Todo eso dijo en un susurro apresurado, frenético, indiferente al milagro geométrico de unas rodillas que no se doblaron ni un milímetro mientras la hija del Peluca se estiraba entera, ponía los brazos en jarras, sacaba pecho hasta conseguir que se marcara bajo la tela informe de su blusa, y le escupía su desprecio en media docena de palabras justas.
—Qué asco me das, Julio Carrión.
Eso fue lo que dijo antes de girar sobre sus talones y alejarse de él sin volver la cabeza. Pronunció con mucho cuidado su nombre y su apellido y no añadió nada más. No hacía falta. Ella sabía que lo iba a entender. Él lo entendió, porque la conocía. Y ahí seguía, la muy hija de puta, aquella misma mañana la había visto, dos meses antes la había visto, entonces todavía no habían pasado tres semanas desde que la viera por última vez, y así desde aquel domingo de mayo del 39.
Mientras tanto, habían caído todos, todos, los que fueron a casa de Virtudes los primeros, y luego muchos más. Nos escapamos por los pelos, macho, le había contado Isidro poco después, Mari Carmen y yo, ella porque se paró el metro y tuvo que ir andando, yo porque nunca había estado allí y apunté mal la dirección. Cuando llegamos ya se los habían llevado... Alguien había avisado a la policía y no había sido él, pero el traidor, si seguía vivo, no dormiría mucho peor que Julio Carrión, dividido entre el miedo de que detuvieran a Mari Carmen y el miedo a seguir encontrándosela por la calle, sin atreverse a decidir qué sería peor, que ella cayera y pudiera escoger el momento más propicio para denunciarle con su nombre y su apellido, o que siguieran pasando las semanas, los meses, años enteros sucumbiendo en cada minuto al pánico de lo que antes o después tendría que suceder. Pero de momento no la habían cogido. A ella, que era la más bocazas, la más incauta, la más valiente. Sólo a ella.
Habían detenido a todos los demás, se habían cargado a muchos, a muchísimos, más de cincuenta en agosto del 39 de una sola tacada, en una sola madrugada, delante de la misma tapia, y la edad de todos juntos no sumaría mucho más de mil años. Él conocía a bastantes, de vista a casi todos, a los hombres y a las mujeres, porque también estaban fusilando a las mujeres, incluso a las menores de edad, a todas menos a ella. Era increíble, imposible, inexplicable, pero en el barrio se sabía todo, y lo que no se sabía se lo contaba Isidro, que nunca perdió la esperanza de recuperarle, que siguió tratándole como a un amigo hasta que le cogieron también a él, a él pero no a Mari Carmen, la cuarta o la quinta vez, Julio ya ni se acordaba, que aquellos memos, aquellos imbéciles, aquellos suicidas, habían intentado volver a organizarse. Organizarse, porque lo llamaban así, organizarse, y los mataban a todos, a todos menos a ella.
Si hubiera sido otra, Julio habría pensado que ya había espabilado, que se había buscado un apaño, un protector, un amante falangista. Otras más feas lo habían hecho, ella no. En el barrio se seguía sabiendo todo aunque ya hubieran pasado muchos meses desde que Isidro le dio su último viva a la República delante de un pelotón. En el barrio se sabía todo, y que ella iba a la cárcel todas las semanas a ver a su marido, y que seguía viviendo en la misma casa, con su madre, con su hermana y una sola máquina de coser para las tres, con la memoria heroica e inservible de su padre muerto y la incertidumbre de no saber durante cuánto tiempo más Juan Ortega, el peluquero de la plaza de Pontejos, que el 6 de noviembre de 1936 no sabía cómo se disparaba un fusil, y al día siguiente aguantó en la Casa de Campo como el que más hasta que un moro lo mató cuando ya atardecía, seguiría siendo el único héroe inútil de la familia.
