—¿Sí? —y quizás, nada de lo que había escuchado aquella tarde sorprendió a Raquel tanto como eso—. ¿En París no hay?
—Sí que hay, pero no es lo mismo... Cuando me fui de aquí, yo no sabía que me marchaba a un mundo sin tapas, sin vermú de grifo, sin esas medias borracheras que se pueden mantener dos o tres días y que nunca te tumban, pero nunca tampoco se te quitan del todo, mientras te ríes y te ríes y te vuelves a reír, y no haces otra cosa que reírte durante horas enteras. Eso he echado de menos, mucho, muchísimo, lo bueno y lo malo también, el ruido, los gritos, la suciedad de las aceras, aunque parezca mentira, hasta eso, a las mujeres malhabladas y a los camareros que limpian todas las mesas con el mismo trapo. Yo, que no soportaba el flamenco, que lo detestaba sobre todas las cosas de este mundo, porque cuando era niño no había ni un solo bar, ni un solo restaurante, ni un solo rincón de Madrid donde no se escuchara esa música cada día, cada noche, a cualquier hora, lo he buscado como un loco por todas las emisoras de todas las radios que he tenido en mi vida. Porque hasta el flamenco echaba de menos. Pero sobre todo el cielo. Cuando has nacido aquí y te marchas lejos, los otros cielos parecen tan pobres, tan falsos, como los que están pintados en los decorados de los teatros.
A Raquel le asombró que su abuelo hubiera echado de menos tantas cosas y que nunca hubiera querido hablar de ellas en voz alta, pero no se atrevió a preguntarle por qué. Tenía miedo. Miedo de no pertenecer ya a la ciudad, al país al que seguía perteneciendo su memoria, miedo de no reconocerse en los espejos de su infancia, de su juventud, miedo de haberse adentrado para siempre en el laberinto turbio y sin solución de los ciudadanos provisionales de ninguna parte. He perdido tantas cosas en mi vida que me daba miedo haberlo perdido todo y no haberme dado ni cuenta, eso le dijo al final, cuando ya le había encargado a su hijo que le buscara una casa para instalarse definitivamente en Navidad. La abuela enunciaba con timidez, muy de vez en cuando, las ventajas de vivir en la carretera de Canillejas, pues hay que ver lo bien que estáis aquí, sin ruido, sin coches, con sitio de sobra para aparcar, y el jardín, es estupendo, pero no se atrevió a ir más allá, y todos lo entendieron. Su marido amaba tanto su ciudad que habría sido más que cruel, imperdonable, arrancársela ahora, y para él, Canillejas nunca sería Madrid. Para su nieta tampoco.
Durante aquellos días de septiembre, Raquel aprendió a mirar la ciudad con los ojos de su abuelo. Todas las tardes, Ignacio Fernández tomaba prestado el coche de su hijo y se llevaba a su nieta a cualquiera de los cinco o seis distritos escasos que para él eran, habían sido y siempre serían Madrid. A veces, si no tenían previsto andar mucho, la abuela Anita iba con ellos, pero el abuelo casi siempre pronosticaba largas caminatas porque si no, le decía a Raquel, tu abuela nos va a ir parando en todos los escaparates. Y la niña, que dejaba escapar una queja distinta en cada baldosa cuando sus padres la obligaban a ir andando a cualquier sitio, asentía con la cabeza, muy sonriente, y de la mano de su abuelo, subía y bajaba cuestas como si nada, o como si todo fuera andar con él por aquellas calles.
Luego, los fines de semana se echaban a perder. Los dos se sentaban juntos en el sofá del salón, muy enfurruñados, porque habían hecho planes, ir al Rastro, o a la plaza Mayor, volver a las Vistillas a tomar un vermú o sentarse en una terraza, del Retiro, y los demás se empeñaban en llevarles de excursión, El Escorial, Toledo, Segovia, Ávila, Aranjuez, Chinchón, ¡ah, no!, decía el abuelo, de ninguna manera, Chinchón no, ¿para qué?, pero iban, y admiraban la plaza, las calles, las casonas, y comían cochinillo o cordero asado, a elegir, porque la abuela Anita nunca había estado en la zona centro, y quería verlo todo lo antes posible.
