—Nada —pero mi hermano arruinó mis esperanzas muy deprisa—. No pasó nada, no me dijo nada más. Muy bien, dije en voz alta, y me guardé lo demás, para los negocios de Rafa sí, pero para mis hijos no. Muy bien, papá, repetí. Me levanté, me di la vuelta y me marché. A la mierda, me dije, para siempre. Mi mujer se había quedado con todo excepto con dos cosas, un jeep que nos acababan de entregar y que todavía estaba en el concesionario porque íbamos a ponerle un montón de extras, y un apartamento muy pequeño, en Miraflores de la Sierra, que habíamos comprado para alquilarlo en verano, una vez que a Asun le dio por invertir. Pues lo vendo, pensé, y vendo el jeep, y mientras tanto, pido un crédito, y mientras me lo tramitan, le pido a Rafa veinte mil duros porque no llego a fin de mes... Así estaba, y eso fue lo que hice. Eso, y hablar con mamá, que me llamaba a todas horas para decirme que estaba equivocado, que no había entendido a papá, que él estaba hecho polvo, que yo sabía de sobra cómo quería a mis hijos, que era imposible que me hubiera dicho lo que yo creía haber escuchado...
—Y seguramente era verdad, Julio —intercedí por mi padre sin ganas, una vez más, la última—. A lo mejor le pillaste en un mal momento, preocupado, deprimido, o incluso alarmado por algo, ¿no? Es posible que hubiera tenido algún revés en los negocios o que pensara que no podía hacer por ti más que por los demás... —entonces me di cuenta de que estaba diciendo tonterías, pero seguí adelante, por encima de la paciente expresión de mi hermano—. Era un hombre muy mayor, y Verónica no le gustaba, y por eso... Yo qué sé... Es que me cuesta trabajo creer que... No lo sé.
—Yo sí —la sonrisa de Julio no había cedido un milímetro, sus convicciones tampoco—. Yo sí sé lo que dijo y cómo me lo dijo, Álvaro. Lo tenía a la misma distancia a la que te tengo a ti ahora. Y no cedí. Aquel sábado no fui a La Moraleja. Era una putada para los mellizos, desde luego, porque, después de la separación, dejar de ver a sus primos, a sus tíos, a sus abuelos... Era una putada, pero no fui. Y la semana siguiente llamé a mamá, voy a llevar a los niños al circo, le dije, ¿quieres que te saque una entrada?, así los ves... Faltaba muy poco para Navidad y se me echó a llorar por teléfono, y luego, el sábado, siguió llorando, me rogó, me suplicó... Pero yo no podía ceder, Álvaro. Soy demasiado orgulloso y aquello había sido muy gordo, demasiado gordo.
—Y sin embargo... —pensé en mi padre, en mi hermano, en mi familia reunida alrededor de él en su enfermedad, en su agonía, en su muerte—. Al final se arregló todo, ¿no?
—Sí, pero porque al final fue él quien vino a verme. El lunes después del circo entró en mi despacho, se sentó delante de mí y me puso encima de la mesa un talón conformado por el doble de la cantidad que le había pedido. Y luego dijo algo que me impresionó mucho más. Perdóname, hijo, y no me humilles, eso me dijo, no me humilles más. Era muy listo. Había elegido muy bien las palabras, porque si me lo hubiera dicho de otra manera quizás no le habría perdonado, no habría podido, pero eligió ese verbo, me pidió que no le humillara más, y yo le conocía, sabía cómo era, tan orgulloso como yo, quizás más todavía, y le miré, y le vi tan mayor, tan derrotado mientras me pedía perdón, mientras me pedía que no le humillara... Yo le quería, Álvaro, ¿cómo no le iba a querer? Era mi padre. Así que me levanté, y le di un abrazo, y fue como si nunca hubiera pasado nada. Vendí el apartamento, vendí el jeep, me mudé a un piso de alquiler y le devolví el dinero en un par de años. Nunca volvimos a hablar del tema, pero no se me ha olvidado. No se me olvidará nunca. Por eso creo que lo que pasa con papá es muy raro. Y si quieres que sea sincero contigo, yo no sé muy bien qué clase de hombre era en realidad.
