El corazón helado (16 page)

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Authors: Almudena Grandes

Tags: #narrativa

BOOK: El corazón helado
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El abuelo escogió uno grande de vainilla, mantecado, decía él, y se lo comió despacio, sin hablar, disfrutando mucho de su sabor y del paseo, Recoletos lleno de niños con patines, de madres con bebés, de parejas de novios que se besaban en los bancos y grupos de amigos que juntaban las mesas de las terrazas en largas hileras repletas de cañas de cerveza. Se escuchaban sus voces, sus risas, y el eco de los juegos de los niños, pareados y canciones, interminables retahílas de frases sin más sentido que el de acompañar los movimientos de las palmas velocísimas, las manos que volaban en el aire, encontrándose y separándose, chocando entre sí para componer una pauta rítmica y constante que Raquel conocía muy bien.

—¿Qué ha pasado, abuelo? —se atrevió a preguntar al final, cuando ya no quedaba ni rastro del cucurucho entre sus dedos y la templada alegría del aire de mayo, la gente en la calle, caía como un bálsamo compasivo sobre su incertidumbre.

—¡Uf! Es una historia muy larga. Muy larga y muy antigua. No la entenderías y además... Creo que tampoco te conviene saberla.

—¿Por qué?

Él volvió a mirarla muy despacio, muy adentro, hasta el fondo de sus ojos, de su conciencia de niña de ocho años, y Raquel intuyó que nunca contestaría a esa pregunta, pero se equivocó.

—Bueno... —titubeó al principio—. Ya hemos vuelto, ¿no?, y lo lógico... Lo más normal es que tú ya vivas aquí siempre. Y para vivir aquí, hay cosas que es mejor no saber. Incluso no entender... —hizo una pausa y sonrió a la expresión concentrada de su nieta, que intentaba descifrar sus palabras en vano—. Mañana por la mañana podemos ir al Rastro, si quieres. Hace muy bueno, y seguro que a la abuela le apetece venir con nosotros. Ya sabes tú que, a ella, todo lo que sea comprar...

Ignacio Fernández había podido morir muchas veces, pero había vivido para estar seguro de lo que a su nieta Raquel le convenía y no le convenía saber. Pasarían muchos años, muchas cosas, antes de que ella comprendiera el sentido de aquel discurso oscuro, que era claro, luminoso y justo, como las verdades necesarias a las que se renuncia a tiempo y por amor.

Entonces ya había dejado de pensar en sí misma, en sus padres, en su familia, como españoles. El color, el sol, la luz, el azul, no necesitaban apellidos en un país donde los suyos no requerían explicación, ni reflexión alguna. Pasaron muchos años, muchas cosas, y su hermano Ignacio, el tercer Ignacio Fernández consecutivo de la familia, nació en Madrid, igual que el primero, pero no se sintió nunca especial, ni diferente por eso, porque ya vivían aquí y era lo lógico, lo normal. Cuando ya parecía que nunca iba a ocurrir, una tarde de junio como cualquier otra, su abuelo Aurelio se quedó dormido mirando el mar pequeño y andaluz que había escogido para morir, y mientras viajaba a la casa blanca y luminosa de los veranos de su infancia, Raquel ni siquiera se dio cuenta de cómo había ido perdiendo la memoria de los años raros, y del tiempo anterior, que llegaría a parecerle muchísimo más extraño todavía cada vez que volviera a París, donde había nacido Mateo, donde había nacido ella, donde parecía mentira que hubieran nacido y vivido los dos, que un domingo cualquiera de los años ochenta se encontraron sobre la mesa de la abuela Anita con una ensalada de endibias aliñadas con queso azul y nueces picadas que no recordaban haber visto jamás, y que estaba muy buena a pesar de su aspecto lacio y un poco asqueroso.

Pasaron muchos años y muchas cosas en España, al principio muy deprisa, más despacio después, mientras los deseos y la realidad aprendían a encajar en sus moldes flamantes, nuevos pero estrechos, como fue encajando su vida en las etapas de una vida cualquiera, la trabajosa negociación de sus propios deseos con las estrecheces de la realidad disponible, y habría querido ser actriz de teatro, pero terminó haciendo Económicas, y le habría gustado trabajar en algo más interesante, pero encontró enseguida trabajo en un banco, y se casó, pero se divorció, y deseó tener un hijo, pero no encontró ni al padre ni el momento, y fue desgraciada a veces, pero a veces fue feliz.

Pasaron muchos años, muchas cosas, pero Raquel Fernández Perea no dejó nunca de mirar al cielo. Y nunca olvidó cómo se llamaba el hombre que hizo llorar a su abuelo.

