—... la victoria del fascismo, encarnado en la siniestra figura del general Franco...
—¡Perea! Mira que me voy. ¡Como no vengas ahora mismo, ahí te quedas, macho!
—... sólo posible gracias a la ayuda decisiva de las potencias del Eje...
—Anda, chaval —Ignacio se dijo que había que hacer algo y hacerlo por partes—, pásame ese papel. Os lo agradecemos en el alma, eso lo primero, cuéntaselo a todos los que intervinieron en la reunión, pero es mejor que me lo des, y ya se lo leeré yo a los de dentro, porque aquí estamos armando demasiado follón —entonces se volvió hacia el sevillano y cambió de idioma—. Y tú cállate de una vez, Domingo, que vas a hacer salir a los senegaleses con tormenta y todo. Vamos a ver... —se dio la vuelta para encontrar a un hombre solo, encogido, quieto, y fue hacia él—. ¿Y a ti qué te pasa, Perea?
—Es que... —el malagueño esperó a que Ignacio estuviera a su lado, y habló en un murmullo—. Es que yo, pues... Mi abuela me lo decía siempre, de pequeño. Que no te parta un rayo, hijo, que no te parta un rayo. Porque a uno de mi pueblo que andaba por el campo durante una tormenta así, como ésta, pues le cayó un rayo y lo achicharró, lo dejó frito, y yo, pues, cada vez que veo esa alambrada...
Ignacio miró con más atención a aquel hombre bajo y macizo, que era mayor que él pero muy joven aún, y hablaba con un acento andaluz muy cerrado, y encontró su piel más blanca, sus ojos más negros de lo que recordaba. Apenas lo conocía de vista porque sólo habían hablado una vez, pero a Ignacio no se le había olvidado. ¿Y cómo es que tu mujer está en Nimes?, le había preguntado, yo creía que en esa ciudad no había refugiados... Es que su padre es banderillero, contestó Perea, dando esa explicación por suficiente. ¿Y eso qué tiene que ver?, se atrevió a insistir. ¡Pues qué va a tener! El malagueño le miró como si no pudiera concebir tanta ignorancia. En Nimes hay plaza de toros, condescendió a aclarar por fin, una de las más importantes del sur de Francia, y mi suegro conoce al empresario, a los utilleros, en fin... Le había hecho tanta gracia que no lo había olvidado, y lo recordó al contemplar un terror africano en el rostro del yerno del banderillero.
—Te dan miedo las tormentas —concluyó, sin elevar la voz.
—No —protestó él, con una expresión casi ofendida—. Las tormentas no. Me da miedo que me caiga un rayo cuando esté justo debajo de la alambrada, y que me deje como al de mi pueblo, fritillo, fritillo...
—¿Pero tú qué quieres, macho, irte o quedarte?
—¿Yo? —y le miró como si nunca le hubieran preguntado una cosa más tonta—. Yo quiero irme a Nimes, a ver a mi mujer.
—¡Pues venga ya, Perea! —le cogió del brazo y lo arrastró hasta la alambrada—. Vete de una vez y no jodas más.
Cuando le vio reptar bajo la malla de alambre, su cuerpo entorpecido por la velocidad, el nerviosismo descoyuntado, espasmódico, de un animal aterrado, volvió a escuchar la voz de su jovencísimo interlocutor del otro lado.
—El pueblo francés no está con su gobierno —resumió—. Nosotros no apoyamos su política, su traición. Vuestra suerte es la nuestra, eso es lo que os queríamos decir.
—Gracias, camarada —y el fervor de aquel muchacho, casi un niño, le enterneció tanto que estuvo a punto de salir por el túnel él también sólo para darle un abrazo—. Gracias por todo, de corazón.
