El corazón de Tramórea (22 page)

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Authors: Javier Negrete

BOOK: El corazón de Tramórea
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Todos se habían desacelerado ya. Algunos jadeaban y se acuclillaban para recuperar fuerzas tras la pelea y la Tahitéi, mientras que los que se encontraban en mejor forma acudían a socorrer a los camaradas heridos.

Capitán se acercó al emperador, se agachó y estiró una mano tentativa para tocar aquella especie de erizo rojo en que se había convertido la armadura.

—Está muy fría, señor —informó a Togul Barok—. Como si la hubiesen metido en un barril de hielo.

—Sorprendente —repuso el emperador—. Déjala donde está. Sospecho que su dueña acabará volviendo por ella. A no ser que no le importe pasear desnuda por el bosque.

La mujer también había perdido la extraña espada doble, que yacía en el suelo a un par de metros de la armadura. Togul Barok la recogió. El mango central, de dos palmos de longitud, no era de madera ni ningún otro material que le resultase familiar, pero tenía un tacto agradable y no resbalaba. Las hojas, tan afiladas que habrían podido partir un cabello en dos, estaban impolutas. Aunque habían chocado contra las cotas de malla de sus soldados, no presentaban ni una mella. Y después de haber cortado varias cabezas, manos y piernas, no se veía en ellas ni una mancha de sangre.

Sin duda, era un arma digna de los dioses. Togul Barok se felicitó: en su primera batalla contra ellos, había sobrevivido, y además había cobrado botín.

Cuando se hubo alejado lo suficiente, Taniar se posó en la orilla del río. En otras circunstancias se habría conformado con perderse en la oscuridad y acechar a sus enemigos desde cien pasos de distancia. Pero el hombre que la había atacado con el otro fragmento de la lanza de Prentadurt no era normal.

Revisó la grabación de lo ocurrido y amplió la imagen captada por sus retinas artificiales.

Había acertado en su primera impresión: aquel tipo poseía pupilas dobles. Eso significaba que era un dios. Pero ¿cuál? Taniar conocía a todas las divinidades vivas del Bardaliut, y consultando los implantes de memoria podía examinar también los retratos de los Yúgaroi ya muertos. Su agresor no era ninguno de ellos.

Tenía que ser el guerrero al que había venido a buscar, el que enarbolaba la lanza durante la lluvia de fuego. Al irrumpir en el campamento de los soldados, Taniar había pensado que era el más alto de todos ellos y se había abierto paso a golpes hasta él. Pero cuando lo decapitó y le quitó el arma, comprendió que se trataba de una trampa. Un momento después había aparecido el verdadero dueño de la lanza. Y la había utilizado contra ella.

Podría haberme matado
, pensó, con una mezcla de miedo y excitación.

Tal vez ese dios desconocido no sabía hasta dónde llegaba el poder de la lanza. No obstante, que hubiese adoptado la precaución de fabricar una imitación era señal de que sospechaba que se trataba de un arma muy valiosa y que alguien intentaría arrebatársela.

Ése era, precisamente, el plan de Taniar. Había empezado a germinarlo unos días antes, cuando Manígulat, en su postrer momento de gloria, lanzó una lluvia de meteoritos sobre Mígranz. En aquel momento Taniar había advertido algo extraño en las imágenes que contemplaban, pero no acababa de estar segura de lo que había visto y prefirió no comentarlo con nadie más. Como cualquier otro dios, podía registrar en sus implantes de memoria todo lo que veía y oía; pero cuando revisó las grabaciones comprobó que no eran tan nítidas como quería.

Tras el golpe de estado de Tubilok, Taniar se ofreció al nuevo amo para inspeccionar los sistemas de seguridad del Bardaliut y depurarlos de mecanismos y programas espías. Aprovechó su acceso a la sala de control para recuperar las imágenes de la lluvia de meteoritos. Nerviosa por si algún otro dios, en particular Tubilok, descubría lo que andaba haciendo, amplió la película y mejoró su calidad usando la potencia de procesado del Bardaliut y después la transfirió a sus implantes de memoria.

Sólo más tarde, tendida en una camilla en su propio palacio mientras un servidor humanoide la masajeaba con cuatro manos de seis dedos cada una, cerró los ojos, proyectó en su lóbulo occipital las imágenes almacenadas y las examinó a conciencia.

En el momento de la lluvia de fuego, todos los dioses se habían quedado extasiados viendo cómo los meteoritos dibujaban trayectorias incandescentes en el aire y chocaban contra la fortaleza, la montaña y la llanura que las rodeaba, entre impresionantes explosiones. Hacía mucho tiempo que no disfrutaban de un espectáculo así, tanto que algunos de ellos habían aplaudido como niños. El punto de vista saltaba de un lado a otro, y todo ocurría tan rápido que resultaba difícil fijarse en algún detalle concreto; máxime, si no se estaba buscando.

