Eso sintió Ignacio mientras le veía, mientras le escuchaba balbucear, es que no le entiendo, lo siento pero no le entiendo, eso y un súbito instinto de protección, y el peso de aquellas palabras que repetía su padre en los días peores del terror y la vergüenza, nosotros somos lo que somos, para lo bueno y para lo malo, y tenemos que estar en nuestro sitio, con los nuestros. Yo soy lo que soy, se dijo Ignacio Fernández Muñoz mientras aquel funcionario repetía,
nom, prénom,
en un tono soberbio, impaciente, despectivo, muy distinto del que había empleado con él, el tono reservado para los que no pueden pagar el precio de un soborno. Yo soy lo que soy, y sólo entonces, ante la perspectiva de instalarse en Toulouse, de volver a dormir en una cama, de encontrar un trabajo, quizás una mujer, y descansar los domingos, el hijo comprendió del todo lo que significaban las palabras de su padre. Yo soy lo que soy, para lo bueno y para lo malo, y tengo que estar en mi sitio, con los míos.
Entre los huecos de esa emoción caliente, profunda y puntiaguda, el hijo de Mateo Fernández aprendió también que su indignación podía crecer al cambiar de forma, y teñirse al mismo tiempo de ternura y de orgullo, los ingredientes básicos de un amor inconcreto pero universal por el género humano. Aunque sólo fuera por ese amor, intentarlo había merecido la pena. En eso pensaba Ignacio cuando se levantó para interrumpir por una vez aquella escena que parecía esencial, inmutable. Se acercó a Roque, le pasó un brazo por los hombros e hizo de intérprete hasta el final.
—Luego te veo —le dio una palmada en la espalda para despedirse mientras la autoridad remataba su informe con una palabra aislada, suficiente,
indésirable—.
Me parece que nos van a llevar a todos al mismo sitio.
—Perdóneme, pero... —el siguiente de la fila, aquel hombrecillo calvo y con gafas, que llevaba una cartera como las que usan los viajantes, se dirigió a él con la cara reluciente de sudor y un acento muy cerrado, mallorquín—. ¿Le importaría hablar también por mí?
¿Tú eres uno de Madrid, que habla francés y le dicen el Abogado? En el campo de Barcarès, Ignacio Fernández Muñoz se hizo famoso muy deprisa, aunque casi nadie le conocía por su nombre, sino por su apodo. Espere un momento, le había detenido aquella mañana el funcionario encargado de los interrogatorios, cuando terminó de hacer de intérprete para todos los españoles detenidos aquel día, no se vaya, tenemos que hablar de su caso... No, había contestado él, yo no tengo nada que hablar con usted. Yo también soy un rojo español, un indeseable, igual que ellos. Aquel hombre le miró con una expresión de fastidio por la comisión que acababa de perder, pero se limitó a escribir aquel adjetivo en un papel para sellarlo después, muy bien, como usted quiera... Entonces los montaron en un camión y los llevaron a una playa inhóspita, cercada de alambradas.
—Joder —se quejó Roque al llegar—, le hemos dado la vuelta al mundo para ir a parar a un sitio igual que Albatera...
—Bueno —le animó él—, pero aquí el suelo es más blando, y no fusilan.
¿Tú eres uno de Madrid, que habla francés y le dicen el Abogado? Sus clientes de la comisaría, más de veinte, aunque a las mujeres las habían llevado a un campo distinto, hicieron correr la voz muy deprisa, y entre todos le pusieron ese apodo, el Abogado, que a él le gustaba porque sonaba a nombre de torero. Sí, soy yo. Pues mira a ver si les explicas, es que estos tíos no me entienden, cuéntales que mi mujer está aquí, no sé dónde, con dos chiquillos, y tengo que encontrarla, tú diles que yo no he hecho nada, que yo soy de un pueblo de Sevilla pero hice la guerra en Santander y allí no matamos a nadie, ya se lo he dicho yo, y que estoy buscando a mi madre, pero no quieren entenderme, no les da la gana de hacerme caso, tengo un hermano en Francia y me gustaría saber dónde está, sólo eso, intenta explicárselo tú, y es mi novia, y está sola, y no sé dónde, tengo que encontrarla pero no lo entienden, cuéntaselo, habla con ellos, a ver si se enteran, creo que mi mujer ha muerto y mis hijos son todavía muy pequeños, pero no quieren escucharme, yo ya no sé qué hacer, tengo dos hijas, una de siete y otra de once años, que deben de estar con mi hermana mayor, que se ha quedado viuda, y su madre se va a morir de angustia porque no las encuentra, ve tú, habla tú, díselo tú, explícaselo tú...