Pero a Perea no le había partido un rayo, la fuga había salido bien, y el Abogado tenía que hacer su parte del trabajo, rellenar el hueco, apisonar la arena, borrar las huellas del túnel. Después, esperó todavía unos minutos para asegurarse de que no había habido ningún contratiempo y se fue a dormir, empapado de agua, constipado y contento. Muy contento. La alegría que sintió al volver a ver a Perea, a principios de 1943 y donde menos lo esperaba, en una remota explotación forestal perdida en las montañas de Ariège, que servía de tapadera legal para una brigada de guerrilleros españoles integrados en la Resistencia francesa, fue todavía mayor.
—¡Abogado!
La primera vez que escuchó ese nombre, miró a su alrededor y no reconoció a nadie entre los hombres desperdigados a ambos lados del sendero.
—Te están llamando —le avisó Amadeo.
—Sí, pero no sé...
—¡Abogado! —escuchó de nuevo, y entonces volvió la cabeza hacia la izquierda y le vio por fin.
—¡Perea! —el malagueño corrió hacia él y se abrazaron—. Coño, Perea, ¡cómo me alegro de verte! ¿Pero qué haces tú aquí? Te hacía en Nimes.
—Y allí estuve cuatro meses, viviendo como un señor, no creas... Mi mujer está en casa de un médico, camarada, buena gente, que le ha arreglado el
séjour,
y muy bien, sin pisar la calle, claro, pero durmiendo con ella en una cama, comiendo caliente todos los días, total, la hostia... Hasta que el farmacéutico del barrio apareció por allí una noche, sin avisar, y nos pilló en mitad de la cena. El muy cabrón se me quedó mirando, le preguntó al doctor quién era yo, no se creyó que fuera sordomudo, y entonces... No podía seguir allí, era demasiado peligroso para todos, así que me fui. Estuve casi dos semanas escondido, viviendo a salto de mata, robando comida, durmiendo en cualquier sitio, cada vez peor, y entonces pensé, bueno, pues hay que elegir. O vuelvo a un campo, o me vuelvo a España, que me metan en la cárcel, que me manden unos años a hacer carreteras, y cuando salga, ya veremos. Y estuve a punto de volverme, no creas, pero al llegar a la frontera vi de lejos a los guardias civiles del puesto, y me dije que no, ni hablar, si somos de un país de hijos de puta, qué le vamos a hacer... Total, que me di la vuelta y esta vez me mandaron a Saint-Cyprien, para que tuviera con qué comparar, ¿sabes?, y luego a un grupo de trabajo, o sea, a hacer carreteras gratis, como quien dice, igual que si hubiera vuelto, así que me apunté a la primera fuga de la que me enteré, y ya ves, aquí estoy, otra vez en la guerra, durmiendo en el suelo, comiendo sardinas en lata, en fin, lo mío...
—Lo nuestro, Perea —Ignacio se sumó con un gesto risueño a esa definición, y se quedó mirando a su viejo camarada.
Le encontró mejor, con la piel tostada por el sol y un poco más gordo, más vivo también. Pensó en la crueldad de la suerte que compartían, un destino que convertía la guerra en una meta feliz, deseable, casi un premio frente a la insoportable existencia, propia de animales estabulados o sometidos a tirar de una noria hasta la extenuación, que la única paz posible, la de los campos y el trabajo forzado, representaba para ellos, los indeseables rojos españoles. Pero la alegría de aquel reencuentro, el primer lazo con el pasado inmediato que el azar le consentía recuperar después de una serie interminable de despedidas, pudo más, y por eso volvió a sonreír, y a abrazar a Aurelio.
—¿Y tú? —le preguntó él—. ¿Qué has hecho?
—¡Uf! Yo... A mí me ha pasado de todo, aunque, bueno... —se quedó pensando, sonrió—. Más o menos, lo mismo que a ti.
Lo mismo que a cualquiera, se dijo, aunque eso era cierto sólo en parte, la parte que excluía el descubrimiento de Anita.