Pero de momento Mari Carmen estaba en la calle, él mismo la había visto aquella mañana, y había pensado en volver a Torrelodones, abandonar Madrid, resignarse a las ovejas, esa vida que no era para él pero era mejor que la cárcel, que el tribunal de las Salesas, que las tapias del cementerio del Este. Su padre intervendría, hablaría con don Pedro, le salvarían, o no, eso nunca se sabe, y luego se quedaría marcado para siempre, para siempre fuera del mundo de sus sueños, de la vida verdadera de los que no se equivocan al elegir un bando. Mari Carmen estaba en la calle, seguramente organizada, fuera lo que fuera lo que significaba eso ya, a aquellas alturas, y él en peligro. Por eso no le gustaban los falangistas, no quería verlos ni en pintura, sin ningún motivo, ninguna razón más allá de un escalofrío instintivo que le obligaba a recordar, a recordarse a sí mismo en un mundo, una ciudad, unas calles que no parecían iguales, como si hubiera agotado una vida entera en sólo cuatro años, el tiempo que había pasado de verdad desde que terminó de deshacer su maleta en el cuarto de aquella pensión donde ya había dormido una vez con su madre, cuando Teresa se lo llevó a Madrid con ella, en un camión abarrotado de gente, para celebrar el triunfo del Frente Popular.
—La escopeta ni la toques —aquella tarde fue Benigno Carrión, no su mujer, quien le señaló la cama en la que iba a dormir—. De la escopeta ya me ocupo yo.
Y por no verle, por no escucharle, por no estrellarse otra vez, la enésima, con el desprecio que le inspiraba aquel viejo que había estado tres días borracho antes de caer aún más bajo al pretender alzarse con el papel de marido ofendido y dispuesto a lavar su ofensa con sangre, sólo por no seguir pasando vergüenza, Julio se fue a dar una vuelta.
Mientras salía a la calle aún tenía fresco en la memoria, en las mejillas, en el paladar, el bochorno del día anterior, aquel teniente tan joven que invitó a su padre a pasar a un despacho cuando escuchó las razones por las que le pedía un salvoconducto para viajar a Madrid. Tranquilícese y venga conmigo, le había dicho, no siga usted hablando así delante de su hijo... Luego se dirigió al soldado que estaba de guardia, llévate al chico a la cantina y dale algo de merendar, ¿y qué le doy?, y yo qué sé, una chocolatina, un vaso de leche, algo... Mientras decía eso, el teniente le había mirado con una lástima que no quería recordar, que no podía soportar. Por eso, cuando terminó de colocar su ropa en el armario, dejó a su padre en la pensión, con su escopeta, y siguió el rumbo que parecían marcar sólo para él unas piernas infinitas, preciosas, magníficas, enfundadas en una falda muy ceñida que hacía juego con una guerrera corta, de solapas inmensas y aspecto pintoresco, vagamente militar. Siguiéndolas, llegó hasta los soportales de la plaza Mayor, donde su propietaria, morena, mullida y muy joven, se reunió con un grupo de gente de su edad, entre otros un chaval simpático, con la cara llena de pecas, que se llamaba Isidro y contaba muy bien los chistes. Él sería el primer amigo que Julio Carrión tuvo en Madrid y algo más, quien le explicó adónde iban todos los días, quien le llevó a la sede de la JSU.
—¿Y Mari Carmen? —se atrevió a preguntarle el día que recogió su carné y por fin se sintió seguro, uno de los suyos.
—Mari Carmen... —Isidro le sonrió—. ¿Qué?
—No sé... —no le gustó la sonrisa de su amigo, pero tampoco encontró la manera de echarse para atrás—. ¿Tiene novio?
—Mira, te voy a dar un consejo —y todavía se estaba riendo—. Olvídate, haz como que no la ves, fíjate en otra, en serio... O eso, o te alistas voluntario y te haces cazatanques o piloto de caza como poco, tú verás.
—¿Qué pasa? —Julio, que tenía mucho éxito con las chicas, envolvió su decepción en una pregunta cuya respuesta ya había adivinado—. ¿Que sólo le gustan los soldados?
—Y no todos. Pues sí, buena es... Tendrías que haberla visto el año pasado, en noviembre, cuando se iba con su madre a la Moncloa, todas las mañanas, a cazar desertores... ¡Cobardes, cabrones, hijos de puta! ¿No os da vergüenza? ¿Para eso ha muerto mi padre, para que tenga yo que veros salir corriendo? ¡Volved al frente a luchar como hombres! Joder... Era un espectáculo, en serio, y eso que todavía no se había hecho el uniforme que lleva ahora.