Eran de todas partes, de todas las edades, altos y bajos, morenos y pálidos, flacos y corpulentos, educados y analfabetos, de las ciudades y del campo, de las costas y del interior, de la península y de las islas. ¿Tú eres uno de Madrid, que habla francés y le dicen el Abogado? Escuchó esta pregunta muchas veces, en todos los acentos que conocía, y les contestó a todos con su propio acento, de la misma manera, sí, soy yo, pues verás, es que tengo un problema y estos tíos no me hacen ni puto caso... Eran de todas partes, de todas las edades, todos tenían un problema y todos los problemas eran parecidos, su mujer, su novia, su madre, su padre, sus hermanos, sus hijos. Él los miraba, los escuchaba, y los complacía aunque supiera que aquello no iba a servir de nada, que a los parias de la tierra nada les sirve nunca para nada.
—Mira una cosa, Abogado... —le dijo un día un chico muy joven, zamorano—. Yo sí quemé la iglesia de mi pueblo, ¿sabes? Ésa es la verdad, y no matamos a nadie, ¿eh?, que conste, más que nada porque el cura ya había salido corriendo, que si no, vete a saber, a estas alturas, para qué te voy a contar otra cosa... Pero la iglesia sí la quemamos, y sacamos las estatuas, y acostamos a los santos encima de las santas, la única iglesia que ilumina es la que arde, decían los anarquistas y, buah, no veas qué juerga... —Ignacio sonrió, pero el chico siguió hablando muy en serio—. Te lo cuento por si alguien te dice algo, pero a los gabachos no se lo digas, porque es mejor que no lo sepan, ¿no?
—Eso les da igual —a él sí le contestó, porque no podía estar toda la vida callado—. Dicen lo contrario, pero no es más que una excusa, un pretexto para justificar lo que nos están haciendo, puro cinismo.
—¿Y eso qué es?
—¿El cinismo?
—Sí, es que no lo entiendo.
—Pues eso es... —se acercó al muchacho, le puso las manos sobre los hombros, le miró a los ojos—, que les da lo mismo que tú quemaras la iglesia de tu pueblo o que fueras a misa todos los días. Si eras republicano, te jodes, eso es lo que hay.
—Bueno —insistió el zamorano después de pensárselo un rato—, pero tú no se lo cuentes, por si acaso...
Después le acompañó hasta el puesto del jefe del campo, ignoró la expresión de cansancio con la que aquel hombre acogió su enésima visita, expuso el caso del castellano recién casado a quien un conocido le había contado que había visto a su mujer, casi una niña, sentada en una cuneta nada más pasar la frontera, omitió su condición de iconoclasta y recibió la respuesta de siempre, no.
—¿Por qué lo hace? —le preguntó algún tiempo después aquel oficial del ejército francés, en su voz una curiosidad amable, casi amistosa—. ¿Por qué viene a verme una vez, y otra, y otra más, si ya sabe que le voy a decir que no?
