—He estado pensando que, a lo mejor... —Rufino se acercó a ellos unos días después, cuando ya no paseaban, ni se dejaban ver fuera de la zona del campo que consideraban suya, segura, para evitar cualquier encuentro indeseable—. No va a ser fácil, porque seguramente os meterán en un vagón de mercancías, pero si estáis pendientes de los cambios de luz y sobre todo del ruido, podéis ir contando los túneles. Después del octavo, notaréis que el tren va más despacio. Ése es el sitio —y les señaló con el dedo—. Os tiráis ahí, o no hay nada que hacer. Es una zona llana, de sembrados pero con árboles, donde se os va a ver mucho, pero no os haréis daño. Tendréis que esconderos en alguna parte hasta que se haga de noche, y luego andar un par de kilómetros en el sentido de la vía hasta llegar a Tarancón. Si el jefe de estación sigue siendo un hombre bajito y barrigón, bastante calvo, con el pelo blanco, de unos sesenta años, podéis hablar con él y decirle que vais de mi parte. Se llama Alfredo y es de fiar. Que os meta en el mercancías que va a Barcelona.
—¿Y si no está Alfredo? —preguntó Roque, con el ceño fruncido de preocupación.
—Si no está Alfredo —fue Ignacio quien le contestó—, nos metemos en el mercancías de Barcelona por nuestra cuenta. Y desde Barcelona, nos vamos a tu pueblo y cruzamos la frontera.
—Sí, sí... —Rufino sonrió—. Los de Madrid, de verdad, es que sois la hostia. No tenéis ni idea de nada, pero os da igual, vosotros, ¡hala!, todo por cojones. Vamos a ver, Ignacio... ¿tú has visto los Pirineos de cerca alguna vez?
—En foto —y se echó a reír.
—Pues eso. ¿Cómo vais a cruzar los Pirineos por el pueblo de éste, que los pasos son escarpadísimos, y sin guía? Porque tú no te sabes el camino, Roque. ¿O sí?
—Hombre... —el aludido se rascó la cabeza, se quedó pensando, frunció los labios en una mueca escéptica—. Sabérmelo, sabérmelo, la verdad es que no me lo sé, pero, bueno, yo creo que cuando lleguemos allí, con tirar para arriba, poco más o menos...
—¿Qué harías tú, Rufino? —preguntó Ignacio, mientras el catalán terminaba de reírse.
—Pues, desde luego, cruzar por Ansó, que no hay más que cuatro cabras y todas conocen a Roque desde pequeñito, no.
—Oye, sin faltar...
—¡Cállate un momento! —Ignacio sujetó a su amigo por los hombros y repitió la pregunta—. ¿Qué harías tú?
—Yo me quedaría en Barcelona —Rufino hizo una pausa para mirarlos despacio, primero a uno, luego al otro, y siguió hablando con un acento inseguro, casi sombrío—. Yo vivo allí, y allí está mi mujer, pero no me atrevo a daros su dirección, la verdad. Si os siguiera alguien... Es demasiado peligroso, y bastante tiene ella ya, con tres chicos y yo aquí.
—Eso está claro, Rufino —Roque le tranquilizó—, no te preocupes.
—Para nosotros, tú no tienes mujer, Rufino —insistió Ignacio—. No iríamos a verla ni aunque supiéramos dónde vive. Así que estamos en Barcelona y no conocemos a nadie. ¿Qué hacemos?
—Ir al mercado de la Boquería —contestó, más tranquilo—. Eso lo he hecho yo muchas veces, cuando tenía vuestra edad y ganas de darme una vuelta. Os ofrecéis a descargar camiones para ir tirando, hasta que encontréis uno que vaya a Gerona y os quiera llevar. Antes no se tardaba mucho. Ahora, me imagino que sobrará gente para trabajar en lo que sea, pero os puedo dar un par de nombres —hizo una pausa, los miró, sonrió—. Eso no es peligroso. Y luego, desde Gerona, os buscáis una manera de llegar a Puigcerdá. Allí, las mujeres pasan la frontera andando por la vía del tren, con un cesto, para ir a Francia a hacer la compra. Vosotros no vais a poder hacer eso, claro, pero a campo través, es mucho más fácil cruzar por allí que por Huesca, porque el paso es más ancho, más llano, y tenéis la referencia del ferrocarril. Eso es lo que haría yo.
