El día de su muerte, Julio Carrión, poderoso hombre de negocios cuya fortuna se remonta a los años del franquismo, deja a sus hijos una sustanciosa herencia pero también muchos puntos oscuros de su pasado y de su experiencia en la Guerra Civil y en la División Azul. En su entierro, en febrero de 2005, su hijo Álvaro, el único que no ha querido dedicarse a los negocios familiares, se sorprende por la presencia de una mujer joven y atractiva, a la que nadie había visto antes y que parece delatar aspectos desconocidos de la vida íntima de su padre. Raquel Fernández Perea, por su parte, hija y nieta de exiliados en Francia, lo sabe en cambio casi todo sobre el pasado de sus progenitores y abuelos, a los que ha preguntado sobre su experiencia de la guerra y del exilio. Para ella sólo una historia permane-ce sin aclarar: la de una tarde en que acompañó a su abuelo, recién regresado a Madrid, y visitaron a unos desconocidos con los que intuyó que existía una deuda pendiente. Álvaro y Raquel están condenados a encontrarse porque sus respectivas historias familiares, que son también la historia de muchas familias en España, desde la Guerra Civil hasta la Transición, forman parte de sí mismos y explican además sus orígenes, su presente. También porque, sin saberlo, se sentirán atraídos sin remedio. Con El corazón helado Almudena Grandes nos entrega sin duda su novela más ambiciosa, en la que traza a través de dos familias un panorama emocionante de la historia reciente de nuestro país, y también del conflicto de las nuevas generaciones con la memoria.
Almudena Grandes
El corazón helado
ePUB v1.0
Batera27.05.11
1ª edición: febrero de 2007
© Almudena Grandes, 2007
Diseño de la colección: Guillemot-Navares
Tusquets Editores, S.A. - Cesare Cantù, 8 - 08023 Barcelona
ISBN: 978-84-8310-373-9
Depósito legal: B. 2.217-2007
Fotocomposición: Pacmer, S.A. - Alcolea, 106-108, baixos - 08014 Barcelona
A Luis.
A Mauro, a Irene y a Elisa
Os guardo yo
Una de las dos Españas
ha de helarte el corazón.
A
NTONIO
M
ACHADO
Estoy cansada de no saber dónde morirme. Ésa es la mayor tristeza del emigrado. ¿Qué tenemos nosotros que ver con los cementerios de los países donde vivimos? [...]
¿No comprendéis? Nosotros somos aquellos que miraron sus pensamientos uno por uno durante treinta años. Durante treinta años suspiramos por nuestro paraíso perdido, un paraíso nuestro, único, especial. Un paraíso de casas rotas y techos desplomados. Un paraíso de calles desiertas, de muertos sin enterrar. Un paraíso de muros derruidos, de torres caídas y campos devastados [...] Podéis quedaros con todo lo que pusisteis encima. Nosotros somos los desterrados de España [...] Dejadnos las ruinas. Debemos comenzar desde las ruinas. Llegaremos.
M
ARÍA
T
ERESA DE
L
EÓN
,
Memoria de la melancolía
(Buenos Aires, 1970)
Lo que diferencia al hombre del animal es que el hombre es un heredero y no un mero descendiente.
J
OSÉ
O
RTEGA Y
G
ASSET
Las mujeres no llevaban medias. Sus rodillas anchas, abultadas, pulposas, subrayadas por el elástico de los calcetines, asomaban de vez en cuando bajo el borde de sus vestidos, que no eran vestidos, sino una especie de fundas de tela liviana, sin forma y sin solapas, a las que yo no sabría cómo llamar. Por eso me fijé en ellas, plantadas como árboles chatos en la descuidada hierba del cementerio, sin medias, sin botas, sin más abrigo que una chaqueta de lana gruesa que mantenían sujeta sobre el pecho con sus brazos cruzados.
