Ella hablaba y yo escuchaba, me esforzaba por comprender, por retener cada una de sus palabras, aquella información que no le había pedido, que me importaba menos que su serenidad, menos que la firmeza de su voz, el ritmo conocido, familiar, al que me había acostumbrado en mi infancia mientras la oía contar muchas otras historias, anécdotas pintorescas o divertidas, nimias, inofensivas. Pero mi madre hacía como que no se daba cuenta de nada, y me miraba, fruncía las cejas para recordar, movía la cabeza, seguía hablando.
—El marido de Teresa había sido uno de ellos, algunos de los que volvieron le conocían, conocían a su mujer, y le mandaron a papá su dirección. Él le escribió una carta muy larga, contándole lo que había sido su vida, diciendo que le gustaría verla, que se acordaba mucho de ella, en fin... Ella contestó enseguida, en una cuartilla, y le sobró media cara. Le decía lo que te acabo de contar, que estaba muy bien, que no necesitaba nada, que sus hijos se habían hecho mayores y se habían casado en Alemania, que allí se iban a quedar, y que si su hermano no se había acordado de ella en cuarenta años, no entendía a santo de qué se acordaba ahora. Nada más.
Volvió a mirarme e hizo una mueca extraña con los labios, un gesto impreciso, a medio camino entre una carcajada incipiente, una expresión de asombro y otra de desprecio, que parecía destinado a crear una pausa que yo todavía no pude rellenar.
—Yo creo que ella pensó algo raro —mi madre lo hizo por mí—, que papá quería beneficiarse de pronto de tener una hermana roja, no sé, algo por el estilo, que ya ves tú, menuda tontería... El caso es que le contestó con esa carta tan corta, tan seca, y él ya no volvió a escribir, claro. Y podría decirte que se llevó un disgusto, pero te mentiría. La verdad es que entonces no entendí por qué le dio por ahí, y sigo sin entenderlo. La última vez que se vieron, tu padre tenía quince años y su hermana doce, así que... Pero una noche, de repente, vimos en la tele una entrevista con un escritor exiliado, que ya no me acuerdo ni de quién era, y pusieron muchas fotos, ¿sabes?, y documentales de gente cruzando la frontera, y entonces, de repente, tu padre se levantó y en vez de decir que iba al baño, me miró y me dijo, voy a buscar a mi hermana. ¿A tu hermana? ¿Y por qué?, le dije yo, pero no me contestó, e hizo lo que le dio la gana, como siempre, eso por supuesto, ya sabes cómo era.
—Y no nos lo contasteis —por fin hablé, y mi propia voz me sonó tan ajena como si hubiera estado callado muchos años.
—Claro que no —mi madre me miró con asombro—. ¿Para qué os lo íbamos a contar? Si la hermana de tu padre hubiera venido, habría sido distinto. Él quería traerla a casa, que os conociera a todos, se puso muy sentimental de pronto, no te lo puedes ni imaginar, luego no se lo explicaba ni él, el ataque que le dio, pero en fin... Papá nunca hablaba de eso, pero yo creo que se acordaba mucho de su madre, de ella sí, y entonces, pues... Yo qué sé. Habíamos estado tantos años sin saber nada de ellos, y de repente —ya no se molestó en reprimir una expresión de fastidio—. ¡Hala!, vengan republicanos por todas partes, muertos, exiliados, de México, de Francia, de Argentina, los niños de Rusia, los de Bélgica, éstos y aquéllos y los de más allá, todo el santo día, en los periódicos, en las revistas, en la televisión... Un latazo insoportable, que no había quien lo aguantara, que parecía que nunca había pasado otra cosa en el mundo, que nunca había habido otra guerra y que nosotros teníamos la culpa de algo... Total, que a tu padre le dio por buscar a su hermana, pero después de leer su carta, estaba muy claro que ella no quería saber nada de él. Nosotros tampoco volvimos a saber nada de ella. Ni ganas.
—¿Y por qué me lo cuentas ahora, mamá?