Apuró la última copa, pidió la cuenta, y busqué en vano algo más que decir.
—Ni lo sé —pero mi hermano lo encontró antes que yo—, ni me importa.
El 24 de junio de 1941 hacía calor, un calor seco, africano e impío, capaz de levantar un espejismo acuático a ras de las aceras. Eran las doce de la mañana y ya se presentía el largo tormento de otro día sin final, la crueldad del sol prolongándose más allá del atardecer para afirmar su supremacía en una noche eterna de sudor y moscas, las sábanas calientes, tenaces como mordazas, y el sueño ausente en la blancura implacable de los sentidos embotados, abocados a percibir sólo calor. Eran las doce de la mañana y Madrid una precoz promesa del infierno, pero Julio Carrión González se cambió de ropa igual, antes de salir a la calle.
—Mira que eres tonto, chaval...
Su jefe, que era el dueño del local y se estaba hartando de ganar dinero, meneó la cabeza con una expresión de ironía paternal cuando le vio aparecer limpio y recién peinado, con los pantalones y la camisa con los que había aparecido por el taller aquella mañana. El señor Turégano había ido a trabajar con lo que él llamaba su mono de verano, un par de tallas más grande que el que usaba en invierno, para que circule el aire, decía, y no le importaba que le vieran así, vestido de lona azul, con el nombre de su garaje bordado en el lado izquierdo, la cremallera abierta hasta el borde del ombligo. Porque eres el jefe, no te jode, pensó Julio al escucharle, pero no dijo nada. No le interesaba llevarse mal con aquel hombre, y no sólo porque le pagara un sueldo todas las semanas. También le convenía su extraño concepto del trabajo y la pereza, esa obsesión por supervisarlo todo sin ausentarse del garaje ni un segundo, que permitía a su empleado favorito escapar del foso sucio, grasiento y maloliente donde le cambiaba el aceite a los coches, para dar una vuelta por el centro de la ciudad de vez en cuando. Y a Julio sí le importaba que le vieran con el mono lleno de manchas, más negro que azul y brillante de porquería, aunque en aquel barrio no le conociera nadie, ninguno de esos señores bien vestidos que llevaban del brazo a aquellas señoras elegantes que pisaban con tanta fuerza como si pretendieran romper con sus tacones las aceras de la calle Alcalá o de la Gran Vía. A veces era como si las rompieran de verdad, él lo había visto, había sentido el suelo temblando bajo sus pies, se había apartado para dejarlas pasar y se había quedado mirándolas, apostando consigo mismo a que ésta sí se iba a volver para devolverle la mirada. Ninguna lo había hecho nunca, pero algún día, pensaba él, alguna se volvería, y no iba a verle con el mono de mecánico que llevaba en el garaje, ni que estuviera loco, vamos. Por eso, porque confiaba en su ambición más que en su suerte, siempre que el jefe le mandaba a hacer algún recado, se cambiaba de ropa antes de salir.
—Con el calor que hace ahí fuera, Julio, ya tienes ganas de sudar, hijo...
Era verdad que el garaje, instalado en el sótano de un edificio antiguo y sólido que había salido indemne de los bombardeos, era fresco y oscuro como una cueva, pero también olía mal, y estaba sucio, y sobre todo aparte de la vida verdadera, la verdad de las calles elegantes y los escaparates lujosos, de las mujeres guapas y el dinero, como si la rampa que lo separaba de la calle de la Montera fuera mucho más que una cuesta de pocos metros, toda una frontera simbólica entre lo que Julio Carrión poseía y lo que deseaba. Y él no era el único que experimentaba la sórdida ilusión de aquel destierro. Mientras el jefe le explicaba lo que tenía que hacer esa mañana, Julio sentía en la nuca la envidia de sus compañeros, los tres mayores que él, los tres más antiguos en el trabajo, ninguno capaz de disputarle en cambio la predilección del señor Turégano, que un año antes, cuando en Madrid nadie se fiaba de nadie, le había contratado sin conocerle de nada.