Por lo demás, a él también lo habían movilizado a la fuerza en un grupo de trabajo unos meses después del armisticio, y aunque lo habían cambiado tres veces de destino, había tenido la suerte de permanecer en el sur, dentro de las fronteras de la supuesta Francia libre, primero en una fábrica de cacerolas, después en una mina, por fin en otra fábrica de neumáticos, reconvertida en proveedora de repuestos para el ejército alemán bajo control de Vichy. Llegó allí en diciembre de 1941, pero empezó a pensar en fugarse mucho antes, cuando se enteró de que iban a mandarlos a las afueras de Toulouse. Y sin embargo, aguantó casi tres meses, los que tardó en planear una fuga perfecta, tan simple que consistió en echar a andar por una callejuela un día que tocaba ducha, mientras sus compañeros, camino de los baños públicos adónde les llevaban una vez a la semana, improvisaban una protesta masiva por sus condiciones de vida que no tenía otro fin que guardarle las espaldas, y por eso se disolvió muy deprisa, en cuanto le vieron doblar por la primera bocacalle.
Aquel día, Ignacio Fernández Muñoz se bañó como un señor, solo y con agua caliente, en el cuarto de baño de la casa de sus padres, pero la alegría de su piel no llegó a templar del todo su corazón, ni logró apaciguar su pensamiento.
Al reencontrarse con su familia, le había ocurrido algo parecido. Su madre también estaba aburrida de llorar, pero no se cansaba de abrazarle, y seguía tocándole, besándole, pronunciando su nombre y otras palabras dulces, las mismas con las que le llamaba durante la guerra y que Ignacio no había vuelto a escuchar desde que era un niño muy pequeño, cuando María, intrigada por su ausencia, entró en el recibidor y soltó un grito. El abrazo de su hermana fue distinto, risueño, enérgico, triunfal. Aún le balanceaba entre sus brazos como si pretendiera hacerle bailar, cuando su padre se unió a ellos, precediendo a una mujer consumida, delgadísima, exhausta, con los ojos muy grandes, más que antes, y un rictus trágico en la boca que transformaba su belleza sin anularla. Era Paloma, la nueva Paloma, delicada y violeta, melancólica y frágil, igual de hermosa, pero nunca ya tersa y sonrosada, apasionada y vivaz como antes. Esa metamorfosis le impresionó más que el aspecto arruinado, decrépito, de su padre, un anciano de cincuenta y cuatro años que todavía fue capaz de sonreír, de estrecharle con fuerza.
—Gracias, hijo —le dijo luego, separándose de él pero sin soltarle todavía.
—¿Gracias por qué?
—Por estar aquí —sus ojos se humedecieron de pronto—. Por haber llegado hasta aquí.
—Me acordé tanto de ti, papá... —Ignacio se emocionó mucho al escucharle—. Cuando me detuvieron en Madrid, en el calabozo donde me metieron, pensé tanto en ti, me alegré tanto de que no estuvieras viendo lo que pasaba, cómo nos entregaban, papá...
—Nosotros no tenemos que arrepentimos de nada, Ignacio —y su labios temblaron bajo el peso de las palabras que pronunciaban—. Yo no me arrepiento de nada, hijo.
Pero la sentenciosa autoridad de Mateo Fernández Gómez de la Riva ya no era suficiente para restablecer el equilibrio de su familia, que se resquebrajó un poco más cuando Paloma se deshizo entre los brazos de su hermano sin decir ni una palabra Entonces, fue la madre de ambos quien reaccionó.
—Bueno, no sé qué estamos haciendo todos aquí, estorbándonos los unos a los otros mientras se enfría la comida. Porque Ignacio tendrá hambre, digo yo.
—Claro que tengo hambre —y se echó a reír—. No os imagináis cuánta...