Pero a Taniar le había parecido entrever entre todo aquel caos algo extraño, una especie de burbuja oscura. Su forma era demasiado circular para ser natural; no podía tratarse del hongo de una explosión. La burbuja, apenas una mancha fugaz, había desaparecido de la vista enseguida, tapada por el impacto de una gran roca que se había vaporizado contra el suelo.

Ahora que había recuperado las imágenes, Taniar cerró los ojos para concentrarse en ellas y las proyectó marcha atrás directamente en su cerebro. La gran explosión encogió sobre sí misma. Justo antes del choque y la bola de fuego, la mancha negra volvió a aparecer. Era una especie de cúpula de cristal oscuro. ¿Qué pintaba una construcción así en campo abierto?

Al seguir examinando el vídeo hacia atrás, descubrió que no se trataba de un edificio. La cúpula había aparecido de la nada, donde un segundo antes había un grupo de soldados formando un corro apretado alrededor de un hombre mucho más alto que los demás.

Ese hombre levantaba una lanza negra sobre su cabeza. Taniar analizó la imagen con más detenimiento, hasta que logró congelarla justo donde quería. De la punta de la lanza salía un rayo oscuro que enseguida se ramificaba en zarcillos, creando una especie de sombrilla sobre los soldados. En la siguiente captura, la sombrilla se había convertido en una cúpula.

Dicha cúpula, por tanto, no era una construcción material, sino un campo de energía. ¿Había conseguido proteger a aquellos hombres? Taniar no pudo comprobarlo en ese momento, porque las cámaras se habían desentendido de aquella zona justo después del impacto.

Pero al día siguiente, aprovechando una nueva visita a la sala de control, aprovechó para obtener imágenes ampliadas del lugar donde habían caído los meteoritos. El paisaje estaba irreconocible, sembrado de cráteres que recordaban a la superficie de la vieja Luna, destruida milenios atrás.

En uno de esos cráteres encontró algo llamativo. Era un círculo de terreno intacto, de ocho metros de diámetro. Las mismas dimensiones de la cúpula oscura, y se hallaba precisamente en el mismo lugar. Desde arriba, parecía un cilindro de tierra que sobresalía del suelo del cráter. Todavía conservaba hierba en su parte superior. Si la vegetación se había salvado, era de suponer que los hombres que se habían refugiado en su interior también.

Así que aquella lanza oscura poseía el poder de proyectar un campo deflector que había resistido el choque directo de un meteorito. Era imposible que en Tramórea existieran armas así. Todas las culturas humanas de aquel mundo reunidas no llegaban a 0,2 puntos Kardashev-Yúgar, según una antigua escala que clasificaba a las civilizaciones por su consumo y aprovechamiento de energía.

Los dioses, por comparación, podían disponer de un nivel de energía sesenta mil millones de veces superior, lo que los elevaba a 1,4 puntos K-Y. Aun así, ese nivel era inferior a momentos del pasado más esplendorosos, antes de que dilapidaran la mayoría de sus recursos en la guerra contra los mortales.

Sobre todo, estaba muy por debajo de lo que ahora les prometía Tubilok. Según su nuevo amo, primero alcanzarían el 2, lo que significaba explotar todos los recursos de una estrella y un sistema solar, y después, paulatinamente, ascenderían hasta 3, aprovechando la energía de la galaxia entera.

«Tenemos la eternidad para conseguirlo», aseguraba Tubilok.

Ese proyecto sonaba fantasioso, pero Taniar conocía al dios loco lo suficiente para saber que no era más que una minucia comparado con sus verdaderas ambiciones. La intención de Tubilok era saltarse los niveles 2 y 3, e incluso el 4, que suponía el dominio de un universo entero. Él pretendía conseguir directamente un 5 en la escala K-Y: la explotación de la suma de todos los universos. El imperio de toda la realidad. Convertirse en el dios de dioses, en el hacedor y destructor absoluto.

Algo inconcebible para Taniar, y para cualquier otra criatura que no combinara los conocimientos de Tubilok con su desbocada megalomanía. Ella se conformaba con detener la lenta decadencia en que habían caído los dioses desde que fracasaron en su sueño de colonizar las estrellas. Si quería lograrlo, debía frustrar los planes de Tubilok. Pues mucho se temía que el día en que se abrieran de par en par las puertas del Prates, no sólo perecerían los humanos, sino que de los inmortales tampoco quedaría ni el recuerdo.

Por eso, cuando vio cómo aquella lanza producía un campo de energía se le aceleró el corazón durante un instante. Aunque sus sistemas orgánicos recobraron el control enseguida, la emoción le duró más tiempo.

Cuando destronaron y encerraron a Tubilok, Tarimán contó a los demás dioses que la lanza había sido destruida. Pero todos habían visto cómo el cachorro humano mataba a Manígulat en la sala de control usando la lanza de Prentadurt. Era evidente que el herrero, como tantas otras veces, les había mentido.

Por otra parte, Taniar recordaba que en tiempos la lanza medía el doble, cerca de tres metros. Lo que empuñaba aquel joven humano era tan sólo la mitad inferior, que incluía la contera y parte del asta. Al verlo, Taniar se había preguntado dónde estaría la otra mitad.

