Hasta que la penúltima noche de 1946, Julio Carrión González anunció en el comedor de su casa que estaba pensando en volverse, que no le iba a quedar más remedio que volver. En ese instante, antes de darle tiempo a explicar que su hermana le había escrito para decirle que se iba a casar con un hombre bastante mayor y muy bien situado que no quería cargar con su suegro de por vida, y que tendrían que meterle en un asilo si no volvía a hacerse cargo de él, los ojos de Paloma relucieron y Julio se dio cuenta. No me hace ninguna ilusión, añadió, os lo podéis figurar, pero mi padre está muy enfermo, mi hermana hecha una arpía, y mi futuro cuñado, por lo que ella dice, dispuesto a avalarme. ¡Avalado sea Dios!, dijo Ignacio, haciendo un juego de palabras que había estado muy de moda en Madrid unos pocos años antes, y todos sonrieron, todos menos Paloma, que siguió mirándole con los ojos fijos, muy brillantes. De momento, eso fue todo. Después, el Abogado creyó haber tenido una idea. Oye, Julio, quiero pedirte un favor... Por supuesto, contestó él, por supuesto, cuenta conmigo para lo que sea, ya lo sabes, en cuanto pueda, iré a ver a tu prima, me enteraré de cómo está todo y os escribiré para contároslo. No fue más allá, y así consiguió que Ignacio siguiera pensando. Voy a hacerte un poder notarial, Julio, le dijo su padre al día siguiente, porque lo he estado hablando con mi hijo y él cree que no vas a poder hacer nada sin un documento que acredite que actúas en mi nombre. ¿Usted cree que hace falta?, arriesgó él, claro, contestó don Mateo, si no, cualquiera podría haberse quedado con todo... Sí, eso es verdad, admitió Julio, y entonces Paloma ya le miraba de otra manera, con descaro y una melancolía honda, también risueña, un interés que rozaba la admiración. Nunca como la tarde anterior a su partida, cuando fue a su casa por última vez, a despedirse.
—¿Tienes algún plan para esta noche, Julio?
Paloma salió a su encuentro cuando ya estaba en la puerta, y su aparición suspendió la realidad, detuvo las conversaciones, congeló las sonrisas e impregnó aquella escena con una luz irreal de blanda, dudosa consistencia.
—Es que hace mucho tiempo que no salgo con nadie, y de repente me apetece, ¿sabes?
La viuda de Carlos Rodríguez Arce llevaba un vestido negro, ceñido, escotado, de un tejido suave y brillante que se pegaba a su cuerpo con una terrorífica docilidad en los hombros, en los pechos, en la cintura, para despegarse después de marcar la justa contundencia de las caderas, dejando al aire unos brazos preciosos, y las preciosas piernas de una mujer preciosa, a la que Julio siempre había tenido que adivinar tras los atuendos modestos, a veces casi monjiles, tras los que se escondía. Ahora, sin embargo, se mostraba ante él, para él. Se había marcado unas ondas en el pelo que enmarcaban su rostro con una aureola de agua negra, llevaba los labios pintados de rojo oscuro, le acariciaba a distancia con una mirada lánguida y paciente, poderosa, y se comportaba como si nadie más estuviera con ellos.
—Bueno —avanzó hacía él y sus tacones repiquetearon sobre las baldosas como las campanas de una catedral—, ¿qué dices? ¿Me vas a llevar por ahí, o no?
—Claro —Julio no fue capaz de escuchar su respuesta, un hilo de voz estrangulado por la emoción—. Claro que sí.
Paloma se acercó a él, le dejó oler su perfume, le cogió del brazo, y en el umbral de la puerta, se volvió para mirar a su familia, todos perplejos excepto su madre, que se había cogido la cara con las manos para mover la cabeza muy despacio, negando en silencio, los ojos húmedos.
—¿Qué pasa, mamá? —la voz de Paloma era neutra, pero su mirada pareció licuarse al afrontar la que recibía—. ¿No eres tú la que estás todo el día diciéndome que tengo que salir con hombres?
Entonces, Julio temió que aquella noche no llegara a empezar nunca, y la cogió del codo para tirar de ella con disimulo. Paloma se dejó llevar, cerró la puerta, y todavía en el descansillo, le demostró que no tenía nada que temer.
—Ya verás qué bien nos lo vamos a pasar tú y yo esta noche, Julio —le dijo después de besarle en la boca con una pasión casi avariciosa, desprovista de la frialdad de los besos estratégicos, calculados—. Ya verás qué bien...
Él había adivinado los motivos de Paloma al mismo tiempo que su madre, tal vez antes aún, pero le sorprendió el calor, la entrega de una mujer que estaba dispuesta a poner todo lo que tenía en la medida de su venganza, a darse por entero a un hombre que no era su herramienta, sino su caballero, su paladín, el campeón que lucharía por ella, que asumiría su causa, que vencería en su nombre.