—Porque es lo único que no sabes, ¿no? —cruzó los brazos, se volvió hacia mí, y nos miramos de nuevo con tanta atención como si ella no fuera mi madre y yo no fuera su hijo—. Y porque es lo único que te voy a contar.
En el silencio que sucedió a su advertencia, me di cuenta de que nada había cambiado, nada había temblado ni se había endurecido dentro de ella, por debajo de su soltura, de la placidez con la que se recostó en el sofá para apoyar la cabeza en una mano, de su mirada azul, limpia y acuática. Se quedó un instante inmóvil, como si estuviera posando para un pintor, y entonces el hijo mayor de Clara, que jugaba al fútbol con su hermano, se acercó a la ventana, golpeó con los nudillos en el cristal, y gritó ¡hola, abuela!, para que ella y yo pudiéramos leerlo al mismo tiempo en sus labios. Mi madre cambió de posición, se volvió hacia fuera, le saludó con la mano, frunció la boca varias veces para enviarle otros tantos besos, y ya no dudé, no pude dudar más, dejar de comprender. Ella seguía haciendo tonterías, llamando la atención de Fran, luego de Íñigo, que llegó corriendo para golpear la ventana él también, y yo pensé en Clara, pensé en Rafa, en Angélica, en Julio y en mí, pensé en mi hijo, en mis sobrinos, en todos los niños que faltaban por nacer, pensé en mi padre, en su dinero, en aquella casa, pensé en mi propia madre mientras la miraba, y sentí que me faltaba el aire, que no podía respirar, que no debía seguir allí ni un minuto más. Pero los niños salieron corriendo tan deprisa como habían llegado, y su abuela recuperó la compostura, volvió a acomodarse en el sofá, estiró con cuidado los pliegues de su falda y me miró.
Yo necesitaba hablar, sabía que tenía que hablar, pero no podía, no me atrevía a pedirle que sufriera, y sin embargo eso era lo único que mi madre habría podido hacer por mí, lo único que me habría consolado, que me habría reconciliado con mi nombre y con mis apellidos, con mi pasado, con el suyo, con aquel amor que no podía arrancar de mi memoria.
Tendría que haber hablado pero no me atreví, no pude pedirle eso, sólo pensarlo, sufre, mamá, suplicárselo en silencio, sufre, por favor, repetirlo una vez, y otra, y otra más, sufre de una vez, para escuchar mi propia voz a solas, sufre aunque sea un poco, sufre por Clara, que es la pequeña y está ahí afuera, mientras el mundo, ratita, ratita ¿te quieres casar conmigo?, se le viene encima y le hace daño, sufre por Rafa, sufre por él, mamá, porque tiene la cara como un mapa y una prótesis en la nariz, por mi culpa y por la tuya, por haberte defendido, por haber creído en ti, en tu marido, sufre un poco, mamá, aunque sea por Julio, el que dice que no sabe sufrir, el que ni siquiera sabe tomarse la vida en serio, sufre por él, que es tu favorito, y el mío, sufre de una vez, mamá, sufre, por favor, sufre por Angélica, que ahora mismo estará partida en dos, entre lo que cree que tiene que pensar y lo que no puede evitar sentir, sufre por ella, mamá, y sufre por mí, también por mí, aunque sea el más ingrato, el más cruel de tus hijos, sufre por este sufrimiento de no verte sufrir, por la soledad atroz a la que me condenas, sufre por mí, mamá, porque yo estoy solo, solo contigo, solo del todo, y estoy sufriendo.
—¿Por qué me miras así, Álvaro? —sufre, mamá, sufre, por favor, repetí por última vez, y me sonrió—. Yo ya sabía que esto iba a pasar. Tu padre y yo estábamos seguros de que pasaría antes o después. Ningún secreto se puede guardar eternamente y el nuestro siempre fue demasiado complicado. Había demasiada gente, demasiados rencores por medio. Lo que nunca habríamos podido imaginar es la manera en la que te has enterado de todo, pero... Bueno, la vida es así de rara. Está llena de sorpresas, desde luego, y...
