No podía recordar la fecha exactamente, pero hacía mucho calor y Miguelito era todavía un bebé, sería una noche de junio, julio quizás de 2001, cuando nos despertamos a la vez, mi hijo removiéndose en la cuna con los ojos aún cerrados, en sus labios una queja débil, apenas un hilo de llanto. Yo estaba empapado en sudor, Mai dormía echada encima de mí, la aparté con cuidado y no experimenté ningún alivio, tanto calor hacía. Miguel también sudaba, al cogerle en brazos sentí que su piel blanca y blanda, tierna y suavísima, estaba húmeda. Sentí también la emoción de su apaciguamiento fulminante, repentino, la emoción de saber que mi hijo reconocía mis brazos, que callaba al apoyar la cabeza contra mi hombro, que advertía la seguridad, la tranquilidad de un lugar seguro. Eran las seis menos veinte de la mañana, y se lanzó sobre el biberón de la manzanilla como un desesperado mientras le calentaba el de verdad en la penumbra de la cocina. No quise encender la luz del techo por no molestarle, y para apurar el sorprendente gozo de aquella intimidad fácil y desmedida al mismo tiempo, un padre con su hijo, su piel contra mi piel, aquel contacto nuevo, insólito, conmovedor, que él no recordaría y en el que a mí todavía me costaba reconocerme, porque no habían pasado más de tres meses y ahí estaba él, Miguelito, con hambre y con sueño, tan débil, tan incapaz de hacer nada por sí mismo, en mis brazos, a mi merced, una responsabilidad formidable, una solución sencillísima, sacar la botella de cristal del microondas, ajustar la tetina, dejar caer dos gotas sobre el dorso de la mano, acercarle el biberón a la boca, y la paz.
Me impresionaba mucho tener un hijo. Nunca había pensado en él como un propósito, una meta, ni siquiera una etapa de mi vida. No es que no hubiera querido tenerlo, pero si Mai no hubiera insistido, a mí no se me habría ocurrido proponérselo. Viví el embarazo de mi mujer como un proceso ajeno, misterioso, casi temible, sin hallar dentro de mí la menor emoción al notar sus patadas, ni al escuchar los latidos de su corazón, ni al verlo crecer de ecografía en ecografía, esos borrones grisáceos con manchas de luz y zonas de sombra en los que la ginecóloga identificaba, muy contenta, unos pulmones, unos riñones, unos brazos y unas piernas, para que yo no viera nada, sólo manchas, luces y sombras que llevaban inexplicablemente a Mai al borde del llanto. Durante ese proceso yo estuve fuera, lejos, al margen, en un lugar donde no veía nada, no entendía nada, no esperaba nada. Cuando Miguel nació, fue diferente.
Pensaba en eso, siempre que estaba solo con él pensaba en eso, mientras me lo llevaba al porche. Me impresionaba mucho tener un hijo, y aún más comprobar cómo esa palabra, hijo, había pasado de no ser nada a serlo todo en un segundo, el instante preciso en el que empezó a respirar con sus propios pulmones, a ser él, y yo su padre. A partir de ese momento, de alguna manera Mai dejó de contar. Un segundo, un minuto, una hora antes, el niño que ya sabíamos que se iba a llamar Miguel era asunto suyo. Ya no. Ella seguía estando en el mismo sitio pero yo acababa de encontrar un sitio nuevo donde estar, y me gustaba.
