Antes de que Julio formulara esa cuestión en voz alta, yo había pensado otras, muchas veces, en la extraña estructura de mi familia, una piña unida, compacta, y al mismo tiempo suspendida en el vacío, nada detrás, nada a los lados, ni abuelos, ni tíos, ni primos, ni parientes de ninguna clase, los siete solos, mi padre, mi madre, mis hermanos y yo. ¿Para qué más?, nos habían dicho siempre, y que el abuelo Rafael había muerto muy joven, antes de la guerra y de que naciera su hija Angélica, y la abuela Mariana, su mujer, cuando mi hermano Julio todavía no andaba. Había visto algunas fotos, muy pocas, de ella, sosteniendo en brazos a mis tres hermanos mayores, una mujer oscura, vestida de negro, que vivía lejos, en un pueblo de Galicia. No era guapa y daba un poco de miedo, como el abuelo Benigno, el padre de papá, al que primero su hijo, y luego yo, nos parecíamos como gotas de agua. La abuela Teresa, que tocaba tan mal el piano, era su mujer pero parecía su hija en la única foto que existía de ella, la de su boda, donde miraba a la cámara de frente y con una gran sonrisa, frente al gesto serio, hosco, del perfil de su marido. Ella también había muerto muy joven, en el verano de 1937, en plena guerra, sin haber tenido otros hijos. Benigno la había seguido a finales de la década de los cincuenta y con más de setenta años, pero no había llegado a conocer a mi hermano Rafa, el hijo que su nuera estaba esperando cuando murió. Yo nunca había tenido abuelos, ni tíos, ni primos, ningún pariente, ninguna historia antigua que escuchar, apenas noticias sueltas, comentarios casuales, fragmentos que no siempre coincidían con los datos que conocían mis hermanos. Por eso, Julio nunca había sabido que la abuela Teresa tocara el piano. Por eso, quizás, era tan difícil recordar a mi padre de una sola manera, porque no existía ninguna otra versión con la que comparar nuestros recuerdos, ninguna fuente más allá de la caprichosa memoria de un hombre al que siempre le gustaba contarnos lo mismo, su infancia en el pueblo, su juventud en los hielos de Rusia, de Polonia. Un hombre que había tenido una vida muy dura a la que mi mujer no dudaría en achacar la dureza de su corazón, una dureza que, por otro lado, yo no había sido capaz de establecer con seguridad hasta después de su muerte. Quizás Raquel no fuera su único secreto, pero estaba cansado, muy cansado.
—¿Qué ha pasado, Álvaro? —al llegar a casa, Mai me abrazó con un gesto de preocupación poco profunda.
—Nada —contesté—. He estado tomando unas copas con Julio y se me ha hecho tarde. Te he llamado pero...
—No, no lo digo por eso. He estado hablando con Clara. Ha llamado para ver qué tal estabas y me ha contado que has tenido una bronca con Angélica, en la notaría.
—¡Bah! Eso no ha sido más que una tontería, ya sabes cómo es, me saca de quicio... —hice una pausa y sonreí—. Por lo demás, te informo de que somos ricos.
—Ya, eso también me lo ha contado Clara.
Mi mujer sabía de la herencia más que yo, porque mi hermana había calculado, con una precisión que en poco menos de un mes se revelaría como asombrosa, la cantidad que nos correspondía a cada uno. En cualquier otro momento, la ávida naturaleza de su repentina afición a la aritmética me habría parecido tan sorprendente como la euforia de Mai, que se obligaba a sí misma a disimular su buen humor, como si le pareciera de mal gusto estar tan contenta, pero mi padre seguía pesando demasiado sobre mis hombros anquilosados, exhaustos.
