—Claro —Berta y yo lo dijimos a la vez, pero ella sólo me miró a mí.
—Podrías acompañarme. Creo que andar un poco me sentaría bien.
—Claro —repetí, y pedí la cuenta, pero esta vez ya no me dejaron pagar.
Pagamos a medias y nos despedimos en la puerta. Berta cogió un taxi y esperamos a que arrancara antes de echar a andar en dirección contraria.
—Si tú quieres, podemos coger otro —ofrecí, pero ella negó con la cabeza y mucha energía.
—No, no, me apetece andar, ya te lo he dicho. Estoy mucho mejor, y hace una noche tan buena... Sobre todo después del calor que hemos pasado ahí dentro.
Acaté su voluntad sin comentarios, salimos a la glorieta de Bilbao, pasamos por delante de la casa de su abuelo, cogimos la calle Carranza hacia arriba, y me encontré pensando en voz alta, sólo para mí, aunque en apariencia me dirigiera a ella, aunque la llevara abrazada por los hombros.
—Es curioso —dije sin mirarla— cómo cambian las cosas, ¿no? Por un lado, una familia como la tuya, que vivía en esta ciudad, en una casa como ésa, y lo perdió todo. Por otro, un hombre como mi padre, hijo de un pastor de ovejas, dueño de su rebaño pero un simple pastor al fin y al cabo, y de una maestra de escuela que no tenía donde caerse muerta, que se crió en un pueblo de la sierra, que ni siquiera fue a la universidad, y se hizo tan rico como para comprar edificios enteros. Todo en dos generaciones, en tres, y tú y yo aquí, ahora...
No dijo nada. No esperaba que lo hiciera, pero tampoco que se echara a llorar y eso fue lo que hizo, romper a llorar como una niña pequeña o como una mujer desesperada, abandonarse a un llanto espeso, compacto, regular, que no necesitaba palabras, ni siquiera el estrépito de los sollozos, llorar sin hacer ruido, sin dejar de andar, de abrazarme, sin mirarme, sólo llorar, como si sus lágrimas fueran el principio o el final de algo, un argumento, una razón, un escudo o un arma. Yo no lo sabía, no podía saberlo porque nunca la había visto llorar, y su llanto me dejaba indefenso y perdido, como desnudo en medio de la calle.
—¿Qué te pasa, Raquel? —le aparté el pelo de la frente, le sequé las lágrimas con los dedos, sostuve su cara entre mis manos y cedí a un instante de angustia, casi pánico, al comprender que no podía verla así, que no podía verla llorar, no podía—. No llores, Raquel, no llores, por favor, no llores... No llores, Raquel...
La abracé con fuerza, ella escondió la cara en mi cuello y lloró del todo, un llanto radical, tormentoso, compulsivo y abocado por tanto a un final. Yo no podía hacer otra cosa que esperar, y esperé, noté cómo se iba apaciguando poco a poco, cómo dejaba de jadear, de agitarse, hasta que recobró el control, separó la cabeza de mi cuerpo para mirarme, y me habló con la voz espesa, gutural, que el llanto deja tras de sí.
—Me pregunto qué pensarás de mí —sus palabras me asustaron, me asustó el tono de su voz, tan débil, y la luz mortecina de sus ojos.
—Lo mejor —respondí, mientras volvía a ocuparme de su cara, y ponía su pelo en orden, y acariciaba el borde de sus párpados hinchados, sus mejillas inflamadas, congestionadas, tensas—. Pienso siempre lo mejor, ya lo sabes.
—No —ella movió la cabeza con un gesto tajante y gracioso a su pesar, casi infantil, que no logró desprenderse de mis manos—. No puedes pensar lo mejor. Esta noche no, por lo menos. Antes, en el restaurante, mientras te escuchaba hablar de tu abuela, me preguntaba qué pensarías de mí, de una mujer como yo, de mí y de tu padre, de mí con tu padre, y me contestaba con palabras horribles, que son las que tú tienes que estar pensando todavía...
