A mi padre le gustaba bailar con mi hermana Angélica. Lo hacían tan bien que parecían una pareja de bailarines profesionales, pero sólo le había visto bailar con Clara una vez, en el banquete de su boda. Tu hermano Julio piensa con la polla, tu hermano Rafa ya me tiene harto... A mí nunca me había dicho nada parecido, tú eres más listo, Álvaro, vamos, creo yo, pero tampoco me había dado nunca indicios de su predilección y jamás habíamos llegado a instalarnos juntos en una intimidad aparte. No discutíamos, no nos peleábamos, y nos queríamos, eso sí, por supuesto, yo le quería, era mi padre, él me quería, era su hijo, habíamos llegado hasta ahí, ni un paso más, pero yo pensaba que con los otros, con su primogénito al menos, sería distinto, no se me había ocurrido pensar que mantuviera la misma distancia con todos sus hijos, me resistía a aceptarlo todavía.
—Y además... —por eso insistí de nuevo—. Rafa tenía negocios con papá, ¿no? Ya has oído a mamá, antes.
—¿Negocios? —Julio levantó las cejas y se echó a reír—. Lo que tenía Rafa con papá eran deudas, no negocios. Deudas, Álvaro, porque le pedía dinero cada dos por tres, pero continuamente, sin parar. Él no le daba ni la cuarta parte de lo que le pedía, y eso me parece bien, que conste, porque el otro se pasaba quince pueblos, pero al final... Ya se sabe, lo del cántaro, y la fuente, y todo eso —hizo una pausa y sonrió—. Mira, cuando mamá ha preguntado antes si no teníamos inconveniente, he estado a punto de intervenir. Porque lo va a seguir haciendo, ¿sabes? Seguro, y ahora más, porque con mamá es más fácil, ella es mucho más blanda que papá, y por mucho que haya heredado, por mucho dinero que tenga, intentará sacarle lo que pueda, lo sé, he estado a punto de decirlo... Pero luego he pensado, ¿y a mí qué más me da? Si yo no gano nada jodiendo a Rafa, si no voy a ser más feliz por tener más dinero en el banco... ¿Tú le pediste dinero a papá alguna vez, Álvaro?
—No. Cuando compré la casa se me ocurrió, pero la hipoteca desgravaba y total, no sé. Todavía no me había casado, no tenía muchos gastos, tampoco hacía falta.
Asintió con la cabeza, se quedó un momento callado, me miró, se acabó la copa que estaba bebiendo, pidió otra con la mano y volvió a mirarme, como si estuviera meditando, a punto de tomar una decisión sobre algo que yo no podía valorar. Pero le conocía muy bien. Era mi hermano.
—¿Y tú?
—Yo le pedí dinero una vez —y la señaló, estirando el índice de la mano derecha, para que no hubiera dudas—. Una sola vez. Y no me lo quiso dar.
—¿Por qué? —insistí, y no lo hice tanto por mí como por él, que se había apagado de repente.
—Eso todavía no lo entiendo. O mejor dicho, prefiero no entenderlo —en ese momento le pusieron otra copa delante y la dejó medio vacía de un trago antes de seguir—. Pero te voy a decir una cosa. Papá era un hombre admirable, que se hizo a sí mismo desde la nada, sin la ayuda de nadie, vale, y era un hombre encantador, tan simpático, tan seductor, tan interesante, tan inteligente, vale también. Eso es lo que pensáis todos, lo que piensa todo el mundo, y es verdad, yo no digo que no. Pero papá era también un hombre muy duro, muy hijo de puta cuando quería. Y fíjate en lo que te estoy diciendo, porque yo no soy como tú, Álvaro, no pienso como tú, no hablo como tú. Y no estoy diciendo que fuera conservador, ni anticuado, ni puritano, ni reaccionario, sino hijo de puta, un hijo de puta auténtico.
—Verónica —recordé entonces en voz alta, porque nunca había podido olvidarlo.
