El corazón helado (153 page)

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Authors: Almudena Grandes

Tags: #narrativa

BOOK: El corazón helado
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En este sentido, sólo hay dos excepciones deliberadas.
La primera tiene que ver con el golpe de Estado del coronel Casado, que quizás sea, por razones obvias, el hecho más oscuro, peor contado y documentado, de toda la guerra civil. Al margen de los combatientes comunistas, que sólo pueden aportar el punto de vista de las víctimas, sus contemporáneos suelen pasar por él de puntillas, seguramente por miedo a ensuciarse. Por eso, aunque estoy segura de que esos datos existen en alguna parte, yo no he sido capaz de encontrar una referencia geográfica concreta de los lugares donde los sublevados de marzo del 39 encerraron a sus prisioneros. Si he elegido los calabozos de la Puerta del Sol para Ignacio Fernández Muñoz, ha sido por su tristemente célebre notoriedad. Pura tradición.

El segundo momento en el que me he apartado de una manera consciente de la realidad, ha sido en el instante en que Pancho Serrano Romero cruza el río Voljov. Sé que ese río no puede cruzarse a pie ni siquiera en verano, ni siquiera en su tramo más estrecho y pedregoso, pero me he tomado la licencia de hacerlo encoger porque el discurso de Pancho, sus vivas a la República y a la gloriosa lucha del pueblo español, habría perdido fuerza, y emoción, si su autor hubiera tenido que pronunciarlo sentado o haciendo equilibrios, de pie, en una barca.

Aparte de estos dos detalles, he podido cometer muchos errores que serán sólo culpa mía. Los aciertos, en cambio, se deberán siempre a la ayuda desinteresada de todas estas personas, a las que quiero dar las gracias:

A Juan Pérez Mercader, que en los primeros días de diciembre de 2002, y a propósito del hundimiento del
Prestige,
definió las emergencias en sistemas de muchos componentes como lo que ocurre cuando el todo resulta mayor que la suma de las partes. En aquella reunión interdisciplinar que se celebró en el Coto de Doñana y a la que yo también estaba invitada, Álvaro Carrión, que por aquel entonces ni siquiera tenía nombre, empezó a ser físico.

A Manuel Toharia, que me ayudó a encontrar trabajo para Álvaro en un museo de la ciencia.

A Ernesto Páramo, director del Parque de las Ciencias de Granada, que me regaló un péndulo caótico cuando estaban agotados en todas las tiendas de todos los museos de España, y no me preguntó por qué no podía esperar un par de semanas a que los recibieran.

Y, sobre todo, en el capítulo de los científicos, a mi amigo Jorge Wagensberg, físico, profesor universitario y director del museo CosmoCaixa de Alcobendas, así como del CosmoCaixa de Barcelona, que es su modelo y su hermano mayor. Casi todo lo que sabe Álvaro Carrión de física, lo he aprendido yo antes de Jorge, un prestigioso académico y ensayista que se entusiasma cada vez que deja con la boca abierta a un grupo de niños de diez años. Yo le aprecio y le admiro también por eso.

A mi amiga Laura García Lorca, que me contó la historia de su abuelo Federico, que al marcharse de España dijo «nunca volveré a poner un pie en este país de mierda». Aquí dejaba los cuerpos sin vida de uno de sus hijos —Federico, poeta— y de su yerno —Manuel Fernández-Montesinos, alcalde socialista de Granada—, ambos fusilados en el verano del 36 con pocos días de diferencia. Dejaba también todas sus propiedades a cargo de un vecino de Valderrubio que era «muy simpático, muy simpático», y del que precisamente por eso nunca se fió su mujer, Vicenta Lorca. Años después, cuando se acabó la segunda guerra mundial y comprendió que su profecía iba a cumplirse, don Federico empezó a escribir a aquel conocido tan simpático, tan simpático, pero él no contestó a ninguna de sus cartas hasta que recibió un pasaje para viajar a Nueva York en un transatlántico. Esa oferta sí la aceptó. Al llegar allí, los García Lorca fueron a recibirle y le invitaron a comer. A los postres, su anfitrión se atrevió a proponer por fin, «bueno, pues vamos a ver ahora esos papeles...». Y aquel vecino de Valderrubio que era tan simpático, tan simpático, se dio una palmada en la frente y exclamó: «¡Ay, don Federico! ¿Se lo puede usted creer? Se me han olvidado en Granada los papeles».

