En el tercer piso había dos puertas, muy grandes y muy altas, de madera oscura, brillante, recién barnizada. Sólo una tenía una placa dorada en el centro, pero Raquel se dio cuenta de que su abuelo la habría escogido aunque no tuviera ningún apellido escrito. También se dio cuenta de que, al abandonar la suya para tocar el timbre, su mano temblaba como una hoja de periódico en medio de una tormenta, y entonces fue ella quien la apretó con fuerza, con demasiada fuerza, cuando volvió a encontrarla entre sus dedos.
—Buenas tardes. ¿Qué desea?
El abuelo no contestó a la doncella uniformada que abrió la puerta, porque vio aparecer enseguida a una mujer que a Raquel le pareció una actriz de cine, muy elegante, muy rubia, con los ojos muy azules y la piel muy blanca, arreglada como para ir a una fiesta, con un vestido negro sin mangas, unos zapatos de tacón alto y muchas joyas, en los dedos, en las muñecas, media docena de sartas de perlas blancas y negras confundiéndose alrededor de su cuello. Usaba un perfume tan penetrante que conquistó el descansillo sin esfuerzo, y les dedicó una sonrisa cortés, trivial, que sería el único gesto relajado que Raquel llegaría a contemplar aquella tarde en su hermoso rostro.
—Déjalo, María —le dijo a la doncella—. Yo me ocupo.
—Tú debes de ser Angélica —supuso el abuelo en voz alta como todo saludo, y aquélla era su voz, clara, firme, serena, la voz de un hombre que había recuperado su propio cuerpo y el control absoluto de sus palabras, sus gestos, sus movimientos, una metamorfosis tan misteriosa como la precedente, que debería haber tranquilizado a su nieta y sin embargo terminó de alarmarla del todo.
—Sí... —aquella mujer vaciló, miró al visitante con atención y se estiró, levantando al mismo tiempo la muralla del usted, la voz y la barbilla—. Perdone, pero creo que no nos conocemos.
—Claro que nos conocemos —y hasta se permitió el alarde de sonreír—. Lo que pasa es que tú no puedes acordarte de mí porque la última vez que nos vimos tenías tres años, pero estoy seguro de que sabes quién soy —entonces hizo una pausa más larga, y tan calculada como si estuviera interpretando un papel dramático sobre un escenario, quizás porque ella ya había juntado las manos y se frotaba una con la otra, como si estuviera poniéndose nerviosa—. Tu madre y yo éramos primos hermanos. Me llamo Ignacio Fernández.
Vámonos, abuelo, vámonos, pensó Raquel entonces, mientras la actriz de cine se ponía blanca, mucho más blanca, blanca como una enferma, como una estatua, como una llama moribunda de su propia blancura, vámonos de aquí, abuelo, por favor... Ella dio un par de pasos hacia atrás, marchita y desmadejada de golpe como si nada la sostuviera, como si todos los huesos de su cuerpo se hubieran disuelto en un momento para abandonarla a la suerte de una muñeca de trapo, una pobre marioneta de movimientos torpes, inconexos, no sonrías así, abuelo, así no, no sonrías así... Raquel quería hablar pero no podía, sus labios se negaban a moverse, y aquella mujer que parecía herida, fulminada por un nombre, un apellido que le hubiera estallado por dentro como una bomba programada con mucho tiempo, mucha paciencia, mucha astucia, había dejado de brillar, ya no brillaban sus perlas, no brillaban sus joyas, no brillaban sus ojos, ni su pelo dorado, ni su perfume caro, vámonos de aquí, abuelo, vámonos, por favor, vámonos, pero él sonreía, tenía los labios curvados en el ángulo exacto de la tristeza, y estaba tranquilo, como si acabara de desprenderse de una carga muy pesada, la que ahora hundía los hombros de la mujer que cerraba los ojos y se sujetaba la frente con los dedos como si su cabeza fuera a desprenderse de su cuerpo de un momento a otro, vámonos, abuelo...