Los hombres tampoco llevaban abrigo, pero se habían abrochado las chaquetas, también de punto y gruesas, más oscuras, para esconder las manos en los bolsillos de los pantalones. Se parecían entre sí tanto como las mujeres. Todos tenían la camisa abotonada hasta el cuello, la barba dura, recién afeitada, y el pelo muy corto. Algunos usaban boina, otros no, pero su postura era la misma, las piernas separadas, la cabeza muy tiesa, los pies firmes en el suelo, árboles como ellas, cortos y macizos, capaces de aguantar calamidades, muy viejos y muy fuertes a la vez.
Mi padre también despreciaba el frío, y a los frioleros. Lo recordé en aquel momento, mientras el viento helado de la sierra, un poco de aire habría dicho él, me cortaba la cara con un cuchillo horizontal, afiladísimo. A principios de marzos el sol sabe engañar, fingirse más maduro, más caliente en las últimas mañanas del invierno, cuando el cielo parece una fotografía de sí mismo, un azul tan intenso como si un niño pequeño lo hubiera retocado con un lápiz de cera, el cielo ideal, limpio, profundo, transparente, las montañas al fondo, los picos aún enjoyados de nieve y algunas nubes pálidas deshilachándose muy despacio, para afirmar con su indolencia la perfección de un espejismo de la primavera. Qué buen día hace, habría dicho mi padre, pero yo tenía frío, el viento helado me cortaba la cara y la humedad del suelo traspasaba la suela de mis botas, la lana de mis calcetines, la frágil barrera de la piel, para congelar los huesos de mis dedos, mis plantas, mis tobillos. Tendríais que haber estado en Rusia, en Polonia, nos decía él cuando éramos pequeños y nos quejábamos del frío que hacía en su pueblo en mañanas como ésta, esos domingos de invierno en los que el cielo más bello del mundo elige amanecer en Madrid. Tendríais que haber estado en Rusia, en Polonia, lo recordé entonces, mientras contemplaba el desprecio del frío en la firmeza de aquellos hombres a los que él podría haberse parecido, tendríais que haber estado en Rusia, en Polonia, y la voz de mi madre, Julio, por favor, no le digas esas cosas a los niños...
—¿Estás bien, Álvaro?
Escuché primero la voz de mi mujer, luego sentí la presión de sus dedos, el tacto de una mano que buscaba la mía dentro del bolsillo del abrigo. Mai me miraba con los ojos muy abiertos y una sonrisa indecisa, la expresión de una persona inteligente que sabe que nunca encontrará la manera de consolar a nadie frente a la devastadora hazaña de la muerte. Tenía la punta de la nariz colorada, y su pelo castaño, de costumbre liso, apacible, batía sobre su cara como si el viento lo hubiera vuelto loco.
—Sí —le confirmé enseguida—, estoy bien.
Luego apreté sus dedos con los míos hasta que volvió a dejarme solo sin apartarse un centímetro de mi lado.
No existe consuelo frente a la muerte, pero a él le habría gustado que le enterraran en una mañana como ésta, tan parecida a aquellas que escogía para montarnos a todos en el coche y llevarnos a Torrelodones a comer. Qué buen día hace, mirad ese cielo, qué limpia está la sierra, se ve hasta Navacerrada, qué mañana tan buena, este aire revive a un muerto, qué suerte hemos tenido... A mi madre, aunque de pequeña hubiera veraneado en aquel pueblo, aunque hubiera conocido a su marido allí, no le gustaban esas excursiones. A mí tampoco, pero a todos nos gustaba él, su fuerza, su entusiasmo, su alegría, y por eso sonreíamos y hasta cantábamos por el camino, ahora que vamos despacio vamos a contar mentiras, tralará, hasta que llegábamos a Torrelodones, ese pueblo tan raro que primero parecía una urbanización y luego una estación de tren rodeada por unas pocas casas. ¿A que no sabéis por qué se llama así? Claro que lo sabíamos, la torre de los lodones, esa miniatura de fortaleza, como un castillo de juguete, que se eleva sobre un cerro junto a la carretera, pero él nos lo explicaba en cada viaje, es una torre antiquísima, los lodones eran como los visigodos, para que os hagáis una idea... Mi padre siempre decía que no le gustaba su pueblo, pero le gustaba llevarnos allí, enseñarnos los montes, los cerros, los prados donde cuidaba las ovejas con su padre cuando era niño, y pasear por las calles saludando a los paisanos para contarnos luego y siempre la misma historia, ése era Anselmo, su abuelo era primo hermano del mío, aquella señora se llama Amada, y la que va con ella es Encarnita, son íntimas amigas, desde pequeñas, ese hombre de ahí, Paco se llama, tenía un genio malísimo, pero mis amigos y yo íbamos a robar fruta a su huerta cada dos por tres...
