—¡Qué cabezón eres, Ignacio! —la abuela movió la cabeza de un lado a otro, como si después de una larga carrera repetida muchas veces hubiera llegado una vez más al muro alto, liso, conocido, que nunca sería capaz de franquear.
—No soy cabezón —él contestó sin levantar la voz, casi con dulzura—, soy realista.
—Nada, de realista nada. Cabezón, cabezón, cabezón, eso es lo que eres, nunca he conocido a nadie tan cabezón como tú.
Su marido renunció a defenderse de esa acusación. Volvió a sentarse en su silla, rellenó su copa, probó su contenido, jugó con ella un rato, y nadie se atrevió a hablar, aunque Raquel se dio cuenta de que su padre estaba sonriendo a su madre, que le devolvió la sonrisa a escondidas mientras el tío Hervé, definitivamente harto, escondía la cara entre los brazos, que había cruzado antes sobre la mesa.
—Y por cierto... —al escuchar de nuevo la voz de su marido, la abuela se puso tiesa, pero él ya no se dirigía a ella, sino a su hijo—. ¿Por dónde dices que vives?
—En una urbanización de cuatro edificios con un jardín común, cerca de Arturo Soria.
—¿Y eso dónde está?
—Pues no sé cómo explicártelo... Al final de la calle de Alcalá, pero al final del todo, más allá de la plaza de toros.
—¿En la Ciudad Lineal?
—No, más lejos. En la carretera de Canillejas.
—¿En Canillejas? —Ignacio Fernández miró a su hijo con una cara de susto casi infantil, las cejas muy levantadas, los ojos grandes, la boca abierta—. Pero si eso está lejísimos de Madrid...
—Estaba, papá, estaba. Ahora ya no está, ahora es Madrid. La ciudad ha crecido mucho desde que tú te fuiste.
—Pues yo, desde luego, no pienso vivir en Canillejas —dijo, y miró a su mujer, que le respondió con una sonrisa extraña, mientras movía la cabeza como si pretendiera darse la razón a sí misma.
—¿Y qué quieres? —su hijo también sonrió—. No creo que encuentres nada en la mismísima glorieta de Bilbao.
—Pues si no es allí, lo más cerca que pueda.
¿Cómo se llama esta plaza? Un año después, ésa fue la primera pregunta que Raquel le hizo al portero, mientras le ayudaba a quitar un cartel azul y amarillo del balcón de un piso que, al parecer, ya no estaba en venta. Plaza de los Guardias de Corps, contestó él. ¡Qué difícil!, calculó ella en voz alta, y aquel hombre, que le había dicho a mamá que ya sabía que el piso era un poco caro pero que en aquel barrio no iban a encontrar nada mejor, se lo apuntó en un papel. ¿Y a cuánto está de la glorieta de Bilbao?, preguntó luego. ¿Andando?, quiso saber él, y ella asintió, a diez minutos yendo despacio... Eso no es mucho, ¿verdad? No, qué va... Yo diría que es muy poco.
Te va a encantar, abuelo, te va a encantar, le anunció luego, cuando volvieron a casa y se precipitó sobre el teléfono para ser la primera en darle la noticia, no te imaginas lo grande que es el cielo desde allí.
Mi madre colapsó el buzón de mi móvil en la hora y media que duró mi segunda clase de aquella mañana. Álvaro, hijo, soy mamá, que no se te olvide darle a Lisette el dinero para el jardinero; Álvaro, hijo, acuérdate de recoger el correo, a ver si te lo vas a dejar allí, que eres muy despistado; Álvaro, hijo, cuando recojas el correo, míralo bien y tira todo lo que sea propaganda, por favor, que ahora no tengo la cabeza para tonterías; Álvaro, hijo, en vez de comer algo deprisa y corriendo en el bar de la facultad, que a saber qué os darán, pídele a Lisette que te haga una comida rápida en casa, que ya sabes que es muy dispuesta para la cocina; Álvaro, hijo, llámame al salir de La Moraleja, no sea que haya bajado con tu hermana a comprar, o a dar un paseo, o algo... Borré todos los mensajes antes de marcharme de la facultad, mientras esperaba en la barra del bar a que me trajeran una cerveza y dos montaditos de lomo, la especialidad de la casa, famosa en toda la Autónoma por más que las malas lenguas digan que el secreto de su sabor consiste en que la cocinera jamás lava la plancha, y luego dejé un recado en el buzón de Mai, la única despistada de los dos, para recordarle que aquella tarde no podía ir al colegio a recoger a nuestro hijo, porque me había llegado el turno de hacer lo que mi madre llamaba «ir a darle una vuelta» a su casa.
