Y a mis amigos Estrella Molina y Luis Muñoz, los otros dos miembros del «gabinete de crisis» sin el que no podría superar las mías, Bienvenido Echevarría, por dejarse llevar por la emoción, y Mariano Maresca, por estar siempre tan cerca, al otro lado del teléfono.
Y a Eduardo Mendicutti, que me quiere tanto como yo a él, y por eso no se atreve a leer mis novelas antes de que se publiquen.
A mi amigo Andrés Leal, por su particular asesoría sobre las asesorías financieras.
A mi amigo Javier Rioyo, que compra para mí en una librería neonazi libros imposibles de encontrar en otro lugar, «no, mejor no vayas tú, ya voy yo, no vaya a ser que te reconozcan y tengamos un disgusto», y desde que empecé a escribir esta novela, me ha regalado otros que me han resultado tan preciosos como la novela de Carlos María Idígoras,
Algunos no hemos muerto,
que ha sido mi principal fuente literaria sobre la campaña de la División Azul.
A mi amigo Chus Visor, minucioso lector de mi trabajo, al que ha contribuido con el regalo de rarezas bibliográficas tan útiles para mí como algunos panfletos de Ernesto Giménez Caballero —recuerdo en especial
Camisa azul, boina colorada—,
cuyos excesos ideológicos y argumentales no habría sido yo capaz de imaginar ni harta de vino y drogada hasta la inconsciencia. Y a Conchita, por su cariño y generosidad constantes.
A mi amigo Enrique Morente, por unas granaínas que no olvidaré jamás
—Desea el hombre una cosa, parece un mundo, luego que la consigue, tan sólo
es humo—,
y por haber contestado a mi pregunta, ¿de quién es esa letra?, con una respuesta igual de emocionante: es popular.
A mi amigo Joaquín Sabina, que hace algunos años escribió la banda sonora de esta novela sin darse cuenta, pero sobre todo por ser mi amigo. Y a Jime, por la misma y principal razón.
A mis hijos, Mauro, Irene y Elisa, que se han tragado en la mesa, junto con la comida, docenas de relatos parciales de esta historia.
A don Benito Pérez Galdós, por haber escrito.
A María Teresa León, que se hizo dos uniformes militares de fantasía para seguir estando guapa en los mítines y en sus visitas al frente, y escribió después, para los españoles de mi generación y de las venideras, la memoria de su melancolía, la crónica más conmovedora, intensa y precisa, de lo que significó seguir viviendo para los exiliados republicanos de 1939.
A Max Aub, por el ejemplo de su vida y de su obra, tan emocionantes ambas, tan admirables y valiosas para cualquier español y desde luego para mí, que justifican el único guiño intertextual que aparece no sólo en esta novela, sino en el conjunto de mis libros. Si el capitán Fernández Muñoz encuentra en un calabozo al capitán Vicente Dalmases, es porque si yo no hubiera experimentado a tiempo la conmoción que me produjo la lectura de «El laberinto mágico», tal vez Ignacio no habría llegado ni siquiera a nacer.
A Luis Felipe Vivanco, poeta, vencedor derrotado por la naturaleza de su propia victoria, porque cuando le llegaba el momento de empezar a recoger, comprendió en qué país vivía, y se marchó a su casa. Otros se hicieron demócratas de la noche a la mañana, fundaron partidos, engrosaron las filas de la oposición moderada. Él no. Él hizo algo mucho más valioso, al menos para mí, mientras anotaba en sus «Diarios» algunas reflexiones que demuestran que es posible conservar la dignidad, incluso cuando nadie recuerda ya muy bien qué significa esa palabra.
A Francisco Ayala, por su constante y centenario ejercicio de decencia.
A Constancia de la Mora, por su fervor.
A don Juan Negrín López, por decir que no. «Estoy tan seguro de mi causa, de mí, que las derrotas militares nunca las creo decisivas. Me batiré en Barcelona, me batiré en Figueras. Mientras luche, no seré vencido. Me gustan los éxitos militares; por el momento no puedo tenerlos. Si vivo los tendré, porque vivo, porque lucho, porque digo: NO. Frente a Hitler, frente a Mussolini, no tengo nada. Un mal ejército. Pero digo NO. Rechazo creer en un
bluff.
Se me dice que estoy vencido: digo NO [...] ¿Para qué sirven unos militares que no consiguen victorias? Unas victorias, pero la Victoria: la Victoria es un asunto de voluntad [...] Seremos todavía vencidos [...], pero en tanto yo esté aquí con mis camaradas, resistiremos.»
Y porque ya va siendo hora de que alguien, aunque sea tan insignificante como esta humilde escritora madrileña, le agradezca su clarividencia, «yo no entrego indefensos a centenares de miles de españoles que se están batiendo heroicamente por la República, para que Franco se dé el placer de fusilarlos», y todo lo que hizo para intentar salvar a este país.
A mi amigo Ángel González, por todo.
A Luis, por todo y siempre.
Y a don Antonio Machado, por todo y por el título.
A
LMUDENA
G
RANDES
Madrid, octubre de 2006