Amaneció un día feo, húmedo, nublado, pero a las nueve en punto, cuando dejé a mi hijo en el colegio, el cielo estaba limpio, el sol hacía ademán de calentar, y la primavera se insinuaba en el aire como el velo de una novia dispuesta a llegar a tiempo a la ceremonia de su boda. Marzo se acabaría al día siguiente, y con él, mi último plazo razonable para esquivar una larga secuencia de doloridos reproches telefónicos, Álvaro, hijo, cómo puedes ser así, qué trabajo te costará ir a ver a ese señor, hay que ver, para un favor que te pido, desde luego, parece mentira...

Mi madre nunca comprendería que el nombre de aquella oficina me inspiraba una pereza limítrofe con el desaliento y una indignación íntima, difícil de explicar, la que siempre he sentido frente a los lenguajes para iniciados, todas esas expresiones deliberadamente incomprensibles que ocultan el sentido de lo que deberían explicar. Se podría llamar Departamento de Asesoría Financiera, incluso Asesoría Financiera a secas, pero no, claro, eso sería demasiado vulgar, eso se entendería. El asesor que se resistía a renunciar al dinero que la muerte ya le había arrebatado a mi padre pertenecía al Departamento Comercial de la Sociedad Gestora de Instituciones de Inversión Colectiva, Sociedad Anónima, y aquél no era destino para una mañana de primavera.

Sin embargo, hacía tan bueno que cedí a un capricho de adolescente ocioso, volví al garaje, dejé allí el coche con mi cazadora dentro, y me fui andando hasta la plaza de las Descalzas Reales. Estaba seguro de que mi absoluta impericia en el tema y la certeza de que no sería yo quien tomara ninguna decisión definitiva, cooperarían para reducir al mínimo la duración de aquella entrevista, y si no fuera así, podría coger un taxi hasta Recoletos y luego un tren de cercanías hasta la facultad. Aunque me había juramentado conmigo mismo para que mi madre no llegara a saberlo jamás, aquella mañana no tenía clase, pero había quedado a las doce con los miembros de mi grupo de investigación.

Llegué al banco de buen humor y bastante más tarde de lo que esperaba, pero encontré sin contratiempos la sede del trabalenguas que andaba buscando, y me dirigí a la recepcionista como si tuviera alguna idea del significado, siquiera aproximado, del nombre del lugar donde trabajaba.

—Buenos días. Vengo a ver al señor Fernández Perea.

Ella, una mujer de cincuenta y muchos, muy pintada y bastante gorda, dejó el pitillo que se estaba fumando en un cenicero donde, a pesar de la hora y del símbolo que indicaba, justo encima de su cabeza, que estaba prohibido fumar, había ya tres colillas, y me dedicó una mirada hostil.

—La señora —dijo.

—¿Perdón? —pregunté, sin tener ni idea de lo que me estaba diciendo.

—La señora Fernández Perea —me aclaró—. En este momento no está casada pero no le gusta que le llamen señorita. Yo estoy soltera y tampoco me gusta.

—¡Ah! Lo siento —dije, como si hubiera hecho algo por lo que debiera disculparme, y me sentí tan mal conmigo mismo por pedir perdón, que saqué la carta del bolsillo y se la enseñé—. En esta carta no figura su nombre completo, y tampoco he podido deducir del texto que se tratara de una mujer.

—Bueno —aceptó ella, resignándose a una tregua—. ¿Tiene usted cita?

—No. En la carta no indica que debiera pedirla.

—No me diga. ¿Y tampoco dice que es conveniente que se vista usted por las mañanas?

Estuve a punto de darme la vuelta y largarme de allí, pero ella ya había pulsado el botón del interfono antes de terminar de insultarme.

—Raquel... Tienes visita. No, no sé cómo se llama. No, no ha llamado antes. Sí, espera, la referencia es JCG 32... Sí, ahora mismo se lo digo
—soltó el botón del interfono, me devolvió la carta y me miró—. Pase, le está esperando. Es el tercer despacho a la izquierda. Encima de la puerta hay una placa con el nombre —hizo una mueca parecida a una sonrisa, elevando apenas las comisuras de los labios—. Completo.