—¿Y de qué es?
—¿El uniforme? De nada, o sea, de ella, que se lo ha inventado. ¿No ves que es modista? Hizo un montón de pruebas hasta que encontró lo que mejor le sentaba, y desde entonces no se lo quita. Claro que en noviembre tampoco le hacía falta. Se ponía a chillar como una fiera, los agarraba de las solapas, les miraba a los ojos y les insultaba en voz baja, cobarde, maricón, vuelve al frente ahora mismo o dame tu fusil y me voy yo. Y luego, si eran jóvenes, y guapos, los besaba en la boca.
—¿Y volvían?
—¡Joder que si volvían! —Isidro se echó a reír—. Como para no volver... Le tenían más miedo a ella que a los moros.
Habían pasado sólo cuatro años desde aquella tarde, y ya no existían ni Isidro, ni la Juventud Socialista Unificada, ni aquella ciudad, aquel mundo, aquellas calles que sin embargo eran las mismas, y tan peligrosas como entonces, porque Mari Carmen seguía enseñando las piernas por ellas. Por eso no le gustaban los falangistas, no quería verlos ni en pintura, pero aquella mañana se los tuvo que tragar.
Bajaban por Alcalá y bajaban por la Gran Vía, uniformados, repeinados, pisando fuerte con sus botas, indemnes al calor, indemnes al sol y al fuego de las calles, y a cualquier inquietud, cualquier preocupación, al miedo, porque habían ganado la guerra y eran los amos de la vida y de la muerte, de la ley y de la fuerza, de las cárceles y de los paredones, del cielo y de la tierra. Porque para eso habían acertado, pensó Julio, mientras a su alrededor los peatones corrían al borde de la acera para levantar el brazo, o en dirección contraria para ganar unos instantes de paz precaria, insuficiente, en las callejas oscuras o en los túneles del metro. Todo el mundo corría, hacia un lado y hacia el otro, pero él se quedó quieto, no tenía más remedio que estarse quieto, porque no era más que el empleado de un garaje de la calle de la Montera, el chaval de confianza del señor Turégano, cliente del banco que estaba justo al otro lado de Alcalá, porque tenía dos talones que ingresar y doscientas pesetas para cambiar, porque no era nadie, nada, un pardillo que había sido incapaz de distinguir qué ideas le convenían de verdad. Por eso se quedó quieto, mientras esperaba a que la corriente amainara, a que la turbulencia se disipara, a que los rezagados se integraran en la mancha apretada, azulada y temible que desbordaba la confluencia de los dos ejes principales del centro de Madrid. ¿De dónde habrán salido tantos?, se preguntaba, calculando que ellos, los que hubieran permanecido en la ciudad durante el tiempo que él llevaba viviendo allí, se harían cada mañana la pregunta inversa, ¿dónde se habrán metido tantos? Pero no se acordó de Mari Carmen, porque en aquel momento, mientras las tiendas volvían a abrir sus puertas y los peatones más audaces se atrevían ya a cruzar la calle, distinguió a un falangista aislado, solo, que avanzaba cojeando, el rostro contraído en un gesto de dolor, por el borde de la acera.
Era muy joven, flaco y de aspecto frágil, no tanto por las gafas, grandes y cuadradas, con una montura de pasta negra, espesa, que subrayaba la palidez de su piel, como porque el esternón avanzaba en forma de pico desde la insignificancia de su pecho, proyectando a ambos lados de la camisa abierta un relieve visible, deforme, que la arrogante ferocidad de su uniforme hacía aún más penoso. Tenía la cara brillante de sudor, los labios entreabiertos y, la pierna derecha encogida, el pie en el aire, pocas fuerzas ya para sobreponerse al sufrimiento. Julio le miraba. Él le miró también, durante un instante, antes de rendirse.
