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Authors: Almudena Grandes

Tags: #narrativa

El corazón helado (82 page)

BOOK: El corazón helado
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Aquella noche, Raquel se emborrachó. Después de sugerir quién debería pagar, invitarás tú, ¿no, cabrón?, Fernando propuso que nos tomáramos una copa en la primera terraza con una mesa libre que encontramos, y ella aceptó con tanta alegría como la que iba a poner en todo lo que haría aquella noche, beberse el primer whisky muy deprisa, el segundo más despacio, contarle a mi amigo sus problemas con las mujeres que pasan la aspiradora en los tests de inteligencia, reconstruir las etapas de su frustrante experiencia dramática, estar pendiente de mí, besarme, acariciarme, cogerme de la mano todo el tiempo, ofrecerse a manejar nuestro dinero para hacernos millonarios en un par de meses, explicarnos los pormenores de una estafa fabulosa que tenía planeada a medias con un tal Paco Molinero, un compañero de trabajo que era su mejor amigo y mi principal preocupación, sonreír, reírse, volver a sonreír, estallar en carcajadas, pedir una tercera copa, dejarla a medias, mirarme, reconocer que había bebido demasiado, explicarle a Fernando que la culpa era suya porque se había puesto muy nerviosa al ver cómo nos mirábamos de reojo todo el tiempo, confesar que siempre se emborrachaba después de los exámenes, empeñarse en pagar y aceptar que el profesor Cisneros no se lo consintiera. Es lo menos que puedo hacer, dijo, ahora que sé que soy el responsable de tu estado. Entonces volvió a reírse, y estaba mucho más guapa cuando se reía, y su risa sonaba como un cascabel. Creo que deberías llevarme a casa, me dijo luego, ya verás mañana, añadió para sí misma... La metí en un taxi, la ayudé a salir de él, la sostuve mientras llegábamos hasta el portal, la ayudé a entrar en el ascensor, apreté el botón, abrí la puerta de su casa con sus propias llaves, la llevé hasta el dormitorio, la tumbé en la cama, y en cada una de estas acciones, mientras la besaba, mientras la abrazaba, su alegría era la mía, y era alegría lo que movía a la Tierra mientras giraba alrededor del Sol y de sí misma.

—No me dejes sola... —acostada en la cama, tendió aproximadamente los brazos en mi dirección—. Se está moviendo todo.

—Ahora vuelvo —prometí—. ¿Tienes alka-seltzer?

—¿Alka-seltzer? —me preguntó, como si no supiera de lo que le estaba hablando—. Sí, creo que sí, en la cocina o... No sé...

Lo encontré enseguida, disolví dos tabletas en un vaso grande de agua, y le obligué a bebérselo.

—Está muy malo...

—Ya.

—¿Tengo que tomármelo entero?

—Entero.

—Desnúdame —me pidió cuando el vaso estaba ya vacío—, ¿quieres?

—Quiero.

Le quité la ropa, y su cuerpo suave y dorado, sinuoso y rotundo, aportó un contrapunto casi perverso, casi feroz, al carácter paternal de mis cuidados y la condición infantil de sus protestas. Aquella paradoja desató en mí una excitación inusual, compleja, que me afectaba por entero, dentro y fuera de mi cuerpo, más allá de mis ojos, de mi sexo, y que apenas pude resolver acariciándola durante mucho tiempo, muy despacio, mientras ella sonreía con los ojos cerrados.

—Tápame —dijo después—, y métete en la cama conmigo, ¿quieres?

—Quiero —volví a decir.

—No puedo follar —añadió cuando ya había encontrado una postura cómoda, la del náufrago que descansa abrazado a una tabla, su cabeza en el ángulo que formaba mi cuello con mi hombro, su brazo y su pierna derechos atravesando mi cuerpo a distintas alturas—. Estoy fatal.

—No me digas —sonreí—. No me había dado cuenta.

—Sí —y todavía pudo reírse otra vez—. Y eso que lo tenía pensado, ¿eh?, lo de follar, pero no puedo ni moverme... Lo siento.

—¿Qué? No hay nada que sentir.

—Pero tú estás empalmado.

—Sí.

—¿Y no te importa?

—No.

—Mejor, porque es que... Me estoy durmiendo.

—Duérmete.

—Te quiero, Álvaro.

