—Y si no llegan a tener vermú de grifo, ¿qué, eh? —la abuela estaba tan contenta como él—. Hay que ver, Ignacio, pero qué cabezón eres...
Aquella mañana, Raquel aún no sabía que cuando Ignacio Fernández Muñoz era un muchacho y estudiaba Derecho en la calle de San Bernardo, en el caserón antiguo y venerable que albergaba la Universidad Central, todos los días, al salir de clase, alargaba el camino de vuelta a casa parando en todos los bares, donde pedía siempre un vermú de grifo y recibía una tapa de propina. Su nieta nunca le había oído contar eso. Durante muchos años, el abuelo Aurelio había echado de menos el mar, no la inmensidad de las olas, la arena de la playa, la sutil fugacidad del horizonte o la grandeza del azul en movimiento, sino un pedacito concreto de mar, un pañuelo de agua andaluz y pequeño, familiar y privado, que se pudiera divisar a la sombra de una parra, en el patio de una casa propia, blanca y luminosa, aislada en lo alto de un cerro y rodeada de huertos, tan lejos del pueblo como de la costa. Raquel lo sabía, y sabía que la abuela Rafaela había echado de menos dos cosas, las sardinas asadas y la música. Con lo que me ha gustado a mí siempre el cante, decía, hay que ver, con lo que me gusta a mí una juerga y allí que no había manera, oye, qué disparate, que cuando me puse a limpiar la consulta de un médico, camarada, muy buena persona, en Nimes, después de nuestra guerra, y cantaba yo por mi cuenta mientras trabajaba, él siempre me decía, no cante usted así, Rafaela, por favor, que me asusto, que es que parece que le duele algo, no cante usted así, claro, si ellos no cantan, ni siquiera en las fiestas, si allí nadie saca nunca ni una triste guitarra...
Raquel había escuchado esa historia muchas veces, y había visto a su abuela feliz, en su casa de Torre del Mar, con la radio a todo meter, copla va y rumba viene, bailando sola en la cocina. Su sonrisa era parecida a la que iluminaba la cara de la abuela Anita cuando abría el paquete que le traían de España todos los septiembres, y media docena de latas de anchoas y una ristra de ñoras se convertían en algo mucho más grande que media docena de latas de anchoas y una ristra de ñoras, como si un país entero, el aire, la tierra, los montes, los árboles, las sierras, los llanos, las ciudades, los pueblos, las palabras y las personas, se hubieran acomodado en los resquicios de una caja de cartón, reservando su esencia más pura y mejor para la piel morada de las berenjenas que la abuela acariciaba, año tras año, igual que a sus nietos, con una especie de conmovida reverencia en las puntas de los dedos y un júbilo manchado de nostalgia temblando en sus palabras, qué alegría, hijo mío, qué alegría, y hay que ver qué hermosas son, pero qué alegría... Ni siquiera su hermano Mateo se alegraba tanto al ver los regalos de Navidad como su abuela Anita al ver las berenjenas, Raquel lo sabía, pero nunca, hasta aquella mañana de septiembre, se le había ocurrido pensar que su abuelo Ignacio, que jamás dejaba pasar la ocasión de recordarle a su mujer que por supuesto que en Francia había berenjenas, y por supuesto que los franceses sabían hacerlas, echara algo de menos.
—El cielo, sobre todo el cielo —le respondió aquella misma tarde, cuando se le ocurrió preguntárselo por fin y le escuchó enhebrar un argumento tras otro sin vacilar, como si hubiera dedicado cada día de los últimos treinta y siete años de su vida a memorizar en secreto aquella lección—. La luz de las mañanas de invierno, ese aire fino, tan seco, que te corta la cara y te despierta por dentro. El agua del grifo, que sabe mejor aquí que el agua mineral en cualquier otra parte. La primavera de febrero, aunque siempre sea tan corta, y tan tramposa, aunque no dure nada, diez días, como mucho quince, pero esa alegría de salir a la calle a tomar el sol, sin paraguas, sin abrigo, y las aceras de repente llenas de terrazas, como si el destino hubiera decidido perdonarnos el frío sin motivo... —la miró, sonrió, movió la cabeza como si ni siquiera él estuviera muy seguro de entender lo que iba a decir—. Me he acordado mucho de los febreros de Madrid, ¿sabes?, aunque parezca mentira. Me he acordado todos los días de todos los meses de febrero que he vivido en Francia. Y luego los bares, la calle, salir de casa muy temprano por la mañana, cuando todos están durmiendo, comprar el periódico y desayunar en un bar, en una mesa al lado de una ventana, café con leche y una ración de porras, o dos, una detrás de otra, y leer las noticias mientras los parroquianos las comentan en voz alta...
