El corazón helado (22 page)

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Authors: Almudena Grandes

Tags: #narrativa

BOOK: El corazón helado
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El dormitorio, sin embargo, no ofrecía ninguna señal particular a simple vista. Tenía las paredes estucadas en un tono amarillo anaranjado que entonaba muy bien con el de mi espíritu, y una forma de ábside achatado que prestaba a la cama, cuadrada, de dos metros por dos metros, una irreverente apariencia de altar, reforzada por la presencia de dos nichos recubiertos por molduras de escayola blanca, muy pretenciosos y bastante feos para mi gusto, que estaban situados justo encima de las mesillas. Éstas, de perfil curvo y líneas sencillas, sí me parecieron bonitas, como la cómoda a juego que estaba adosada a una de las paredes laterales. El único elemento perturbador del mobiliario era una televisión plana, inmensa, colgada en la pared del fondo a la altura idónea para verla desde la cama. Debajo, en un carro metálico con ruedas, había un vídeo, un DVD y un montón de películas muy bien ordenadas.

—Ya verás, Alvarito —me dije mientras las miraba—. Ya verás.

Pero no vi nada todavía. Antes me senté en la cama, comprobé que el colchón no era de agua, experimenté un considerable y absurdo regocijo al percibir su vulgar estructura de muelles, y me consentí a mí mismo volver a pensar que los ricos eran muy horteras, sin sentir esta vez nada especial al formular una idea tan clamorosamente sustentada por el espacio que me rodeaba. Luego, me pregunté cuál sería el lado de mi padre, concluí que lo más lógico sería que se hubiera reservado el mismo que ocupaba en su lecho matrimonial, comprobé que sobre la mesilla situada a la derecha reposaban dos mandos a distancia, y empecé por los cajones de la otra, donde no encontré nada, sólo un folleto de instrucciones del radio despertador digital que se correspondía con el modelo que estaba encima, al lado de la lámpara.

El reloj estaba en hora, y la alarma activada. Pulsé el botón por curiosidad y me encontré con que el aparato estaba programado para encenderse a las siete de la mañana. Luego ella se queda de vez en cuando a dormir aquí, deduje, y aquel indicio de normalidad, la imagen de una mujer joven que se levantaba para ir a trabajar de la cama que unas horas antes había compartido con un hombre que podría ser su padre, y hasta su abuelo, me pareció una monstruosidad, pero me acordé a tiempo de que Raquel Fernández Perea no era una pobre huérfana abandonada e indefensa, sino una chica lista que ganaba un sueldo, seguramente considerable, en una institución de nombre laberíntico que se dedicaba a hacer crecer el dinero de los demás. Entre las razones que la hubieran llevado a liarse con uno de sus clientes no era previsible que se contaran la miseria, la necesidad de protección o la incapacidad para defenderse por sí misma. La verdad es que, para trabajar con un horizonte científico tan amplio, eres muy novelero, Álvaro, recordé, tienes mucha imaginación, para ser físico.

En el primer cajón de la mesilla de la derecha había tres objetos. El más pequeño era un pastillero cuadrado, de plata, con la superficie rayada, muy parecido, si no idéntico, al que mi padre llevaba siempre encima. Lo mismo ocurría con el portaminas de acero, muy sencillo, muy estilizado, como todos los que llevaba enganchados en el bolsillo de la chaqueta en todas las imágenes suyas que podía recordar. El tercero era un consolador de goma de color morado, que parecía relleno de una especie de gel, y olía a jabón, plástico bien lavado.

—Hostia, papá...

Raquel Fernández Perea, que es mucho más guapa de lo que parece, desnuda sobre una pila de almohadas, con sus piernas bonitas abiertas de par en par, ofrece una perspectiva insólita, obscena y encantadora de su cuerpo levemente desproporcionado, la piel perfecta, siéntese, por favor, perdóneme, no le he ofrecido nada, ¿quiere tomar un café?, mientras su vientre tiembla apenas, menos desde luego que las manos del anciano que empuña un cilindro de goma de color morado que desaparece despacio en su interior para que ella agradezca la atención con una sonrisa que deja ver sus dientes separados.

