El contador de arena (21 page)

Read El contador de arena Online

Authors: Gillian Bradshaw

Tags: #Histórico

BOOK: El contador de arena
13.32Mb size Format: txt, pdf, ePub

Hierón movió la cabeza y suspiró.

—¿En calidad de qué?

—De ingeniero, ¿de qué si no? Y si pretendes que Eudaimon copie sus máquinas, deberías convertirlo en su superior.

—Sí, pero ¿tendría que darle un rango y un sueldo como el de Eudaimon o como el de Calipo? ¿O tendría que hacerme a la idea de que debo retenerlo en Siracusa a cualquier precio y planificar en consecuencia? Esperaba, hermana, que tú, que conoces a ese hombre mejor que yo, pudieras aconsejarme un poco.

Delia lo miró fijamente.

—Pero… ¿no has dicho que sólo era una buena catapulta de tamaño medio?

Hierón negó con la cabeza.

—He dicho que eso es lo que Arquímedes piensa. Pero se trata de una catapulta de un talento con un alcance de ciento cincuenta metros y una precisión comparable a la mejor lanzadora de flechas; además, se puede pivotar con una sola mano. Arquímedes es demasiado joven e inexperto para percatarse de lo excepcional de esa máquina; sin embargo, Calipo no sabía si volverse loco de admiración o de celos. —Hizo una pausa, y luego añadió, con una sonrisa—: Por supuesto, no ha hecho ninguna de las dos cosas. Se ha limitado a mirarla con expresión hosca y a sisear entre dientes. Pero apostaría cualquier cosa a que en estos momentos está en el taller intentando replicar el pivote.

—No creo que pueda aconsejarte —dijo Delia, con un hilo de voz—. No esperaba… Yo creía que la cuestión era si Arquímedes debía sustituir a Eudaimon. ¿Tan bueno es realmente?

Hierón asintió, muy serio.

—Puede ser incluso mejor. Le he pedido que me haga una demostración de mecánica ideal. Se ha ofrecido a mover un barco con sus manos. Veré primero qué sucede con eso antes de decidir qué hago con él.

—No entiendo —dijo Delia, después de un momento—. ¿Por qué no lo decides ahora? ¿Por qué no le ofreces un puesto y le pones los medios para que siga ideando máquinas?

Hierón sacudió la cabeza, se incorporó en el canapé y la miró directamente a los ojos.

—Imagínate que soy él.

—No os parecéis en nada —dijo ella, sonriendo.

—¿Cómo debo interpretar eso, hermana? ¿Piensas que debería perder peso? No, imagínate que soy el hijo de Fidias, un ingeniero matemático educado por un astrónomo matemático, que se divierte en sus momentos de ocio elaborando teoremas que serían demasiado avanzados incluso para Euclides. Estudio en el Museo de Alejandría. Y me gusta tanto la experiencia que no quiero volver a casa. Pero se está gestando una guerra, mi padre está enfermo y mi familia depende de mí. Soy un hijo obediente y cariñoso. Vuelvo a casa. Busco trabajo construyendo máquinas de guerra. Lo encuentro. ¿Correcto hasta ahora?

—Creo que sí —dijo Delia, que empezaba a sentirse intrigada—. Es cierto que le gustaba Alejandría. Me lo contó incluso a mí.

—Sí, todas las personas con las que ha hablado Agatón lo dicen. Al parecer, tendría que haber vuelto a casa hace dos años. No pongas esa cara de sorpresa… ¡fuiste tú quien mandó a Agatón que investigara! Bien, sigamos. Mi primera catapulta ha superado la prueba y he aceptado el trabajo que Leptines me ofrece. Construyo catapultas enormes, muy avanzadas, y maquinaria de asalto. Lo hago muy bien, como es lógico, pues el secreto para efectuar los cálculos exactos de los tamaños y la distancia radica en la geometría, en la que soy experto. Al principio no me doy cuenta de que poseo un talento excepcional, pues nunca he construido máquinas de guerra y no tengo modelos de comparación. Pero con el tiempo me percato de que ninguno de los ingenieros de la ciudad es capaz de hacer lo que yo hago, la fama de mis máquinas se propaga, y otras ciudades y otros reinos quieren contratar mis servicios. Y bien, mi pregunta es: ¿soy un ciudadano leal?