Paco, que al menor ruido salía de casa con una escopeta de perdigones que nunca disparó contra los pequeños ladrones que le esquilmaban las higueras, los cerezos, era mucho mayor que mi padre y debía de haber muerto antes que él, pero Anselmo había venido a su entierro, y Encarnita también. Los reconocí bajo la máscara seca que la vejez había adherido a sus rostros verdaderos, las caras más redondas, más amables, que habían sonreído a mis ojos de niño. Habían pasado muchos años, más de veinte, desde que el irresistible esplendor de un cielo de domingo nos llevó a comer a Torrelodones por última vez, y yo no había vuelto después. Por eso me impresionó tanto la imagen de aquellos ancianos, por los que el tiempo había pasado más deprisa y más despacio hasta desembarcarlos en una vejez diferente, tan distinta de la vejez de mi padre, que podría haber sido igual que ellos y al final de su vida se les parecía menos que nunca. Tal vez cualquier otro día, en otra situación, en otro entierro, ni siquiera habría distinguido sus caras en la masa oscura y uniforme de sus cuerpos agrupados, pero aquella mañana soleada y triste, azul y helada, los estudié uno por uno, una por una, la reciedumbre vegetal de sus troncos, sus piernas cortas y macizas, la tiesura espontánea, casi arrogante, de sus hombros viejos pero no decrépitos, y el color de su piel, marrón, opaca, curtida por el sol de la sierra, que estalla hacia dentro y quema sin dorar. Las arrugas verticales, profundas, largas como cicatrices, surcaban sus mejillas de arriba abajo, pero no elaboraban complejas telarañas de hilos finos al borde de los ojos. Allí también eran pocas, hondas, decididas, propias de un rostro tallado con un cuchillo, la herramienta del tiempo escultor que había escogido un buril más fino, quizás también más impío, para trabajar en la cabeza de mi padre.
Julio Carrión González nació en una casa de Torrelodones, pero murió en un hospital de Madrid, con la piel muy blanca, una hija médico intensivista en la cabecera de su cama, y todos los cables, todos los monitores, todos los aparatos del mundo alrededor. En algún momento, mucho antes de engendrarme, su vida empezó a diverger de la de aquellos hombres, aquellas mujeres, entre los que había crecido y que le habían sobrevivido, esos vecinos del pueblo que habían venido a su entierro como si vinieran de otro tiempo, de otro mundo, de un país antiguo que ya no existía, que yo había conocido y sin embargo no era capaz de recordar. Todo había cambiado también para ellos, yo lo sabía. Sabía que si llegaban a tiempo, si tenían a alguien cerca con un coche o un teléfono y la capacidad de pensar deprisa, ellos también morirían rodeados de cables, de monitores, de aparatos. Sabía que la costumbre de salir de casa sin abrigo, sin medias, sin bolso, en zapatillas, no tenía por qué estar relacionada con el saldo de sus cuentas corrientes, que engordaban desde hacía años gracias el éxodo sistemático de madrileños que eligen abandonar la ciudad, y pagan cualquier precio por un prado que antes apenas daba de sí para alimentar a una docena de ovejas. Lo sabía, y sin embargo vi en sus caras morenas, en sus cuerpos arbóreos, en la pana desgastada de sus pantalones y el pitillo que algunos sujetaban entre los labios como un desafío, una imagen antigua de pobreza profunda, una imagen cruel de España en las rodillas desnudas de esas mujeres que apenas se protegían del frío con una chaqueta de lana que sujetaban sobre el pecho con los brazos cruzados.