El corazón de Tramórea (23 page)

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Authors: Javier Negrete

BOOK: El corazón de Tramórea
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El corueco logró agarrarla con la otra zarpa y le dio un salvaje tirón de pelo. La bestia se llevó entre los dedos un mechón de cabellos —siete mil cuatrocientos, según el informe interno de daños— junto con una buena porción de piel.

Derrotar a la bestia por pura fuerza bruta parecía un desafío demasiado complicado; tal vez unos días atrás, cuando medía casi tres metros, lo habría conseguido, pero ahora no. Taniar metió la mano izquierda entre la barbilla y el pecho del monstruo y volvió a sacar las garras. No estaba segura de si toparía con hueso, ya que desconocía la anatomía exacta de los coruecos. Pero sus uñas se clavaron en unos músculos duros y fibrosos. Las movió a ambos lados, desgarrando tendones y arterias, y luego se apartó de la bestia.

El corueco cayó al suelo. Allí se revolvió panza arriba, tratando de parar la hemorragia con las garras. Su aliento y todo su cuerpo hedían a carroña. Los ojos, dos luciérnagas, miraron a Taniar con odio.

Ya está muerto
, se dijo. Eso significaba que podía usar el láser. Lo disparó contra los ojos del corueco y mantuvo el rayo dos segundos. Cuando lo desactivó, los globos oculares del monstruo habían reventado por el calor. La bestia ya no se movía: el láser debía haber penetrado hasta el cerebro.

No estaba del todo mal. Había logrado derrotar a una aberración genética de media tonelada recurriendo tan sólo a la segunda aceleración y con las manos desnudas. Se alejó de la bestia, pues le repugnaba el hedor que despedía, y se metió en el río. Su propio cuerpo produjo secreciones que brotaron de sus poros para limpiar la piel de sangre y olores. Después, se dedicó a reparar los microdesgarros de los músculos, una secuela típica de las aceleraciones. Por último, se concentró en regenerar los cabellos perdidos, tarea que le consumió casi media hora.

Tendría que comer para recuperar las reservas de proteína que había consumido sintetizando queratina a toda velocidad. En la nave disponía de alimentos, así como de un telar automático para fabricar ropa. Pero los dos combates seguidos y el hecho de encontrarse desnuda al aire libre habían conseguido despertar en ella una sensación casi olvidada.

Estaba caliente como una leona en celo.

Cuando se ha vivido miles de años y todo resulta tan previsible, una necesidad tan urgente e inesperada como aquélla no se podía desperdiciar. Tenía que solucionarla cuanto antes.

Tras el ataque de la guerrera, el soldado llamado Cirujano atendió a sus compañeros heridos. Había siete muertos, otro hombre que se desangró mientras le intentaba practicar un torniquete y dos gravemente mutilados. Uno de ellos había perdido ambas piernas por debajo de las rodillas, y otro el brazo derecho.

—No quieren ser una carga, mi señor —le explicó Capitán a Togul Barok—. Ellos mismos han pedido que se les dé la estocada de gracia.

—Bravos soldados —dijo Togul Barok, con la mente puesta todavía en la imagen de la diosa desnuda—. Serán recordados por el resto de la unidad.

—Mi señor, ellos querrían presentarte sus respetos antes de...

Togul Barok clavó los ojos en Capitán. El oficial apartó la mirada, nervioso. Aunque no era bajo, el emperador le sacaba cabeza y media. Tenía treinta años y era un militar valiente y con iniciativa; para el gusto de Togul Barok, tal vez demasiado emocional.

Oyó un toc-toc casi imperceptible en el hueso temporal.

Son tus soldados
, le dijo el homúnculo albergado en su cráneo.
Ya que mueren por ti, ¡ten al menos la decencia de concederles ese último deseo!

¿Lo dices tú, asesino de tus propios soldados?
, respondió él, recordándole algo ocurrido casi tres años antes a orillas del Ĥaner.

De todos modos, aunque no le agradaba la idea, reconoció que eso subiría la moral de los demás, y falta les hacía después de la masacre que había organizado entre ellos una sola enemiga. Si empezaban a acobardarse, no le servirían para nada.

Eres frío como una serpiente
, dijo el gemelo.

Gracias
, respondió él sin demasiado sarcasmo.

Togul Barok habló durante un rato con cada uno de los dos soldados. Eran Musgaño, al que llamaban así por la forma de su boca, alargada y dentuda como el hocico de un roedor, y Corredor, que en esta ocasión no había sido lo bastante rápido para eludir la hoja de acero de la guerrera.

—Cuando volvamos a Koras haremos ofrendas en vuestro honor —dijo.

—Por favor, mi señor, a los dioses no —contestó Corredor—. Ellos se han convertido en nuestros enemigos. Tú mismo nos lo dijiste después de la lluvia de fuego: si los dioses quieren doblegar nuestro espíritu, no lo van a conseguir. Ni siquiera ante la muerte.

—Entonces, ¿a quién quieres que le hagamos los sacrificios?

