El corazón helado (75 page)

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Authors: Almudena Grandes

Tags: #narrativa

BOOK: El corazón helado
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—Hay una cosa de la que nunca hablas, Ignacio,..

Fue ella quien se atrevió cuando ya llevaba más de una semana trasnochando únicamente para quedarse a solas con él, en la cocina, al acecho de una confesión que le era escatimada con una astucia calculada, cuidadosa.

—¿Cuál? —él, sentado de través en el colchón, con la espalda apoyada en la tibia delantera del fogón, la miró, sentada a su lado, y vio crecer el color en sus mejillas.

—¿Cuánto tiempo hace que...? Ya sabes.

—No —y se echó a reír—. No sé.

—Pues... —Anita, definitivamente sonrojada, escondió un momento la vista en sus rodillas, luego levantó la cara, le miró—. Tu madre me contó una vez que en Madrid te enredaste con una mujer casada, ¿no?, muy vieja...

—No —él la interrumpió—. Mi madre le tenía manía pero era una mujer estupenda, pelirroja y muy atractiva. Muy generosa, además —la miró de reojo y se preguntó si lograría ponerla más colorada aún—. Me enseñó muchas cosas, aprendí mucho con ella. Y tenía treinta años. No era vieja.

—Bueno, pero sigue siendo mayor, tú todavía tienes veinticuatro, ¿no? —él aceptó con la cabeza y sonrió al contemplar el tamaño de las llamas que ya habían colonizado sus orejas, que parecían a punto de derramarse por su garganta—. Y lo que nunca cuentas es... Pues, después... Eso.

—Eso, ¿qué?

—¡Joder, Ignacio! —estrelló los puños cerrados en el colchón mientras apretaba los párpados, pero no se sentía tan furiosa con él como consigo misma, por no haber conseguido arrancarle las palabras que ya no le quedaba más remedio que decir, y lo hizo de un tirón, sin mirarle—. ¿Cuánto tiempo hace que no estás con una mujer?

Él la cogió por la barbilla, le obligó a levantar la cara, la miró a los ojos, tan negros sobre el incendio arrebatado de los pómulos, y la encontró tan guapa, tan joven, tan limpia, tan verdadera, tan digna de ser amada, mimada, deseada y protegida por él, que comprendió que no le iba a mentir aunque no le dijera la verdad. Porque si Anita era una mujer, las putas del burdel de Barcarès, cuyo aspecto había bastado para impulsarle a girar sobre sus talones dos veces, antes de que Roque le empujara por la puerta en la tercera y última ocasión en la que se dejó arrastrar por él, no lo eran, y esos seres famélicos que se las apañaban para saltar la alambrada de su campamento cuando estuvo trabajando en la mina, y a las que pagaban con las escorias de carbón que habían podido ir robando durante un mes entero, tampoco podían serlo. Ahora que había vuelto a estar vivo, eso no contaba, porque no le había pasado a él, sino a su cadáver, un autómata animado, descarnado y polvoriento, que creía llamarse Ignacio Fernández Muñoz y no era nada. Aquel hombre ya no existía, nunca había llegado a existir, era sólo un cuerpo hueco, destripado, vacío, un puro ejercicio de la desesperación. Por eso lo omitió, lo borró de su memoria, y pronunció con aplomo una respuesta sincera, que era la única respuesta que Anita Salgado Pérez quería escuchar.

—Tres años. Desde el 21 de febrero de 1939. Tres años, un mes y dos días... —levantó la vista hacia el reloj de la pared de enfrente—. Tres días ya.

—Mucho tiempo —murmuró ella.

—Sí —él llevó el dedo índice de la mano derecha hasta la frente de la única mujer que en tres años había merecido ese nombre, recorrió el contorno de su rostro como si pretendiera apartarle el pelo de la cara, escondió un mechón detrás de su oreja y acarició el borde, el lóbulo blando y suave—. Mucho tiempo.

Anita volvió a bajar la cara, relajó los hombros, se encogió sobre sí misma como si necesitara tiempo para pensar, y él la dejó pensar, y se limitó a mirarla desde una distancia que ella misma anuló al incorporarse.