Después, cuando ya sabía que se llamaba Mariví, que tenía úlcera de estómago, y que odiaba a los hombres en general porque uno en particular la había abandonado por un muchacho cuando tenía veintidós años, no fumaba y pesaba cincuenta kilos, pensé muchas veces en ella como en una frontera, una barrera, el testigo último de lo que éramos mi vida y yo, el mundo de los otros y mi mundo, antes de Raquel. Mariví, que era tan borde, no llegó a serlo tanto como para forzar mi huida, y sus reflejos cortaron mi retirada antes de que pudiera plantearme sus consecuencias. Si hubiera sido sólo un poco más lenta, un poco más hostil, yo me habría ido, habría vuelto a mi casa, habría cogido el coche, me habría marchado a la facultad, y desde allí habría llamado a mi madre para informarle del resultado de la frustrada entrevista, yo no sirvo para esto, mamá, ya te lo dije, he perdido una mañana para nada y no estoy dispuesto a perder otra. Ella se habría escandalizado por mi reacción, desde luego, Álvaro, hay que ver cómo eres, pareces un crío, habría insistido un poco, y luego habría llamado a mi hermano Rafa, pensando que eso era lo que debería haber hecho desde el principio. Entonces habría pasado algo, sin duda, pero yo ni siquiera me habría enterado, porque Rafa habría asumido el tema en solitario, con el legendario arrojo y la hidalguía que presumía heredados de nuestro padre. Llevaba toda su vida esperando una ocasión así, anhelando la oportunidad de convertirse en el mártir soldado que soluciona los conflictos de los demás y carga con toda la responsabilidad, todos los costes, todas las culpas. Yo ni siquiera me habría enterado y habría seguido viviendo en mi propia vida, una apacible llanura de tierras cultivadas que no solía exigir excesos de mis ojos, ni de mi conciencia. Por eso, pensé muchas veces en Mariví. Después, cuando a mi alrededor el mundo no era más que una infinita extensión de tierra quemada.

Y sin embargo, aquella mañana, mientras dudaba entre llamar con los nudillos a la puerta o no, miré el reloj y comprobé con satisfacción que no eran más que las nueve y veinticinco. Estupendo, me dije, ahora me siento, escucho el rollo que me va a largar asintiendo con la cabeza y mucha educación, apunto cuatro números, y a las diez, como muy tarde, estoy en la calle otra vez. Al final, golpeé con suavidad en la madera, no obtuve respuesta, repetí la llamada con más energía y escuché un «adelante» decidido, cantarín, que me franqueó la entrada a un despacho bastante grande, cuadrado y luminoso, con dos ambientes, una mesa de pino de tamaño considerable y diseño sencillo, pero diseño, colocada al fondo, ante una pared acristalada que daba a la calle, y un par de sofás dispuestos en ele alrededor de una mesa baja en primer término. Llevaba tantos años trabajando en la universidad que reconocí sin dificultad la categoría laboral de mi anfitriona, que no era un pez gordo, maderas nobles, alfombras caras y más de tres metros de distancia entre la mesa de trabajo y la zona de recibir, pero tampoco una empleada cualquiera, despacho pequeño, mesa mediana, carro para el ordenador, un par de butacas para las visitas y gracias. Era un lugar agradable, con plantas maduras y grabados abstractos enmarcados con buen gusto, todo eso vi, todo eso me dio tiempo a ver y a pensar en un par de segundos, antes de levantar la vista para encontrarme de frente con ella, Raquel Fernández Perea, la mujer que había asistido a destiempo y sin motivo al entierro de mi padre, la desconocida que acababa de dejar de serlo.

Mi cuerpo la reconoció antes que yo y se contrajo por su cuenta en un espasmo que no pude controlar, como si fueran de otro los brazos que temblaban, y de otro los hombros que se encogían, y de otro también mis piernas, que se detuvieron al comprender que eran incapaces de levantar la tonelada que cada una de ellas pesaba de repente. Pero ella no pudo advertir mi debilidad, porque estaba absorta en su propio asombro y me miraba con la boca muy abierta, los brazos rígidos, los puños apretados contra el tablero de la mesa. Estuvimos así, quietos, callados, desorientados cada uno en su propia inmovilidad, en su propio silencio, durante un tiempo que me pareció muy largo y no debió de serlo. Luego, ella cerró los ojos un instante, se esforzó por sonreír, y se disculpó.

—Perdone, pero es que... Esperaba a su madre.

—Sí, ya... —¿Quién eres, por qué nos has llamado, por qué viniste a mirarnos al entierro de mi padre, quién eres, qué haces aquí, qué hago yo aquí?, y sin embargo dije algo distinto, sin reconocer del todo las palabras que iba pronunciando, ni mi voz ahogada, extraña, aguda, súbitamente frágil—. He venido yo en su lugar. Como esa recepcionista tan simpática que tienen ni siquiera me ha preguntado cómo me llamo...