Había pasado poco menos de un mes desde la muerte de mi padre, y deduje sin dificultad que habría confiado antes la misma tarea a mis dos hermanos varones, en riguroso orden de edad y excluyendo a las mujeres, según su costumbre. No sabía qué habían sentido ellos al volver a una casa que inevitablemente conservaría aún las huellas de papá, su forma de disponer los objetos sobre la mesa de su despacho, el ángulo de su sillón favorito frente al televisor, su cepillo de dientes quizás en el vaso del cuarto de baño, porque todavía nos encontrábamos en esa fase autista y generosa de los duelos, en la que cada uno procura evitar a los demás la sobrecarga de su propio dolor, y espera que le ahorren la proporcional cuota de dolor ajeno. Íbamos casi todas las tardes a estar un rato con mi madre, y por eso nos veíamos con una frecuencia muy superior a la que habíamos practicado en mucho tiempo, pero en virtud de un pacto tácito, riguroso, esquivábamos la memoria reciente y fragmentada de nuestros años adultos para instalarnos en los recuerdos comunes de una infancia compartida, más dulce y fácil de digerir para todos.
En tiempos de paz, cuando ningún conflicto exterior perturbaba las conversaciones de conveniencia, el tiempo, el fútbol, los hijos, en la mínima y cómoda rutina de una comida semanal a la que casi siempre faltaba alguno, yo me llevaba bien con todos mis hermanos. Pero los últimos tiempos no habían sido pacíficos, y algunas comidas familiares, algunas fiestas de cumpleaños de los niños, y hasta la Nochebuena del año 2003, habían desembocado en unas broncas monumentales que rompieron el freno que siempre había representado la repugnancia de mi padre por las discusiones políticas para reproducir, a pequeña escala, las tensiones que sacudían al país entero. En el comedor de su casa, la correlación de fuerzas reproducía la composición del Parlamento. La derecha tenía la mayoría absoluta, pero la izquierda, mi mujer, mi cuñado Adolfo y yo, con el apoyo pasivo y casi siempre silencioso de mi hermana Angélica, era apasionada, peleona. El radicalismo de nuestras posiciones se había ido alimentando mutuamente hasta el punto de que yo, que me había afiliado muchos años antes a un sindicato sólo por apoyar a mi amigo Fernando y había ido adoptando posiciones políticas más por instinto que por necesidad, me encontré arengando a mis alumnos contra el gobierno antes de que se convocara la huelga general de 2002, y ni siquiera me asombré de mi elocuencia. Eran tiempos de guerra, y aunque el conflicto sólo fuera simbólico, ideológico, la necesidad afilaba los instintos. Los míos seguían reluciendo como cuchillos el primer día de marzo de 2005, cuando la muerte de nuestro padre cohesionó a todos sus hijos con el pegamento rápido de un solo sufrimiento dividido entre cinco, pero ya se empezaban a notar las junturas, las grietas antiguas y las nuevas, más sensibles todavía a la estructura coyuntural del adhesivo.
Como sucede en casi todas las familias numerosas, la nuestra había estado dividida desde siempre en dos grupos clásicos, el de los mayores, Rafa, Angélica y Julio, y el de los pequeños, que integrábamos Clara y yo. El detalle de que Julio me sacara un año menos de los cinco que yo le llevo a Clara, nunca había contado, pero con el paso del tiempo empezaron a contar otros factores transversales, que completaron esta división vertical con otras horizontales, elaborando un diagrama más complejo para todos, excepto para mí.
Rafa y Julio trabajaban juntos. Ambos habían seguido los deseos de mi padre, que sugirió al primero que hiciera Empresariales, encarriló al segundo para que estudiara Derecho, y tenía pensado que yo fuera arquitecto para poder repartir las responsabilidades básicas de sus empresas entre sus tres hijos varones. Cuando le dije que no me apetecía estudiar Arquitectura y que pensaba hacer Físicas, me explicó con mucha insistencia las ventajas de su planteamiento, pero nunca llegó a reprocharme mi decisión, lo que no impidió que yo me sintiera culpable durante mucho tiempo por haberlo decepcionado. La vocación de Angélica, médico en una familia sin antecedentes sanitarios, le gustó mucho más, y la inconstancia de Clara, que empezó dos carreras y no terminó ninguna, le pilló demasiado mayor para enfadarse.
Frente a la solidísima sociedad profesional que vinculaba casi desde la universidad a mis dos hermanos varones, mis hermanas fueron construyendo poco a poco una alianza basada exclusivamente en su género y capaz de superar con progresiva holgura los once años de edad que las separaban. Pero, además, Angélica y Julio compartían la experiencia de haberse divorciado y vuelto a casar, y los dos habían tenido hijos de ambos matrimonios. Rafa y Clara, por su parte, se habían casado sólo una vez, pero con parejas de un nivel social más alto que el nuestro, aunque en el caso de mi cuñada Isabel, aristócrata por parte de padre y madre, el volumen de la fortuna familiar desluciera bastante el brillo de los apellidos.
En todos estos avatares, yo me había ido quedando al margen. No trabajaba en la empresa paterna, había sido el último en casarme, mi primera y única boda había sido civil, mi mujer era funcionaría de la Comunidad de Madrid, su familia de clase media pelada, y mi hijo, el único nieto de mis padres que iba a un colegio público. Era, además, el único Carrión que votaba a la izquierda, hasta que Angélica, la mujer perfecta, capaz de acoplarse con el sinuoso sigilo de una orquídea tropical al tronco del hombre que tuviera al lado, estrenó el tercer milenio abandonando por sorpresa a su primer marido, un urólogo bastante tonto que ya la había abandonado a ella un par de veces, para colgarse del que se convertiría en el segundo, un oncólogo mucho más listo que ella, atractivo, simpático, ateo militante y más radical que yo.