—Y eso —Ignacio miró a Roque— es lo que vamos a hacer nosotros.
Ignacio se acordó de Rufino al tirarse del tren, y al despedirse de Alfredo, que les dio ropa de civil, una botella de Valdepeñas, y un bocadillo de panceta de su propia matanza a cada uno, antes de meterlos en un vagón del mercancías de Barcelona. Cuando intentaron pagarle por lo que estaba haciendo por ellos, se echó a reír.
—Ese dinero no vale nada —les dijo.
—Ya —contestó Ignacio—, pero lo podrás cambiar en el banco, ¿no? Una parte, por lo menos.
—No, no se puede cambiar, ni un céntimo.
—¿Y la gente? —preguntó Roque—, incluso los suyos, los que estaban en nuestra zona... ¿Qué hace la gente, entonces?
—¿Pues qué va a hacer? —Alfredo sonrió—, joderse.
En aquel momento, Ignacio volvió a ver los ojos de su prima Mariana, el brillo metálico, sereno, de aquella mirada cargada de paciencia, la serenidad fácil, cómoda, casi ecuánime, hasta insensible y por eso despiadada, de un campesino que no presta atención a la mansedumbre de la lluvia que va empapando sus campos muy despacio. Ignacio recordó la frialdad de los ojos de Mariana en aquellos días calientes que fundían los metales, y se dolió de aquella mirada en la que viajaba la luz de su futuro. Se consoló pensando que, al menos, el día anterior sí había tenido la oportunidad de darle las gracias a Rufino, que a su manera, había vuelto a salvarle la vida. Eso lo reconoció hasta Roque, que dejó de insistir en que sería mejor ir a su pueblo cuando los cálculos del barcelonés empezaron a encajar con la realidad como los versículos de una profecía, en aquel mercado donde no tuvieron que descargar más de tres camiones antes de encontrar el que les convenía, y en Gerona, desde donde fueron a Puigcerdá haciendo un poco de todo, andando por el campo de día, por la carretera de noche, montados en un carro, en otro camión. Sin Rufino no habrían llegado muy lejos. Sin el pastor al que atacaron cerca de Puigcerdá para descubrir que les habría enseñado el camino igual si no le hubieran derribado para ponerle su propia navaja en el cuello, tampoco.
Cuando comprendieron que ya estaban en Francia, se abrazaron, rieron, gritaron, caminaron un poco más hacia las luces que parecían indicar el pueblo más cercano, y se echaron a dormir al abrigo de un granero, cada uno con su propia manta, su última posesión, la única a la que no habían querido renunciar. Estaban agotados, pero a Ignacio todavía le dio tiempo a recordar a Rufino una vez más. Si llegáis a Francia, escribe y cuéntamelo, le había dicho después de darle un abrazo para despedirse. ¿Y adónde te escribo, Rufino? Él le miró, le sonrió, negó con la cabeza y le dio otro abrazo, más fuerte que el anterior. Ignacio Fernández Muñoz pensaba en eso, en el número de las deudas que había contraído a cambio de su vida y en que tendría que encontrar una forma de pagarlas, cuando se quedó dormido aquella noche, la penúltima de junio de 1939. A la mañana siguiente, en cambio, no tuvo tiempo de pensar en nada.
—Bonjour, messieurs
—al abrir los ojos, se encontró con que una pareja de gendarmes les miraba—.
Les papiers, s'il vous plaît.
—Bonjour
—contestó él, y se levantó de un salto mientras intentaba convencerse a sí mismo de que no era hostilidad lo que estaba contemplando en los rostros de aquellos policías—.
Mais nous n'avons pas de papiers encore, parce que nous sommes des réfugiés espagnoles, républicains, vous savez...
Nous sommes arrivés hier, très tard.