Ahora tenía la respuesta.

Localizar y destruir la espada flamígera era una buena coartada para poder bajar a Tramórea. Lo malo era que, si no conseguía ni la espada ni la lanza, se iba a meter en un buen aprieto con Tubilok. De modo que iba a tener que vérselas de nuevo con aquel dios cuya existencia había ignorado hasta ahora.

Un ronco bramido la sacó de sus pensamientos. Taniar, que se había quedado ensimismada contemplando las oscuras aguas del río, se volvió hacia la espesura.

Por allí, aplastando helechos y pinaza bajo sus pies, venía una bestia de dos metros y medio de altura con cierto parecido a un gorila. Tenía el cuerpo recubierto de escamas, una cresta ósea coronaba su cráneo y sus ojos amarillos relucían en la oscuridad. Cuando abrió la boca para rugir de nuevo, exhibió dos hileras de colmillos paralelas. Aunque la criatura se hallaba a más de cinco metros de ella, a Taniar le llegó el nauseabundo olor a carne podrida de su aliento.

Un corueco. Como tantas otras criaturas extrañas que poblaban Tramórea, era fruto de la ingeniería genética, y también del aburrimiento y las ganas de experimentar de los dioses. Sobre todo de Shirta, que veía Tramórea como una especie de anfiteatro y por eso se complacía resucitando monstruos del pasado o creando otros nuevos que pusieran en peligro a los humanos.

El corueco apoyó los nudillos en el suelo y se abalanzó sobre ella corriendo a cuatro patas. Taniar seguía desnuda y había dejado en aquel claro su espada de doble hoja, pero eso no significaba que estuviera inerme. Rápidamente juzgó la velocidad y fuerza de la bestia y se limitó a entrar en segunda aceleración. Pasar directamente a la quinta no habría sido demasiado deportivo ni, sobre todo, divertido.

Al atacar a los soldados había obrado de igual forma, hasta que comprobó que todos ellos se movían tan rápido como ella. Sólo entonces había redoblado su velocidad. ¿Desde cuándo los humanos disponían de los nanomecanismos simbióticos necesarios para las aceleraciones?

Postergó la pregunta para mejor momento, pues había cuestiones más urgentes que atender. El monstruo ya estaba casi encima de ella, embistiéndola con aquel corpachón de media tonelada y tirándole un zarpazo destinado a arrancarle la cabeza. Taniar se apartó a un lado y se agachó. Las garras pasaron rozándole el cabello, y su rodilla se tocó con la del monstruo. Confiada en sus reflejos aumentados y sus nervios superconductores, tal vez había apurado demasiado la finta. La bestia se movía con mucha más agilidad de la que su tamaño y su peso permitían suponer.

Aún en cuclillas, Taniar lanzó su pierna derecha contra el costado de la bestia. El choque entre los huesos reforzados de la diosa y las costillas metálicas del corueco resonó como un gong. Al haber encogido su estatura, Taniar pesaba mucho menos que antes, por lo que su propia patada la desplazó a ella más que a su enemigo.

Al ver que la diosa rebotaba y caía al suelo, el corueco debió pensar —si es que era capaz de tal cosa— que la presa era suya, y saltó sobre ella con un pavoroso rugido. Taniar esta vez prefirió no arriesgar, se revolvió como un muelle, dio una voltereta en el aire y apareció tres metros más allá.

Tienes que vencerle sin volar y sin usar el láser
, se dijo. Un absurdo desafío, pero ahora que se lo había planteado sabía que se enojaría mucho consigo misma si no cumplía sus propias condiciones.

Saltar no era lo mismo que volar. Cuando el corueco volvió a acometerla, Taniar brincó en el sitio, se elevó cuatro metros en el aire, dibujó un grácil tirabuzón y dejó que la bestia pasara por debajo con la inercia de un toro embistiendo. Después cayó detrás de él y se agachó. Mientras saltaba, la diosa había sacado las uñas, garras de metal ultraduro. Con ellas rajó las corvas del monstruo. Sus filos arrancaron chispas al chocar con los huesos del corueco, pero consiguió hacer muescas en ellos y, sobre todo, cortar los tendones.

Desjarretada, la bestia cayó al suelo. Desde allí se revolvió apoyando los nudillos en tierra y le lanzó otro zarpazo. Tenía los brazos más largos que las piernas, tanto que su golpe pasó rozando a Taniar.

Esta vez la diosa arriesgó más. Dejó que el golpe pasara de largo y, cuando el brazo del corueco llegó al final de su movimiento y perdió el impulso, le agarró la mano. Sin soltarla, saltó sobre la cabeza de la bestia y aterrizó en su espalda, rodeándole los ijares con las piernas. Después le retorció el brazo tras la nuca y trató de romperle los dedos.

No era fácil. La piel y la carne cedían, pero los huesos eran demasiado densos y duros. Taniar cambió de táctica y le dobló los dedos hacia atrás, hasta que notó el placentero chasquido que delataba la rotura de los ligamentos.

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