—Explícamelo, mamá —no tenía previsto hablar, pero las palabras brotaron de mis labios sin pedir permiso—. No me cuentes los detalles porque no hace falta, lo sé todo, ya lo sabes, pero explícame cómo pudo ser, cómo pudo pasar todo esto, porque no lo entiendo, por más vueltas que le doy, no lo entiendo, no puedo entender... Tanta crueldad, tanta mezquindad, tanto cinismo...
Ella se reclinó en el sofá, se arregló la falda, cerró los ojos un momento, los abrió y volvió a mirarme.
—Tú me enseñaste lo que era bueno y lo que era malo, mamá, me enseñaste que no debía ser egoísta, ni avaricioso, que no debía envidiar a mis hermanos, ni pegarme con ellos, que todos debíamos compartir lo que teníamos, y perdonar. Tú me enseñaste el Padrenuestro, ¿te acuerdas?, perdónanos nuestras deudas como nosotros perdonamos a nuestros deudores. Ya sé que ahora han cambiado el texto, el nuevo no me lo sé, pero el antiguo todavía lo puedo decir de memoria, porque lo aprendí de ti, tú me enseñaste a ser lo que soy, a distinguir el bien y el mal, a los inocentes y a los pecadores... Y ahora no puedo, no puedo con esto, mamá, no puedo aceptar que os envilecierais tanto, tanto, hasta ese punto, y tengo que hacerlo, tengo que encontrar una manera de entenderlo, porque tú eres mi madre, y papá era mi padre, y yo le quería, te quiero a ti, y nunca podré dejar de quereros, nunca seré hijo de ningún otro hombre, de ninguna otra mujer, nunca tendré otra familia, pero no lo entiendo, no logro entender...
Sus ojos eran tan fríos, tan limpios, que no pude medirlos con los míos. Entonces, Clara empezó a pasear por el jardín, a pasar cerca de la ventana, y me encontré con que tampoco podía devolverle la mirada. Y ya no pude volver a levantar la cabeza mientras hablaba.
—Estoy muy solo, mamá —necesitaba mirarla, pero no me atrevía a hacerlo—. Estoy muy solo y esto es muy duro para mí, es durísimo, por eso necesito que me lo expliques, para poder creérmelo, ¿sabes?, porque no me lo creo, todavía no me lo creo, no puedo. Necesito que me digas por qué papá engañó a todo el mundo, por qué traicionó a la gente que confiaba en él, por qué nunca creyó en nada, por qué nunca quiso a nadie, por qué mintió, por qué robó, y por qué luego te quiso a ti, por qué nos quiso a nosotros, por qué le quisiste tú, mamá, explícamelo, cuéntame algo mejor que lo que sé, sálvale, sálvate, sálvanos a todos... Explícame por qué tu marido enterró en vida a su madre, por qué la negó, por qué me la robó, y salva a tu madre, de paso, devuélveme a mi otra abuela, si puedes. Cuéntame también eso, cómo se puede entregar a un hombre desarmado que sólo tiene hambre, que sólo está cansado, que sólo quiere dormir una noche en una cama, explícamelo, por favor, explícame por qué fue tu madre a denunciar al marido de su prima, si sabía que no había hecho nada malo, y sabía que lo iban a matar... Explícame eso o dime al menos que nunca pudo volver a dormir tranquila. Tú me enseñaste el Padrenuestro, mamá, dime que su conciencia la torturó hasta en el momento de su muerte, que habría hecho cualquier cosa por volver atrás, por regresar a aquella noche y devolverle la vida... No fue así, ¿verdad?
Escuché carreras, pasos, risas, y luego la voz de Lisette, atronando más allá de la puerta cerrada, ¡Íñigo!, indicios indudables de que la realidad seguía existiendo al otro lado de la puerta, aunque su eco sonara en mis oídos como el ruido de una pesadilla, ¡venga usted acá inmediatamente!