Cuando cogí a mi hijo en brazos por primera vez, sentí de golpe toda la emoción que no había sentido al notar sus patadas, al escuchar los latidos de su corazón, al verlo crecer de ecografía en ecografía. Con el tiempo, esa conmoción intensa, flamante, erizada de sorpresas y de miedos, de responsabilidades formidables y de placeres insólitos, tan difíciles de definir como la calidad de la piel de un bebé, se iría transformando en un amor distinto, constante y cotidiano, menos puntiagudo y más risueño, a medida que Miguelito fue dejando de ser como todos los niños de su edad para empezar a ser él mismo, con su propio rostro, su propio cuerpo, su propia técnica para molestar y su peculiar manera de ser insoportable unos ratos, adorable otros, sin dejar nunca de serlo todo, de ser Miguel Carrión, mi hijo. Pero aquella noche de junio, julio tal vez de 2001, cuando salí con él al porche y me encontré allí con mi padre, que tampoco podía dormir, yo aún era incapaz de cogerle en brazos sin ser consciente en cada momento de que éramos yo, mi hijo y mis brazos.
Él no podía saberlo cuando me vio aparecer, cuando me senté a su lado y sin dejar de atender al bebé, al biberón, le comenté que parecía imposible que ni siquiera en el jardín, ni siquiera a las seis de la mañana, llegara a aflojar aquel calor espantoso. Pero él no quiso hablar del tiempo conmigo. ¿Y Mai dónde está?, me preguntó a bocajarro, sin esforzarse en disimular su sorpresa. Durmiendo, le contesté, y movió la cabeza, como si no pudiera procesar esa palabra. Debes querer mucho a tu mujer, hijo, dijo al rato, sí que la quiero, reconocí, pero no me he levantado por ella, lo he hecho por mí. ¿Por ti?, insistió, por mí, insistí, me gusta mucho ocuparme del niño. Él volvió a mirarme con ojos de alucinado y por fin estuvo de acuerdo en que hacía mucho calor, demasiado.
Cuando mi hermano Julio se marchó —si no nos vamos de putas prefiero llegar a casa a tiempo de ver a los niños despiertos, dijo, y sonrió menos para mí que para sí mismo—, decidí quedarme en aquel bar, prolongar la última copa a solas. Seguía sin apetecerme volver a casa, pero las razones de mi pereza no estaban allí, sino en el maletero de mi coche. Antes de viajar a lo que cada vez se parecía más a un decorado y menos a la plácida llanura de tierras cultivadas que solía ser mi vida, tendría que volver a aquel ático de la calle Jorge Juan que no me pertenecía y deshacer el trabajo feo y sucio en el que me había empeñado aquella misma tarde. Por más que hubiera decidido que mi última intervención en aquel asunto se reduciría a depositar dos bolsas de basura en el recibidor, seguía estando harto, nervioso, y cada vez más cansado de llevar a mi padre a cuestas. Luego, además, estaba Raquel, porque tendría que llamarla, quedar con ella, devolverle la llave, verla, escucharla, controlar la excitación feroz del cazador que nunca había creído ser hasta que ella lo despertó en mí, quitarle importancia al estado de alerta consciente que comenzaría en el mismo instante en el que ella pudiera tocarme otra vez, forcejear con sus silencios, con sus pausas, la impecable representación del papel que se hubiera preparado y el desconcierto de sus puntos suspensivos, preguntarme a qué clase de juego estaba jugando, pasar por alto, o no, el pequeño detalle de que aquella chica lista, de una belleza tan sigilosa que había que mirarla con atención, y mirarla dos veces, antes de descubrirla, había sido la última amante de mi padre.
Mi padre. Aquellas dos palabras nunca habían sido un problema para mí, nunca, ni siquiera en los momentos más difíciles, todas aquellas decisiones en las que me fui apartando de sus proyectos, de sus deseos, del modelo de hijo que a él le hubiera gustado tener. Mi padre. Siempre había sido tan sencillo pensarlo, decirlo, asumirlo, que quizás el prestigio congénito de aquel concepto me había estorbado para comprender al hombre que lo sustentaba. Un pobre hombre, me dije, recordándome a mí mismo, un hijo de puta, añadí, recordando a mi hermano. Un padre y sus hijos, ésos eran los nuevos datos del problema, yo, primero hijo y luego padre, Julio, que había elegido ser padre a costa de renunciar a ser hijo, Miguelito, que era sólo un bebé de tres meses con hambre y con sueño, su piel blanca y blanda, tan tierna y tan suave, aquella noche en la que su abuelo nos contempló a los dos, yo padre, él hijo, con un asombro purísimo o tal vez no, tal vez contaminado de un desprecio superior a la incomprensión que a mí me había bastado para despejar la incógnita de sus ojos muy abiertos.