A mi amiga Rosana Torres, que acabó de explicarme cómo habían sucedido las cosas cuando me contó la historia de su madre, que al final de la guerra, con veintidós años, embarazada de cuatro meses y sola en el mundo —sus dos hermanos fusilados, sus padres en la cárcel, su marido, comandante de Carabineros, preso también, y condenado a muerte—, se atrevió a ir a su casa, un piso en el centro de Valencia donde se había instalado la familia del hombre que denunció a sus padres, a pedir que le dejaran llevarse su máquina de coser, para poder ganarse la vida con ella. Le dijeron que no, y entonces les pidió que le dejaran llevarse su ropa. Volvieron a decirle que no, y por fin les pidió que le dejaran llevarse su ropa interior, «porque mis bragas no os las vais a poner, ¿verdad?». Y volvieron a decirle que no.

Y a Juana Reines Simó, la madre de Rosana, por haber sacado adelante a aquel hijo ella sola, por haber tenido tres hijos más cuando el comandante Torres salió de la cárcel, y por haber llegado hasta aquí tan guapa, tan lista y, sobre todo, tan joven que hace un par de años, en un homenaje a las mujeres republicanas, cuando un fotógrafo le pidió que se colocara con las demás, le dijo que no, «pero ni hablar, vamos, ¿cómo voy a hacerme yo una foto con estas señoras tan mayores?».

A mi amigo Benjamín Prado, porque si no lo hubiera sido, yo no habría ido al entierro de su padre, Benjamín Rodríguez, motorista en su juventud de la guardia de Franco. Y si no hubiera estado en el cementerio de Las Rozas aquella mañana de abril de 2002, no habría visto a una mujer joven y atractiva que se quedó a un lado, sin acercarse a saludar a nadie hasta el final de la ceremonia, y cuya aparición, misteriosa sólo en apariencia y sólo para mí, me regaló la imagen de la que ha nacido esta novela.

Y a mi querida Angelines Prado, que mucho antes de convertirse en la madre de Benjamín fue la hija del jefe de estación de Las Rozas, y cuando ya tenía un montón de nietos, reconstruyó para mí de memoria, con una precisión asombrosa, la línea del frente en la sierra de Madrid, antes y después de que la evacuaran a Torrelodones junto con los demás habitantes de su pueblo. En aquella época, otoño de 1936, era una muchacha. En el verano de 2004, felizmente evacuada por las vacaciones a un merendero situado al borde de una playa de Rota, en Cádiz, lo recordaba todo tan bien que nuestra conversación tuvo un final sorprendente. «Entonces», dije yo, «Torrelodones no cayó hasta el final, hasta que cayó Madrid, ¿no?» Y Angelines me miró con los ojos muy abiertos para corregirme. «Mujer, caer, caer... Más bien lo tomaron.»

A mi amiga y socia Azucena Rodríguez, alias «la Rubia», porque sí, por estar ahí, y por haberme presentado a Carlos Guijarro Feijoo, un viejo amigo de su padre —Miguel Rodríguez Gutiérrez, el último preso del Valle de los Caídos— que sí se acordaba de cómo era el carné de la JSU, en la que ambos habían empezado a militar, uno en la clandestinidad, el otro en el exilio, justo después de que todo se hubiera perdido, pero antes de conocerse a finales de los años cuarenta, después de cumplir sus respectivas condenas.