Nunca me había dicho que me quería. Me lo dijo entonces y se quedó dormida, y yo la abrazaba, notaba su respiración rítmica, pesada, sobre mi pecho, mis dedos posados sobre su cintura, el peso doble, paralelo, del brazo y la pierna que me anclaban a su cama, y una paz dulce y profunda que me obligaba a estar despierto para sentir lo que me estaba pasando, para ser consciente de cada minuto, de cada segundo de aquella dulzura desconcertante, tan grande y tan pequeña que no se dejaba pensar. Así me quedé dormido, y cuatro horas más tarde, cuando sonó el despertador, todavía sentía los síntomas de esa fiebre templada y fervorosa, te quiero, Álvaro. Raquel abrió los ojos, me miró, sonrió, y dijo otras palabras, distintas y sin embargo parecidas.

—¿Sabes una cosa? Para todo lo que bebí anoche, estoy de puta madre. No tengo resaca, sólo sueño. Creo que me conviene mucho emborracharme contigo, Álvaro.

Luego se duchó, se vistió, desayunó, y volvió a entrar en el dormitorio vestida de ejecutiva, con un traje de chaqueta blanco, unos zapatos cerrados de poco tacón, un maletín de piel en la mano y tan guapa como si estuviera desnuda.

—He hecho café —se sentó en el borde de la cama y me besó en los labios—. Si no quedas con el cotilla de tu amigo Fernando para comer, podrías quedar conmigo, que soy igual de cotilla pero tengo otros méritos, para dormir la siesta.

—Vale —acepté, y la cogí de la cintura para arrastrarla a la cama, con maletín incluido, y besarla otra vez antes de dejarla marchar—. Quedaré con Fernando a la hora del aperitivo.

Ella se dejó abrazar, me devolvió los besos, sonrió, y se marchó sin protestar por las arrugas de su traje. Yo me vestí y llegué a mi casa al mismo tiempo que los polacos. Fernando llamó a las diez, y se negó a quedar ni un solo minuto después de la una. Cuando llegué a la cervecería de Argüelles donde solíamos vernos por las mañanas, no me lo encontré en la barra, como de costumbre, sino sentado a una mesa, indicio seguro de que tenía muchas cosas que decir.

—¿Qué? —le pregunté, sentándome frente a él.

—Alucinante —contestó, y empezó a contarme cuánto le había gustado Raquel.

No me sorprendió, ya me lo esperaba, le conocía muy bien, era mi mejor amigo, pero había elegido un adjetivo extraño para empezar, alucinante, y aquella palabra flotó sobre todas las demás, se mantuvo alerta, acechó en cada una de sus frases, de sus elogios, y sobrevivió a lo que parecía un punto final.

—Resumiendo —concluyó—, en términos soldadescos, honrados pese a su brutalidad, me parece lo mejor que te has tirado en tu vida.

Le miré, le sonreí, dije por él lo que él no se atrevía a decir.

—Pero... —me miró, me sonrió, se quedó pensando, no quiso añadir nada y yo insistí—, pero...

—Pero es rara —yo fruncí el ceño, él descifró mi gesto, negó con la cabeza, se corrigió enseguida—. No es que ella sea rara, no, no es eso. Es una tía de puta madre, ya te lo he dicho antes. Eso es lo raro —y volvió a negar—. No, tampoco. Es más bien que hay algo raro en ella.

—¿Lo raro es que no sea rara? —pregunté, en un tono burlón que no pareció ofenderle pero tampoco se le contagió.

—Justo —contestó—. Exactamente eso. Lo raro es que no es rara, al revés, que es una tía normal, si entendemos por normal lo que nosotros somos.

—¿Es un acertijo? —me rendí, sin cambiar de tono.

—No —y su expresión ya era seria, casi grave—. Piensa en ella y piensa en ti, Álvaro.

—No me pega —aventuré.

—¡Claro que te pega! —me contradijo—. Te pega muchísimo, hasta físicamente, pegáis mucho el uno con el otro, yo os miraba anoche y me daba cuenta. Tú no estás mal, y ella es guapísima, desde luego. De entrada no, pero cuando la miras un poco... Es asombroso lo guapa que es, ¿no? Aparte de eso, la verdad es que hacéis muy buena pareja. Da gusto veros.

—¿Entonces?

—Lo que es raro... —mi mejor amigo me miró, cerró los ojos, volvió a abrirlos, dijo lo que tenía que decir como si nunca hubiera querido tener que decirlo—. A ti te pega mucho, Álvaro, muchísimo. Pero tú no te pareces a tu padre. Y al que no le pega nada, lo que se dice nada, pero nada, es a él —hizo una pausa y volvió a mirarme—. No me digas que no te has dado cuenta.