—¿Eso te gusta? —su nieta le interrumpió, muy extrañada.
—Pues claro —él la miró un momento con atención y se echó a reír—. ¿Qué pasa, te parece raro?
—Rarísimo. Lo bueno es desayunar en casa, ¿no? Con el pijama puesto, calentita...
—Eso mismo dice siempre tu abuela, pero a mí nunca me ha gustado desayunar en casa. Claro que hay una cosa que todavía me gusta menos, y son los bares donde te meten prisa para que te vayas. Eso lo odio más que ninguna otra cosa en este mundo, y por eso echo tanto de menos los bares de aquí, en los que se puede empalmar tranquilamente el desayuno con el aperitivo... —y al fin hizo una pausa, como si por primera vez tuviera que pararse a pensar antes de continuar—. Es duro acostumbrarse a vivir sin aperitivo, ¿sabes? Una costumbre tan tonta, fíjate, una comida de más, tan pequeña, tan innecesaria, tan insana, decía mi madre, porque en lugar de abrir el apetito, te lo quita, y eso es verdad, un par de vermús con unas anchoítas, unas patatas fritas, un par de mejillones, y luego otro, y otro, y al llegar a casa ya has comido, pero estás tan borracho, tan bien, tan a gusto, que te vas derecho a la cama, una horita de siesta y como nuevo, y a las nueve de la noche, a empezar otra vez. Eso es ser rico, ¿sabes?, eso es vivir bien, vivir en los bares. Joder... Y mira que yo disfruté bien poco de esa vida, nada, tres años escasos, porque luego empezó la guerra, y empezó mal, los fascistas avanzaron muy deprisa, tomaron Toledo, siguieron avanzando, y una noche que estábamos todos cenando en casa, nos enteramos de que el gobierno estaba pensando en irse, en marcharse a Valencia, que estaba a punto de dejarnos solos, abandonados, porque daba la ciudad por perdida...
A aquellas alturas, Raquel ya se había dado cuenta de que el abuelo no hablaba para ella, una niña de siete años que apenas sabía que una vez en España había habido una guerra, que su familia la había perdido, que por eso antes vivían en Francia y que menos mal, porque a los que se habían quedado, los habían matado. Sabía también que eso tenía que ver con las dos únicas manías de la abuela Anita, que jamás comía albaricoques ni había vuelto a decir el nombre de su pueblo en voz alta, pero sus conocimientos no iban mucho más allá. Y sin embargo, siguió escuchando a su abuelo con tanta atención como si entendiera lo que decía, porque sus ojos brillaban otra vez como los de un hombre mucho más joven, y eran capaces de contagiarle calor sólo con mirarla.
—Nunca en mi vida olvidaré esa noche, nunca. La noticia no era oficial, y en la calle había mucha gente que no le daba tanta importancia, pero nosotros estábamos muy politizados y vivimos la marcha del gobierno como una huida y, sobre todo, como una traición, la primera... Mi padre, que era un republicano acérrimo y llevaba ya dos semanas de mal humor, desde que se largó Azaña, porque ése, que era el presidente de la República, salió corriendo el primero, no te lo pierdas, estaba indignado. Mi hermano Mateo, que era el que se había enterado de que el gobierno se había reunido con los partidos políticos para informarles de que era imposible defender Madrid, estaba tan furioso que ni siquiera justificó a Largo, el presidente del Consejo, que era socialista, igual que él... Pero el que se puso peor, o mejor, en realidad, fue mi cuñado Carlos, el marido de mi hermana Paloma, la bella Paloma, la llamábamos, te acuerdas de ella, ¿no?