Busco trabajo, señor, le había dicho él, lo que sea, cualquier cosa... ¿Cuántos años tienes, hijo?, le había preguntado aquel hombre mayor, calvo y regordete, que tenía más de cincuenta, tres hijas y el secreto disgusto de no haber tenido también un varón. Dieciocho, señor, y sonrió como él sabía sonreír, con los ojos y los labios a la vez, enseñando sus dientes regulares, blanquísimos. Pues el caso es que no necesito a nadie, pero..., y el patrón vaciló, ¿de dónde eres? Julio tomó aire y le contó algunas mentiras y algunas verdades, de Torrelodones, pero me vine a Madrid con mi padre antes de la guerra, una de esas casualidades, ya sabe, mi madre estaba enferma, tuberculosis ósea, la trataban aquí, el 18 de julio la pilló en el hospital, y luego, entre unas cosas y otras... Total, que ellos se volvieron al pueblo el año pasado, lo recuperaron todo, la casa, las tierras, mi padre es un hombre muy religioso, muy amigo del párroco, todo el mundo lo conoce, pero a mí... Yo ya he vivido aquí antes, señor, yo ya he probado esto, con guerra, y con hambre, y con todo, pero lo he probado y no me gustan las ovejas, ésa es la verdad. Aquel hombre se echó a reír, yo soy de un pueblo de Segovia, le dijo, y tampoco me gustan.
En ese momento, Julio Carrión González supo que había tenido suerte, lo supo antes de que al señor Turégano se le pasara por la cabeza la idea de contratarle, le había pasado muchas veces, otros nacían ricos, guapos, genios, príncipes, él había nacido simpático y lo sabía, y había aprendido a explotar ese don, yo en realidad lo que quiero es ser mago, añadió, mago profesional, ¿sabe?, me sé un montón de trucos... A verlos, dijo el patrón, y los vio, el de las monedas, el de los pañuelos, los de la baraja. Eres muy bueno, le dijo al final, sí que lo soy, admitió él sin arrogancia, pero no puedo vivir de esto, todavía no, necesito un trabajo, lo que sea, para empezar, y luego... No puedo ofrecerte mucho, claudicó sin demasiada resistencia el señor Turégano, no me importa, aceptó Julio, cualquier cosa me parecerá bien, pero antes de que el dueño del garaje concretara una oferta, le contó el chiste de los mejicanos y el perrazo, esmerándose al imitar las voces, y le vio llorar de risa. Desde entonces, Julio Carrión no sólo trabajaba en aquel garaje de la calle de la Montera. También era el hombre de confianza de su jefe, que le encargaba toda clase de tareas alternativas a su propio trabajo, algunas tan agradables como ir a recoger, y luego a devolver, los coches de los clientes que no tenían tiempo para pasar por el taller o acompañar a alguna de sus hijas al cine, y le daba una buena propina después, toma, decía, para que te tomes una caña a mi salud, como si ninguno de los dos supiera cuánto costaba una caña.
—Mira —le dijo aquella mañana—, te vas al banco, hablas con Gutiérrez, me ingresas estos dos cheques, recoges el comprobante del ingreso, que no se te olvide, y me traes cambio de doscientas... Aquí están.
—Muy bien —contestó él—. ¿Quiere que le traiga también unas cervezas?
—Sí, a ver si las encuentras heladas, pero heladas, ¿eh? Tráete seis, y vuelve por la sombra, para que no se calienten. Anda, vete ya y que no te pase nada.