A Carlos Guijarro Feijoo, que murió en el invierno de 2006 y que no podrá tener nunca entre las manos esta novela, que también escribió él al contarme cómo se libró su familia de ir a parar a Buchenwald cuando su madre se tiró llorando a los pies del médico alemán que estaba en el andén, clasificando a los prisioneros. Y cómo, después de que ella se comprometiera en nombre de todos a volver a su ciudad, Madrid, en un tren sin paradas, escuchó decir a su padre a la altura de Poitiers, «a España voy a volver yo, sí, para que me fusilen, no te jode... Al acercarse a la estación, el tren empezó a circular más despacio, claro, y entonces mi padre empezó a contar. Y a la de tres, nos tiramos los seis a la vez, él, mi madre, mis hermanos y yo». Después, como si los Guijarro no hubieran tenido ya bastante, Carlos se fue con su padre a una explotación forestal que estaba en Blois, cerca del castillo de Chambord, para sumarse a la guerrilla. Los dos lucharon juntos contra los nazis, y en octubre de 1944, él y su hermano Fermín cruzaron la frontera para seguir luchando en el interior. Y cayeron. Y los dos fueron a la cárcel. Y cumplieron un montón de años. Y al salir, siguieron luchando, militando en la clandestinidad. Y sesenta años más tarde, en su casa del Poblado Dirigido de Fuencarral, Carlos me contó todo esto como si no hubiera tenido importancia. Como si los episodios de su vida no fueran más que las anécdotas de una vida cualquiera.

Y a Mati, la mujer de Carlos, que cada vez que tenía un hijo, esperaba a que cumpliera quince meses, para que aguantara bien el viaje, y se iba a Francia a enseñárselo a sus suegros. «¿Qué otra cosa podíamos hacer? Ellos no se atrevían a venir, y a él, como había estado en la cárcel, pues no le habrían dado el pasaporte... No volvieron a verse, los padres y el hijo, nunca. En fin, que hemos pasado mucho, pero mucho, la verdad... Mucho.»

A Domingo Ramírez Moreno, que habrá estado sentado en la puerta de su casa, en Bajo de Guía, el barrio de los pescadores de Sanlúcar de Barrameda, mirando el Guadalquivir, mientras yo les convertía, a él y a su compañero Perea, en personajes de este libro. «Yo salí por Francia y me metieron en Saint-Cyprien, ya sabes, un campo de esos que había en una playa... Figúrate que teníamos que hacer nuestras necesidades en el mar, y para limpiarnos usábamos los billetes que habíamos llevado, porque el dinero republicano no valía nada, claro. ¡Somos los más ricos del mundo!, decíamos, ¡nos limpiamos el culo con billetes de mil pesetas...! En fin, una cosa horrorosa.» Él me contó también cómo se había fugado de Saint-Cyprien, en una noche de tormenta que a Perea, del que en realidad sólo conozco su apellido y que era malagueño, le daba tanto miedo como a sus centinelas senegaleses. «Mira, Perea, que yo me voy... O te decides o ahí te quedas, macho...» Y que, después de pasar cuatro meses con una familia francesa a la que no podía seguir poniendo en peligro por más tiempo, se arriesgó a creer en las promesas de los agentes franquistas. Entonces volvió a España, donde estaba seguro de que no le iba a pasar nada, porque «yo soy de un pueblo de Sevilla, pero hice la guerra en Santander, y allí no matamos a nadie, de verdad, a nadie», y fue derecho al penal del Dueso, para cumplir casi cinco años de condena.

A mi amigo Alfons Cervera, que me llevó a ver a Florián y a Reme una mañana de verano, en Valencia.