—No, Raquel —volví a abrazarla y la besé muchas veces en la cabeza, como a una niña pequeña—. Nunca pienso en ti con mi padre. Ni esta noche ni nunca. Sólo puedo pensar en mí cuando pienso en ti. Sólo puedo pensar en ti conmigo. Lo demás no me importa —me miró, cerró los ojos, los abrió y volvió a mirarme desde un lugar más cálido pero todavía lejano—. Te juro que no me importa. Sonríe, por favor.
No sonrió, pero me besó. Se colgó de mi cuello para besarme en la boca durante mucho tiempo y al terminar, sin separarse de mí, me miró con esa expresión entregada, absoluta, que parecía decir que su vida estaba en mis manos. Yo aún la besé otra vez antes de reemprender la marcha, y la abracé, y me abrazó, y seguimos andando.
—Lo siento, Álvaro —ahora era ella quien hablaba sin mirarme—, perdóname. No debería haberte montado este numerito, pero es que... A veces no llevo esto nada bien.
—¿Peso demasiado? —sugerí, porque la había entendido pero no quería hablar de mi padre, no quería que volviera a llorar.
—No —y sonrió por fin—. Tú no. A ti te llevo bien, muy bien, demasiado bien. Mucho mejor de lo que me gustaría.
—Raquel...
No añadí nada más, no hizo falta. A veces, el amor que sentía por esa mujer me aturdía, me desbordaba, se hacía más grande que yo y se concentraba al mismo tiempo entre mis sienes como un acceso de fiebre tropical y repentina. A veces ella se daba cuenta, y ésa fue una de aquellas veces.
—¿Puedo hacerte una pregunta? —ya habíamos llegado a su casa y no esperó a obtener mi permiso—. ¿Qué le has dicho a tu mujer cuando la has llamado antes?
Sonreí, la miré, ella también sonreía.
—Que me había encontrado en la biblioteca del Consejo con un amigo de Bilbao con el que coincidí en Boston y que ahora trabaja en la Universidad de Columbus, Ohio. Y que iría a cenar con él.
—¿Hace mucho que no le ves?
—Casi tres años —no me hizo falta mentir, ni entonces ni después, aunque ella terminó riéndose como si creyera que me había inventado lo que le contaba sólo para conseguirlo—. Antes venía todos los veranos, pero luego se casó con una profesora de aerobic que se llama Ingrid, es absolutamente negra y tiene un cuerpo espectacular, y desde que vino a presumir de novia, no ha vuelto. Me manda de vez en cuando por correo electrónico fotos de su hijo, que es muy mono, mulato desde luego, con una chapela más grande que él.
—Entonces, si de verdad estuvierais cenando juntos, tendríais muchas cosas de que hablar.
—Muchísimas.
—Y os tomaríais una copa después...
—Una no. Por lo menos dos o tres.
—¿Quieres subir?
—Sí.
Antes le había dicho que sólo podía pensar en ella conmigo, que no me importaba nada lo que hubiera llegado a haber en su vida antes de conocerme, y había hablado sin pensar en lo que decía, como si nadie hubiera construido ni pronunciado nunca esas frases hechas, sobadas, desprovistas ya de sentido por el uso de tantos millones de hombres y de mujeres que habían sentido lo mismo que yo antes que yo y lo habían expresado de la misma manera, en todos los idiomas, en todas las épocas, en todos los lugares del mundo.
Después, al regresar con ella al lugar donde el pasado no existía, porque siempre era ahora, y ahora siempre estaba empezando a ser, comprendí del todo el significado de algunas palabras, tú, yo, sólo, nunca, antes, nada, conmigo, porque me sentí unido a esa mujer como si los dos fuéramos una sola cosa y el todo por fin un número entero, exacto, escrupulosamente igual a la suma de las partes. Amar a Raquel era tan fácil e inevitable para mí como respirar. Lo sabía mi cuerpo, lo sabían mis manos, lo sabían mis ojos. Yo también lo sabía, y me bastaba con acariciar despacio esa piel perfecta que volvía a nacer, una y otra vez, bajo la presión atenta y satisfecha de mis dedos, para estrenar todas las palabras que conocía, todas las que creaba en el preciso instante de pensarlas para lograr que el concepto antes nunca hubiera existido, como no existía el concepto después entre las cuatro esquinas de esa cama que impulsaba el movimiento del planeta. Yo lo sabía, y ella a veces se daba cuenta. Otras no.