Antes de empezar a subir la rampa, Julio miró a Paquito, el compañero que tenía más cerca, y le guiñó un ojo para recibir a cambio una sonrisa apaciguada y sincera. Los dos sabían que de las seis cervezas, les tocaría al menos una por barba, y que sería mérito de Julio haberlas conseguido. Así se haría perdonar entre sus compañeros el privilegio de estar casi una hora en la calle, entre el camino de ida, el de vuelta, la cola del banco y la lentitud a la que trabajaba Gutiérrez, le diría al señor Turégano, qué barbaridad, qué hombre más tonto, e imitaría los gestos más obsequiosos del cajero, su manera de frotarse las manos, su sonrisa de conejo y esa manía de estar siempre subiéndose las gafas con el índice de la mano derecha, para que el jefe se partiera de risa antes de acordarse de mirar el reloj.
Era verdad que fuera hacía calor. El aire estaba tan caliente como si la ciudad entera se hubiera convertido en un gigantesco vagón de metro y el sol hacía daño en la cabeza, de tanto como quemaba, pero Julio sonrió y miró a su alrededor como si sólo en la calle se respirara la vida. Cuando llegó a la Red de San Luis, se paró delante de un escaparate, se despeinó el mechón que le gustaba llevar colgando en un bucle sobre la frente, se desabrochó dos botones de la camisa, se la arremangó, se subió el cuello por detrás, y se colgó un pitillo del labio inferior hasta conseguir el aspecto achulado y un poco canalla con el que más seguro se sentía. Había pensado en lucirse un poco, bajar por la Gran Vía poniéndole ojitos a las camareras de las terrazas, pero antes de llegar a la esquina escuchó los primeros gritos y distinguió una marea de camisas azules contenida entre las dos aceras,
—Qué mala suerte, joder —murmuró entre dientes, mientras se daba la vuelta con una lentitud calculada para que su cambio de rumbo no pareciera una huida—, con lo bien que se estaba poniendo el día...
Titubeó un momento antes de desechar Caballero de Gracia y alejarse un poco más para escoger Jardines, una calle oscura y despoblada, como un paréntesis de calma, o de desolación, en el abigarrado corazón del bullicio. Qué mala suerte, repitió para sí mismo mientras recorría la acera desierta, rechazando con un movimiento de cabeza la oferta de un par de putas madrugadoras de las de toda la vida, que se escondían dentro de los portales para acechar a los clientes a quienes antes abordaban en plena calle, una tradición castiza que no cabía, pese a su raigambre, en el tradicionalismo del nuevo régimen. En aquella época, todo el mundo sabía lo que significaba en España el verbo caber. Lo sabían las putas, que habían aprendido a exhibir su cuerpo sin enseñar la cara, por si tenían que salir corriendo para intentar escapar por la azotea, y lo sabía Julio Carrión, que aquella misma mañana había vuelto a ver a Mari Carmen, la hija del Peluca, al salir de su pensión, a las ocho menos veinte.
Ahí está, había pensado al verla, hay que joderse, y se había vuelto a meter en el portal, igual que una puta callejera, para que ella al menos siguiera su camino sin descubrirle. Oculto tras la hoja de la puerta, la vio pasar, con cara de sueño y las piernas despiertas, preciosas, magníficas. Las piernas de Mari Carmen Ortega habían sido el primer monumento que Julio Carrión González admiró al llegar a Madrid, aquella tarde de junio de 1937 en la que su padre le iba arreando por el laberinto de la ciudad inmensa y desconocida como si fuera el perro que llevaba consigo para pastorear a las ovejas.
—Julio, anda, venga, rápido, que estás atontado, por aquí, sígueme...
El camión que los había traído desde Torrelodones los dejó en la calle Mayor, pero él había hecho el viaje en la trasera, rodeado de sacos y cajas de munición, y no había podido ver nada, casi nada, retazos fugaces de edificios muy grandes, algunos en ruinas, otros no, vigas de madera apuntalando las fachadas, agujeros en el suelo y gente, mucha gente, tanta como él no había visto junta en su vida, gente que andaba deprisa, como si llegara tarde a alguna parte, las mujeres con cestas, los hombres con uniformes militares de media docena de estilos distintos, los niños a su aire, disparando con palos, con tablones, con el listón suelto de alguna persiana, corriendo y persiguiéndose entre sí como si la otra guerra, la de verdad, no fuera con ellos.