El corazón helado (77 page)

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Authors: Almudena Grandes

Tags: #narrativa

BOOK: El corazón helado
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—¿Pero qué? —gritó, antes de comprender que no era su marido quien merecía sus gritos—. Ahora no soy la que era hace cinco años, Mateo. Ahora me equivoco mucho menos, y todo lo demás me da igual. Ahora, lo único que me importa es mi nieto, tu nieto, y me importa su madre, nada más. Porque yo no puedo seguir perdiendo a mi familia, no puedo seguir enterrando a la gente que quiero, no puedo consentir que me nazca otro nieto al que no voy a conocer. Eso no puedo soportarlo, ¿es que no lo entiendes? Antes me moriría. Prefiero morirme...

Mateo Fernández ya miraba a su mujer de otra manera. Ella se dio cuenta y volvió a la carga con un acento distinto, dulce y risueño.

—Esto es una locura, no te digo que no, porque vivimos en un país extranjero, sin dinero, en medio de una guerra, lo sé, y es una locura, pero también es una oportunidad, Mateo, piénsalo. Esto es un principio. Todavía no sé muy bien de qué, pero sé que será mejor que lo que hemos pasado, y que es un principio...

Antes de meditar su propia respuesta, él sacó del fondo de un cajón los últimos francos que había podido guardar de aquellos duros de plata que cambió al llegar a Toulouse, los únicos que le quedaban cuando encontró un empleo de profesor de matemáticas en una academia, y se los dio a su mujer. Luego, durante la cena, se quedó mirando a la madre de su nieto y sonrió.

—Hazme un favor, Anita, trae un varón —le dijo—. En esta casa ya hay demasiadas mujeres.

—Yo preferiría una niña —murmuró ella—, por lo del cálculo de probabilidades y eso...

—No seas tonta, mujer —Paloma se echó a reír, y todos se dieron cuenta de que hacía mucho tiempo que no la veían reírse—, eso no tiene nada que ver.

Fue un varón, y nació en enero de 1943, un par de semanas antes de que su padre volviera a escaparse de aquella fábrica de neumáticos a la que ya no volvería y donde cada noche, durante todos los meses que duró el embarazo de Anita, había recordado la cintura estrecha, las caderas redondas, la ingrávida perfección de los pechos adolescentes de esa mujer que seguía estando a su lado pero no le estorbaba para dedicarse a otras cosas. Cuando su hijo ya empezaba a abultar el vientre blanco y liso, compacto y suave, que él seguía viendo cada vez que cerraba los ojos, Ignacio Fernández Muñoz encontró una nueva ocasión de rescatar su vieja audacia de hombre de acción, y se entregó a los sabotajes con el mismo entusiasmo que había puesto antes en las fugas. La ocupación nazi de la antigua Francia de Vichy indicaba que las cosas estaban cambiando, y la novedad acabó por afectar también al director de la fábrica de neumáticos, que fue relevado por su ineptitud para atajar los continuos parones de la producción en un momento difícil para el ejército ocupante. Pero la culpa no la tenía él, sino el número indeterminado de destornilladores que resbalaban misteriosamente de los dedos de los trabajadores extranjeros, en una nave donde las deficiencias auditivas del personal florecían con el mismo misterioso rigor.

—Se me ha caído el destornillador —oía gritar Ignacio en español, en la voz del hombre acordado, en el momento previsto.

—¿Qué? —preguntaba otro, llevándose a la oreja la mano derecha.

—Que se me ha caído el destornillador —repetía su interlocutor, con mucha calma, y ya se reían entre dientes todos los que estaban cerca—. Que pares la máquina, que se va a joder.

—¿Qué? —volvía a preguntar el principal destinatario de los gritos, mientras se señalaba las orejas con los dedos—. No te oigo...