—¡Ah! —Roque, espabilado por la conversación, se le quedó mirando con asombro mientras el mismo gendarme que se había dirigido a él movía en el aire los dedos de la mano derecha para componer un gesto universal—. Pero ¿tú hablas francés?
—Alors
—sus palabras confirmaron el sentido de aquel gesto—,
venez avec nous.
Los dos se levantaron de un salto, muy dispuestos, y así empezó la segunda parte de su viaje, que iba a ser la fácil y fue mucho más difícil que la primera, porque ni Rufino, ni Alfredo, ni nadie podía hacer nada por ellos.
Los metieron en una camioneta donde ya esperaban otros españoles, un hombrecillo calvo, con gafas, de unos cuarenta y tantos años, vestido con traje y corbata, que agarraba con las dos manos una cartera de piel como las que usan los viajantes, una mujer canosa que no despegó los labios mientras lloraba sin hacer ruido, y dos milicianos de aspecto muy parecido al de Roque, uno valenciano, el otro gallego. Ellos les contaron lo que les esperaba, pero Ignacio no lo quiso creer, no pudo creerlo, de Francia no, en Francia no, a pesar de la no intervención, del cierre de la frontera, de las armas compradas legalmente con dinero español, republicano, que estarían pudriéndose todavía en cualquier aduana sin haber llegado jamás a los frentes a los que estaban destinadas. No quiso creerlo, y sin embargo volvió a escuchar, uno por uno, el silbido de las balas que habían acabado con la vida de los suicidas del puerto de Alicante, los españoles que habían preferido morir a vivir en España cuando comprendieron que el mundo entero los había entregado, que no les iban a mandar barcos, ni los franceses, ni los ingleses, ni los americanos, ningún país neutral, ninguna democracia, ninguno de los que se llamaban a sí mismos enemigos del fascismo. Nadie había querido hacer nada por ellos, ni siquiera darles la oportunidad de probar la amargura del exilio, y así los habían convertido en carne de paredón, el botín de guerra más codiciado de los vencedores, a ellos, los últimos leales, los traicionados por todos. Él sabía lo que había pasado, lo había vivido, había estado allí, pero aun así no podía creerlo. Entonces sí, pero ya no, ahora no, en la derrota no, ¿por qué?, ¿para qué?, si Francia siempre había tenido sus puertas abiertas para los exiliados, para los vencidos, para los refugiados de cualquier país...
Ignacio Fernández Muñoz no quiso creer en lo que le contaban. Aprendería muy pronto que cada vez que alguien, en cualquier lugar, en cualquier idioma, entonara esa canción que empieza pidiéndole a los parias de la tierra que se levanten, estaría hablando de ellos, de los republicanos, de los rojos españoles, sin saberlo. Porque en otros lugares del mundo tal vez habría otros tan parias como ellos. Pero más, ninguno.
Eso lo aprendió muy pronto, cuando se levantó de un banco muy largo y repleto de hombres morenos abrazados a una manta, de mujeres morenas con niños pequeños y cestas de mimbre, para acercarse a un gendarme que estaba sentado a una mesa donde había un letrero con la palabra
Information.
—Perdone, señor —se dirigió a aquel hombre en su propio idioma, con un acento exquisito y exquisitamente respetuoso—, pero me gustaría conocer las razones por las que estoy detenido.
Él soltó la pluma con la que estaba rellenando un formulario y le miró con atención.
—Si no me equivoco, es usted español, ¿verdad?, soldado de la República, y ha cruzado la frontera de forma ilegal —Ignacio asintió con la cabeza y recibió a cambio una sonrisa cargada de sorna—. Entonces tenemos una buena razón para detenerle, porque no estamos dispuestos a que nuestro país se llene de asesinos.
—¿Asesinos? —preguntó Ignacio a su vez, mientras sus venas se llenaban de escarcha—. Yo no soy un asesino, señor. Yo soy un combatiente antifascista que ha luchado por la libertad de su pueblo.
—Sí, sí —aquel hombre volvió a sonreír—, matando a curas y a monjas.