—Vámonos —logró decir Raquel por fin, en voz muy baja, casi un susurro.
—He venido a ver a Julio —pero la voz de su abuelo se impuso a la suya—. ¿No está en casa?
—No... No, él... Ha ido... —ella le miró, miró a la niña, intentó ganar tiempo, cerró los ojos, volvió a abrirlos, miró el reloj—. Volverá enseguida.
—Muy bien —Ignacio Fernández dio un paso adelante, aunque nadie le había invitado a pasar—. Si no te parece mal, preferiría esperarle. Después de tanto tiempo...
—Claro, claro —la dueña de la casa reaccionó enseguida, como si temiera el final de la frase—. Pasa, por favor... ¿Y esta niña?
—Es mi nieta Raquel.
—¡Qué mona! —la actriz de cine intentó volver en la amplitud de su sonrisa y la caricia de sus dedos enjoyados, pero la angustia convirtió su rostro en una máscara, barnizó sus ojos con un brillo vidrioso, inspiró en la niña una lástima temible, más profunda que el miedo—. ¿Quieres venir a jugar un rato con mis hijos? Iba a ponerles la merienda...
Raquel apretó la mano de su abuelo con desesperación, porque no quería separarse de él ni un instante, pero al mirarle, supo que no tenía otra opción.
—Claro, qué buena idea —el abuelo la besó en la cabeza—. Ve con ellos, anda.
—María, por favor... —la doncella no había ido muy lejos—. Acompaña a este señor al despacho. Yo voy enseguida.
La mujer rubia la cogió de la mano y la condujo por un pasillo largo, lleno de muebles de madera oscura y muchos cuadros, algunos grandes, antiguos, otros pequeñitos, colgados en grupo. Las alfombras ahogaban el sonido de sus pasos, tan firmes que Raquel tardó en identificar el origen de un ruido sordo, atropellado, urgente, que no era más que el sonido de su respiración. Aquella mujer jadeaba como si alguien la estuviera persiguiendo, como si corriera en lugar de caminar, como si se sintiera atrapada en un lugar ajeno, extraño, peligroso, mientras recorría el pasillo de su propia casa. Al doblar la esquina, el pasillo cambió, perdió los muebles, los cuadros, las alfombras, para ganar a cambio la luz de dos ventanas que se abrían a un patio interior. Al fondo, había una puerta doble de madera, con hojas batientes como las de los bares de las películas del oeste. Ella la empujó y desembarcó a Raquel en una cocina muy grande, con muebles blancos, y en el centro, una mesa preparada para la merienda.
—Bueno —por fin la mujer rubia soltó su mano, le dedicó una sonrisa tan crispada que parecía una mueca, y señaló a los dos niños sentados a la mesa—. Estos son mis hijos pequeños, Álvaro y Clara. Niños, tenéis una invitada. Se llama Raquel, y es prima vuestra, muy lejana pero... O no. No, no, es más bien sobrina, creo, segunda, o tercera, no sé, siempre me hago un lío con lo de los parentescos. En fin... Siéntate aquí. ¿Quieres un chocolate? Fuensanta lo hace muy rico...
Estaba tan nerviosa que al apartar la silla tiró una servilleta, y luego dio una vuelta completa alrededor de la mesa sin encontrar el cajón de los cubiertos. Una señora gorda y sonriente, de unos cincuenta años, vestida con un uniforme azul que apenas se distinguía bajo el delantal blanco, inmaculado, le tendió una cucharilla y dijo que ella se ocupaba de todo.
—Gracias, Fuensanta... Voy un momento al baño... Tengo que... ¿Dónde habré dejado el tabaco, Dios mío?