—No —mi hermano negó con la cabeza—. O, mejor dicho, sí pero no. Ésa fue la primera putada, de todas formas, pero bueno, ésa se la perdoné, porque era un hombre mayor, que había vivido en un mundo muy distinto, tenía otro concepto de las cosas, no sé... Cuando le dije que iba a dejar a Asun, se extrañó mucho. ¿Es que os lleváis mal?, me preguntó, y le contesté que no, porque además era verdad, y lo sigue siendo, por cierto, yo con Asun siempre me he llevado muy bien, incluso ahora, nunca discutíamos, nunca nos peleábamos, pero bueno, ni la tercera parte que con Verónica, ¿qué digo?, ni la décima... —sonrió, me miró, y dijo algo asombroso con una naturalidad que me pareció envidiable—. Claro que Vero es el amor de mi vida y Asun no, y eso no es culpa de nadie. Eso fue lo primero que no entendió. No es eso, papá, le dije, es que me he enamorado de otra mujer... ¿Qué?, me preguntó, con una sonrisita que, de momento, me sentó como una patada en los cojones, la verdad. Que me he enamorado de otra, repetí, y entonces se echó a reír. Enamorado, enamorado, dijo, imitándome, menuda tontería, ¿y qué tendrá que ver eso con lo que estamos hablando?
—Pero... —le interrumpí sin saber muy bien lo que iba a decir a continuación, pero él no me dejó seguir.
—Pero no, Álvaro. No te equivoques. A papá no le pareció mal que yo me hubiera liado con Verónica. Lo que le pareció una estupidez fue que dejara a Asun para irme a vivir con ella. Pero, bueno, eso lo encontré casi normal, por eso te he dicho antes que se lo perdoné... La otra vino después, y no se la he perdonado nunca.
Hizo una pausa larga, y me di cuenta de que no estaba cómodo, pero encontró a tiempo un camino por donde seguir.
—Yo puedo ser un mal marido, Álvaro, pero soy un buen padre. Soy un padre acojonante. Y no lo digo para ponerme medallas, no es ningún mérito, porque no me cuesta trabajo, ésa es la verdad... A mí me encantan mis hijos. Me gusta estar con ellos, necesito estar con ellos, me lo paso muy bien, me divierto mucho con los niños, y si no tengo más, es porque mi mujer no quiere, que por mí... Por eso nunca voy a ninguna parte los sábados, ni hago viajes de fin de semana salvo que me lleve conmigo a los cuatro. Vero lo sabe, a ella se lo advertí desde antes de empezar, desde el principio, cuando nuestra historia era todavía un adulterio de guía Michelin y hoteles de lujo. Mis hijos y yo vamos en el mismo paquete, lo siento, si te vienes a vivir conmigo, a partir de ahora sólo te puedo llevar a cenar a París los martes.
—Y aceptó, claro —dije, sonriendo.
—Sí, aceptó —él también sonrió—. Pero también acepta lo demás, y quiere mucho a los mellizos, eso era lo que más me preocupaba, en serio. Yo no habría podido vivir con ella si ella no hubiera querido a mis hijos. Y los sábados..., sobre todo ahora, porque Asun se ha echado un novio y de repente le sobran los niños, y me los deja muchos fines de semana enteros. Total, que a las nueve de la noche, todos recién bañados, con el pijama puesto y apestando a colonia de bote de tamaño familiar, nos sentamos los cinco en el sofá del salón, yo en el centro, los niños a mi izquierda y las niñas a mi derecha, y nos ponemos con dos pizzas delante a ver la película del Disney Channel, que no te puedes ni imaginar los bodrios que me trago...
—Claro que me lo imagino —protesté—. A ver si te crees que yo no me los trago.