Entonces la máquina se paraba, el comandante se enfurecía, los responsables iban al calabozo y, de propina, Ignacio y Amadeo también, aunque no hubieran intervenido en el accidente que había vuelto a dejar sin repuestos a los camiones del ejército alemán. El castigo no les importaba. Todos recordaban la leyenda de aquella bomba que no estalló al caer sobre las líneas republicanas en el frente de Guadalajara, y la emoción legendaria del artillero que la desmontó por curiosidad, para encontrar dentro un papel escrito en un español sólo aproximado pero más que legible, camaradas, las bombas que yo armo, no explotan. La guerra de España había sido la guerra de un anónimo obrero alemán, y esta guerra era también la suya. El castigo no les importaba, no les importó hasta que llegó un nuevo director que endureció las penas, colocó vigilantes en la nave, y cuando comprobó que ni siquiera eso era bastante, anunció que los saboteadores serían entregados a las fuerzas de ocupación sin trámite intermedio alguno. Aquella amenaza no les hizo desistir, pero les obligó a ir con más cuidado. Por fortuna, para aquel entonces, el Pasiego estaba a punto de descubrir un procedimiento ideal para inutilizar la planta entera.

—Se trata sólo de aflojar dos tornillos —les explicó muy ufano—, poco a poco, poco a poco, durante una semana, más o menos. Así se va forzando el rozamiento del eje, y un par de días después, cuando se rompa solo, se aprietan los tornillos otra vez, en un momento, y ya está.

Ignacio y Amadeo se miraron el uno al otro, sin saber qué decir.

—Y ya está, ¿qué? —preguntó el asturiano después de un rato.

—Hay que ver, qué brutos sois, no entendéis nada... —aquel mecánico extraordinario, del que dos guerras seguidas habían hecho un experto en sabotajes, meneó la cabeza antes de dar más detalles—. Lo mejor es que no se nota, ¿estamos? Nunca sabrán lo que ha pasado, pero la fábrica se va a parar igual.

A su debido tiempo, el eje se rompió solo y la fábrica se paró, pero el Pasiego no podía encargarse de apretar los dos tornillos a la vez, y cuando el director empezó a chillar, todos se dieron cuenta de que el chico al que le había encargado la otra mitad del trabajo estaba pálido, tembloroso, muerto de miedo. Entonces fue Amadeo quien tuvo una idea brillante.

—Esta noche nos largamos —le dijo a Ignacio mientras todos formaban de pie en la nave, esperando a que llegaran los técnicos—. Esta noche o cuando se pueda, el Pasiego, tú y yo, porque ese imbécil va a cantar, tan cierto como que mi madre se llama Eusebia...

Años después se enterarían de que, aunque la madre de Amadeo se siguiera llamando Eusebia, el chaval no había cantado, pero se había chupado año y medio en un campo alemán gracias a la confesión espontánea, gratuita y tardía, del último de los trabajadores de la fábrica de quien habrían sospechado que fuera un delator. Aquel día, cuando Amadeo pronunció su frustrada profecía, Ignacio no sabía eso, y tampoco que el hijo de Eusebia había descubierto un ángulo ciego, medio metro escaso de alambrada que no se veía desde ningún sitio, y que, desde hacía meses, se dedicaba a planear su fuga con el mismo mimo que él ponía en recordar a Anita. Cuando el ingeniero dictaminó que las marcas de rozamiento en los extremos partidos del eje hacían suponer que la pieza, defectuosa, se había desgastado sola hasta romperse, los mandaron a los barracones mientras la dirección decidía qué hacer con ellos, pero Ignacio y el Pasiego prefirieron no esperar a conocer esa decisión. A las cuatro de la mañana salieron detrás de Amadeo por el agujero que acababa de abrir en la alambrada con unos alicates que ya tenía muy localizados antes de esconderlos en una de sus botas aquella misma tarde, cuando la máquina empezó a echar humo, por si las moscas, les dijo. Eso era mucho más fácil que encontrar un lugar donde esconderse, pero Amadeo también tenía una dirección de seguridad.