—¿A curas y a monjas, señor? —Ignacio Fernández Muñoz hizo una pausa para gobernar la indignación que le estaba ahogando, y consiguió respirar a duras penas mientras contestaba a su propia pregunta—. Yo no he matado a ningún cura, a ninguna monja. Yo he luchado durante tres años para defender al gobierno legítimo de mi país. He hecho una guerra y la he perdido, porque ustedes, y los ingleses, y los americanos, todos los demócratas, han contribuido en lo que ha hecho falta para que el fascismo triunfe en España...
—¡Vuelva a su sitio! —le gritó el gendarme—. ¡Inmediatamente!
Y sin embargo, cuando le tocó el turno de declarar, el funcionario vestido de civil que ocupaba la mesa del fondo, le trató con más respeto.
—Habla muy bien francés —y hasta le sonrió antes de seguir—. ¿Tiene familia aquí?
—Sí, mis padres y mis hermanas viven en Toulouse —explicó él, más tranquilo—. He cruzado la frontera con la intención de reunirme con ellos.
—¿Son españoles, refugiados como usted? —Ignacio se lo confirmó en silencio, mientras intuía que el tono de aquella conversación no presagiaba nada bueno—. ¿No será usted vasco, por casualidad?
—No, soy de Madrid —esa respuesta no animó mucho a su interlocutor, que resopló mientras insinuaba un gesto de negación con la cabeza—. ¿Qué pasa, que los vascos reciben un trato distinto?
—No exactamente, pero su gobierno está negociando por separado, y cuenta con el apoyo de los católicos, de los obispos franceses —aquel hombre volvió a sonreír, pero Ignacio ya no apreció su sonrisa—. Todos dicen que los vascos son muy creyentes, un pueblo conservador, apegado a sus tradiciones, respetuoso con el clero, con la religión. Los agentes de Monsieur Aguirre insisten mucho en que ellos no son como ustedes.
—¿Como nosotros quiénes?
—Como ustedes, todos los demás —entonces se quitó las gafas, comprobó el grado de limpieza de sus cristales mirándolas al trasluz, y siguió hablando en el mismo tono amable, bienintencionado en apariencia—. Los que queman iglesias.
—Yo no he quemado una iglesia en mi vida —protestó Ignacio en un murmullo, como si ya hubiera perdido las fuerzas que hacen falta para gritar.
—Ya, pero, incluso en ese caso, me temo que no va a ser posible... ¿Está usted casado?
—No.
—Entonces no hay posibilidad de reunificación familiar. Si tuviera usted mujer e hijos aquí, en Francia, podría pedir el traslado a un campo para familias, pero...
—Un campo... —repitió Ignacio, como si le costara trabajo procesar el significado de esa palabra.
—Sí. De momento, ustedes, los combatientes republicanos, están alojados en campos, aunque, en su caso... —aquel hombre separó las gafas de sus ojos, las detuvo en la punta de la nariz, le miró por encima de las lentes, bajó la voz hasta sostenerla en un murmullo—. Usted no es como los que están ahí sentados, usted es culto, es un señor. Y si la situación económica de su familia fuera... Usted ya me entiende. Quiero decir que, tal vez, en determinadas condiciones, yo podría intentar algo. Si quiere esperar en esa butaca, hasta que termine de interrogar a los demás...
Ignacio Fernández Muñoz aceptó aquella sugerencia, pero se levantó enseguida, porque el siguiente en declarar fue Roque, tan bajito y tan moreno, con su cabeza rapada, sembrada de calvas, y el aspecto de un campesino criado al sol o a la intemperie, Roque Ansó Ansó, que había arriesgado su vida para llegar a la tierra prometida, el país de la libertad, y ahora se arrugaba ante un uniforme francés en la misma medida, con el mismo temblor, el mismo miedo que le habían inspirado siempre los uniformes españoles, como si llevara la conciencia de su inferioridad mezclada con la sangre, como si antes de aprender a hablar, a andar, a reír, hubiera aprendido ya, sin que se lo enseñara nadie, que quienes son como él no pueden esperar nunca nada bueno, ni siquiera la neutralidad, de ningún policía, en ninguna parte.