—Yo nunca he estado con un hombre... —Ignacio no dijo nada y ella se acercó un poco más—. Ahora tengo un novio francés, lo sabes, ¿no? —él asintió con la cabeza pero siguió callado—. Bueno, no es un novio, es un pretendiente, más bien, y tampoco me gusta mucho, no creas, porque además... —estaban tan cerca que la nariz de él rozó la suya casi sin proponérselo, y entonces Anita retiró un poco la cabeza, pero volvió a inclinarla mientras seguía hablando—. No sé, es que las francesas no son como nosotras, son mucho más lanzadas, ¿no?, y yo no quiero que él piense...

—¿Qué?

Ella no contestó a esa pregunta, pero abrió los labios cuando la besó.

Y aquella noche, cayó Sansón con todos los filisteos, resumía Anita años después, cuando se acordaba, y su marido se echaba a reír, pero ¿por qué dices eso?, ¿y yo qué sé?, se defendía ella, era un dicho de mi abuela... Y sin embargo, era verdad, para ella lo fue, aquella noche magnífica cayó Sansón con todos los filisteos, y Anita Salgado Pérez, tan fantasiosa a los dieciocho como a los quince, no se habría conformado con menos, el amor de un soldado fugitivo que llevaba más de tres años esperándola, en una cama embutida dentro de una despensa, en una ciudad extraña de un país extraño, y toda su familia durmiendo en la ignorancia de la naturaleza épica, bíblica, legendaria, de lo que sucedía al otro lado del pasillo, la solemnidad inscrita en cada gesto de Ignacio, la gravedad de cada una de sus caricias, de sus besos, el ansia ilimitada de su piel desnuda y bordada de cicatrices.

Ella, que había envidiado tanto las palabras de amor dirigidas a otra mujer por un hombre al que nunca conocería, no se habría conformado con menos, y menos que con nada con su pretendiente, que se llamaba Paul, y despachaba en una carnicería, y era mayor que el capitán Fernández Muñoz, y parecía mucho más joven que ese hombre que sabía echar la cabeza hacia atrás de vez en cuando para mirarla como si nunca hubiera visto a otra mujer en su vida, o para grabar la imagen de su cuerpo en su memoria y recordarlo bien cuando ya no estuviera. Así es el amor de un fugitivo, intenso y precario, pleno, fugaz y todavía más intenso. Eso pensaba ella, y procuraba no olvidarlo, sentir cada segundo de aquel milagro, comprender los matices de su fragilidad, la azarosa razón de su belleza. Eso pensó y no pensó mucho más. ¿A qué estás esperando?, le susurró en el oído, y él, que iba despacio porque necesitaba tiempo para creer en la realidad que tocaban sus dedos, que percibían sus manos, que inundaba la piel de sus labios atónitos, desentrenados, recién nacidos, se quedó quieto un momento. Después la miró, vio su boca entreabierta, húmeda, el brillo de sus ojos oscuros, y las columnas del templo empezaron a temblar.

Ignacio sintió entonces, uno por uno, cada día de esos tres años largos como tres siglos, y fue consciente de su cuerpo como nunca antes lo había sido. Encaramado en el cielo del placer, de la alegría, recordó los colores del infierno, el dolor sordo y constante de su vida pasada, la humillación, el frío, el cansancio de los barracones, y creyó en Anita, como si su cuerpo tuviera el poder de enderezar el mundo, de devolverle todo lo que había perdido, de rescatarle de tanta derrota, tantas traiciones, o como si intuyera que la felicidad de aquel instante lo cambiaría todo, porque nada sería igual cuando él pudiera recordar aquella noche, aferrarse a su recuerdo para no caer en el abismo espeso del desaliento. Mientras tanto, se enamoró de ella como nunca había estado enamorado de nadie, como no volvería a enamorarse jamás. Y siempre, incluso después de conquistar a su lado el derecho a vivir una vida normal, tan rutinaria y monótona como la de quienes no han conocido otra distinta, sintió que ella le había salvado, que de alguna manera, en aquella minúscula despensa de paredes desnudas, Anita le había librado de una muerte peor que la propia muerte.