—Porque tienen derecho a intentarlo —le contestó—, a contar lo que les pasa. Porque no son criminales, ni asesinos. Porque no han hecho otra cosa que luchar por su país, no han cometido ningún delito para estar aquí encerrados —entonces pensó en marcharse, pero antes de girar sobre sus talones, se dijo que quizás había llegado el momento de decir algo más—. Yo tampoco he hecho nada, pero le voy a decir una cosa. Me habría encantado quemar una iglesia, se lo digo de verdad. Si hubiera sabido lo que me iba a pasar, lo habría hecho, puede estar usted seguro. Eso es lo único de lo que me arrepiento.
¿Tú eres uno de Madrid, que habla francés y le dicen el Abogado? Sí, soy yo. Y cuando volvió a verle, aquel teniente que hacía las veces de jefe del campo, le dio la mano al verle llegar, y al despedirle.
En Barcarès, todo el mundo conocía a Ignacio Fernández Muñoz, pero los únicos que le llamaban por su nombre eran Roque y el teniente Huguet, con el que solía tomar un vaso de vino todas las tardes. Por eso, cuando lo escuchó un domingo de octubre en una voz femenina, supo que, al fin, sus gestiones habían tenido éxito. Había tardado más de tres meses en hacerse localizar por su familia a través de Donato, el de Lugo, un preso que trabajaba en Perpiñán, volvía a dormir por la noche, y hacía circular los datos de quienes se lo pedían por las redes del exilio republicano del sur de Francia. Encontrar un rostro conocido entre la masa de franceses vestidos de domingo que se acercaba cada semana a contemplar el espectáculo de los rojos enjaulados, tampoco fue fácil, sobre todo porque aquel día había varios fotógrafos extranjeros, casi todos norteamericanos, subidos en escaleras para fotografiarles desde arriba, una imagen que debía de ser muy apreciada en las redacciones de los periódicos y revistas de Occidente, porque sus visitas no habían aflojado con el paso del tiempo.
Eso era todo lo que Occidente había hecho por ellos, fotografías. Muchas, muchísimas, álbumes y más álbumes de fotografías, retratos individuales y en grupo de españoles enjaulados como monos en un zoológico. Los hombres de Barcarès detestaban a sus autores, y sin embargo los complacían con una docilidad puntual, sólo aparente. Habrían preferido no tener que posar para ninguno, pero como no podían eliminarlos, cuando alguien se daba cuenta de que una cámara estaba lista para disparar, gritaba ¡foto!, y entonces todos se levantaban, se erguían, y levantaban el puño y la barbilla en la misma dirección. Desde fuera, podía parecer un gesto rabioso e inservible, pero para ellos era distinto, una afirmación furiosa de identidad, de voluntad, que les permitía gritarle al mundo que aún estaban vivos, que aún sabían decir que no, que no habían dejado de ser lo que eran antes, en lo bueno, en lo malo, en lo peor. Por eso, aunque él también odiaba a los fotógrafos, aquella mañana de domingo se irguió, se acercó a la alambrada, levantó el puño, miró a una cámara, y entre las personas que les saludaban de la misma manera desde el exterior, vio a su hermana pequeña, gritando su nombre.
—Ignacio... Ignacio, Ignacio... No sabes... —María rompió a hablar como una máquina averiada, tonta, capaz de empezar las frases pero no de terminarlas, mientras los dos se tocaban a través de la tela metálica—. No puedes saber... Cuando nos enteramos... Y aquel día no estaba Paloma, pero una compañera... Fui yo a aquel café, y entonces... Ignacio, Ignacio... Tú no lo sabes... No puedes saberlo...
—María —él sujetó la cara de su hermana como pudo, metiendo cuatro dedos en los agujeros de la verja—. María, cálmate. No me estoy enterando de nada.
—Es verdad —ella se separó un poco, cerró un instante los ojos, volvió a abrirlos para mirarle—. Es que estoy muy nerviosa. Creíamos que tú también estabas muerto, yo... Yo creía que no iba a volver a verte. Eso es lo que estaba intentando explicarte, lo que pasó cuando... Un hombre vino a la tahona donde trabajamos Paloma y yo. A ella, como es tan guapa, la han colocado de dependienta. Yo trabajo dentro, en el horno, y no me importa, no creas. Trago mucha harina, pero prefiero eso a tener que aguantar las baboserías de los clientes...