Estás exagerando, Álvaro, habría dicho Mai, poniéndose como siempre, como todos, de su parte. Él es un hombre muy mayor, hay cosas que no puede comprender, seguramente a él jamás se le ocurrió levantarse por la noche para daros el biberón a ninguno de vosotros, eso no significa que fuera menos sensible, que os quisiera menos, en aquella época la forma de ser padre era distinta, nada más. Mi mujer nunca había dicho esas palabras, yo nunca las había escuchado, pero pude oírlas entonces, pude incluso rebatirlas —tal vez tengas razón, pero prestarle dinero a un hijo que se está divorciando para que no tenga problemas con la madre de sus propios hijos no es lo mismo que levantarse a dar un biberón, Mai, y eso sí tiene que ver con la forma de ser padre de toda la vida— en la calma de aquel bar medio vacío donde aún persistía el olor de la pólvora, las sucesivas cargas de dinamita que las palabras de mi hermano habían hecho explotar en mi conciencia, en mi memoria torturada por la obligación de recordar en una dirección nueva y distinta, porque ya no se trataba de fijar cada fecha, cada acto, cada imagen de aquel hombre al que ya nunca podría rescatar de la muerte, sino de descubrir significados nuevos, ocultos, discordes, en las fechas, en los actos, en las imágenes del hombre a quien yo había creído conocer. Y eso me convertía en un traidor, pensé, en un miserable, el hijo artero, desleal, que presta atención a las murmuraciones cargadas de sentido, a las insinuaciones malignas y fundadas, a la sincera versión del enemigo. Pero el enemigo era mi hermano y tenía razón, y ninguno de los dos habíamos elegido ser hijos de nuestro padre, no habíamos tenido otra opción, otro camino. Lo que estaba en juego era más que la memoria de Julio Carrión González. Lo que estaba en juego era mi propia memoria. Eso pensé, y no me sentí mejor, pero sí más justo.
En aquel momento, también se me ocurrió que podría no hacer nada, olvidarlo todo y olvidar deprisa, dejar cada cosa como estaba y a merced del tiempo que ya había empezado a pasar, a enterrar mi propia conmoción, mis viejas y mis nuevas emociones. Ya nada tenía remedio, porque mi padre había muerto. Si no era el hombre al que yo había querido, al que había admirado, al que había necesitado, ya nunca sería ningún otro. Tampoco tendría la oportunidad de defenderse, de explicar las palabras de Mai con sus propias palabras, de convencerme de que estaba exagerando. Y sin embargo, en aquel bar tranquilo y elegante del barrio de Salamanca yo seguía oliendo a pólvora, el whisky sabía a pólvora, las mesas y las sillas, las lámparas, la barra, mi ropa, mis propias manos estaban impregnadas del color, del olor, del sabor de la pólvora. No me apetecía nada volver a casa. Si estuviera exagerando, no habría podido aceptar la rabia de Julio. Si estuviera exagerando, no habría recuperado instantáneamente y sin intervención alguna de mi voluntad aquella sofocante madrugada de verano en la que ni yo, ni mi hijo, ni mi padre habíamos podido dormir. Si estuviera exagerando, habría percibido alguna vez, de alguna forma, esa predilección de mi padre por mí que tanto hacía sufrir a mi hermano Rafa.