—Sí... —Raquel se acordaba de ella, una mujer mayor, con el pelo blanco, que parecía la madre de la abuela Anita y casi del abuelo también. Vivía en casa de su hermana María, en las afueras de París, tenía cara de loca y no salía nunca a la calle—. Pero no me parece nada guapa.
—Pues lo era. Guapísima. La mujer más guapa que he conocido en mi vida.
—¿Más que la abuela? —le preguntó su nieta, extrañada, porque hasta aquel día, Anita Salgado Pérez había ostentado, sin ninguna competencia y con poco más de metro y medio de estatura, el título de belleza oficial de la familia Fernández Perea.
—Bueno... Era distinto. La verdad es que la abuela me gustaba mucho. Era muy pequeñita pero muy guapa, una preciosidad, como una miniatura, perfecta, eso es verdad, pero mi hermana era más mujer, más alta, más... —se quedó un rato pensando, como si a él mismo le sorprendiera lo que estaba diciendo, y buscó una manera de explicarse mejor—. A lo mejor es sólo que los demás no éramos guapos, y por eso Paloma destacaba tanto. Mi hermano Mateo... En fin, tenía las orejas pegadas al cráneo, que ya es algo, y los ojos muy azules... También tenía cara de torta, el pobre, y era muy cabezón, pero supongo que no estaba mal. Sin embargo, María y yo salimos más bien feíllos.
—Tú no eres feo, abuelo.
—¿No? —e improvisó una expresión de escándalo que desató la risa de su nieta—. ¿Con estas orejas de soplillo y este pedazo de nariz que tengo, y este cuello tan largo, que parezco una cigüeña?
—No es para tanto... —protestó Raquel, cuando terminó de reírse—. Estás exagerando. Eres muy alto, tienes buen tipo... A mí me gustas. No me importaría ser tu novia.
—Gracias —y la besó en la cabeza—. Lo tendré en cuenta.
—¿Y el marido de Paloma?
—Él tampoco era lo que se dice guapo, pero sí atractivo, muy moreno, muy inteligente... Tenía mucho carácter. Estaba enamoradísimo de su mujer, y se le notaba. Mi madre decía que parecían una pareja de artistas de cine, la verdad es que daba gusto verlos.
—No, quiero decir que qué pasó con él.
—Lo fusilaron después de la guerra. Paloma se quedó viuda con veinticuatro años.
—¡No! Eso tampoco —Raquel se impacientó—. Eso ya lo sé, que lo fusilaron a él, y a tu hermano Mateo también, ¿no? Eso ya me lo habéis contado. Lo que yo quiero saber es qué pasó aquel día.
—¡Ah...! —hizo una pausa y la miró—. ¿De verdad quieres que te lo cuente? —ella asintió con la cabeza y mucha vehemencia, tanta que su abuelo recordó por fin que estaba hablando con una niña de siete años—. No vas a entender nada.
—Da igual.
—¿Seguro? —él volvió a mirarla, sonrió—. En fin, allá tú... Pues lo que pasó fue que aquella noche estábamos todos en casa, y eso ya era muy raro, porque Carlos y Mateo llevaban tres meses combatiendo. Mi cuñado tenía dos días de permiso, o sea, como de vacaciones, para que lo entiendas. Aquellos días le dieron permiso a mucha gente, para tenerla contenta, me imagino, porque ya se veía venir la que se nos caía encima. Mi hermano había estado luchando en la sierra todo el verano, pero su regimiento había recibido la orden de volver para defender Madrid desde Madrid, porque teníamos a los fascistas ahí mismo, en la puerta, al final de la calle Princesa, para que te hagas una idea... A él también le habían dado permiso para ver a la familia, pero tenía que volverse a dormir al cuartel. Y, bueno, lo que pasó fue que Carlos, que también era socialista... —se detuvo para agarrarse la barbilla con la mano y mirar al techo, como buscando allí alguna clase de inspiración—. A ver cómo te lo explico. Carlos era uno de mis mejores amigos, y algo más, casi mi ídolo. Me había dado clase de Civil en la facultad, en primero. No era su especialidad, pero acababa de empezar y aceptaba cualquier cosa, porque era muy joven, siete años mayor que yo, claro, pero muy joven para ser profesor, y muy brillante, y muy juerguista, y yo le admiraba mucho, mucho, así que me pegué a él, empezamos a salir juntos, le presenté a mi hermana, se hicieron novios, se casaron enseguida, y seguimos siendo muy amigos después, y aquella noche... Me impresionó mucho verle, oírle, porque él era un hombre muy tranquilo, ¿sabes?, con mucho sentido del humor, un profesor de Derecho Procesal, un intelectual, estaba escribiendo un libro que no llegaría a publicar nunca, pero aquella noche se puso hecho una fiera, en serio, yo he luchado en dos guerras y no he vuelto a ver a nadie tan rabioso, ni tan convencido, ni tan encabronado como él, ni siquiera a tu abuelo Aurelio, y eso que el pronto de tu abuelo se hizo famoso en todo el sur de Francia, sobre todo aquel día que capturamos el tanque alemán...
