La resaca había sido espantosa, pero no llegué a percibir su intensidad hasta que estuve solo del todo, dentro del coche, la maleta de los viajes largos guardada en el maletero, su tristeza conmigo, empañando los cristales con un vapor frío y sucio que olía mal, a casa cerrada. Mi imaginación estaba entumecida, acobardada por el horizonte de un azul purísimo, los ojos de mi madre, su color más intenso, más bello aún, cuando nadaba en aguas turbias de emoción o de ira. No vayas, Álvaro, me había dicho Raquel, los suyos más extraños, verdosos pero oscuros, tan hondos de repente como si fueran negros, no vayas. Pero había venido, tenía que venir, y al cerrar la puerta del piso de Hortaleza, aquella casa que me gustaba tanto y a la que nunca iba a volver, pensé que tal vez fuera mejor así, mejor pasarlo todo a la vez, todo junto, como cuando éramos niños y alguno cogía la varicela, y mi madre metía a sus cinco hijos en una cama de matrimonio, para que nos contagiáramos y la pasáramos al mismo tiempo. Qué barbaridad, mamá, qué salvajada, solía decir Angélica cuando lo recordábamos, pero ella defendía su procedimiento, pues es lo mejor, ¿sabes?, lo que se ha hecho siempre...
Cuando cerré la puerta del piso de Hortaleza, me acordé de Miguelito con varicela, Mai y yo turnándonos en las caricias, en las canciones y en los cuentos, para que estuviera entretenido y se rascara lo menos posible, y aquella fiebre altísima, el cuerpo de mi hijo sudoroso y blando, y después, tan deprisa que casi no pudimos darnos cuenta, la espléndida, agotadora pesadez de sus tres años de niño sano e incansable. Mejor así, pensé, mejor todo a la vez, mejor acabar ya, juntarlo todo, todas las lágrimas, todas las culpas, todas las preguntas, todos los secretos. Estoy hasta los huevos de conversaciones transcendentales, le había dicho a Raquel la noche anterior, y era verdad. No puedo más, y no podía, y sin embargo, mientras conducía por la carretera de Burgos y mi memoria, equitativamente leal y traidora, me bombardeaba con las mejores imágenes de la vida a la que acababa de renunciar, el cuerpo desnudo de mi mujer, la risa desbocada de mi hijo, la cómplice blandura de los dedos de mi madre cuando me llevaba de la mano por la calle y los tres tan guapos, tan adorables, tan luminosos como quizás no habían sido nunca, como no volverían a ser jamás, pensé que era mejor así, pasarlo todo junto, acabar de una vez.
—Claro que iba a llamarte —por eso no me importó encontrarme con Clara, aunque no la hubiera llamado, aunque ni siquiera hubiera decidido aún el momento de hacerlo—, pero tú eres más pequeña que yo, ¿no? Si yo no sabía nada, tú sabrías todavía menos.
—Yo no voy a saber nada, Álvaro —lo dijo sin mirarme, los ojos fijos en el horizonte—. Nunca.
—Porque no quieres saberlo...
—Por supuesto que no, ya me conoces —entonces me miró, me sonrió—. Soy muy cobarde, ¿no?, eso era lo que me decías tú siempre, de pequeños. Entra, Clara, habla con papá, con mamá, díselo, atrévete a decírselo, no puedes seguir escondiéndote, tendrás que cenar, no vas a quedarte a dormir en las escaleras... Cuando rompí la famosa bailarina de porcelana, aquel año que suspendí cinco, el día que me cargué el cristal de la ventana de la cocina de un balonazo y aquella noche que salieron todos, y nos quedamos tú y yo solos con Fuensanta, y me puse un vestido de Angélica para jugar y se manchó de tinta y ya no hubo manera de limpiarlo... Eso fue lo peor, creo que nunca he pasado más miedo en mi vida, ¿te acuerdas?
—Sí —me acordaba de todo y sonreí a su sonrisa—. No he sido yo, no he sido yo, yo no sé nada... Cuando alguien echaba algo de menos, ya no estaba en ninguna parte. Tú lo habías tirado a la basura, muy bien envuelto en una bolsa de plástico, y luego decías siempre lo mismo, no he sido yo, yo no sé nada, pero daba igual. Al final, te pillaban. Y esto es distinto, Clara.