En aquel momento, un soldado senegalés se acercó a Ignacio para recordarle que estaba prohibido comunicarse con el exterior. Él asintió con la cabeza y le contestó en francés que ya se estaban despidiendo.
—Estamos en muy mal sitio —murmuró después, en español—. Vete para abajo, donde está toda esa gente, busca un hueco y espérame.
Los dos necesitaban esa pausa, un intermedio imprescindible para aceptar que de verdad habían vuelto a estar juntos, que podían volver a hablarse, a tocarse, aunque fuera a través de una alambrada, y cuando volvió a tenerla delante, Ignacio ya reconoció a su hermana María, la de antes, la de siempre. La más joven, la más dura, la más fuerte de todos.
—Bueno, pues eso... —y siguió sin vacilar en el mismo punto donde lo había dejado—, que vino un hombre a la tahona y Paloma ya había terminado su turno, pero una compañera suya, que se llama Anita y está viviendo ahora con nosotros, cogió el recado, un papel con una cita para aquella misma noche, de tu parte, y me lo dio a mí, porque sabe cómo estamos todos en casa después de lo de Mateo, de lo de Carlos...
—¿Lo de Carlos? —le costó trabajo hacer esa pregunta, y todavía más reconocer la voz que brotó de su garganta.
—Sí —María miró al suelo, luego a él—. Carlos está en la cárcel. Lo han condenado a muerte. Por rebelión militar, ¿qué te parece? Si no fuera para llorar, sería para partirse de risa, vamos... Ya lo decía él, en una carta, me han juzgado, y luego, entre guiones, es un chiste. Y todavía tuvo humor para añadir que se temía que la sentencia ya no era un chiste. Y lo peor es que fue el Sapo quien le entregó.
—El Sapo... —repitió Ignacio, recordando una vez más la paciencia congelada en aquellos ojos que nunca dejarían de perseguirle.
—El Sapo —confirmó su hermana—. La muy hija de puta. Fue espantoso, debió de ser espantoso, pobrecito. Porque lo de Mateo fue distinto, lo suyo no tenía remedio. A Mateo lo reconoció alguien, en ese campo de Alicante donde os metieron a todos. Nunca le dijeron quién había sido, pero era alguien que le conocía muy bien, porque conocía a la familia entera. A Mateo le han matado por ser él, pero también por ser hijo de papá, de mamá, por ser tu hermano, Ignacio, y el cuñado de Carlos. Figúrate, un rojo señorito, estudiante de Filosofía, socialista, hijo de un ingeniero republicano, nieto de un conde y de una terrateniente andaluza republicana también, educado en un colegio de la Institución, casado con una obrera, hermano de un estudiante universitario comunista que llegó hasta capitán, y cuñado de un hombre de Negrín, un oficial de Estado Mayor que en la vida civil era profesor de Derecho Procesal... O sea, el premio gordo de la lotería, la víctima ideal, el resumen de lo que más odian en este mundo, la Filosofía, el Derecho, la Institución, la Universidad... Les debieron llegar los dientes hasta el suelo, se pondrían como locos de alegría, esos cabrones fascistas, asesinos de mierda... Cómo sería, que a Mateo se le calentó la boca, les llamó de todo, y ni siquiera le pegaron mucho. No querían correr el riesgo de matarlo antes de tiempo, por lo visto.
—Querían fusilarlo en Madrid... —Ignacio recordó los rumores de los presos de Albatera, aquellos sigilosos cuchicheos que entonces parecían más cargados de truculencia dramática que de angustia verdadera, y sin embargo se iban cumpliendo con tanta puntualidad como las cláusulas de una maldición, pero ya no se sorprendió de que siempre sucediera lo peor. Ya estaba acostumbrado a que cada noticia encajara limpiamente con el más negro de todos sus pronósticos.