La sangre se agolpaba en mis sienes como si estuviera a punto de reventarme las venas, y al respirar no hacía otra cosa que inyectar oxígeno en un fuego del que ya no podía distinguir nada excepto el calor, las llamas que me cercaban, que prendían en mi ropa, que me ahogaban en humo con una minuciosa e implacable precisión. Te voy a decepcionar, Álvaro, es una historia vulgar, sencilla, los seres humanos somos muy sencillos, y tenía razón, tanta que encendí primero la televisión, luego el DVD, y me encontré exactamente con lo que esperaba, la mujer era morena y llevaba un corsé rojo y negro que le dejaba los pechos al aire, los hombres, porque eran dos, llevaban traje oscuro y corbata, pero ambos tenían la bragueta abierta y la polla fuera, no vi nada más, volví a apagar los dos aparatos en el orden inverso a aquel en el que los había encendido, primero el DVD, luego la televisión, para ahorrarme la destemplanza sórdida y mecánica de las escenas que vendrían a continuación, y no pude evitar hacer un chiste, modelo ejecutivo, papá, pensé para mí mismo, al acordarme de lo nervioso que le ponía mi resistencia a ponerme una corbata, al fin y al cabo, siempre ha sido lo tuyo. Ése era el chiste, pero no me hizo gracia.

No me apetecía estar más tiempo allí, husmeando en la intimidad de aquel anciano que ahora me parecía tan débil, tan frágil, tan desvalido como un animal callejero, desahuciado, un pobre hombre que estaba muerto y solo, en ninguna parte. Aquélla fue la primera vez en mi vida que me sentí responsable de mi padre, más adulto que él, más capaz de tomar decisiones, de resolver problemas, de ampararle y protegerle como él había hecho conmigo cuando yo era niño. Has tenido que morirte, papá, pensé, has tenido que morirte para necesitarme, y la dureza de aquella conclusión me estremeció.

En el pastillero había una pastilla blanca, pequeñita, otras redondas y un poco más grandes, también blancas, y dos azules, que me parecieron raras, porque no recordaba haber visto nunca comprimidos de ese color. Me guardé una en el bolsillo, devolví el pastillero al cajón de la mesilla, lo cerré, y procuré dejarlo todo igual que me lo había encontrado, aunque antes de salir me di cuenta de que tendría que volver pronto, porque no podía compartir aquel secreto con mis hermanos, y muchísimo menos con mi madre. Al fin y al cabo, todos habíamos tenido la suerte de que ella me mandara a mí, precisamente a mí, que parecía el hijo equivocado, a entrevistarme con la última amante de su marido. Entonces me acordé de la reunión que había convocado para el jueves siguiente, y calculé que debería desprenderme de todo antes, tirar las películas, el consolador, las velas, el despertador, los cosméticos del cuarto de baño, los libros leídos, y aquél me pareció un trabajo feo, sucio, sentí una punzada de tristeza en el umbral de aquella puerta por la que tendría que volver a entrar antes de que pasaran tres días y me pregunté cuándo la habría atravesado él por última vez, cómo se encontraría, cuánto tiempo le quedaría antes de morir.

Qué putada, papá, qué putada que te hayas muerto así, con una amante de treinta y cinco años y tantas ganas de vivir, qué putada. El aire del exterior me sentó bien, pero no entibió la gélida corteza de mi melancolía, ni solidificó el estado gaseoso que mantenía todas y cada una de mis terminales nerviosas al borde de la ebullición. La calle Villanueva, además, estaba sorprendentemente despejada.

—¡Miguelito!

Mi hijo vino trotando por el pasillo, se estrelló contra mí con la misma desprevenida alegría de un toro que ve abierta la puerta del chiquero, y me hizo reír. Era verdad que era muy bruto, y también era verdad que a mí me hacía mucha gracia que fuera así.

—¿Cómo te has portado hoy? —le pregunté, después de cogerle en brazos y darle muchos besos para aspirar el aroma de su cabeza, una conmovedora amalgama de olor a tiza, goma de borrar y ketchup—. ¿Bien? —él asintió con la cabeza, muy serio—. Mamá me ha contado que tu profe dice que trabajas bien pero que te pegas mucho.

—Yo no —negó ahora, más serio aún—. Es Adrián, y Tito también, en el recreo, pum, pum...