Todo estaba pasando a la vez, y todo pasaba demasiado aprisa, con una intensidad, a una velocidad que yo no acertaba a controlar. Por eso, cuando volví a hablar con Raquel, cuando quedé con ella y encontré un filo imprevisto, acerado, en el borde de todos mis dientes, me pareció increíble haber pensado alguna vez en incorporar a mi mujer a aquella cita. Y sin embargo, había pensado en eso, le había estado dando vueltas a esa idea todo el fin de semana, desde que en la misma noche de nuestra riqueza encontré un resorte útil para explotar su alegría de feliz heredera, legítima consorte de un heredero atrapado en un corrimiento de tierras, el dudoso superviviente de una catástrofe tan abrupta como el perfil de las cordilleras que habían empezado a accidentar sin sentido, sin piedad, la plácida llanura que había sido su vida hasta que el todo resultó ser más grande que las partes. Mai no podía saberlo, no podía imaginarlo siquiera cuando nos sentamos a cenar aquella noche.
—Oye, por cierto... —e improvisé el acento más inocente mientras ella servía la ensalada—, ¿tú no conocerás por casualidad a algún funcionario del Registro de la Propiedad?
—¿Yo? —se me quedó mirando, muy sorprendida—. Pues no. ¿Por qué iba a conocerlo?
—No sé, como eres funcionaría de la Comunidad... —y antes de darle tiempo para recordarme que ella trabajaba en Sanidad, le conté una historia enrevesada y falsa que me permitió comprobar, de paso, que cada día mentía mejor—. Se le ha ocurrido a Rafa, porque..., bueno, al salir de la notaría, ha hecho un aparte con Julio y conmigo para contarnos que una de las propiedades de mi padre, uno de los áticos aquellos que nos enseñó, ¿te acuerdas?, no aparece por ninguna parte. Al parecer, papá le comentó que tenía intención de regalárselo a la hija de uno de sus socios, que se casó hace poco, pero Rafa está preocupado. En realidad, nadie sabe lo que ha pasado con esa casa y no queremos que mi madre piense nada raro. Por eso... No sé, se le ha ocurrido que sería más discreto que hiciera la gestión alguien que no se apellidara Carrión.
—Claro —mi mujer se mostró muy comprensiva—, no te preocupes. Puedo llamar yo directamente, desde mi oficina, como si fuera un asunto de trabajo. No creo que haya problemas...
No los hubo. El viernes por la tarde, al volver a casa, Mai me dio el papel donde había apuntado con letras mayúsculas, para evitar confusiones, el nombre de Raquel Fernández Perea, y a su lado, la palabra «donación». Estupendo, dije yo, entonces Rafa tenía razón, problema resuelto, y ella me sonrió antes de decirme que había pensado que lo primero que deberíamos hacer sería cambiar los muebles del salón, ponerlo todo nuevo, de arriba abajo. Y pintar las paredes de colores antes de nada, añadió, ya no se lleva tanto blanco. Del color que tú quieras, asentí, mientras calculaba que era demasiado tarde para llamar a un banco, y me sentí como un miserable por haber mentido a mi mujer en aquel asunto inocente que nunca me había deparado otro papel que el del más azaroso intermediario entre las dos caras de un hombre dividido, que por la dignidad de su propia memoria y la de la gente que le había querido, debería seguir teniendo sólo una, luminosa y pública. Por eso estuve a punto de confesar, de contárselo todo desde el principio, desde la estricta casualidad de la fecha que un desconocido asesor de inversiones había elegido para echar al buzón una carta que podría haber recogido mi hermano Julio, que podría haber recogido mi hermano Rafa, pero que recogí yo, el único testigo de la presencia de Raquel Fernández Perea en el entierro de mi padre.
Eso había sido todo, una pura coincidencia, una cadena de acontecimientos triviales, casuales, una serie de accidentes sin ninguna relación lógica entre sí al margen de la fatal necesidad de mi presencia en todos ellos. Ni Mai ni nadie podrían culparme por hacer lo que había hecho yo solo y con una considerable dosis de abnegación, porque nada habría sido tan fácil ni tan descansado para mí como hablar primero con ella, y llamar después a todos mis hermanos para dividir el secreto de mi padre entre cinco. Pero no dije nada, ni a ella ni a nadie, y el lunes por la mañana llamé a Raquel para decirle que teníamos que vernos.