Raquel miró a aquellos niños que no parecían hermanos, él con el pelo muy negro, corto, fuerte, y los ojos grandes, oscuros como pozos a los que no se les veía el fondo, ella muy rubia, más que su madre, con la piel sonrosada y los ojos dorados, más pequeños que los del niño, pero limpios y transparentes como dos gotas de miel. Le pareció muy guapa y más que eso. Tenía la clase de belleza de los niños que salen en televisión, en los anuncios de champús o de galletas, el encanto dulcísimo de quienes siempre hacen el papel más lucido en las obras de teatro del colegio, ese atractivo innato, magnético, que establece la jerarquía en los pupitres y los recreos. Raquel tampoco se habría resistido al deseo de admirarla, de ser amiga suya, de invitarla antes que a nadie a todos sus cumpleaños, si la hubiera conocido otro día, en un lugar donde no sintiera la necesidad de medir sus palabras, de temer por su abuelo, de defenderse de las señoras muy rubias y muy amables que la invitaban a merendar con sus propios hijos. El niño le llamó mucho menos la atención y sin embargo fue quien más se fijó en ella.
—¿Tú eres mi sobrina? —ésa fue la primera de una larga serie de preguntas.
—No lo sé —y era verdad, porque nadie le había hablado nunca de aquella familia.
—¿Cuántos años tienes?
—Ocho.
—Yo tengo siete —dijo su hermana.
—Y yo doce —él pensó un momento y luego negó con la cabeza—. No puedes ser nuestra sobrina. Somos todos demasiado pequeños. Serás nuestra prima, seguramente.
—No lo sé —repitió Raquel—, pero mi abuelo le ha dicho a vuestra madre que era primo de su madre, o algo así...
—Estaría bien que fueras prima nuestra, porque nosotros no tenemos —le explicó la niña.
—¿No?
—No —confirmó su hermano—. Papá y mamá eran hijos únicos. ¿Tú tienes?
—Sí, yo tengo muchos... Miguel y Luis, que viven en Málaga, Aurelio, Santi y Mabel, que tienen una casa al lado de la de mis abuelos, en Torre del Mar, Pablo y Cristina, que viven aquí, y luego los de París, Annette y Jacques.
—¿Tienes primos en París?
—Sí. Antes vivíamos allí. Yo nací en París.
—Entonces eres francesa.
—No. Soy española. Mis padres son españoles, y mis abuelos también.
—¡Qué raro! —el niño la miró como si no se creyera una palabra de lo que le acababa de contar—. Los que nacen en Francia son franceses.
—¿Y tienes hermanos? —preguntó la niña.
—Sí, uno. Se llama Mateo, tiene cuatro años. Pero voy a tener otro en noviembre.
—Nosotros somos cinco. Clara es la pequeña.
—Y tú el segundo más pequeño, Álvaro, no presumas...
Entonces Fuensanta sirvió el chocolate, que estaba muy rico, riquísimo de verdad, y puso en el centro de la mesa dos fuentes, una con suizos y ensaimadas, otra con picatostes recién hechos. No os lo comáis todo, les advirtió, que ahora llegarán vuestros hermanos muertos de hambre, después del partido... Cuando ya no podía más, Raquel se echó hacia atrás en la silla y para su sorpresa, casi en contra de sus deseos, experimentó un instante de auténtico bienestar, como si el sabor del chocolate, de los picatostes, hubiera borrado el presentimiento de la amargura y desterrado el miedo, la sensación de estar cercada en un territorio hostil, más peligroso que cualquier otro lugar donde hubiera estado antes.
—Tengo un tren eléctrico —le dijo el niño—. Si quieres te lo enseño.
Salieron al pasillo en fila india, él delante, Raquel en medio, su hermana detrás, en dirección a una habitación amplia y luminosa, con dos balcones a la calle, una puerta cerrada a cada lado y un montón de juguetes por el suelo.
—¿Éste es tu cuarto?
—No. Es el cuarto de jugar. Yo duermo ahí —y señaló la puerta de la izquierda—, con mis hermanos. Las niñas duermen enfrente.
—¿Quieres ver mis muñecas? —ofreció Clara—. Tengo muchas.