—Yo sé que no fue así, mamá, pero necesito que me lo digas, aunque me mientas... Dime eso, mamá, dímelo, porque esa verdad tampoco la entiendo. No entiendo a mi padre, no entiendo a mi abuela y no te entiendo a ti, que eres mi madre, no sé cómo pudiste casarte con el hombre que os había echado a la calle, el que os lo había quitado todo, el que tu madre odiaba más que a nadie en el mundo. Papá era su peor enemigo, tú su única hija, pero no se te ocurrió elegir a otro. Te casaste con él, te enamoraste de él sabiendo lo que sabías, y fuisteis felices comiendo perdices, como en los cuentos y aún más, porque vuestra felicidad no se acabó con la boda. Habéis criado hijos felices y todos hemos sido buenos chicos, buenos estudiantes, responsables, sensatos, todos nos hemos convertido en gente de provecho, buenos profesionales, buenos ciudadanos, buenos padres para vuestros nietos... ¡Es increíble, mamá! ¿No te parece increíble? Es tan brutal, tan salvaje, tan... inconcebible...
Escuché de nuevo carreras, pasos, risas, luego el ruido de la puerta principal al cerrarse, y comprendí que mi sobrino no volvería a molestarnos.
—Por eso necesito que me lo expliques. Hazlo, mamá, explícamelo. Dime tú también que no puedo entenderlo, que no lo viví y que no tengo derecho a escandalizarme, ni siquiera a opinar, a juzgar a nadie...
Cuando el silencio se consolidó, lo celebré con una pausa y me dolió mi propio aliento, me dolió la lengua dentro de la boca.
—Que esto no era un país, sino el Salvaje Oeste, dímelo, mamá, dime que todo el mundo se vendía por un plato de lentejas, que la vida de las personas no valía ni el precio de la ropa que llevaban puesta, que nadie se acordaba de qué cosa era la dignidad y que no sé de lo que estoy hablando, porque a mí me tocó nacer en el bando de los afortunados y que con eso tendría que darme por satisfecho. Dime lo que quieras, lo que se te pase por la cabeza, cualquier cosa menos que tú nunca te enteraste de nada, que no sabías lo que pasaba, lo que pasó, lo que hicieron tu madre, tu marido... No me digas eso porque no me lo voy a creer. Eso no puedo creérmelo, mamá, aunque quizás sea verdad, la única que me falta por aprender, porque es difícil resistirse al ambiente, ¿no?
Sonreí para mí mismo, después para ella, y por fin volví a mirarla, pero me encontré sus ojos cerrados, parapetados tras sus manos.
—Debió de ser muy difícil vivir con la cabeza alta, con los ojos abiertos, con los oídos dispuestos a escuchar, eso sí puedo imaginarlo, porque el miedo humilla, y la vileza sólo engendra sentimientos viles, la indecencia no puede generar más que indecencia... Debió de ser algo así, ¿no? Puedo imaginarlo pero eso no me consuela, porque tú estabas viva, mamá, tú tenías ojos, tenías oídos, y en otras familias no habría discrepancias, nadie por quien llorar, por quien preocuparse, otros no tendrían ni deudas ni cadáveres sobre su conciencia, pero tú, tú, mamá, que tú me hables así, que nunca te hayas preguntado nada, que papá se haya muerto tan tranquilo... Por eso prefiero otra cosa, que me digas al menos que fue hace mucho tiempo, que ya no te acuerdas, o que no me entiendes, que no comprendes lo que me pasa, que no sabes qué salgo ganando yo con remover todo esto, a estas alturas. Que soy un ingenuo, que soy un imbécil...
Entonces se destapó la cara, abrió los ojos, volvió a mirarme.
—Dime por lo menos eso, mamá.
Ya no tenía nada más que decir, y ella se dio cuenta.
Estaba tan quieta como si hubiera dejado de respirar, y la inmovilidad acentuaba sus arrugas, las hacía más graves, más profundas, subrayaba la presencia pastosa del maquillaje sobre los surcos, pero sus ojos, ahora más azules, más que fríos, helados de cólera, sostenían la mirada de una mujer joven. Era guapa, mi madre, siempre lo había sido, pero aquella vez, mientras la dureza afloraba a su rostro como si la piel fuera apenas un adorno, la funda de una máscara de metal, no me gustó. Por un instante, creí que me daba miedo, luego pensé que me daba pena, y más tarde que lo mejor sería que me diera igual. Pero eso nunca iba a suceder, y lo sabía.