—¿Ah, sí? —me preguntó en un tono risueño, juguetón, que desarbolé tan pronto como pude.
—Sí —me limité a confirmar—, hay novedades.
—¿Novedades? —su voz había cambiado—. ¿De qué clase?
—Pues... —busqué una buena manera de resumirlo todo y no la encontré—. La verdad es que no es algo como para contarlo por teléfono. Vamos a tener que vernos de todas formas, así que prefiero esperar, pero ya te adelanto que el piso de la calle Jorge Juan no es nuestro, sino tuyo.
—¿Mío? —aquella noticia la impresionó mucho—. ¿Estás seguro?
—Sí. Por eso tengo que devolverte la llave, aunque no sé cuándo vamos a poder quedar, porque ando muy mal de tiempo. El viernes inauguro una exposición y el montaje va retrasado, como siempre...
—¿Una exposición? —y en la pausa que abrió a continuación, me pareció más desconcertada todavía—. ¡Ah! ¿Pero es que tú pintas?
—No —sonreí—, no pinto, pero eso también es largo de contar. Mira, vamos a quedar por la tarde...
—Mejor por la noche —ella se me adelantó cuando todavía no había tenido tiempo de elegir una fecha—. Así podemos ir a cenar a un japonés y te prometo que no volveré a ponerte perdido de agua.
—A cenar... —estaba valorando su sugerencia, sin acabar de aceptarla, cuando se me adelantó otra vez.
—El miércoles.
—No —objeté, sin darme cuenta de que la cena ya no estaba en cuestión—, el miércoles todavía estaré muy liado. Mejor el jueves y no muy pronto.
—¿A las diez?
—A las diez —acepté, mientras calculaba cuál era el mejor japonés que conocía—, pero esta vez elijo yo el restaurante.
—Estupendo —comentó al conocer mi elección—, supongo que sabrás que es carísimo.
—Lo sé, pero por eso no te preocupes. Invito, yo. Ya sabes que me encanta quedar por encima de los economistas...
Estaba haciendo lo que tenía que hacer, representando un papel que no había escogido. Llevaba a mi padre a cuestas y su memoria era tan incómoda, tan pesada, que mis hombros estaban ya anquilosados, exhaustos. Nadie podría culparme por eso, tampoco Mai, y sin embargo, un sentimiento parecido a la culpa estaba ya instalado en mí, porque volví a mentir a mi mujer aquella noche, y sentí un pesar más grave que mi falta cuando ella aceptó sin hacer preguntas la noticia de que mis alumnos de quinto habían decidido adelantar un mes y medio la cena de fin de curso. Y no le conté nada, ni entonces ni nunca, pero me pareció mentira haber pensado alguna vez en incorporarla a aquella cita mientras seguía hallando un filo imprevisto, acerado, en el borde de todos mis dientes.
Cuando llegué al restaurante, me había propuesto ignorarlo, proteger a toda costa mi lengua de su amenaza. Todavía no eran las diez, y me quedé en la barra. Calculaba que Raquel llegaría calculadamente tarde y acerté. Calculaba que no aparecería vestida de mujer de negocios y volví a acertar. Calculaba que nada de lo que hiciera o dijera podría alterarme ya, y me equivoqué.
La vi venir de lejos, con un vestido de tirantes de una tela brillante y muy pálida, que parecía una combinación de las de antes, porque llevaba unas tiras de encaje en el escote y en el borde de la falda. Era un vestido audaz, casi peligroso, pero sus efectos más evidentes quedaban neutralizados por la compañía de una chaqueta de punto abrochada sólo a medias y con las mangas muy largas, que le daba al conjunto un aspecto parecido al que tendría una jovencita que se prueba la ropa interior de su madre y descubre de repente que tiene frío, o una madre a medio vestir que no encuentra otra cosa para taparse que la chaqueta todavía rosa, de aire todavía infantil, de su hija adolescente. Chica lista, pensé, pero con eso ya contaba. Lo que no esperaba era que llegara hasta mí, que se me acercara mucho más de lo que había calculado, y que me besara en las dos mejillas muy despacio, casi con cuidado, para que yo fuera perfectamente consciente de que aquélla era la primera vez en mi vida que Raquel Fernández Perea me besaba.