Aquel paréntesis no llegó a durar tres meses, pero cada instante de su tiempo raro y feliz se dilató hasta ocupar un lugar exacto, definido, concreto, en la memoria de ambos. Ignacio nunca olvidaría las lágrimas de Anita, la noche en la que se atrevió a contarle lo que aún no se había atrevido a contarle a nadie, la atormentada crónica de un delito pequeño y miserable, la angustia de aquel día en el que fue capaz de robarle las enaguas a una mujer que agonizaba a solas sobre la arena fría de la playa, porque tenía quince años, y acababa de llegar al campo, y sólo tenía el vestido que llevaba puesto, y le había venido la regla, y no podía recurrir a nadie, y no sabía qué hacer, cómo arreglarlo. Anita nunca olvidaría la callada delicadeza con la que Ignacio le quitó de entre las manos uno de aquellos libros grandes, de letra muy pequeña, que él leía todo el tiempo y ella había cogido del revés un momento, sólo por curiosidad, por hacer un poco el tonto, antes de poseerla de una manera tan intensa como la primera vez, con una violencia que no hacía daño y una dulzura que daba ganas de llorar, ni lo que sucedió después, mientras ella creía que ya sólo les quedaba esperar al sueño abrazados y exhaustos, como todas las noches.

—Mañana tienes que comprarme cuatro cuadernos, dos rayados, con rayas paralelas en las hojas, ¿sabes, no?, y otros dos con rayas dobles, de los que usan los niños en los colegios. Dile a una de mis hermanas que te acompañe, ellas saben —la miró, la vio sonreír, y esperó durante unos segundos una pregunta que no se produjo—. Voy a enseñarte a leer y a escribir.

—No —y lo dijo sin mirarle, como si sus palabras la hubieran ofendido.

—Sí —pero él respondió con firmeza.

—No —insistió ella, y se incorporó, se apoyó en un codo, le miró—. ¿Por qué? Si yo ya sé un poco, tu madre me está enseñando, y además me apaño muy bien, si vieras...

—No te apañas bien, Anita —Ignacio no la dejó seguir—. Nadie se apaña bien. Tú tienes que aprender y yo puedo enseñarte, he enseñado a tantos soldados que me sé las cartillas de memoria. Mi madre está muy ocupada con sus clases, pero yo no tengo nada que hacer por las mañanas. Es mucho más fácil de lo que parece, y además... —entonces se sentó en la cama, apoyó la espalda en la pared y la abrazó, la estrechó contra su pecho como si no quisiera mirarla, pero no dejó de acariciarle el pelo mientras hablaba—. Yo no sé durante cuánto tiempo más podré seguir aquí. Antes o después me verá alguien, hará preguntas, echará sus cuentas... Eso es lo que pasa siempre, siempre pasa lo mismo, y no es culpa de nadie. Estamos en un país ocupado, en medio de una guerra, y todo el mundo tiene algún problema, un favor que pedir a cambio de denunciar a un huido. Yo no sé lo que será de mí, Anita, adónde iré a parar, cuándo podré volver, no lo sé. Y tú no puedes seguir así. Si no quieres aprender por ti, aprende por mí. Para que cuando me vaya, por lo menos sepa que he hecho algo por ti.

—Tú ya has hecho mucho por mí —protestó ella, sacudiéndose de su abrazo para mirarle, pero al día siguiente volvió con los cuadernos.

¿Y los deberes? Ignacio la recibía con la misma pregunta todas las tardes y Anita se encogía de hombros, sonreía, no he tenido tiempo de hacerlos. ¡Ah!, ¿no?, él fingía extrañarse, ¿y por qué? Es que tengo un novio que cunde mucho, explicaba ella y los dos se echaban a reír. Luego se sentaban juntos a la mesa de la cocina, la alumna a hacer palotes y redondeles, el maestro a mirarla con la sonrisa embobada que afloraba a sus labios mientras la veía hacer cualquier cosa.