El partido les dio a elegir. Dos podrían viajar hasta Foix con papeles falsos, como empleados del camarada francés que les llevaría en un camión hasta la explotación forestal donde se unirían a la guerrilla, y el otro tendría que quedarse en Toulouse hasta que se les ocurriera qué hacer con él. Ignacio estuvo a punto de decir que se quedaba, pero el Pasiego se le adelantó porque ya tenía más de cuarenta años, demasiados para andar dando tumbos con un fusil, y lo suyo no era la guerrilla, sino los sabotajes. En el monte no hay tendidos eléctricos, arguyó, e Ignacio no encontró nada que objetar a eso. En el último momento, tampoco se atrevió a pedirle al conductor que entrara en la ciudad para pasar por delante de la casa de sus padres antes de marcharse, dos noches después de la de su fuga. Si lo hubiera hecho, quizás habría visto encendida la luz de la habitación de sus hermanas, donde se había instalado Anita con el niño, que todavía se despertaba cada tres horas.

Cuando lo vio agarrarse al pecho de su madre, sus mejillas diminutas ahuecándose a intervalos regulares, la piel pálida, casi transparente, de su rostro coloreándose por el esfuerzo de mamar, su abuela María sintió un instante de paz tan profundo que llegó a olvidarse hasta de su propio hijo. Que venga bien, había pensado hasta entonces en todos los momentos de todos los días, que venga bien, y miraba a Anita, su cuerpo de muñeca, tan estrecho, tan menudo, y volvía a decírselo mientras echaba de menos a ese Dios traidor, implacable mecenas de sus enemigos, cuyo nombre tanto mencionaba pero al que ya no le rezaba nunca. Que venga bien, por favor, que venga bien y que se agarre al pecho, que se agarre, porque si no... Los hospitales, los médicos, las enfermeras, las nodrizas, los biberones, se habían hundido con su mundo, con los placeres y cuidados de aquella vida de mujer feliz y bien casada que apenas recordaba, y ya sólo podía confiar en su nieto, sólo podía creer en él, que vino bien, y nació solo, y se lanzó a mamar con tanta decisión como si el mismo día de su nacimiento hubiera comprendido que su abuela jamás podría recuperarse de lo contrario. Sólo eso, los gramos que ganaba todos los días y la velocidad a la que la ropa se le iba quedando pequeña, sostuvo a María Muñoz cuando sacó del buzón aquel sobre tan raro, con un remite del Servicio Exterior para los Refugiados Españoles. ¿Y qué querrán estos ahora?, se dijo, para encontrar dentro una carta donde Ignacio les comunicaba que estaba bien, que ahora vivía en el campo, al aire libre, y que tenía un trabajo que le gustaba mucho, porque era parecido al que había encontrado siete años antes, en Madrid, aquel otoño que hizo tanto frío, ya os acordaréis...

Dentro de aquel sobre había otro sobre, y en su interior, otra carta que era sólo para Anita. Ella sonrió al leer el encabezamiento, previsible, vulgar, tan prosaico como las preocupaciones de las personas que no sólo están vivas, sino también dispuestas a seguir viviendo, querida Anita... Ignacio no escribía tan bien como su cuñado, no se le ocurrían frases tan bonitas, palabras tan dulces, lamentos tan intensos, tan románticos, pero sabía contarle que la quería, que la echaba mucho de menos, que pensaba en ella a todas horas, que no podía soportar ni siquiera la idea de que mirara a otro hombre, que estaba enamorado de ella como nunca se había enamorado de nadie, que le creyera, que le esperara, que iría a buscarla cuando pudiera, y que no podía imaginar lo importante que era para él tener la oportunidad de decirle todo eso.

—¿Qué haces, Boquerón? —acababa de llegar a Ariège, pero ya se había acostumbrado a llamar a Perea por su nombre de guerra, cuando se lo encontró un atardecer, sentado en el suelo, escribiendo en una hoja de papel apoyada encima del macuto.

—Pues escribir —y le miró como si fuera tonto—. ¿Qué voy a estar haciendo?