—Hola —dijo sólo después, y al estudiar mi cara se echó a reír—. ¿Qué pasa? No es tan raro. En España, la gente que se conoce se besa cuando se ve, ¿no?
—Y come a las tres, al salir de trabajar —añadí.
—En efecto —me dio la razón con la cabeza y se me quedó mirando con una expresión que pretendía ser seria sin conseguirlo del todo—. Oye, siento mucho lo de los besos, de verdad. Lo he hecho sin pensar —entonces volvió a sonreír, como si quisiera asegurarme que ya sabía ella que yo era incapaz de creer que pudiera hacer nada sin haber previsto minuciosamente sus efectos—. Perdóname, no quería molestarte.
Llevaba unas sandalias de tacón altísimo con las que debía de sacarme un par de centímetros, y olía muy bien. Al besarla en las mejillas, primero en la izquierda, luego en la derecha, despacio yo también, con mucho cuidado, me di cuenta de eso y de que su chaqueta todavía tenía enganchada una tira de plástico transparente de la que no hacía mucho debía de colgar una etiqueta. Es la primera vez que se la pone, pensé, a lo mejor hasta se la ha comprado para venir a cenar conmigo, y esa posibilidad me inspiró un regocijo que terminó de ponerme los dientes de punta.
—No me has molestado —le dije, era guapa, tan guapa ahora que había aprendido a mirarla—. Llevas la tira de la etiqueta enganchada en la chaqueta. ¿Te la quito?
—No, no, a ver si te la cargas, que es nueva... Me la acabo de comprar esta misma tarde —lo dijo con toda la naturalidad del mundo, como si le diera igual lo que yo pudiera pensar de aquella o de cualquier otra cosa—. No soporto guardar la ropa nueva en el armario, tengo que estrenarla enseguida, ¿a ti no te pasa?
—No —dije—, bueno, no sé. Me da bastante igual, la verdad.
—Muy masculino.
—Pues... será, yo qué sé... —entonces me acordé de la cerveza que tenía en la barra—. ¿Quieres tomar algo?
—Muy masculino también —y se echó a reír—. No, prefiero sentarme. Tengo mucha hambre. De sushi y de novedades. ¿Has reservado mesa? Esto está lleno.
—Raquel...
—¡Ay, pues no sé! A mí viniste a verme sin pedir cita antes.
Echó a andar por el pasillo y la seguí, y ya no me sentí como un perro amaestrado ni como su dueño, aquel cazador excitado que se relamía al presentir el descuido de su presa, sino como yo mismo cuando estaba con ella. La distancia inmensa, poco menos que astronómica, que me alejaba de la imagen de Raquel cuando pensaba en mi padre, había quedado misteriosamente anulada por su presencia. Mientras nos dirigíamos a nuestra mesa, y nos sentábamos, y nos mirábamos un momento sin nada que decir aún, tenía presente el ático de la calle Jorge Juan, las velas del jacuzzi, las pastillas azules y aquel consolador de goma de color morado que parecía relleno de una especie de gel, pero al mismo tiempo sentía que la mujer que tenía enfrente, la cabeza ladeada, ignorante de la potencia de su escorzo, la línea de la mandíbula, la barbilla, la perfección vertical y tierna de su largo cuello, no era del todo la misma que se deslizaba desnuda en una bañera o se recostaba sobre una pila de almohadas para entreabrir los labios en una sonrisa que dejaba ver sus dientes separados, como si la Raquel que conocía mi padre y la que había conocido yo fueran distintas, dos encarnaciones diferentes de la misma persona, dos mitades gemelas, iguales, pero no idénticas, de la misma mujer. Tal vez por eso estaba muy tranquilo, seguro de no tener que representar un papel diferente al de mi propio personaje, y dispuesto á controlar por una vez la situación.