—A mis antepasados, mi señor. Ya no tengo nombre, porque te lo entregué a ti, pero aunque me llames Corredor ellos me reconocerán.

—Así lo haré, Noctívago.

Musgaño hizo algún comentario más jocoso, como era propio de su naturaleza incluso a las puertas de la muerte. Después, Cirujano se dispuso a rematarlos con un estilete. El pulso le temblaba un poco. Togul Barok quiso pensar que era por el cansancio, y no de temor.

¿Por qué no lo haces tú con la lanza de la muerte? Si se lo ordenas, ella los matará sin que sientan nada
.

Togul Barok no se molestó en argüir contra su hermano. Era obvio que la guerrera andaba buscando la lanza negra. ¿Cómo había averiguado que estaba en su poder? Tal vez, de alguna forma, detectaba su poder del mismo modo que un sabueso olfatea un rastro.

No, por el momento no pensaba usar su magia.

Mientras Cirujano terminaba de cumplir con su deber, Capitán habló con Togul Barok:

—Mi señor, los hombres dicen que la mujer que nos ha atacado era una diosa, que sólo una divinidad puede combatir de esa manera. Además, algunos le han visto los ojos. Tenía las pupilas dobles como tú.

—¿También me consideran a mí un enemigo por eso?

—¡Jamás, mi señor! Ellos confían en ti. Pero temen que Taniar regrese.

—¿Taniar?

—Algunos soldados han sugerido que no puede ser más que ella. Es cierto que no lo sabemos, pero...

—Entiendo.

Taniar, la diosa de la luna carmesí, patrona de la guerra, madre de la raza de las Atagairas. Tenía su lógica. Su armadura era roja, y combatía como un demonio. Aunque Togul Barok nunca había esperado que fuese negra.

Tampoco se habría imaginado que el mero recuerdo de su cuerpo desnudo lo excitaría tanto.

En su conversación, Capitán y él llegaron a la orilla, una pequeña ensenada arenosa donde habían varado las almadías. Las habían conseguido en Yedrira, un pueblo de leñadores situado en la linde norte de Corocín. Urgido por Togul Barok, el jefe local había ordenado a varios vecinos que fabricaran unas balsas a toda prisa con troncos de pino, ramas tiernas de abedul y mimbre silvestre. Cada una de ellas tenía a proa y a popa dos remos de más de seis metros de longitud, unidos a la almadía por aparejos de ramas flexibles. Los remos no servían tanto para impulsar como para controlar el curso de las almadías río abajo. Aquellas embarcaciones no eran el mayor prodigio de la técnica náutica, pero gracias a ellas estaban avanzando más kilómetros en cada jornada que durante su viaje de Mígranz a Corocín, y sin apenas cansarse.

En Yedrira también habían adquirido provisiones en abundancia. Por ellas y por las almadías no habían pagado ni un imbrial. Togul Barok había fingido que ofrecía dinero, y el jefe local había simulado que no lo aceptaba. Tras la destrucción de Mígranz y de su ejército, habían conseguido reunir algo de botín entre los restos, pero el emperador prefería reservar ese dinero para futuras emergencias. Tal vez llegarían a otros lugares donde no pudieran conseguir las cosas exhibiendo su fuerza y tuviesen que negociar.

—Mi señor, ¿no deberíamos irnos de aquí? —preguntó Capitán.

—La noche es muy oscura. Ni con luznagos y antorchas distinguiremos los rápidos o las rocas.

—Tienes razón, pero si la diosa vuelve...

—No huiremos de ella. Los Noctívagos no huyen, Capitán.

—Sí, señor.

—Monta las guardias habituales hasta que amanezca.

—¿No convendría redoblarlas?

—Lo que busca la diosa lo tengo yo. Y dormiré bien apartado del vivac. El resto de la noche será tranquila, te lo garantizo.

—Mi señor, ¿no correrás peligro?

Togul Barok esbozó una sonrisa.

—¿Tú crees que lo correré?

—Perdona mi atrevimiento, pero esa diosa hacía cosas que...

Capitán no terminó la frase. Togul Barok la completó mentalmente: «... que tú no eres capaz de hacer».

—Duerme tranquilo, Capitán. Dormid tranquilos todos. Mañana proseguiremos camino.

La diosa llegó media hora después.

Togul Barok había tendido su petate sobre un colchón de helechos, pero en lugar de tumbarse se había sentado en él, con la espalda apoyada en un roble. Junto a él reposaban sus armas, la segunda
Midrangor
y la lanza negra, y también la espada doble y la armadura de la diosa. Su propia cota de malla yacía en el suelo, derramada como una cascada de metal. Los anillos de hierro reflejaban el resplandor trémulo del luznago rojo atrapado en su cárcel de papel seda.

Ella apareció desde las alturas, flotando como una aparición, y se posó en el suelo sin un ruido a unos pasos de Togul Barok. Aunque tenía la piel negra, su cuerpo se veía sembrado de millares de puntitos fosforescentes y emitía un tenue resplandor. Togul Barok estaba seguro de que antes, durante la batalla, no había brillado de esa forma. ¿Lo hacía para seducirle?