—Pero... —Ignacio buscó la manera de explicarse mejor—. ¿Escribes a casa?

—Claro.

—¿Y cómo lo haces?

—Pues, verás... —Aurelio se echó a reír, levantó en el aire el lápiz que sostenía en la mano derecha y la hoja de papel que sujetaba con la otra mano—. Se coge un lápiz, ¿ves?, y un papel, así, y entonces se pone el lápiz encima del papel y se hacen unos dibujitos que significan, querida Rafaela...

—No —Ignacio aceptó la burla con una sonrisa—. Lo que quiero saber es cómo mandas las cartas... —entonces por fin lo comprendió, y se contestó a sí mismo—. Con los enlaces.

—Mayormente —Aurelio volvió a reírse de él—. Yo les doy las cartas y ellos las meten en un sobre, les ponen un sello, se las dan a alguno que vaya a Marsella, o a París, y allí, el que sea, las echa en un buzón. Ya sé que parece complicado, pero si te esfuerzas, tú, con lo leído que eres, seguro que lo entiendes.

—¿Y el remite?

—Pues eso, según... Hay quien se inventa un nombre español, quien se inventa un nombre francés... Yo pongo el nombre del SERE, que me parece menos sospechoso, y lo que me invento es una dirección, cada vez una distinta, Rue du Pont, Rue Dumas, Rue de l'Opéra, en fin, lo que se me ocurre... No podemos escribir mucho para no llamar la atención del cartero, pero le mando a mi mujer una carta cada seis meses, más o menos. Así, aunque no pueda contestarme, por lo menos ella sabe que sigo vivo.

Entre febrero de 1943 y septiembre de 1944, Ignacio Fernández Muñoz escribió a casa de sus padres tres veces, siempre dos sobres con dos cartas distintas, una para su familia, otra para Anita. La primera era cada vez más corta, porque como no podía contarles nada de lo que hacía en realidad, se limitaba a tranquilizarles a base de mentiras piadosas, poco elaboradas. La segunda era cada vez más larga, porque el paso del tiempo le torturaba con la posibilidad, más y más verosímil a medida que se sucedían los días, las semanas, los meses, de que ella encontrara a otro hombre, tranquilo y sensato, manso y pacífico, de los que vuelven a dormir a casa todas las noches. Él ya no podía vivir sin Anita e intentaba explicárselo, pero nunca encontró las palabras justas para contarle lo que ella significaba para él, una burbuja caliente y placentera, aislada del suelo donde dormía, del frío que le despertaba de madrugada, de las latas de sardinas que comía y del fusil del que jamás se separaba. Un mundo aparte, donde se sentía protegido y feliz, entero y a salvo, cada vez que tenía un minuto libre, porque todos sus minutos libres iban a parar al mismo lugar, esa cámara secreta de paredes transparentes, sonrosadas, impermeables al dolor, al miedo, a la guerra, que era Anita y era amor, y era a la vez algo mucho más vital, más grande, e importante y necesario que el amor, como aquella antigua fe que le había importado más que seguir vivo.

Intentaba contárselo, explicárselo, pero no podía. Pienso en ti a todas horas, escribía, antes de quedarme dormido y después de despertarme por las mañanas, y en todo el tiempo que pasa entre medias sigo pensando en ti, y era verdad. Era tan cierto que ni siquiera dejó de pensar en ella durante aquella bendita madrugada en la que logró meterle una bala en la nuca a un comandante de las SS, tan comandante como el cabrón aquel de Albatera. La emoción turbia, feroz, que sintió al verle caer se llamaba Carlos, se llamaba Mateo, pero sólo un instante después, a destiempo, como siempre, se dio cuenta de que aquella noche podrían haberle matado sin que Anita se enterara, y de que nunca habría podido volver a verla durmiendo de perfil, con las piernas dobladas y la mano derecha contra la boca. Entonces se dio cuenta de que ya no le daba lo mismo vivir o morirse, y se alegró mucho de seguir estando vivo.

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