Mientras pagaba, y salía a la calle, y caminaba sin ganas hacia el coche donde permanecían las pruebas de que Raquel Fernández Perea, lejos de haber dejado de ser un problema, se había convertido en el factor por el que se multiplicaban los míos, me sorprendí pensando que a pesar de la historia de Julio, aquella enormidad que él había resumido en unas pocas palabras que jamás, jamás, podría dejar de recordar —para los negocios de Rafa sí, pero para mis hijos no—, lo que más me había afectado de aquella conversación era su sorprendente intuición acerca de la multiplicidad de nuestro padre, esa dificultad para recordarle de una sola manera que había aflorado también entre nosotros, también aquella tarde, justo antes de que se marchara, cuando le confesé que lo que acababa de aprender me resultaba todavía más duro, todavía más feo, e injusto, y difícil de aceptar, al compararlo con mis recuerdos infantiles.
—Porque papá siempre fue un buen padre —le dije, y estaba muy seguro de lo que decía—, que jugaba con nosotros, que estaba pendiente de lo que necesitábamos, que nos ayudaba, que nos consolaba...
—¿Tú crees? —dudó mi hermano—. Eso mismo es lo que dice Rafa, pero yo no lo recuerdo así. Es verdad que nos hacía trucos de magia, eso sí, sobre todo cuando había visitas, pero porque eso le gustaba, le encantaba lucirse, ya lo sabes, y venía a los partidos de fútbol, eso también, pero por lo demás... —negó con la cabeza y una mueca escéptica en los labios—. Yo creo que no era así exactamente, que hacía de padre cuando le venía bien, cuando le encajaba en la agenda, cuando no tenía previsto nada mejor que hacer, pero no recuerdo que se pudiera recurrir a él sin condiciones, como podíamos recurrir a mamá. Y una tarde que estábamos hablando de esto en casa de Clara, ella nos recordó que, por ejemplo, papá jamás fue a verla a ninguno de los recitales que daba en el colegio, nunca la escuchó tocar.
Eso es verdad, pensé, antes de reconocerlo en voz alta. Era verdad y yo todavía me acordaba de las periódicas decepciones de mi hermana, un año tras otro, mamá, Angélica y yo, a veces también Rafa, a veces también Julio, a veces todos excepto mi padre, aplaudiendo de pie en el salón de actos del colegio de las niñas. Clara no tocaba muy bien, nunca tuvo futuro como pianista, pero era la mejor de su nivel, siempre actuaba en las funciones de fin de curso y todos íbamos a verla, a aplaudirla, todos menos mi padre, que no fue nunca.
—En eso lleva razón —admití por fin—, pero yo creo que papá no quería verla tocando el piano porque le recordaba a su madre.
—¿A su madre? —me preguntó Julio con extrañeza.
—Sí, a su madre. La abuela Teresa tocaba el piano.
—¿El piano? —y me miró con los ojos muy abiertos—. Es la primera vez que lo oigo en mi vida... ¿No era maestra?
—Sí, era maestra, pero además tocaba el piano, muy mal, pero lo tocaba. Tenían uno en casa. Por lo visto, el abuelo se lo regaló cuando se casaron, papá me lo contó una vez.
—A mí no, nunca. Yo no tenía ni idea —y se quedó un momento pensando—. De todas formas, otra cosa muy rara es que a papá no le gustaba contar historias de su familia, hablar de su padre, de su madre...
—Sí, eso también es verdad. Pero aunque lo supiéramos todo, el recuerdo de la abuela tampoco le disculparía por no haber ido nunca a ver a Clara.
—No —Julio estaba de acuerdo—, desde luego que no.
Las bolsas de basura pesaban menos de lo que yo recordaba, pero de todas formas cuando volví a meterlas en el ático estaba sudando. Mi hermano tenía razón, era difícil ponerse de acuerdo al recordar a mi padre, al menos en los detalles, pero eso tendría que haberlo pensado yo, eso tendría que habérseme ocurrido a mí, me dije, que estoy al tanto del secreto que ignoran todos los demás, harto de entrar y salir de esta casa que no existe para ninguno de ellos. Quizás no sea el único secreto, pensé luego, pero estaba cansado, muy cansado.