—Pues eso. Lucía es la que más chilla, pero cuando se toma el biberón, se me queda frita en brazos, y entonces, Julia, que está mayorcísima, mucho más grande que su hermano, y muy guapa, y juega a que está enamorada de mí y a que somos novios, me apoya la cabeza en el hombro, me coge de la mano y vemos la película haciendo manitas. Luego, el que se duerme es Pablo, encima de Enrique, porque le adora, es su hermano mayor, a Julia no la tiene en cuenta, y él, que al fin y al cabo sólo tiene once años, y pelusa de la otra, que es su melliza y parece su madre, se me va acercando también, poco a poco, hasta que le paso por encima el brazo izquierdo. Así acabo de ver la película, con las cabezas de los mellizos encima de los hombros, Lucía en la pierna derecha, Pablo medio atravesado sobre la izquierda, el cuerpo dormido de arriba abajo y Verónica en una butaca, porque nunca le dejamos sitio en el sofá, diciendo siempre lo mismo, parece mentira, Julio, el que te vea, no se lo cree. Y lleva razón, pero en ese momento soy el hombre más feliz del mundo, te lo juro...
—Yo sí te creo, Julio.
Le creía, lo había visto muchas veces, mi hermano, que no era sólo el hombre más golfo, más mujeriego que había conocido en mi vida, sino también un empresario implacable, no mucho más piadoso ni más escrupuloso que Rafa, cuidando de sus hijos, dándoles de comer, haciendo los deberes, jugando con ellos con una paciencia infinita, sin perder jamás los nervios, las fuerzas, las ganas de tirar otro penalti, el último, papá. Era un fenómeno asombroso pero indiscutible, y también conmovedor, al menos para mí, que tenía sólo un hijo y ni la mitad de resistencia que mi hermano, aunque eso me pegara tan poco como la abnegación paternal, quizás sería más exacto decir maternal, le pegaba a él.
—Entonces entenderás lo demás... Mira, cuando me separé de Asun, tuve muy claro que iba a intentar que nos siguiéramos llevando bien porque, a aquellas alturas de lo irremediable, eso era más que nada cuestión de dinero. Ella estaba mal, desde luego, y la culpa la tenía yo, eso también desde luego, pero por ese lado ya no había nada que hacer, así que cuando su abogada me dijo que había que valorar el sufrimiento de su clienta, yo le dije, vale, todo menos los niños. Yo la he jodido y ella me quiere joder a mí, muy bien, me parece justo, pero a los niños vamos a dejarlos al margen... Yo no quería ir a juicio, quería arreglarlo todo por las buenas, llegar hasta el juez con un convenio privado al que no le pudiera poner ninguna pega, y lo conseguí. Me costó lo mío, no creas, estuve negociando más de un mes, porque quería que ambos propusiéramos de mutuo acuerdo la custodia compartida y un régimen de visitas distinto del habitual. Quería dividir todos los fines de semana por la mitad en vez de quedarme con los mellizos en fines de semana alternos. Eso va a ser imposible, me dijo la abogada, ¡ah!, ¿sí?, dije, ¿cuánto? —y adoptó un acento diferente, achulado, como de galán de barrio en una comedia de televisión—. ¿Cuánto qué?, me preguntó. Que cuánto me va a costar que sea posible... Ella se me quedó mirando, como muy ofendida, no le entiendo, me dijo, claro que me entiendes, guapa, le contesté, yo también soy abogado, así que vamos a dejarnos de tonterías...
—No sabía nada de eso, Julio —le interrumpí, divertido por el tono de sus confidencias pero también conmovido por su naturaleza, la escarcha de aquel proceso que jamás había comentado, del que jamás se había quejado mientras miraba a Verónica como el más torpe de los dioses olímpicos—. Nunca me lo habías contado.
—No —sonrió—, ni a ti ni a nadie. ¿Para qué? Sobre todo porque al final me salí con la mía, aunque me costó quedarme en la ruina, eso sí... Asun, que a la hora de la verdad se portó muy bien, mucho mejor que su abogada, me dijo que no quería una compensatoria todos los meses, sino una cantidad razonable por adelantado. Ya estaba pensando en poner la tienda y a mí eso me pareció estupendo, muy sensato, lo mejor para los dos y hasta para los niños. Total, que no firmé ni la mitad de lo que había empezado pidiendo ella, pero sí el doble de lo que había empezado ofreciendo yo, y eso que fui generoso desde el principio. Ella sabía que no podía ir más lejos, sabía cuánto dinero teníamos, pero a mí me dio igual, porque, ¿qué es el dinero, a ver?