—Lo de tu padre, Álvaro...
—No me importa lo de mi padre.
—A ti no, pero a mí sí —me resistí a soltarla, pero ella se desasió de mí, se estiró en la cama, eligió mirar al techo—. Lo de tu padre fue la barbaridad más grande que he hecho en mi vida, Álvaro, el error más grave que he cometido jamás. Jamás —entonces me miró y tuve miedo de que volviera a llorar, intenté interrumpirla y no me lo permitió—. Escúchame, por favor, no digas nada. Lo que pasa... No es que no quiera hablar de eso, es que no puedo hablar, ni siquiera puedo acordarme. No lo soporto, eso es lo que pasa, que no lo soporto. Ahora ya no entiendo cómo pasó, cómo se me pudo ocurrir... Hay momentos extraños en la vida, momentos en los que se olvida todo, lo que se ha sabido siempre, lo que nunca debería haberse olvidado... Es difícil de explicar, pero quiero que sepas que ésa no era yo. De verdad que no era yo. Yo no soy así, Álvaro, tú me conoces. Yo soy la que tú conoces.
En aquel instante, tampoco me di cuenta de lo que significaban las palabras que acababa de oír. En aquel instante estaba tan emocionado, tan enamorado de la mujer que las había dicho, que sólo pude besarla, abrazarla con fuerza y mantenerla pegada a mí, y eso era lo único que importaba, un todo que excluía el antes, el después, y cualquier otro concepto que sucumbiera a la vana ilusión de existir fuera de aquel abrazo. Pero dos semanas más tarde, mientras fingía escuchar a Fernando Cisneros en la mesa de la cervecería de Argüelles donde solíamos vernos por las mañanas y dudaba una vez más de mi legendaria inteligencia, aquel discurso oscuro, entrecortado, plagado de sobrentendidos que iban más allá de la capacidad de mi entendimiento, adquirió una relevancia que no había logrado percibir a tiempo.
La extraña, incompleta confesión de Raquel, yo soy ésta, ésa no era yo, no sólo le daba la razón a Fernando. También situaba la figura de mi padre en un plano distinto, desde el que irradiaba una misteriosa violencia sin forma definida. Después de admitir que no le había querido, de encontrar las palabras justas para desentrañar la naturaleza de una sonrisa inefable, Raquel Fernández Perea no había vuelto a hablar de Julio Carrión González, pero su actitud había dejado flotando en el aire un rastro sonrosado y amable, que yo había rellenado sin pensarlo mucho con la simpatía, el encanto y ese instinto congénito para la seducción que habían hecho de mi padre un hombre admirado, deseado y ganador en todas las etapas de su vida. Ese rastro había explotado en mis oídos, se había desvanecido ante mis ojos y yo tampoco me había dado cuenta. Al final de aquella noche larga y agotadora que habíamos vivido juntos y en la común compañía de nuestros fantasmas, Raquel me había hablado de él como de un enemigo o algo peor, alguien capaz de convertirla en enemiga de sí misma, de hacerle olvidar lo que sabía, lo que nunca debería haber olvidado. Y yo, que no podía entender lo que escuchaba, lo había aceptado sin hacer preguntas, y hasta había sido tan tonto como para felicitarme por haberlo oído.