Siguió a su familia hasta un comedor pequeño y oscuro, arreglado con muebles malos, baratos, cada silla de un estilo, de una altura distinta. Sin embargo, la desacostumbrada pobreza de sus padres no le llamó tanto la atención como los ojos negros, enormes, mucho más dulces y hondos, más brillantes y magnéticos en cada paso que daba hacia ellos, de la desconocida con la que se había encontrado en el portal, Ella se levantó al verle, y más allá de la emoción y del cansancio, por encima de la alegría de volver a estar entre los suyos, y de la tristeza de los abrazos que le faltaban, que siempre le faltarían, Ignacio Fernández Muñoz apreció la perfección curvada y graciosa de su cuerpo de muñeca, y el movimiento airoso de la mano que tendía hacia él.
—Hola —le dijo, y le sonrió con su boca de labios carnosos, dientes blanquísimos.
—Hola —repitió él, estrechando esa mano suave y caliente.
—¡Ay, claro, que no os conocéis...! —María Muñoz improvisó un gesto de sorpresa antes de presentarlos formalmente—. Mira, Anita, éste es mi hijo Ignacio, el pequeño, el que estaba en el campo, ya sabes... —y volvió a abrazarlo, y le besó en la cara, dos, tres veces, como si todavía no se acostumbrara a tenerlo con ella, a su lado—. Anita es una compañera de tus hermanas que vive con nosotros, como una hija más...
Cuando Paloma Fernández Muñoz se la encontró una tarde de agosto de 1939, sentada en el bordillo de la acera, delante de la panadería donde ambas trabajaban, apenas la conocía. Hacía poco más de un mes que Anita Salgado Pérez despachaba pan y bollos desde el mismo mostrador, pero sus turnos no solían coincidir. Sin embargo, aquel día se sentó a su lado, la abrazó, la consoló y la meció entre sus brazos como a la niña que todavía era, porque al mirarla, le pareció que nunca había visto llorar a nadie con tanto desconsuelo, ni había contemplado jamás el llanto de una criatura tan indefensa. Aún no había recibido la carta de Carlos, aún no sabía nada de él, y cada tarde, al entrar en el portal de su casa, cerraba los ojos un instante para serenarse y saborear al mismo tiempo por anticipado la emoción de encontrarle arriba, sentado en el sofá, charlando con sus padres, comentando las peripecias de su fuga, la accidentada travesía que había emprendido en Oran o el vuelo que le había traído desde Londres. Aún no había recibido la carta de Carlos y todavía le sobraba compasión, la que no lograría reunir para consolarse a sí misma durante el resto de su vida.
Por eso se propuso tranquilizar a Anita, la metió consigo en la panadería, la obligó a sentarse en un taburete, y le pidió que le contara muy despacio lo que le pasaba. Anita obedeció, se lo contó todo. Que tenía quince años. Que era de un pueblo de Teruel. Que los fascistas habían matado a su padre antes de que los suyos lo reconquistaran. Que se había marchado de allí, con su madre y con su hermana mayor, cuando el ejército se retiró. Que a finales de enero, cuando las evacuaron, estaban en Barcelona. Que había tenido que dejar a su hermana en un pueblo de Gerona porque tenía tuberculosis y no podía seguir andando. Que su madre había enfermado de la pena de dejar a su hija atrás. Que al cruzar la frontera las habían metido a las dos en un campo y habían estado allí cuatro meses. Que a finales de junio, su madre se había puesto tan mala que los médicos habían autorizado su traslado a un hospital de Toulouse. Que ahora, en el hospital decían que ya no podían hacer nada más por ella y que tenía que llevársela porque necesitaban la cama. Que en la pensión donde vivía le habían dicho que allí no podía llevarla porque dormían ocho en un cuarto y no querían moribundas. Que con el dinero que ganaba no le daba para pagar otra cosa y que no sabía qué hacer, porque era su madre, y se iba a morir, y no podía dejarla tirada en la calle.
—Lo único que se me ocurre es matarla —dijo al final, con una expresión tan decidida que daba miedo verla—. Matarla y matarme yo después, para acabar de una vez.