—No —y negó varias veces con la cabeza antes de repetirlo—. No. Anoche, mientras hablaba con Angélica, oía la voz de papá, ¿sabes?, ratita, ratita, todo el tiempo. Y luego llamé a Rafa, para preguntarle cómo estaba, y seguía oyendo lo mismo, ratita, ratita..., ¿te quieres casar conmigo? Con Julio no hablé, no hacía falta. Sé que él estará de tu parte, aunque no tengas razón, que no la tienes, porque no podéis tenerla ni Rafa ni tú, ninguno de los dos.
Ratita, ratita..., ¿te quieres casar conmigo? Cuando Clara tenía tres o cuatro años, aquél era su cuento favorito, pero sólo consentía que se lo leyera papá. Todas las noches aparecía por el salón de la casa de Argensola arrastrando el libro por una esquina, y al llegar hasta mi padre decía, ratita, ratita... Él le respondía con las mismas palabras, ratita, ratita, y la cogía en brazos, y leía el texto, que estaba escrito en verso y era muy corto, tanto que los dos se lo aprendieron de memoria y empezaron a recitarlo a todas horas, en todas partes, cuando estaban solos y cuando los acompañábamos los demás. Ella siempre hacía de ratita presumida, él iba cambiando de tono para representar todos los demás papeles, y al llegar al ratoncito del final, sacaba de alguna parte una vocecita delgada y tierna, muy cómica, con la que mi hermana se partía de risa. Así, Clara se convirtió en la ratita, ratita, y mi padre dejó de llamarla por su nombre hasta en las ocasiones más solemnes, y el día que salió de casa con ella vestida de novia, antes de atravesar la puerta, la cogió por los hombros, la miró y se lo dijo otra vez, ratita, ratita..., ¿por qué vas a casarte con otro?, y los dos se echaron a reír.
—¿Cómo está Rafa?
—Bueno... —arrugó los labios en la mueca con la que solía afrontar los asuntos desagradables—. Muy cabreado contigo, desde luego. Y con la cara hecha un mapa, creo. Han tenido que darle puntos y le han puesto un cacharro en la nariz, como una prótesis rígida, para que el tabique se quede en su sitio. Se lo habías desviado de un puñetazo, por lo visto. Me dijo que le dolía mucho.
—Lo siento —ella no quiso reaccionar todavía, yo insistí—. Te juro que lo siento, lo siento mucho, pero empezó él.
—Ya, eso me contó Angélica, y no hay más que ver cómo tienes el ojo. Pero, lo que no entiendo... —volvió a negar con la cabeza antes de mirarme—. ¿Cómo pudiste pegarte con Rafa, Álvaro? De él no me extraña tanto, porque con el carácter que tiene, pero tú... Y todo por una tontería, porque se metió con tu museo, ¿no?
—No, Clara, no fue por eso. Es verdad que se burló del museo, de mí, de mi trabajo, pero lo que pasó fue peor, mucho más grave... —hice una pausa para preguntarme si sería capaz de explicárselo, y concluí que, incluso en ese caso, lo más probable era que no me entendiera—. No se metió conmigo, sino con lo que yo pienso, con lo que creo que está bien, que es justo. Yo soy una pieza insignificante en un proceso y no me dolió lo que dijo de mí, pero me sacó de quicio que se riera de la ciencia, de los científicos en general, de los programas que hacemos con los colegios... —mi hermana frunció las cejas en un gesto de escepticismo casi cómico y calculé lo ridículas que habrían sonado estas palabras, las únicas que yo podía decir, al penetrar en sus oídos—. Ya sé que parece una tontería, lo sé, pero no lo es, Clara, te aseguro que no lo es. No hay nada que odie más en este mundo que a la gente que alardea de no saber nada, a las personas que presumen de ser como animales, no las puedo soportar, no las soporto. Eso fue lo que hizo Rafa, y sabía por qué lo hacía, sabía lo que decía. Yo no soy religioso, ya lo sabes, pero no me dedico a blasfemar para insultar a quienes sí lo son.
—¡No compares, Álvaro! —había conseguido escandalizarla sin pretenderlo.