Cuando Raquel me dijo quién era y quién no, lo único que me importó fue que sus palabras confirmaban la luminosa intuición que me había guiado más allá del umbral de la locura, aquella sensación sin nombre que desembocó por sí sola en la certeza de que aquella mujer era mía, mía y de mi padre no. No había sido sólo un espejismo, también era una tontería, pero todo fluía con una sonrosada facilidad, la apacible costumbre del agua que corre, y yo estaba encoñado, y aparte de encoñado, gilipollas, lo estaba pero no lo era, nunca lo había sido, por eso sabía, supe desde el principio, que mi padre acechaba tras esa inflamación absurda, ridícula de puro excesiva, y que su sombra, gigantesca y tácita, la convertía en una necesidad, un mandato imprescindible para mí, que nunca había querido ser como él, que ni siquiera había aspirado a convertirme en un hombre parecido. Me había prohibido pensar en él y había cumplido mi propia orden con una habilidad, una disciplina tan rigurosa que ni siquiera había tenido que esforzarme para aislar a Raquel de las restantes conmociones asociadas a su muerte, pero no podía eliminarlo. No pude hacerlo hasta que ella lo hizo por mí, hasta que lo liquidó con unas pocas palabras, y eso fue lo único que pensé al escucharlas, que mi padre se había acabado, que ya nunca volvería a estorbarme, a molestar, a interferir en mi amor por una mujer que sólo era ella misma conmigo y había sido otra distinta con él. Estaba tan emocionado, tan enamorado de Raquel, que no recelé al aceptar la solución de un problema cuyos datos ni siquiera conocía.
Cuando miré el reloj como si tuviera prisa, y me despedí de Fernando como si no hubiera pasado nada, y bajé por Cea Bermúdez como si fuera a alguna parte, y me desvié en cualquier bocacalle sin saber por qué, y volví a hacer lo mismo al llegar a otra, y luego a otra, y a otra más, para andar sin más rumbo que la necesidad de comprender todo lo que había mirado sin ver, lo que había escuchado sin oír, lo que había aprendido sin entender, intenté conectar otros datos entre sí, pero no llegué muy lejos. Raquel no parecía haberse preguntado qué pensaría yo de ella hasta que mi abuela Teresa se sentó con nosotros en la mesa de aquel restaurante, pero el papel que mi padre había jugado en aquella historia no podía haber desencadenado una reacción tan desproporcionada, por más que intensificara el muy relativo, a aquellas alturas más bien fabuloso, componente de traición que su relación con aquel hombre pudiera representar para la nieta de su abuelo, el hombre muerto, remoto, cuyo simple nombre pintaba en su cara una sonrisa sombría que le pertenecía absolutamente, como ningún otro gesto. Y sin embargo, Raquel había estallado esa noche, ni antes ni después, y había dicho cosas que cobraban un sentido nuevo, distinto, al compararlas con la inquietud que las palabras de Fernando habían infiltrado en mi espíritu.
A veces no llevo esto nada bien, eso había dicho, y ahí se había parado. Yo había interpretado sin vacilar que se refería a mi padre y a mí, a nuestra condición de amantes sucesivos, y no me había sorprendido porque era natural, lógico, que una situación tan extraña la sobrepasara de vez en cuando, como me sobrepasaba a mí, aunque me hubiera prohibido pensarlo. Lo que sí me sorprendió, cuando lo analicé más despacio, fue que yo nunca había percibido ninguna incomodidad, la menor tensión en ella. Al contrario, siempre había tenido la sensación de que no le costaba trabajo ignorar a mi padre, de que no tenía que esforzarse por olvidarlo, y en su alegre indiferencia estaba quizás la clave de aquella plenitud que se prolongaba en un comienzo eterno, sin final y sin límite. Entre esa mujer y yo todo era ahora, y ahora era siempre tan fácil, tan fluido y luminoso como si los dos hubiéramos nacido en el instante en que nos conocimos. Pero ella tenía un pasado, y yo tenía otro. No comentes nada de esto con Berta, me había pedido después de explicarme qué clase de mujer era en realidad, porque no sabe nada. ¿No sabe lo de mi padre?, pregunté, extrañado, porque parecían amigas de las que se lo cuentan todo, y ella tardó un rato en contestar, lo sabe, pero no sabe que era tu padre. ¿Y entonces quién soy yo?, pregunté. Tú eres el hijo y heredero de un cliente cualquiera, que vino a verme un día al banco, se empeñó en ligar conmigo y se puso muy pesado. Entonces me miró y sonrió por fin, es más o menos la verdad, ¿no?