—Sí —sonrió de nuevo y esta vez le salió mejor, un gesto más parecido a una sonrisa auténtica—. Mariví es muy especial. Siéntese, por favor.

¿Quién eres, por qué nos has llamado, por qué viniste a mirarnos al entierro de mi padre, quién eres, qué haces aquí, qué hago yo aquí? Las mismas preguntas se encadenaban en el mismo orden dentro de mi cabeza, una y otra vez, mientras escogía un sofá, mientras me sentaba, mientras la miraba, mientras descubría que le temblaban las manos, mientras veía cómo las apretaba contra una carpeta de cartón verde con la vana pretensión de serenarlas, mientras se acercaba a mí con una sonrisa comercial, convencional, ausente, mientras ocupaba el otro sofá, mientras consultaba los papeles de la carpeta, hasta que levantó la vista, me miró, y comprendí que, fuera cual fuera la situación en la que nos encontrábamos, ella la controlaba y yo no.

—Perdone, no le he ofrecido nada —me dijo—. ¿Quiere tomar un café?

Me limité a asentir con la cabeza, ella descolgó el teléfono, pidió dos cafés con leche, ¿toma azúcar, verdad?, sí, gracias, y agua mineral para los dos, y empezó a hablar, ya sé que resulta muy duro prestar atención a los aspectos materiales después de la desaparición de un ser querido, dijo, pero su padre era cliente de este banco y nuestro compromiso, nuestra obligación, es velar por sus intereses tanto ahora como antes, era guapa, mucho más guapa de lo que me había parecido cuando la vi en el cementerio, mi sobrino Guille se había dado cuenta, yo no, por eso nos hemos puesto en contacto con ustedes, para informarles en primer lugar de la situación de los fondos que su padre suscribió a través de nuestra entidad y cuyos intereses arrojan en la actualidad un saldo digno de que sus herederos lo tengan en cuenta, había que mirarla de cerca y mirarla dos veces antes de descubrirla, era mucho más guapa de lo que parecía, una belleza secreta, enigmática en su modestia, porque no había nada específicamente hermoso en su rostro salvo su propio rostro, la sorprendente armonía que integraba unos ojos dulces, pero corrientes, una nariz pequeña, pero corriente, una boca bien dibujada, pero corriente, una barbilla regular, pero corriente, y una piel sonrosada y tersa, aterciopelada como la de un melocotón poco común, en un conjunto admirable, tan bello que se escondía de las miradas accidentales, de los ojos que no lo merecían, supongo que ustedes, es decir, su madre, sus hermanos y usted mismo, son los herederos de su padre, y en ese caso, es a ustedes a quienes corresponde decidir el destino de los fondos, ahora bien, antes debo informarle de que la inversión a la que nos estamos refiriendo goza de un estatuto fiscal privilegiado, cuyas ventajas cesarían en el instante en que ustedes optaran por recuperar el capital, ella controlaba la situación, yo no, y su ventaja crecía por segundos a caballo de aquel discurso elaborado con sabiduría y perfeccionado ante muchos otros herederos que, a juzgar por la creciente confianza que transmitía su voz, habrían capitulado antes que yo, ella no sabía que yo era el hijo equivocado, el hermano que nunca tomaría la decisión definitiva, pero se comportaba como si tampoco quisiera tener en cuenta que era además su único testigo, el único que la había visto, que podría recordarla después, entonces llamaron a la puerta y entró un camarero con los cafés y el agua, dejó la bandeja sobre la mesa, se marchó, y me encontré haciendo un chiste en voz alta, menos mal que no los ha traído Mariví, ella sonrió, tenía los dientes de arriba separados en el centro, igual que mi madre, ya estaba muerto de miedo, añadí, y se echó a reír, y estaba aún más guapa cuando se reía, y me sentí satisfecho, casi orgulloso de haber provocado su risa, antes de preguntarme a qué estaba jugando, qué me estaba pasando, era todo tan raro, ¿quién eres?, recordé, ¿por qué me has llamado?, ¿por qué viniste al entierro de mi padre?, ¿qué hago yo aquí?, en fin, ella prosiguió en el tono dulce y preciso de una mujer de negocios que está acostumbrada a que sus clientes intenten ligar con ella y a quitárselos de encima con eficacia, ésa es la razón de que me haya puesto en contacto con ustedes, comprendo por supuesto que es un asunto delicado y que en estos momentos quizás no se encuentren con el mejor ánimo para tomar una decisión de esta naturaleza, pero no se apuren, no corre tanta prisa, sólo les pediría, por su propio interés, que lo tengan en cuenta...

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