo el oficial, sonriendo—. Haremos cualquier cosa para ayudar a tu amo con sus catapultas. ¡Salud para él! —Y con un gesto les indicó a sus hombres que abrieran la valla.
El más joven acompañó a Marco al interior. La zona este del suelo de la galería seguía oscura, pero el sol de la mañana caía con fuerza sobre una superficie vacía de piedra.
—¿Dónde están los romanos? —preguntó Marco.
El soldado señaló unos barracones que había en la cara norte del acantilado.
—Allí —dijo con repugnancia—. A gusto y confortables, lejos del calor del sol.
Eran tres construcciones de madera, alargadas y sin ventanas, que seguramente habían sido levantadas para albergar a los esclavos cuando la cantera estaba en funcionamiento. Había dos guardias apostados en cada puerta.
—¡Sólo hay dos vigilantes por barracón! —objetó Marco.
—No se necesitan más. La mayoría de los romanos están heridos, y al resto le hemos puesto grilletes. Lo único que tienen que hacer los guardias es acompañar a los presos a las letrinas. Iré a decirles quién eres para que no te molesten —dijo, y partió hacia los barracones; el suelo crujió con sus pasos.
Marco recorrió el perímetro de la cantera, inspeccionando las montañas de escombros y cogiendo de vez en cuando una piedra caliza y guardándosela en la bolsa. Cuando finalmente llegó a los barracones, se sintió aliviado al ver que el médico del rey salía del más próximo, escoltado por tres guardias.
El médico se percató de su presencia, lo reconoció y se acercó a preguntarle qué estaba haciendo allí. Cuando Marco se lo explicó, el hombre suspiró y movió la cabeza tristemente.
—¡A veces desearía que las catapultas no se hubiesen inventado nunca! —exclamó—. ¡Las heridas que producen son terribles! Pero todo sea por el bien de la ciudad. Te deseo suerte.
Marco esperó a que el médico llegara a la entrada. Los guardias que vigilaban la puerta de los barracones estaban distraídos, pero él sentía tanta tensión en el estómago que pensaba que iba a vomitar. Se arrimó a la pared, temblando, y miró a través de una rendija que había en la madera.
La única luz del interior era la que se colaba por los agujeros de las paredes, y necesitó un poco de tiempo para que los ojos se le acostumbraran a la penumbra. El suelo era de tierra, frío y húmedo en invierno, pero sin duda confortable en verano. Había cerca de treinta hombres, unos acostados, casi inmóviles, en colchones de paja sobre el suelo, y otros con grilletes, charlando en grupos o jugando a los dados. Marco se deslizó por la franja de terreno situada entre el acantilado y la parte trasera del barracón, protegiéndose los ojos, acostumbrados ya a la oscuridad, para ver las caras de los prisioneros. Pero pronto tuvo claro que ninguno de ellos era Cayo.
Atento a los dos guardias que permanecían apostados en la puerta, avanzó hasta el segundo barracón y atisbo por una rendija abierta entre las tablas.