—Pues no comparo —la miré, sonreí, intenté tranquilizarla—. Si tú no quieres, no comparo, pero eso fue lo que pasó. Rafa vino derecho a por mí. Me buscó, y me encontró.
—Cuando me lo contaron, no me lo creí, no me lo podía creer, en serio, de ti no, Álvaro. Él... Es más violento, ¿no? Bueno, violento no es la palabra, pero tiene más carácter, es el mayor, el más autoritario, no sabe discutir sin que se le hinchen las venas y hay que dejarle, todos lo sabemos, y que luego se le pasa, pero tú no eres así, tú...
—Yo llevo toda la vida tragando, Clara —la interrumpí—. No es una cuestión de caracteres, ni de argumentos, nada de eso. Rafa chilla y yo me callo para que tengamos la fiesta en paz, pero eso no significa que yo sea pacífico, ni que él tenga derecho a decir siempre la última palabra aunque no lleve razón. Es sólo una costumbre, la costumbre de nuestra casa, la costumbre de este país.
Me había esforzado por controlar mis gestos, el volumen de mi voz, mientras percibía un velo oscuro sobre los ojos, un sabor grueso en el paladar, la compañía de las llamas anaranjadas y calientes a las que me había abandonado la tarde anterior, y el color, la temperatura de una tentación que no estaba dispuesto a probar nunca más. Pero alguna chispa había debido de saltar pese a mis esfuerzos, porque mi hermana me miraba ahora casi con miedo, los labios fruncidos en una expresión de extrañeza profunda, cargada de sospechas, de temores que ni siquiera ella era capaz de interpretar y que yo nunca había visto en su rostro.
—No te entiendo, Álvaro.
—Da igual —y lo repetí para mí mismo, daba igual—. No estoy orgulloso de lo que pasó ayer, y la verdad es que yo tampoco lo entiendo —no mentía y ella se dio cuenta—. Nunca me había pasado nada parecido, y estoy seguro de que no me va a volver a pasar.
Clara no quiso decir nada mientras yo volvía a sentirme culpable y algo peor, enfermo de vergüenza al imaginar aquella escena, Angélica entrando por la puerta de Urgencias del hospital, escogiendo a un compañero de confianza al que contarle al oído que dos de sus hermanos se habían liado a hostias, Rafa sentado en una silla de plástico, con la cara hinchada, llena de sangre, odiándome por dentro, y Julio a su lado, sin saber qué decir, cómo acompañarle mientras toda la sala de espera los miraba. Había tenido que ser horrible, humillante para todos, sobre todo para mí aunque no hubiera estado allí, con ellos. Me daba tanta vergüenza imaginarlo que intenté justificarme y fue peor.
—Y además, tampoco es tan grave, ¿no? La gente se pega todo el tiempo, cuando se emborracha, cuando se da un golpe con el coche, se pegan por las mujeres, por... —me callé al contemplar una tristeza espesa y líquida, súbitamente sabia, en los ojos de mi hermana.
—Esta historia te está volviendo loco, Álvaro.
Intenté mirarme con aquellos ojos que seguían pareciendo dos gotas de miel dorada y limpia, los ojos de Clara, la pequeña, la mimada, la ratita, ratita, que cuando éramos niños me conocía mejor que nadie y después empezó a mirarme como si fuera un marciano, un ser extraño, incomprensible, que tenía un trabajo absurdo y tomaba decisiones absurdas, y decía, y pensaba, y creía cosas absurdas, pero que nunca había dejado de ser su hermano Álvaro, la otra mitad del equipo condenado a perder todos los partidos que jugaba contra su eterno rival, el equipo de los mayores. Ahora se había hecho mayor, tenía treinta y cinco años, acababa de decirme que me estaba volviendo loco y quizás tuviera razón, porque me miraba desde la distancia de su cordura, una impasibilidad casi absoluta que la anclaba sin ninguna complicación, ningún conflicto, en la plácida facilidad de una infancia permanente, un universo de colores pálidos donde las emociones tal vez no fueran muy intensas, pero jamás turbias ni desagradables. Para mi hermana, la vida nunca había llegado a ser algo muy distinto de la escalera donde estábamos sentados, no lo era mientras me miraba aquella mañana, tan pesarosa y desconcertada como si acabara de romper otra bailarina de porcelana, no más, pero tampoco menos. Para Clara, la vida nunca sería otra cosa, porque ella jamás lo consentiría.