Él había rellenado los cuadernos rayados con letras, sílabas, diptongos, palabras partidas y después enteras, frases sencillas que ella aprendió a descifrar muy deprisa, porque aprendía por Ignacio, para Ignacio. Se esforzaba por complacerle también en eso, sobre todo ahora, después de que él mismo hubiera marcado los plazos del futuro, aquellas palabras terribles que pronunció con el acento más tranquilo, no sé durante cuánto tiempo más podré seguir aquí, para que estallaran en su conciencia como un disparo capaz de partirla por la mitad. Entonces empezó la cuenta atrás, y el tiempo que se les escapaba, que se escurría por el mismo agujero por el que lo habían perdido todo, la derrota, el exilio, la guerra, se convirtió en algo precioso, lo más valioso que Anita Salgado Pérez había tenido en su vida, y nunca, ni siquiera en el día ya remoto de su crimen, había sentido una angustia semejante a la que le robaba el aliento cada tarde, en el instante de meter la llave en la cerradura de la puerta, y nunca, ni siquiera en los días lejanísimos de su infancia apacible en un pueblo pequeño, rodeado de montes, había experimentado un júbilo comparable al que le llenaba la boca de azúcar cuando lo veía apoyado en el fogón, los brazos cruzados y la pregunta maliciosa de todas las tardes, ¿y los deberes?

Ella ya no le contestaba con palabras. Si estaban solos en la cocina, se lanzaba sobre él como la muchacha desesperada que en aquel instante acababa de dejar de ser, y si alguien más estaba cerca, lo empujaba dentro de la despensa con cualquier pretexto para abrazarle hasta quedarse sin fuerzas, para besarle hasta quedarse sin besos. Luego se sentaba a su lado a la mesa de la cocina, fruncía el ceño, y reconocía en voz alta las sílabas que él iba señalando con el dedo, A-ni-ta es u-na man-za-ni-ta, y se echaba a reír, y le miraba, y se daba cuenta de que nunca había sido tan feliz, y de que esa felicidad dolía, porque ya no tenía nada que ver con el romanticismo de las frases bonitas ni con la romántica inflamación del deseo de un fugitivo. Aquello era mucho más grande, más profundo. Era lo que estaba detrás de la belleza, de la emoción, de la elocuencia, y era tan fuerte, tan poderoso, que la despertaba en mitad de la noche con un sobresalto brutal como una premonición de la muerte. Entonces, al verle dormir a su lado, sólo podía pensar en una cosa, mañana quizás no lo tendré, mañana se habrá ido, mañana estaré sola en esta cama... Cada minuto pesaba, cada minuto importaba, cada minuto se dilataba hasta proyectarse en los límites de una eternidad pequeña, personal, hasta que Anita perdía la calma, y la cabeza, y se encaramaba encima de Ignacio para despertarle, para entregarse a él con avidez, una determinación incondicional y furiosa que le permitía quedarse dormida otra vez, sólo unas horas, antes de afrontar la incertidumbre de una despedida ambigua, hasta luego, hasta luego, que inauguraba una jornada más del sufrimiento sordo, cotidiano, que también, aunque eso sólo lo comprendería después, era la felicidad para ella.

Hasta que una tarde primeriza de junio no le encontró en la cocina. No pudo verle, no pudo tocarle, no escuchó su voz. Nadie le preguntó por los deberes, nadie la estaba esperando, sólo el cuaderno, abierto por la página que debería haber completado aquel día, delante de
p
y
b
se escribe siempre
m,
y debajo, en el lugar que ella tendría que haber rellenado con su lápiz torpe, vacilante aún, una frase imprevista, escrita en una letra elegante, airosa, difícil de leer, una letra de señor, te quiero, Anita, y la firma, sólo su nombre, Ignacio, sin rúbrica alguna. Entonces, antes de que hubiera logrado descifrar aquel mensaje, la madre del fugitivo fue a reunirse con ella desde el comedor y le contó sólo una parte de la historia.

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