No me había dado cuenta.

No había querido darme cuenta, no había podido darme cuenta, no me había convenido darme cuenta.

No me apetece hablar de tu padre, me había dicho ella. Yo había añadido que a mí tampoco me apetecía hablar de él, y eso había sido todo. Lo último que había pensado con mi cabeza de antes, la que había perdido al apoyarla sobre la almohada de esa cama en la que él no había estado jamás, era que no iba a pensar en mi padre, y lo había cumplido. Había ejecutado mi propia orden con tanta habilidad, tanta disciplina, que ni siquiera cedí a la tentación de cuestionarla cuando logré conectar con la figura de mi madre el cable débil que la débil memoria de una anciana desconocida y simpática había puesto en mis manos sin señalar en ninguna dirección. En aquel momento, estaba en la cama con Raquel y sólo me importaba estar en la cama con Raquel. Desde entonces no había tenido la oportunidad de estar a solas con mi madre, pero tampoco la había buscado, porque el tiempo se llamaba Raquel, el mundo cabía en la exacta proporción de sus caderas, y ningún misterio de la vida de mi padre iba a estropear mi propia vida. Ni siquiera el misterio que envolvía a la mujer que compartíamos.

Fernando Cisneros me pidió, por este orden, perdón y que no le hiciera caso, al valorar el silencio concentrado, despavorido, que sólo pude oponer a sus palabras. No sé para qué te he dicho eso, murmuró luego, si yo no sé nada, no tengo ni idea de nada, pero yo ya había pasado por esa etapa. Le dije que sí, que claro, que aquello no tenía importancia, pero no le engañé. Le entendía.

Eso fue lo peor, que le entendía, que entendí perfectamente su asombro, su desconcierto, el desajuste radical que distanciaba sus cálculos de la realidad. Nadie es morboso hasta que encuentra motivos para serlo, me había dicho una vez, y había permanecido firme en esa apuesta hasta que Raquel la desbarató con su normalidad, el estilo, y el aspecto, y el discurso, y la manera de actuar, de comportarse, de una chica de las nuestras. Raquel era de los nuestros, normal, como nosotros éramos. Por eso me había enamorado de ella sin remedio, por eso, también, había podido desalojar a mi padre sin dificultad de la cama que compartíamos. Lo peor fue que pude entender a Fernando, reformular con precisión sus cálculos, imaginar a la mujer que él esperaba conocer, una mujer que no existía, la vampiresa fatal que no me chupaba la sangre por las noches, la muñeca neumática cuya carne deliciosa no me impulsaba a olvidar su estupidez, la calculadora fría y enigmática que no me había atrapado en el espesor de sus secretos, la bella y desaprensiva trepadora que no iba detrás de mi dinero. Raquel Fernández Perea no era ninguna de esas mujeres, yo lo sabía, lo había sabido desde el principio, como sabía que su condición de amante póstuma de Julio Carrión González no representaba un aliciente para mí, más bien al contrario. Mi padre me estorbaba, me había estorbado siempre, pero siempre había estado ahí. Jamás se me había ocurrido pensar que no estuviera.

Mientras pedíamos otra cerveza y volvíamos a hablar de tonterías, recuperé la sensación de gozo instintivo que me había conmovido al contemplar el dormitorio de Raquel por primera vez, y esa satisfacción, hecha de alivio, y de serenidad, y de reconocimiento, se convirtió en un problema que tendría que haberme planteado mucho antes. La discrepancia absoluta entre aquella habitación bonita, armoniosa, con pocos muebles muy bien escogidos, una lámpara antigua, pintada a mano, y una alfombra de colores, seguramente turca, o marroquí, y la estancia de forma absidal, con paredes estucadas y nichos revestidos de escayola blanca en la pared, que estaba rematada por una inmensa pantalla de plasma colocada a la altura ideal para verla desde la cama, subrayaba ahora el asombro de Fernando con un trazo rojo, muy grueso. Al compararlas por primera vez, sólo había extraído una conclusión positiva para mí, porque me aseguraba un lugar propio, transitable, en la vida de Raquel, y no me había preguntado qué pintaba una chica como ella, afortunada heredera de un piso tan bonito en una casa antigua, pero bien conservada, de un barrio castizo del centro de Madrid, en aquel picadero concebido para que los millonarios se acostaran con sus queridas, mujeres casadas del mismo nivel social que ellos o jóvenes humildes dispuestas a mejorar su situación a cualquier precio. Raquel no encajaba en ninguna de esas dos categorías, pero cuando vi su despertador con la alarma activada sobre la mesilla y me recordé a mí mismo que en ningún caso podía ser una pobre huérfana descarriada, no podía descartar otros móviles, como la ambición o la codicia. Ahora sí, y también sabía que no estaba casada.