—Todavía os queda un fin de semana —su padre conducía el coche durante estas expediciones, y se tomaba con calma el embotellamiento del domingo por la tarde—. Si quieres, mamá, podemos ir a tu pueblo. Lo he mirado en el mapa y no...
—Ni hablar —y cortó a su hijo con la misma destreza con la que manejaba los cuchillos sobre la tabla de picar de la cocina—. Yo a mi pueblo no vuelvo. No quiero volver a pisarlo en mi vida, ni acercarme quiero, mira lo que te digo. Y cuando yo digo una cosa, la cumplo, por cierto. No como tu padre.
—Porque eres terca como una mula, Anita, por eso.
—¡Pues anda que tú!
—¿Yo qué?
—Tú más —y cuando parecía que ahí iba a quedar todo, volvió la cabeza como si estuviera muy interesada en contemplar el paisaje, entornó los ojos e impulsó la voz hasta situarla en un tono distinto, agudo y zalamero, casi infantil—. Claro que a Teruel capital sí me gustaría ir, y a Zaragoza también, sobre todo a Zaragoza. Mi madre siempre me llevaba con ella cuando iba a ver a mis abuelos, que vivían allí, como era la pequeña me mimaba mucho, pobrecita, mi madre...
—Bueno, pues muy bien —su hijo se apresuró a aceptar la sugerencia antes de que la abuela se echara a llorar, que era lo que sucedía casi invariablemente cada vez que se acordaba de su madre—. El fin de semana que viene te llevo a Zaragoza.
—Nos hemos quedado sin Rastro, abuelo —le dijo Raquel aquella noche, cuando él fue a su cama a darle un beso.
—No te preocupes —contestó él—, ya iremos. Cuando vuelva tendremos tiempo de sobra, todos los fines de semana para nosotros solos.
Y así había sido. A las viejas costumbres que Ignacio Fernández recuperó en enero de 1977, se sumó una nueva. Todos los sábados, entre las nueve y las diez de la mañana, recogía a Raquel en su urbanización de la carretera de Canillejas y la llevaba a su propia casa, en la plaza de los Guardias de Corps, enfrente de lo que un día fuera el cuartel del
Conde-Duque de Olivares. Las mañanas eran siempre parecidas. Dejaban el coche en el garaje, hacían la primera parada en el quiosco, la segunda en la churrería, y charlaban un momento con el portero, armados ya con el periódico y las porras, antes de subir a casa. La abuela Anita, que siempre se había negado a desayunar en los bares, les estaba esperando con café recién hecho, un tazón de leche con cacao y muchas ganas de ver a su nieta. Luego, las dos se iban juntas a hacer la compra, y a Raquel le encantaba empujar el carrito y contestar a las preguntas de su abuela, que le pedía consejos sobre la fruta o el pescado como si fuera una mujer mayor, antes de explicarle cómo iba a cocinar esto o aquello. De vez en cuando, un tendero se equivocaba y le decía, mira qué bien, qué suerte tiene tu madre contigo, y las dos se reían mucho. Las mañanas de los sábados eran siempre parecidas, y muy felices, porque la abuela las reservaba sólo para estar con ella.