—¿Ellos te pegan y tú te defiendes, verdad? —le pregunté, y me sonrió—. Entonces te vas a merecer un premio, por lo de trabajar tan bien, digo... ¿O no?

Mai estaba en la cocina, dándole vueltas al contenido de una sartén con una cuchara de madera.

—¡Álvaro, qué pronto has llegado!

—Sí —admití, y cerré la puerta.

—El niño está...

—El niño está viendo
Peter Pan
—la interrumpí, colocándome detrás de ella—. Se la acabo de poner. Es su peli favorita, ya sabes, y no creo que sea peligrosa, porque salen unos piratas, pero son muy simpáticos.

—Pero ¿no se la habías escondido...? Álvaro... —dejó escapar una risita nerviosa—. Álvaro, ¿qué haces?

—Nada —tenía la mano derecha dentro de su sujetador, la mano izquierda debajo de su falda, y la besaba en el cuello, muy despacio—. Bueno... Esto —y moví todos los dedos a la vez—. Le he levantado el castigo, pobrecito...

—¿Y por qué?

—¿Que por qué? —repetí, imitándola, mientras me apretaba contra ella—. ¿Tú qué crees?

—Álvaro..., estoy haciendo croquetas para cenar... Y la bechamel se me va a llenar de grumos...

Aquella noche cenamos una pizza cuatro estaciones de tamaño familiar con pan de ajo de regalo, y me di cuenta de que mi hijo interpretaba aquel menú imprevisto como parte del premio que yo, en un arrebato de graciosa e injustificada magnanimidad, había decidido otorgarle. Ya verás, me dije mientras le miraba con una punta de compasión anticipada, ya verás la próxima vez que pintes en la pared y tenga que volver a esconderte la película, pero se portó muy bien, se comió todo lo que tenía en el plato y se dejó llevar a la cama sin rechistar por un padre abrumado por su arbitrariedad.

Cuando volví al salón, Mai estaba viendo una película. Puse un par de copas, me senté a su lado, ella se recostó contra mí, como de costumbre, y logré mantener la compostura unos diez minutos.

—¡Álvaro! —tenía la camiseta en las axilas, el sujetador desabrochado, la falda arrugada en la cintura, y un acento indeciso entre el regocijo y el escándalo, que me permitió comprender que estaba contenta pero un poco asustada también—. ¿Qué te pasa hoy? Estás imposible, en serio...

—No lo sé —contesté, mientras me la sentaba encima—. Será la primavera.

Pero no era la primavera. Y cuando terminé, no estaba más tranquilo que antes de llegar a casa.

El todo puede ser mayor, menor o igual que la suma de las partes, todo depende de la interacción que se establezca entre estas últimas. Pensad bien en lo que acabo de decir porque ésta es una frase muy importante, y lo es en sí misma y porque desemboca en esta otra, sólo podemos afirmar con certeza que el todo es igual a la suma de las partes cuando las partes se ignoran entre sí.

Eso les decía yo a mis alumnos, y ellos tomaban apuntes con mucho afán y una sombra de escepticismo en la mirada, preguntándose de qué iba yo y por qué les soltaba tantos rollos si ellos no estaban estudiando filosofía, joder, pero a mitad de curso, los más listos habían descubierto ya que la física era también un sistema de pensamiento, que tenía sus propias reglas, y que éstas no podían desarrollarse sin más con las herramientas de la aritmética. Porque dos y dos no son necesariamente cuatro, no siempre, no en todas las circunstancias, no por fuerza, no a toda costa. Cuando lo comprendáis, les decía, estaréis en condiciones de comprender muchas cosas más. Y sin embargo, el hábito de obtener un cuatro de la suma de dos y dos estaba demasiado arraigado en el mecanismo de sus conocimientos como para que lograran desalojarlo sin resistencia, yo lo entendía, y procuraba no ser demasiado severo con ellos. Tampoco lo fui conmigo cuando volví al picadero de mi padre y tuve la sensación de que todo era un montaje.

Llevaba dos días y medio trabajando con un método cercano al anonadamiento, una sobrecarga voluntaria de esfuerzo que me había sentado bien, no sólo porque desde el día que conocí a Raquel no había hecho nada más que elaborar hipótesis fallidas, sino porque, además, después de pasar la tarde entera en el museo, discutiendo con los obreros y supervisando el montaje de mi exposición, llegaba a casa de noche, y lo bastante cansado como para que Mai recuperara la serenidad. Lo mío era distinto, simple agotamiento físico y, tal vez, el alivio de saber algo más.