—Esta historia volvería loco a cualquiera —le advertí, sin embargo.
—No, Álvaro, a mí no —me miró, sonrió, volvió a decir que no con la cabeza—. A mí no, ya lo sabes. Se lo dije a Angélica anoche, cuando intentó contarme que la chica esa por la que has dejado a Mai es prima nuestra, y que te ha contado... No sé, cosas horribles de papá y de mamá, de la abuela Mariana, ¿no? Le dije que no quiero saberlas, y te lo digo a ti, ahora, yo no quiero saber nada. Ni hoy ni nunca, nada. Yo voy a seguir llevándome bien con todos vosotros, porque todos sois mis hermanos y vais a seguir siéndolo, y papá era mi padre, y para mí era el mejor, siempre será el mejor, pase lo que pase, sepas lo que sepas...
Las lágrimas no la dejaron seguir, y yo podría haberle preguntado por qué lloraba entonces, cuál era el origen, la razón del llanto que contradecía su fe, el fanático fervor de esas palabras que había pronunciado con tanta dulzura, pero no lo hice. Conocía la respuesta y que ella sólo me daría otra distinta, lloro porque todo esto me da mucha pena, porque no puedo soportar que os peguéis, que os peleéis, porque os quiero mucho a todos. Eso era verdad, nos quería mucho a todos, todos nos queríamos mucho, ¿cómo no íbamos a querernos?, éramos hermanos.
—Déjalo, Álvaro, por favor —me cogió de las manos y las apretó, igual que había hecho Raquel aquella mañana para pedirme que no me marchara—. Déjalo ya, una historia tan fea, tan sucia... Nosotros no podemos entenderla. Ya sé que tú dices que sí, pero yo creo que no, que Rafa tiene razón, que no podemos saber lo que habríamos hecho nosotros si... —no quiso seguir por ahí, y cambió de táctica—. Y, sobre todo, lo que no puedo entender... ¿A ti qué más te da? ¿Qué importa a estas alturas lo que pueda haber hecho papá cuando no le conocíamos? Después fue un buen hombre, un buen padre, un empresario inteligente y ambicioso, pero honrado, el mejor, le dio trabajo a mucha gente, todo el mundo le quería, así le conocimos y por eso le quisimos tanto, le quisimos mucho, y tú más que yo, Álvaro, tú más que nadie... Eso es lo más gracioso, lo más triste de todo, anoche lo estuve pensando, y... Julio y yo siempre fuimos de mamá, y de vosotros tres, él siempre te quiso más a ti, después a Angélica, y Rafa... ¡Pobre Rafa! —me soltó para apoyar su cabeza sobre las palmas de sus manos, la giró para mirarme y sus ojos se cargaron de melancolía—. Y tú le querías, Álvaro, más que ninguno, yo lo sé, siempre lo he sabido, esas cosas se notan. Por eso no entiendo... No entiendo nada, Álvaro.
—Yo le quería, Clara —confirmé—, y le sigo queriendo. Nunca podré dejar de quererle, aunque no me guste, aunque preferiría olvidarlo... Julio dice que se puede olvidar, que él lo ha conseguido, pero me temo que yo no voy a poder, ¿sabes?, yo no me parezco a Julio. Ahora me acuerdo mucho de papá, más que antes, me acuerdo sin querer, aunque esté pensando en otra cosa, y siempre le veo en los mejores momentos, ayudándome, cuidándome, ocupándose de mí, siempre igual... Con Mai me pasa algo parecido. Nunca ha sido tan guapa ni tan adorable como hoy mismo, nunca he sido tan feliz con ella como recuerdo ahora haberlo sido —miré a mi hermana y sonreí—. Eso es la culpa, mi culpa, lo sé, y sé que se me pasará. Y que si mi historia con Raquel no se hubiera complicado tanto, si no nos hubiera salpicado a todos, el recuerdo de Mai sería mucho más débil. Eso también lo sé, y puedo controlarlo, pero lo de papá es distinto. Lo de papá es algo que está por encima de mis posibilidades.