—Creo que sí. Al fin y al cabo, volviste a casa cuando te enteraste de lo de la guerra y corriste a poner tus habilidades a disposición de la ciudad.

—Sí… Sin embargo, fabricar catapultas es la forma más fácil que un ingeniero tiene de ganarse la vida durante una guerra, y con mi padre enfermo, mi familia necesita dinero. Pero, de acuerdo, admitamos que soy un siracusano fiel y un hijo obediente. Rechazo las ofertas del Akragas cartaginés y del Tarento romano, desprecio a Cirene, a Épiro y a Macedonia, pero me siento agraviado. Mi familia no es rica, mi hermana menor está en edad de casarse y necesita una dote, y sé que me merezco más de lo que recibo. Además, mi pasión del alma son las matemáticas, no las máquinas de guerra: el yugo me atormenta. Un buen día, uno de mis viejos amigos de Alejandría me escribe para decirme que el rey Ptolomeo me ofrece un trabajo en Egipto, con un salario cinco veces mayor y la mitad del esfuerzo; lo acepto, cojo a mi familia y me voy. ¿Algún comentario?

—¡No abandonarías tu ciudad en tiempo de guerra! —dijo Delia, enfadada.

—Tal vez para entonces la guerra haya terminado, ¡que lo quieran los dioses! Pero en caso de no ser así, ¿no desearía alejar a mi familia del peligro? Sobre todo cuando eso significa regresar a un lugar que adoro y que nunca quise abandonar. Además, Egipto es un aliado: servirlo no implica traicionar a Siracusa.

—¿De verdad crees que le ofrecería tanto Ptolomeo?

—¡Oh, seguro! —exclamó Hierón—. Ptolomeo se gastó una fortuna investigando diseños nuevos de catapultas, y sus asesores escudriñan continuamente el horizonte para realizar mejoras. Y Egipto es rico.

—Bien, entonces deberías ofrecerle más desde el principio —propuso Delia, sonriendo con satisfacción—, para que no tenga motivos de sentirse agraviado y descontento.

Hierón respiró hondo.

—A lo mejor. Pero vuelvo a empezar. Mi catapulta ha superado la prueba, me equiparan con Calipo y me pagan dos o tres veces más de lo que esperaba. Ya puedo disponer los preparativos para que mi hermana se case con un hombre de buena familia, y quizá también para casarme yo mismo con una mujer de buena familia. Me convierto en un ciudadano de cierta clase. Tengo riquezas y soy un hombre respetado. Me siento agradecido con la ciudad, pues, aunque sé que merezco lo que me da, reconoció mi mérito antes incluso que yo. Cuando llega la oferta de Egipto, la rechazo… —Hizo una pausa y prosiguió en voz baja—: ¿O no?

De repente se puso en pie y atravesó la estancia en dirección a las estanterías, recorrió una de ellas con el dedo y devolvió a su lugar el estuche con las
Cónicas
de Euclides.

—Lo que no sé —continuó—es si simplemente es muy bueno o si su valía es incalculable. Si simplemente es bueno, bastaría con tratarlo con generosidad para retenerlo aquí. Pero si es lo que yo pienso que es, acabará marchándose a Alejandría, por mucho que le pague… A menos que dé los pasos necesarios para evitarlo. Ptolomeo puede ofrecerle el Museo, y yo no tengo nada equiparable a eso. De modo que quizá haría mejor tratándolo como si no fuera nada extraordinario, y aprovechándome de lo que esté dispuesto a hacer antes de irse. Me ahorraría tiempo y dinero. O quizá… quizá debería decidir mantenerlo aquí a cualquier precio y empezar a encadenarlo a Siracusa desde ahora mismo, antes de que pueda comprender cuál es su valor y apreciar su libertad. —Volvió a sentarse y puso un pie en los cojines, junto a Delia—. Y bien, ¿qué piensas tú, hermana? ¿No es más que un hombre inteligente o está inspirado por las musas?