Desde entonces, mi cuñado Adolfo me apoyaba en todas las discusiones y mi hermana seguía nuestro ritmo con dificultad, porque antes nunca le había interesado la política más allá de una inclinación instintiva, incluso patológica en mi opinión, hacia la causa de la ley y el orden, que consistía en echarle la culpa de todo a las víctimas. Cinco años después de su segunda boda, apenas lograba reprimirla, y supongo que a su marido le emocionaban mucho sus esfuerzos. A mí no, pero le agradecí que hubiera incorporado a alguien interesante a las reuniones familiares.
La solitaria equidistancia de mi posición me permitía mantener una relación parecida con todos mis hermanos, incluso con aquellos, como Rafa y Angélica, a los que quería pero no me caían bien. Julio, que de pequeño parecía eternamente condenado a admirar y emular al primogénito, se había ido desmarcando con soltura de aquel papel hasta convertirse en un hombre muy distinto del que prometía, un personaje sometido a luces y sombras igual de violentas. Era muy simpático, muy divertido, adoraba a sus hijos aunque sólo pensaba en tirarse a cualquier cosa que se moviera, y sabía disfrutar de los placeres de la vida que no cuestan dinero. Era, además, mucho más débil que Rafa, lo que para mí representaba más bien una virtud, y aunque nos separaban muchas cosas, y siempre que la política no anduviera por medio, lo más parecido a un amigo que tenía entre mis hermanos.
Con Clara seguía manteniendo una intimidad especial, vestigio de todos los años durante los que habíamos sido una sola cosa, los pequeños, aunque no dejaba de darme cuenta de que a veces me miraba como a un marciano, como si no acabara de comprender adónde había ido a parar su hermano Álvaro. Nada de esto me había importado mucho hasta el día en que mi padre tuvo otro infarto, y la gravedad del pronóstico se prolongó en una noche larguísima, de la que los cuñados fueron desertando, uno por uno, para dejarnos a solas con mi madre en la sala de espera de la UCI. Entonces, quizás porque no tenía otro recurso para engañar a las horas que empujarían a mi padre hasta el amanecer, les observé y me observé entre ellos, y pensé en mi familia, en lo que éramos, en lo que habíamos sido, en los rasgos que nos unían y nos separaban, lo que había permanecido y lo que se había llevado el tiempo.
Mi padre llegó vivo al día siguiente y viviría algunos más, casi dos semanas. Desde entonces, mi madre y mis hermanos me resultaban misteriosamente importantes, hasta necesarios, no sólo por lo que representaban en sí mismos, sino por la parte de mí que encerraba cada uno de ellos. Y sabía que no era más que un efecto secundario del dolor, una treta de mi memoria exhausta, sobrecargada por la urgencia de la cuenta atrás, la exigencia de fijar cada fecha, cada lugar, cada imagen de aquel hombre a quien ya nunca podríamos rescatar de la muerte, pero ni sabía, ni quería, ni podía eludir mis propias trampas. Recordar a mi padre era pensar en todos nosotros, recién lavados, peinados y vestidos para posar ante una cámara, en la foto de los sucesivos carnés de familia numerosa que mamá guardaba en el mismo altillo donde estaban también las carpetas con las notas y el libro escolar de cada uno. Y en eso pensé mientras conducía sin ganas, casi con miedo, al encuentro de la ausencia de mi padre, los objetos en su mesa todavía, su sillón frente al televisor, su cepillo de dientes quizás, o su huella vacía y aún más temible en el vaso del cuarto de baño. Pero no contaba con Lisette.
—¡Álvaro! —había abierto la verja del jardín con un mando a distancia, pero ella me estaba esperando delante de la puerta, como si hubiera escuchado el ruido del coche a tiempo—. ¡Pero qué gusto verte!
La miré un momento, desde abajo, por el puro placer de mirarla. Luego, mientras salvaba la media docena de escalones que elevaban el porche sobre el nivel del suelo, me pregunté cómo me recibiría. Delante de mi madre, Lisette me trataba de usted y me llamaba «señoriíto Álvaro». Delante de mi mujer, me tuteaba pero no me besaba cuando me veía. Aquella tarde, como siempre que estábamos los dos solos, me besó en las dos mejillas y después me abrazó, balanceándose contra mí como una madre que consuela a su hijo pequeño.
—¿Cómo estás, niño?
—Bien —le contesté, pero mi sonrisa se deshizo al interpretar el sentido de su pregunta—. Bueno...
—Ya... —ella dejó resbalar despacio las palmas de sus manos sobre mi cuello antes de desprenderse del todo de mí—. Me imagino.
Me miró con una expresión tan compungida que me costó trabajo no volver a sonreír, y la seguí al interior de la casa.
—Tu madre me llamó para avisar que venías —dijo, mientras me precedía hasta el salón—. Te he preparado unos sandwichitos, una ensalada...