A Florián García Velasco, alias «Grande», que también escribió una parte de esta novela mientras bebíamos Agua de Valencia y él presumía de lo guapo que estaba en un viejo retrato, con el uniforme y la gorra de plato del Ejército Popular de la República. «Cuando el golpe de Casado, yo estaba en Madrid. Así que nos cogieron a todos los de mi compañía, y nos metieron en un calabozo. Teníamos un guardián que se llamaba Rogelio y era socialista. Le daba mucha pena vernos allí, nos daba tabaco... Yo hablaba mucho con él. Pero, Rogelio, hombre, le decía, ¿no te das cuenta de lo que estáis haciendo? ¿No comprendes que nos van a matar, a nosotros, que somos de los vuestros, que no hemos hecho nada? Y un día, ya, pues, nos abrió la puerta del calabozo, y nos dijo, ¡hala!, esperad un rato y largaos... Nos salvó la vida, a todos, ésa es la verdad. Y, luego, lo que son las cosas, me lo encontré en Albatera, ya ves. Oí que alguien me llamaba, ¡Florián, Florián!, y era él. ¡Rogelio!, le llamé yo, y él llegó hasta mí y me dijo, ¡ay, Florián, qué razón tenías! Y entonces nos abrazamos y estuvimos así, los dos abrazados, en medio del campo, y... No veas, nos hartamos de llorar...» Después le mandaron a Madrid para que se presentara en una comisaría con testigos o documentos aptos para identificarle, y él, «pues sí, me va a identificar a mí vuestra puta madre», al bajarse del tren, echó a andar sin mirar hacia atrás, contactó con sus antiguos camaradas y, después de trabajar una temporada en la clandestinidad, se echó al monte, donde estuvo seis años.

Y a Remedios Montero Martínez, alias «Celia», mujer guerrillera y mujer de Florián, al que conoció en el monte y con quien se reencontró en Praga, muchos años después, en una historia digna de otra novela. Reme, que aprendió a leer y a escribir, «lo poco que sé», en la cárcel, era hija de un guardia forestal que no pudo mandarla a la escuela porque estaba demasiado lejos de su casa, en un pueblo cercano al lugar donde, ya en 1951, todavía en 1951, la Guardia Civil le mataría a tiros una noche, como había matado antes a su hijo Herminio, como había matado antes a su hijo Fernando, como mataría antes y después —sin detención previa, sin proceso, sin sentencia ni más trámite que el amparo «legal» de la ley de fugas, la herramienta que resultó más útil al régimen franquista para legalizar el asesinato— a tantísimos otros guerrilleros y puntos de apoyo de la guerrilla. Reme no quiso decirme cómo se llama ese pueblo de Cuenca, el suyo. Desde que volvió a España, a finales de los años setenta, no ha vuelto a poner un pie allí.

A Olga Lucas, traductora y cuentista, hija de refugiados republicanos comunistas en Francia, que nació en Toulouse, creció en una casa donde estaba prohibido hablar francés, pasó por Praga, aprendió checo para que tampoco la dejaran hablarlo en su casa, y recordó para mí la experiencia de su infancia y de su juventud, después de advertirme con una sonrisa ancha, luminosa, y un levísimo, misterioso acento, que en realidad «los chicos del exilio siempre hemos sido y seremos muy raritos».

A Santiago Carrillo Menéndez, que me puso en contacto con sus padres.

Y a ellos, Santiago Carrillo —que en su infancia madrileña aprendió a odiar el flamenco y en el exilio lo buscó con tesón por todos los sintonizadores de todas las radios que tuvo en tantos años—, y Carmen Menéndez —que nunca olvidará la fecha en la que el PCE fue ilegalizado en Francia porque ese mismo día se puso de parto por primera vez—, por la hospitalidad de su tiempo, de su casa y, sobre todo, de su prodigiosa e imprescindible memoria.

A Julio Rodríguez Puértolas, por compartir conmigo la cita que aparece como colofón de esta novela.

A mi familia, los Grandes de España, sin más palabras.

Y a mis editores, Toni López-Lamadrid y Beatriz de Moura, y Juan Cerezo, que a estas alturas ya son como otra familia para mí, y quizás por eso no se han quejado ni una sola vez del tamaño de este libro.

A mi amiga del alma, Ángeles Aguilera, por tantas cosas, desde hace tantos años y los que nos quedan todavía.

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