—No lo sé —dijo Delia en voz baja, sintiéndose confusa. Ella sólo había pretendido llamar la atención de su hermano con respecto a los méritos del joven, y ver cómo esos méritos eran recompensados. Hierón, sin embargo, no hablaba de recompensas, sino de utilización, explotación incluso. Recordó a Arquímedes riendo apasionadamente al pensar en lo que estarían haciendo sus amigos en Alejandría, y de pronto se arrepintió de habérselo mencionado a su hermano.

—¿Qué sucede? —preguntó el rey.

—Hablas de él como si fuese un esclavo —dijo Delia, violenta.

Hierón se encogió de hombros y citó en voz baja:

Un hombre es mi dueño,

tuyo, mío… y también de otros muchos.

Algunos son esclavos de tiranos, tiranos temibles.

Los hombres son esclavos de los reyes; los reyes, de los dioses;

y los dioses, de la Necesidad, porque la Necesidad, ya ves,

dota a todas las cosas con naturalezas mayores o menores,

y así es para siempre la dueña de todos nosotros.

—Aunque yo nunca me sentí como un esclavo del rey antes de convertirme en rey —añadió, ya en tono normal—, y por tirano que pueda ser, no creo que sea temible. Pero admito lo de la Necesidad y los dioses del poeta. —Sonrió a su hermana—. No te preocupes. No le haré ningún daño a tu amigo aulista. De hecho, lo he invitado a cenar.

Arquímedes llegó tarde a la cena, pues se había pasado el día en los muelles preparando su demostración de mecánica ideal. A última hora de la tarde, su familia, viendo que no regresaba a casa para cambiarse, envió a Marco en su busca. El esclavo encontró a su amo cubierto de polvo e impregnado de un fuerte olor a la grasa de cordero que se utilizaba para las poleas, colgado del tejado de un cobertizo de embarcaciones y fijando una polea a la grúa principal del edificio.

Marco tuvo que arrastrarlo para que bajara y lo llevó a los baños públicos, sin hacer caso de sus entusiastas intentos por explicarle el sistema de poleas compuestas y ruedas («Ruedas dentadas, Marco, para que no resbalen»), mediante el cual pretendía mover un barco. El esclavo se aseguró de que su amo se bañase y pasase por el barbero, y luego lo llevó a casa, donde una impaciente Filira estaba esperándolo.

—¡Llegarás tarde a la cena del rey, Medión! —le dijo, enfadada—. ¿Cómo pretendes que te pague si te muestras descortés con él?

—¡Pero si ha sido él quien me ha pedido la demostración! —se defendió Arquímedes.

Filira gritó de frustración y le lanzó su túnica buena.

—¡Lo único que te importa son tus estúpidas ideas!

Arata, más calmada por naturaleza, y más resignada, hizo caso omiso de las peleas de sus hijos y llamó a Marco.

—Ve con él —le ordenó en voz baja—. Pero ándate con cuidado.

Marco la miró con los ojos entrecerrados, receloso. Ya se había imaginado que le pedirían que fuera con Arquímedes a la residencia del rey, pues un invitado no podía llegar a una cena cargando con sus flautas, como un músico contratado: tenía que ir acompañado de un esclavo que actuase de porteador, y él era la elección más natural para ese trabajo. Pero ¿andarse con cuidado?

—¿Hay algún motivo especial por el que tendría que ir con cuidado, señora? —preguntó.

Arata suspiró y se echó hacia atrás un mechón de cabello canoso.

—No lo sé —dijo muy despacio—. Pero… tanto interés por mi Arquimedión… Me imagino que sólo se debe a lo de las catapultas, pero no me gusta, Marco. ¿Quién sabe lo que le pasa por la cabeza a un tirano? Vigila lo que dices en la residencia del rey.

—Sí, señora —repuso, muy serio.

Ella sonrió.

—Sé que puedo confiar en ti. Siempre nos has sido fiel, Marco. No creas que no me haya dado cuenta de ello.