—No, no quiere ver tus muñecas —Álvaro la trataba con la superioridad despectiva de los hermanos mayores—. Ha venido a ver mi tren. Mira...
El tren estaba montado sobre un tablero, entre los dos balcones, y era muy bonito porque tenía un puente, y un túnel, y una estación con muñequitos que parecían viajeros, de pie en el andén o sentados en los bancos, y hasta unas montañitas con un pueblo al fondo. Había dos locomotoras, una negra y antigua, que tiraba de tres vagonetas cargadas de carbón, y otra moderna, pintada de colores brillantes, enganchada a una larga hilera de vagones de viajeros.
—El tren no es tuyo, Álvaro, es de los tres —la niña se acercó a Raquel con dos muñecas casi iguales, vestidas con la misma ropa en colores diferentes, y se las enseñó como si quisiera darle a escoger—. Mira, son mellizas. ¿A que son bonitas? Me las trajeron los Reyes, coge tú una...
Las locomotoras ya habían empezado a moverse, a cruzarse en direcciones opuestas, a subir por los puentes y perderse en el túnel, ganando velocidad en cada viaje, cuando un coro de voces masculinas que entonaban el cántico de la victoria, hemos ganao, hemos ganao, el equipo colorao, estalló en medio del pasillo.
—¡Papá!
Los dos gritaron a la vez un instante antes de que un hombre alto, moreno, corpulento, que no era joven pero conservaba el aire atlético de quienes sí lo son, entrara en la habitación precediendo a un muchacho rubio y larguirucho y a otro mayor pero muy parecido, y Raquel se dio cuenta de que Álvaro se parecía a él tanto como los demás a la mujer muy rubia.
—¡Tres a cero!
El padre de los niños gritó el resultado del partido marcándolo al mismo tiempo con los dedos de las manos, tres levantados en la izquierda, el índice y el pulgar de la derecha dibujando un círculo en el aire, antes de coger a cada uno de sus hijos pequeños con un brazo para empezar a hacerles cosquillas mientras las recibía de ellos al mismo tiempo, hasta que los tres se cayeron al suelo y rodaron por la moqueta, convertidos en un ovillo de cuerpos y risas que no se deshizo cuando se pararon a tomar aliento.
—Y todavía no os he contado lo mejor, Julio ha metido dos, ha estado inmenso, ¿a que sí, Rafa? Anda... —y entonces, Álvaro colgado de su cuello, Clara presa entre sus piernas todavía, se quedó mirando a Raquel—. ¿Y tú quién eres?
—Es una prima nuestra —le informó la niña—. Se llama Raquel.
Él se echó a reír, besó a su hija, sonrió a esa sobrina postiza con la que no contaba, y ella comprendió que, a pesar del pelo rubio, a pesar de los ojos color de caramelo, a pesar del óvalo perfecto de su cara y la perfección sonrosada de su piel, si Clara era tan guapa, era porque sabía sonreír igual que su padre.
—A ver, a ver...
Mientras le veía acercarse andando a gatas, con los ojos tan negros, los dientes blanquísimos y una expresión juvenil, como de niño gamberro, en la cara, Raquel sintió una simpatía instintiva por aquel hombre y no se preguntó por qué, como nadie se lo había preguntado nunca, pero percibió calor, confianza, y una sensación aún mucho más extraña de cercanía, de intimidad, como si él fuera distinto de su mujer, de sus hijos, como si le conociera desde siempre y desde siempre hubiera sabido que podía fiarse de él.
—Dime una cosa... —se arrodilló a su lado y le habló con suavidad, en un tono sereno, seductor, casi sedante, como si nadie más pudiera escucharles o acabaran de quedarse solos en la habitación—. ¿A ti te gustan los chupa-chups?
—Sí —y Raquel sonrió sin saber por qué.
—¿Seguro? —entonces le enseñó una mano abierta, la cerró muy cerca de su cara e improvisó una mirada de asombro—. Pues sí que te deben gustar, porque tienes uno dentro de la oreja...