Con el dinero que su socia francesa le había pagado por su mitad de la guardería, Anita había montado un negocio con otras dos socias, esta vez minoritarias, aunque todo quedaba en la familia, porque una era la madre de Raquel y la otra una de sus tías, la mujer del hermano mayor de su madre, que se llamaba Aurelio, igual que su padre. Las dos habían trabajado en lo mismo, cada una en un país distinto, y entre las dos convencieron a Anita sin demasiado esfuerzo para montar un taller de marcos donde, además de aceptar encargos, vendían láminas y pósters, portafotos, cuadros terminados y algunos objetos de regalo. La abuela nunca había hecho nada parecido, pero tenía muy buen gusto para combinar tamaños y colores, y le gustaba recibir a los clientes, aconsejarles, escoger con ellos los márgenes de los
passepartout
y el estilo de las molduras. Ella no se ocupaba de enmarcar porque decía que era demasiado mayor para aprender un oficio, pero disfrutaba mucho con su trabajo, aunque sus socias ya sabían que no podían contar con ella los sábados por la mañana. Las tardes de los sábados, en cambio, Anita abría la tienda a las cinco y media y dejaba a su marido solo con su nieta durante tres horas, que fueron las mejores horas de los mejores días de la vida de Raquel hasta aquella tarde de mayo en la que encontró a su abuelo despierto, con las gafas puestas y la mirada clavada en un punto suspendido más allá del cielo.
—Que adónde vamos a ir hoy, abuelo...
—Hoy vamos a ir de visita —dijo él, y le sonrió con su sonrisa de antes, la sonrisa de París, tan parecida a una máscara, una mentira piadosa con los demás pero implacable consigo mismo.
—Vale, pero ¿adónde?
—A casa de un amigo mío.
—¿Sí? —Raquel frunció el ceño, porque las tardes de los sábados eran sólo para ellos, para ellos solos, nunca había intervenido nadie más hasta entonces—. ¿Y va a ser divertido?
—Seguramente. Tiene muchos hijos, algunos de tu edad.
Pero no iba a ser divertido, no lo fue. Fue un episodio extraño, misterioso, oscuro, divertido no. Raquel lo adivinó enseguida, antes de que la abuela abriera la puerta para besarles a toda prisa y anunciar que se iba corriendo porque llegaba tarde. Su marido le recordó que pasarían a recogerla hacia las ocho y media para ir luego los tres juntos a cenar por ahí, y eso también formaba parte del programa habitual, el plan de todos los sábados, que ella reconstruiría en voz alta con precisión y el orgullo de haber cenado en un restaurante, cuando sus padres fueran a comer con los abuelos al día siguiente, para llevarla con ellos de vuelta a casa después. Y sin embargo, nunca le contaría a su padre, ni a su madre, ni a su abuela Anita, lo que pasó aquel sábado que parecía como los demás y fue distinto desde el principio, desde que el abuelo escogió ponerse un traje gris y una corbata en lugar de la camisa y el jersey con los que siempre había salido con ella de paseo, antes de sacar de un cajón de su escritorio que siempre estaba cerrado con llave una cartera de piel castaña, muy antigua, con las esquinas descoloridas por el paso del tiempo.
—¿Qué es eso, abuelo?
—Una cartera —y se la enseñó a una distancia cautelosa—. ¿No lo ves?
—Sí, pero... ¿qué tiene dentro?
—Papeles.
—¿Qué papeles?
El abuelo no sólo no contestó a su pregunta, sino que hizo como si nunca la hubiera oído, y eso fue otra novedad, porque él no se cansaba de su curiosidad, jamás le pedía que se callara, que lo dejara en paz, ni murmuraba entre dientes, hay que ver, hija mía, qué pesada te pones, como hacían sus padres. El abuelo Ignacio siempre había contestado a todas sus preguntas y, a diferencia de su mujer, nunca se había preocupado por el aspecto de su nieta. Sin embargo, aquella tarde, antes de salir de casa la estudió con atención, desde los zapatos hasta las cintas de raso, por supuesto entonadas con el vestido, por supuesto entonado con la chaqueta, que la abuela había colocado al extremo de sus dos trenzas perfectas.
—¿Qué miras?
—Nada —y la besó en la frente—. Lo guapa que eres.
Luego, como si quisiera desmentir las contradictorias novedades de su indiferencia y su atención, se esforzó por comportarse como otras veces, cuando de verdad disfrutaba explicándole los nombres de las calles o evocando episodios de su propia infancia, anécdotas de personajes pintorescos que había conocido o de los que había oído hablar cuando era un niño, pero aquella tarde Raquel no le dio mucha importancia a sus palabras porque se dio cuenta de que para él tampoco eran importantes.