Se me quedó mirando como si esperara de mí una buena respuesta y negué con la cabeza mientras la buscaba en vano.
—Pues yo qué sé... —arriesgué después de un rato—. ¿Poder?
—No —rechazó mi hipótesis con vehemencia—. Nada. El dinero, cuando no lo tienes puede serlo todo, pero cuando lo tienes no es nada, nada, ¿lo entiendes? No fabrica nada, no sirve para nada, sólo para gastarlo, para comprar cosas agradables, para conseguir placer, y a mí me iba a dar mucho más que eso. Yo tenía la suerte de tener un padre rico, ¿no? —entonces entendí lo que quería decir, y que tenía razón—, un padre que me regalaba todos los años un par de millones sin venir a cuento, un padre que se pasaba la vida prestándole dinero a mi hermano mayor para que lo invirtiera en la última gilipollez que se le hubiera ocurrido, hidroeléctricas portuguesas, gasolineras en la provincia de Toledo, participaciones en cementeras y cosas por el estilo, así que cuando llegamos a un acuerdo, firmé. Eran mis hijos, y firmé. Con el agua al cuello, pero firmé. Primero firmé, y luego me fui a ver a papá.
—Hombre, pues a lo mejor deberías haberlo hecho al revés —y me eché a reír, porque todavía no sabía de lo que estábamos hablando—. Si ibas a pedirle dinero...
—Ya, ya lo sé. Sé que tendría que haber hablado antes con él, que me vas a decir lo de siempre, que soy demasiado impulsivo, que no pienso las cosas, vale, tienes razón. Pero aquello era tan evidente, tan grave, estaba todo tan claro, que primero firmé y luego me fui a verle. Y se lo conté todo. Y cuando terminé, no abrió un cajón, no sacó un talonario, no se me quedó mirando y me preguntó, ¿cuánto necesitas, hijo mío?, que era lo que yo pensaba que iba a hacer. No. Cuando terminé, seguía recostado en su sillón, con los brazos cruzados. No te entiendo, Julio, me dijo. La verdad es que no te entiendo, hijo, no entiendo cómo has podido hacer una tontería semejante, arruinarte por los mellizos, ni que fueras una gallina... ¿Que te gustan los niños? Muy bien, pues ten más, ahora tienes una mujer muy joven.
Había hablado muy deprisa, sin sonreír, sin detenerse, parándose apenas para respirar, como si le angustiara recordar lo que me estaba contando, como si quisiera llegar pronto al final, a aquel bar donde estábamos los dos juntos, los dos solos, mucho más cerca de lo que habíamos estado nunca, y por fin me miró, levantó los ojos de la copa donde los había escondido para evocar su conversación con nuestro padre y me miró, me sonrió, y comprendí que él ya se encontraba a salvo, muy lejos de todo aquello, pero no podía saber cómo me sentía yo mientras percibía el agujero perfecto, hueco, redondo, que el taladro de sus últimas palabras había abierto en el centro de mi cuerpo.
—No me jodas —le rogué, y sentí aquel vacío también en mi voz.
—Te lo juro —la suya era firme.
—No me jodas —repetí, como si me hubiera quedado atascado, incapaz de encontrar otras palabras con las que defenderme de aquella enormidad.
—Te lo juro, Álvaro —y volvió a mirarme, y volvió a sonreír—. Yo tampoco me lo podía creer. Te juro que en aquel momento no me lo creí. Nunca en mi vida me había sentido tan mal, tan humillado, y me quedé parado, clavado en la butaca, esperando a que pasara algo, a que se cayera el techo, a que se hundiera el suelo, a que me dijera que era una broma.
—¿Y qué pasó? —porque aquello no pudo acabar así, me animé a mí mismo, mi padre tuvo que rectificar, cambiar de actitud, hacer algo...