Él levantó los hombros, sin saber qué decir, y apartó la vista.

Cuando llegaron a la residencia del rey, Arquímedes fue guiado al comedor, donde Hierón ya estaba recostado, junto con su suegro, Leptines, y dos oficiales del ejército (uno de ellos, Dionisos), tres nobles siracusanos, Calipo… y Arquímedes; un total de nueve comensales. Arquímedes fue acomodado en el lado izquierdo de la mesa, en el lugar más bajo del canapé: el lugar inferior para el invitado más joven.

Marco fue conducido a un pequeño taller que había junto a la cocina, donde se amontonaban los esclavos que habían acompañado al resto de los invitados. La mayoría eran hombres de la edad de Marco, vestidos con sencillez, excepto uno, un hermoso joven de cabello largo, ataviado con una elegante túnica, que ocupaba el único taburete y arrugaba desdeñosamente la nariz a los demás. Marco le devolvió la mirada de desprecio: era obvio por qué lucía prendas tan selectas.

—Siéntate —le dijo, cordial, el mayordomo del rey, que era quien lo había acompañado hasta el taller—. ¿Qué llevas ahí?

Marco se instaló en el suelo y se puso sobre el regazo los diversos estuches de flautas, cuatro en total.

—Los aulos de mi amo —contestó en tono neutro—. Le han pedido que los trajese.

El joven del taburete rió con disimulo.

—Es el flautista, ¿no?

—¡Ya basta! —ordenó Agatón, cortante—. Hay otros invitados que también han venido con sus instrumentos. Dámelos, amigo, los guardaré junto con los demás.

—Puedo guardarlos yo mismo.

Uno de los esclavos le pasó a Marco un tazón de sopa y un trozo de pan que les habían llevado para cenar. Él se acomodó y empezó a comer en silencio, cuidando de no derramar nada sobre las flautas.

El mayordomo, que no parecía tener prisa, se apoyó contra la pared, con los brazos cruzados.

—¿Te encargas tú normalmente de sus flautas? —preguntó, para entrar en conversación.

Marco emitió un gruñido afirmativo.

—¿Llevas mucho tiempo con tu amo?

—Trece años —respondió sin alterarse.

—He oído decir que estuvo en Alejandría. ¿Fuiste con él?

Marco soltó un nuevo gruñido, diciéndose para sus adentros que Arata tenía toda la razón: estaban sondeándolo.

—Me gustaría ir a Alejandría —dijo con envidia uno de los esclavos—. ¿Cómo es?

Marco se encogió de hombros y se concentró en la sopa.

—Este hombre procede de algún pueblo bárbaro —comentó el joven, sonriendo burlón—. No sabe suficiente griego para poder describirla.

Marco le lanzó una mirada de rabia y volvió su atención a la sopa.

—¿De dónde eres? —preguntó Agatón.

—Soy samnita —respondió sin dudarlo—. Y nacido libre.

Ahí fue donde todo empezó a ir mal. Uno de los esclavos lanzó un grito de júbilo y comenzó a hablar en osco. Marco lo miró un instante, horrorizado. Entendía el osco, pero su acento lo traicionaría. Interrumpió el diluvio de palabras del hombre con una cansina explicación en griego, diciendo que llevaba tantos años sin hablar su lengua materna que la había olvidado.

—¡Creía haber entendido que sólo llevabas trece años como esclavo! —exclamó el defraudado samnita.

—¡No, no, muchos más! Muchos más. Antes de que me vendiesen al padre de mi actual amo, tuve otro par de amos, ambos, soldados. —Eso era cierto, aunque no había estado mucho tiempo con ellos.

—¿Te hicieron esclavo los romanos?

Other books

The Devil's Touch by William W. Johnstone
CONCEPTION (The Others) by McCarty, Sarah
Uncovering the Silveri Secret by Melanie Milburne
The Spymaster's Lady by Joanna Bourne
From Scratch by C.E. Hilbert
IK1 by t
Gunpowder God by John F. Carr
Nadie es más que nadie by Miguel Ángel Revilla