—No vamos a salir del barrio, ¿sabes? Lo vamos a cruzar, más bien, de punta a punta. Mi amigo vive en la calle Argensola, que está al final de Fernando VI, alguna vez hemos ido por allí para salir a Recoletos, ya lo verás...
Había oído palabras parecidas muchas veces, y sin embargo escuchó aquéllas como si fueran nuevas y distintas, porque habían perdido el acento alegre de la despreocupación a favor de una emoción más grave.
Su abuelo guardaba una memoria asombrosa de la ciudad donde había nacido, recuerdos tan ricos, tan minuciosos y precisos de la situación de las calles, de las fachadas de los edificios, de las fuentes y las estatuas, las tiendas y los cines, que la abuela estaba convencida de que la había ejercitado en secreto, año tras año. Él lo negó al principio, pero luego, cuando se cansó de burlarse de su mujer, que había tardado más de una hora en empezar a orientarse en Zaragoza, reconoció que todas las noches, al apagar la luz, pensaba en Madrid, en un lugar, en una iglesia, en una esquina concreta que tomaba como punto de partida para reconstruir de memoria la calle Viriato, la plaza de Santa Ana o la Carrera de San Jerónimo, hasta que se quedaba dormido, y si no lo lograba a la primera, al día siguiente le echaba un vistazo a un plano para intentarlo otra vez. Raquel había sido la espectadora privilegiada, y a menudo única, del entusiasmo con el que Ignacio Fernández celebraba la lealtad de su ciudad con su memoria, y por eso percibió enseguida la misteriosa indolencia de su voz mecánica, neutral, desprovista de la vida, de la energía de otros sábados.
Aquella tarde, su abuelo hablaba por hablar, como si se hubiera dado cuerda a sí mismo sólo por estar ocupado en algo, y dejaba las frases a la mitad para saltar de un tema a otro sin terminar las historias que había empezado. Apretaba su mano con fuerza, con demasiada fuerza, mientras caminaba muy derecho, la cabeza alta, recta, casi rígida, sobre un cuello que había renunciado a la flexibilidad, su capacidad de moverse hacia los lados, y sus piernas avanzaban a una velocidad constante, recorriendo una distancia idéntica en cada paso. Raquel seguía su ritmo a duras penas, como si estuviera encadenada a una máquina, el autómata concienzudo que ocupó el cuerpo de su abuelo durante el último tramo, los últimos y silenciosos metros en los que su nieta empezó a sufrir por él, cuando ya estuvo segura de que aquello no iba a ser divertido y de que el hombre al que su abuelo iba a visitar no podía ser un amigo.
—Ya hemos llegado.
Ignacio Fernández se detuvo ante un portal grande y oscuro, y volvió a mirar a su nieta, no como antes, en casa, mientras estudiaba su ropa, su peinado, sus zapatos, sino mucho más adentro, al fondo de sus ojos, de su conciencia, el saldo de sus ocho años de niña feliz y muy lista, tanto que en aquel momento adivinó algunas cosas que eran ciertas aunque ella no pudiera entenderlas del todo, que su abuelo estaba muy nervioso, que estaba calculando si no sería mejor darse la vuelta para regresar a la rutina alegre y callejera de todas las demás tardes de sábado, y que en aquel momento su compañía era importante para él. Entonces, como no sabía qué hacer, hizo lo mismo que había visto hacer tantas veces a la abuela Anita cada vez que su marido se enfadaba, o se ponía triste, o lo pasaba mal. Cogió su mano derecha con las dos manos, se la llevó a la boca y la besó muchas veces. Cuando terminó, su abuelo sonrió con esa sonrisa triste que Raquel ya conocía, la cogió en brazos y la abrazó con fuerza, con demasiada fuerza, mientras le devolvía los besos en la cara, en el pelo, en la cabeza. Después, colocó bien su vestido, volvió a encajarse la cartera de piel marrón debajo del brazo izquierdo, le dio la mano y entraron los dos juntos en aquella casa.