El hombre que me había precedido en la cama de Raquel Fernández Perea no había dejado ningún rastro visible en su vida. En la casa de su amante, donde un péndulo caótico interfería con la imagen de un viejo tanque alemán, no había ninguna foto, ningún objeto que le perteneciera. Yo le había regalado a Raquel otras cosas pequeñas, baratas, un manual de Física Recreativa para principiantes, un juego de imanes que me había comprado hacía un montón de años en la tienda del Museo de Historia Natural de Nueva York, una caja de madera que se le antojó una tarde al pasar por delante de un puesto, y la fotografía oficial de la recepción del premio de cálculo mental de mi colegio, en la que aparecía muy serio, muy repeinado, y vestido de hombrecito ante una imagen de la Inmaculada Concepción que levitaba sobre una nube de escayola, con un blazer azul, una camisa blanca, una corbata de rayas diagonales, unos pantalones grises, un trofeo en una mano y un diploma enrollado con una cinta en la otra.

—¡Ay, regálamela, por favor! —me pidió cuando se la enseñé—. Me encanta. ¿De qué año es?

—No lo sé. Aunque esté feo que lo diga, la verdad es que ganaba el premio todos los años. A ver, déjame... ¿Qué tendría yo aquí? ¿Diez años, once?

—Sí, por ahí —me miró, miró la foto y se echó a reír—. Eras lo más parecido al repelente niño Vicente que he visto en mi vida. Regálamela, anda...

—Bueno, te haré una copia.

—No, eso no vale —volvió a mirarme, me besó en los labios—. No quiero copias. Una copia la puede tener cualquiera.

Me dijo lo que quería y se lo di. Había llevado siempre esa foto en la cartera, pero me la pidió y se la di, y la puso en la estantería de su dormitorio, al lado de otra en la que aparecía con su amiga Berta, las dos irreconocibles con la cara pintada de blanco, una nariz roja de plástico y mallas negras. En aquel estante, mi foto y la suya hacían buena pareja, el empollón y la payasa, una combinación graciosa, razonable, que cualquier imagen de mi padre hubiera echado a perder. En menos de tres meses, la presencia de un físico que ganaba premios de cálculo mental de pequeño y era aficionado a comprar en las tiendas de los museos científicos, se había hecho evidente en aquella casa hasta para el más torpe de los detectives, y su rastro coexistía sin dificultad con el de dos abuelos heroicos, un ex marido imbécil —la alfombra la compré en Tánger, con Josechu, ¡no te rías!, ¿por qué te ríes?, a mí no me parece un nombre tan ridículo—, un ex novio actor —el cartel también lo diseñó él, no me digas que no es bonito, ¡pues claro que es bonito!—, una amiga actriz —la peluca me la prestó Berta un año, en carnaval, y me gustó tanto que me la quedé—, otra ama de casa —¿pero qué dices?, eso no es otra peluca, es un plumero de los modernos, me lo compré para limpiar el teclado del ordenador porque Marga me dijo que funcionan muy bien, pero se me olvida usarlo—, un amigo, demasiado íntimo para mi gusto, que se dedicaba a lo mismo que ella —el software me lo pasó Paco, fui con Paco a comprar el ordenador, el manual es de Paco, debería devolvérselo pero la verdad es que le saco mucho partido, claro que te conté que me he acostado con él alguna vez, ¿y qué?, sólo somos amigos, ¡por supuesto que me imagino que tú no te acuestas con tus amigas!, pero aquello fue distinto, porque yo me acababa de divorciar, y..., bueno, así es la vida, ¿no?—, y algún que otro hombre más —aquel espejo me lo regaló un novio que tuve, que se llamaba Felipe, me lo trajo de Perú, creo, la pipa se la dejó aquí un tío con el que estuve liada una temporada, justo después de separarme, esto me lo compró Manolito, mi vecino de enfrente, el día que le dije que sí, que quería salir con él, y no es un corazón de cartón, era una caja de bombones, los dos teníamos trece años, ¿qué me dices?—, pero nunca, en ningún lugar, en ningún momento, con el de un empresario anciano y podrido de dinero que habría escogido otra clase de regalos.

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