—¿Qué le ha pasado? —el empleado del señor Turégano se dirigió a él con el respeto que le inspiraba el color de su camisa cuando se lo encontró sentado en el bordillo, a su lado—. ¿Necesita ayuda?
—He metido el pie en una boca de riego —le contestó el falangista, que no era mayor que él—, chico, qué mala suerte. Venía con mis hermanos, pero no me han esperado, igual ni se han dado cuenta...
—¿Tiene el tobillo hinchado?
—No lo sé, vamos a ver —el accidentado se descalzó, se bajó el calcetín y se quedó mirando su tobillo derecho, enrojecido, inflamado, blando—. ¡Joder! Pues sí que... Y tenía que pasarme esto hoy, precisamente hoy...
—Debería vendárselo —le aconsejó Julio—. Si quiere le busco un taxi, debería irse a casa.
—No, ni hablar, pero ¿qué dices...? —y le interrogó con las cejas, para preguntarle su nombre.
—Julio —contestó él, y le tendió la mano—. Julio Carrión.
—Encantado —dijo mientras la estrechaba—. Yo soy Eugenio Sánchez Delgado, el pequeño de los hermanos Sánchez Delgado, ya sabes —su interlocutor no sabía, pero no se atrevió a decir nada—, y no me puedo ir a casa, Julio, hoy no... Tengo que ir con los demás, apoyarles, estar con ellos. Es nuestra oportunidad, la gran tarea de nuestra generación, ¿no te das cuenta? Nuestros padres, nuestros hermanos mayores, vencieron en la cruzada. Ahora nos toca a nosotros, es nuestro deber, nuestro desafío. España sólo fue el principio, todavía tenemos el mundo por delante. La civilización necesita nuestra juventud, nuestra fuerza. Occidente está en peligro y nos llama, nos está llamando, escucha su voz...
Aquel alfeñique pálido y contrahecho, que sabía hablar, que creía en lo que decía y estaba animado por una fuerza que él jamás conocería por muy anchos que fueran sus hombros, por muy poderosos que fueran sus brazos, por muy musculoso, y compacto, y macizo que fuera el cuerpo que había heredado de su padre, le miró a través de los espesos cristales de sus gafas y Julio reconoció su mirada. Mamá, pensó, Manuel, Mari Carmen, Isidro. Él ya había visto esa luz, el color de la convicción, el acero de las palabras por las que vale la pena morir, y vaciló, dudó, no mucho, apenas un instante, el tiempo que tardó en volver a acordarse de la hija del Peluca. Al fin y al cabo, se dijo, todos son iguales, éste, por lo que dice, más tonto, pero por lo demás... Julio Carrión González, que una noche se prometió a sí mismo que nunca más volvería a ir con los que pierden, ya se había equivocado una vez. Cuando Eugenio Sánchez Delgado se levantó, mordiendo al dolor, para apretarle en el hombro con la mano izquierda antes de apoyarse en él, aún no sabía que estaba a punto de cometer su segunda equivocación, el error que le pondría en el camino de la tercera, y a través de ella, del acierto definitivo.
—Vamos, Julio. Si tú me ayudas, podemos llegar. Vamos a defender a Europa frente a Oriente. No lo dudes. Vamos, anda...
A mí sí me importaba saber qué clase de hombre había sido mi padre.
No creí en la indiferencia de mi hermano Julio, pero sí en su versión, en su indignación, en su rabia. La historia que me había contado compartía el mismo rango de inverosimilitud instantánea, aparente, de verosimilitud esencial y trabajosa, en el que se había situado antes la noticia de la predilección que mi padre sentía por mí sin que yo hubiera llegado a percibirla nunca. El todo sólo es igual a la suma de las partes cuando éstas se ignoran entre sí. Las partes se habían ignorado durante demasiado tiempo, pensé, y el todo se estaba haciendo demasiado grande, demasiado contradictorio y áspero como para escapar de la ley que afecta a las emergencias en sistemas de muchos componentes. Mi padre era un sistema de muchos, demasiados componentes. Aún no sabía cuántos, y sin embargo recordé a tiempo que las catástrofes suceden cuando el todo es mayor que la suma de las partes.