—Había pensado en consultarle una cosa a tu mujer —aproveché el primer cambio de clase de la mañana del martes para llamar a mi cuñado Adolfo—, pero creo que prefiero hablar contigo.

—¿De hombre a hombre?

—Pues... sí.

—A ver —el tono zumbón, malicioso, tras el que se protegía, me hizo sonreír—. Que no sea muy difícil. Y, si puede ser, muy masculino tampoco.

—Bueno, me temo que masculino sí es, pero difícil no... Verás, la semana pasada, uno de esos días que llovió tanto, tuve que ir a La Moraleja a recoger el correo de mi madre. Iba a cuerpo, con un jersey, me puse perdido de agua, y Lisette me dio una gabardina de papá. Y en un bolsillo había un pastillero de esos de plata que usaba él siempre, con una pastilla blanca, redonda, pequeñita...

—Cafinitrina —me interrumpió él, ignorando que no me estaba contando nada que yo no supiera—. Tu padre tenía que llevarla siempre encima, porque ya había tenido un infarto y antes un par de amagos.

—Vale. Luego había otras pastillas también blancas, y también redondas pero un poco más grandes, que no sé lo que son.

—Yo tampoco —Adolfo se echó a reír—, vete a saber... Igual es paracetamol, para el dolor de cabeza. O no. Si son redondas, seguramente serán alguna clase de estatina, para el colesterol. Tu padre tenía el colesterol alto, no mucho, desde luego, pero lo bastante para cuidárselo.

—Ya... Y luego había otras pastillas, que son las que me mosquearon, de color azul cielo intenso —miré el comprimido que tenía entre los dedos e intenté ser más preciso—, no sé si me entiendes, o sea, no exactamente azul celeste...

—Y de forma romboidal —completó él.

—Sí —admití.

—Viagra.

—¿Seguro?

—Hombre, yo no soy farmacéutico, pero con esas señas... Casi que sí.

—Y mi padre... —lo estaba esperando desde el principio, pero la naturalidad de mi cuñado me desconcertó por un momento—. ¿Mi padre podía tomar viagra?

—No es que pudiera, Álvaro. Es que la tomaba, me lo estás diciendo tú.

—¿Y no era peligroso?

—Bueno... —se paró un momento, como si acabara de tomarme en serio y necesitara encontrar un tono diferente para seguir hablando conmigo—. Es como todo, no sé qué decirte. Desde luego, quien formuló la viagra no estaba pensando en un paciente de sus características, pero... Tu padre era un hombre muy fuerte, Álvaro, y aunque parezca un contrasentido, porque se murió de un infarto, también era un enfermo cardíaco privilegiado, porque no era hipertenso, porque no era diabético... Y así y todo, los ambulatorios están hasta arriba de abuelos de la edad de tu padre, enfermos cardíacos que sí son diabéticos, que son hasta hipertensos, y que se ponen de viagra hasta el culo, y además alegremente, por su cuenta, sin ningún control, porque saben que sus médicos nunca se la recetarían, aunque eso ahora está cambiando, claro, y más que va a cambiar. Los especialistas se han dado cuenta de que prohibírsela no sirve de nada, de que la van a seguir tomando igual, y ahí los tienes, y a ver quién les quita lo que están bailando. ¿Que si renunciaran a la viagra quizás, sólo quizás, podrían vivir más tiempo? Por supuesto. ¿Que podrían correr menos riesgos, tener menos fatiga, menos arritmias? Claro que sí. ¿Que podrían tener más calidad de vida? Eso ya no. Eso ya depende de lo que cada uno entienda por calidad de vida, y yo, desde luego, me quedo con la definición de los abuelos. Yo, cuando me llegue la hora, pienso tomarla. Esto son dos días y luego nada, y si me equivoco, si resulta que al final la carne resucita, prefiero resucitar empalmado, no vaya a ser que me caiga la breva de ir a parar por error al paraíso musulmán y me encuentre con que me tocan treinta vírgenes para mí solo.

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