Se acercó poco a poco, estirando una pierna delante de la otra antes de apoyarla, como una funambulista que caminara por un cable. Se cimbreaba como un junco y llevaba los brazos pegados al costado y los hombros levantados, de tal forma que entre los pechos se le formaba un profundo surco. Aparte de la cabellera, no tenía un solo pelo en el cuerpo. Su aroma la precedía, un olor a violeta que se mezcló con el dulzón de la vegetación descomponiéndose y bajó directo a los ijares de Togul Barok.

Deja que me encargue yo
, sugirió su gemelo.

Ni lo pienses
.

Tú no entiendes de estas cosas. Eres frío como un reptil
.

Y tú pequeño como una araña
.

No si controlo nuestro cuerpo
.

Te dejaré participar..., hermano. Pero no intentes apartarme, o lo lamentarás
.

¡Hermano! ¡Es la primera vez que me llamas así!

Ahora, calla un rato.

—¿Vienes a por esto? —preguntó Togul Barok, apuntando a la diosa con la lanza.


Vine
a por eso. Ahora busco otra cosa. Y quiero que me la des tú.

Él dilató los ollares como un caballo y venteó el aire. La diosa se encontraba tan cerca que le llegaba otro olor, y éste no era perfume de violeta. Su olfato, más sensible que el de otros mortales, le informó de que ella estaba tan excitada como él.

—¿Quién me dice que cuando suelte la lanza no la cogerás y la utilizarás contra mí?

Ella sonrió. Sus iris relucieron en la oscuridad como dos esmeraldas, y luego volvieron a apagarse.

—Nadie te lo dirá.
Yo
no te lo voy a decir. Si quieres tomarme, tendrás que arriesgarte.

Él asintió, separó la espalda del árbol y se sacó la túnica por encima de la cabeza.

Estaban tan encendidos que la primera vez alcanzaron el clímax enseguida, y al mismo tiempo. Después, tumbado encima de ella y con los labios pegados a su oreja, él susurró:

—Dime una cosa.

—¿Qué?

—¿Eres Taniar?

—Ése es uno de los nombres que he tenido.

—¿Y los demás?

—Los olvidé.

Togul Barok seguía dentro de ella. La diosa lo agarró de las nalgas y le apretó con fuerza, como si quisiera sacarlo por el otro lado. Él nunca había copulado dos veces seguidas; no porque le faltaran energías, sino porque, una vez satisfecha la que él consideraba como una simple necesidad, no sentía el impulso de repetir.

Sin embargo, su cuerpo reaccionó al instante, con un instinto primario que a él mismo le sorprendió.

En eso consiste ser hombre, hermano
.

Más bien ser animal
, respondió él.

Pero aquella animalidad, lejos de disgustarlo, le agradaba y le excitaba más todavía. ¡Qué sensación inefable, dejarse llevar por impulsos que no podía controlar, olvidar el mañana y las consecuencias de sus actos, sabiendo que la diosa a la que estaba haciendo el amor podía destruirlo en cualquier momento!

Como si quisiera darle la razón, ella le arañó. Sus uñas rasgaron la piel de Togul Barok y abrieron surcos en su espalda. Con un gruñido de dolor, él plantó las manos en el suelo y estiró los brazos para apartarse. Pero sus caderas tenían voluntad propia y siguieron pegadas a las de Taniar, unidas por una bisagra invisible que era incapaz de romper.

Ella volvió a clavarle las uñas y sonrió. Sus ojos destellaron de nuevo.

Él se estaba enfureciendo. El dolor lo enardecía e irritaba la mismo tiempo.

—Ódiame —susurró ella con voz ronca—. Pégame. Demuestra que puedes dominar a una diosa.

Déjame a mí y le daré una lección a esta hembra soberbia
, dijo su gemelo.

Puedo hacerlo yo solo
.

Ya lo estás haciendo conmigo
.

Sí, así era. Togul Barok sentía a su gemelo mirando a través de sus ojos, pero esta vez no le había arrebatado el control, lo compartía con él. Levantó la mano derecha del suelo y le dio una bofetada a la diosa. El golpe restalló como un trallazo. Taniar contrajo la cara en un gesto de ira, un asomo de emoción sin frenos. Sólo fue un instante. Después volvió a sonreír y a desafiarle.

—¿Eso es todo lo que sabes hacer, emperador? ¿Ésas son todas tus fuerzas?

Togul Barok volvió a pegarle, esta vez más fuerte. Mientras, las caderas de ambos se movían cada vez más rápido, como si tuvieran vida propia.

Taniar lo agarró por los hombros. Togul Barok vio sus uñas, que se habían convertido en garras metálicas casi tan largas como los dedos. Se dio cuenta de que ella podía clavarle una en la yugular, o arrancarle un ojo incluso sin querer, y aquel peligro le excitó mas todavía. Era una locura, como copular rodeado de cobras.

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