Raquel se echó a reír. Eso sí que podía imaginarlo, porque lo había escuchado contar muchas veces, la furia con la que Aurelio había cogido por las solapas al guerrillero francés que quería destrozar su tanque, la fuerza con la que le había paseado en vilo por la habitación, y sus gritos, en una lengua que su interlocutor no conocía pero aquella noche entendió estupendamente, con ese tanque voy a cruzar yo la frontera, ¿me oyes, imbécil?, en ese tanque vuelvo yo a mi pueblo, así que mucho cuidado, y el tanque ni tocarlo...
—Y Carlos, ¿con quién se peleó?
—¡Uf! Con nadie. O con todos, con el mundo entero. Franco no va a entrar en Madrid, gritaba. Ésos no entran aquí ni por encima de mi cadáver, fijaos en lo que os digo, ni por encima de mi cadáver entran, porque si me matan, volveré del otro mundo para cargármelos, les meteré un tiro entre las cejas a todos, uno por uno, y cuando termine con ellos, empezaré con los héroes que se están yendo a Valencia, que ésos también se van a enterar de si se puede defender Madrid o no, esos que se vayan preparando, pero no, no van a tener tanta suerte, porque a mí no me van a matar, a mí me van a sobrar vida y cojones para ver cómo acabamos con ellos, porque vamos a acabar con ellos, fijaos en lo que os digo, que acabamos con ellos, que ésos no pasan, que no y que no, ya veréis como no... Me impresionó tanto lo que decía, y cómo lo decía, que al día siguiente fui, y me alisté voluntario.
—¿Para ir a la guerra? —y aunque siempre lo había sabido, aunque había visto muchas fotos de sus dos abuelos armados y vestidos de uniforme, se asustó tanto al escucharle que él se echó a reír.
—Pues claro, ¿para qué iba a ser...? Tenía dieciocho años, y cuando llegué a casa con el fusil, mi padre me echó una bronca terrible, no te lo puedes ni imaginar... Pues sí, esto era lo que nos faltaba, me dijo, primero tu cuñado, luego tu hermano y ahora tú, Ignacio, ahora, encima, tú, que no vas a durar ni dos días, porque no eres más que un crío, y un irresponsable, y el niño mimado de tu mamá... Eso me dijo mi padre. Pero cuando el gobierno huyó y nos dejó solos, cuando teníamos a Varela en el puente de Toledo, como quien dice, yo ya era fusilero del Quinto Regimiento. Me dieron dos días de instrucción y ¡hala!, al frente, pero duré, ya lo creo que duré, y duró Madrid, y duró Mateo, y duró Carlos también, aunque él casi no lo cuenta, porque le estalló un obús y estuvo mucho tiempo en el hospital, pero había dicho que iba a vivir, y vivió. Se quedó cojo, eso sí, y con el brazo derecho entero pero inútil, que el pobre tuvo que aprender a hacerlo todo con la mano izquierda cuando tenía ya casi treinta años, no me importa, decía, se me da mejor que con la derecha... Ahora, que se acabaron para siempre los vermús. Para siempre. Hasta esta mañana, que se dice pronto, hasta esta misma mañana, será posible...