Eso fue lo que sintió Julio Carrión, y no era eso lo que esperaba. Eso fue lo que le hizo dudar mientras la española más deseada de París, la que sólo sabía decir que no y decírselo a todos, caminaba de su brazo, tan segura de sí misma como si pretendiera romper las aceras con sus tacones, una mujer lujosa, resplandeciente, imposible de tan hermosa, parando el tráfico y las conversaciones, concentrando las miradas, los silencios, creando una leyenda duradera en las terrazas repletas de exiliados republicanos que la veían y no se lo creían, y todo con él, por él, para él. Julio Carrión contaba los codazos, percibía los susurros, las miradas atónitas, la bella Paloma en la calle, con un hombre, riéndose, besándole, dejándose abrazar, la Viuda Roja, quizás más roja que nunca pero ya no tan viuda con aquel escote, con aquellos brazos, aquellas piernas preciosas y al aire, dejando caer la cabeza sobre el pecho de un chico insignificante ante la cámara de un fotógrafo callejero. Julio conocía los motivos de Paloma, los había adivinado al mismo tiempo que su madre, tal vez antes aún, pero no esperaba tanto calor, tanta entrega, la pasión sincera, incondicional, de una dama que escoge a su caballero, nada que ver con el cálculo, con la aritmética, las transacciones más o menos turbias que envuelven la selección de una herramienta útil, eficaz, para un trabajo caro, delicado, y nada más.
Mira por dónde, te voy a echar un polvo gratis y todo, Palomita. Eso había pensado él, eso esperaba, una negociación limpia, rápida, sin complicaciones. Tú dejas a la hija de puta de mi prima tirada en la calle y yo te lo pago por adelantado. Qué bien, se había dicho a sí mismo, muy bien, de momento, primero me pagas y luego ya veremos... Pero no fue sólo un polvo, ni fue gratis. Paloma Fernández Muñoz no llegaría a saberlo nunca, pero Julio Carrión González tendría que luchar durante mucho tiempo para extirpar el recuerdo de aquella noche de su memoria, y jamás lo lograría del todo. Durante el resto de su vida, compararía con Paloma a todas las mujeres que conociera, y en el lugar donde otros hombres tienen el corazón, él tendría una muesca endurecida, seca, pero capaz de reblandecerse todavía, de palpitar y doler en las tardes de lluvia, con el nombre, y el rostro, y el cuerpo, y la piel, y la voz de Paloma Fernández Muñoz. Porque los más listos también son tontos cuando tienen enfrente a alguien más listo que ellos, y Paloma había sido más lista que él.
—Tú no puedes saber cómo le quería —y lo que parecía el final, fue un nuevo principio.
Ella estaba desnuda, exhausta, atravesada sobre su cama, y la poca luz de aquel cuarto pequeño de la pensión barata para españoles donde él vivía, creció y se esponjó alrededor de su cuerpo para iluminarlo con el resplandor tenue, dorado, de un centenar de velas que nadie había encendido. Así le miró, con el rostro aún coloreado por el esfuerzo, renunciando al cobijo de las sábanas, impúdica y consciente de su impudor, y del grado en el que incrementaba su belleza. Tenía la piel brillante de sudor, y sus ojos, más brillantes aún, gobernaban con autoridad, al mismo tiempo, la mirada de Julio y el espacio de aquella habitación que su sola presencia convertía en un escenario conmovedor, memorable. Él no podía combatir el poder de aquellos ojos, no sabía, sólo podía mirarla, escucharla, aspirar el aroma de su sexo que lo impregnaba todo, dentro y fuera de él, y empezar a recordarla. Y entonces, cuando creía que ella ya no tenía nada más que darle, su piel erizada, harta de responder sin palabras a la oferta ilimitada de una mujer dispuesta a demostrarle todo de lo que era capaz, Paloma dijo aquello, tú no puedes saber cómo le quería, y todo volvió a empezar.
—Carlos me quería tanto, me mimaba tanto, me lo consentía todo... —sus ojos brillaban más que su piel, pero su voz era firme, serena y dulce, sonriente—. Estaba tan enamorado que nadie se fijaba en mí, nadie sabía cuánto, cómo le quería yo. Ahora sí, ahora por fin se han enterado, pero ya no sirve de nada. Y él era mejor que yo, ¿sabes?, él no habría vivido esperando una oportunidad para vengarse. Pero está muerto, y yo, que habría dado cualquier cosa por salvarle, estoy viva, viva y muerta a la vez, muerta en vida un día detrás de otro, desde hace siete años, hasta hoy, hasta esta noche —entonces cambió de posición, se tumbó a su lado, acercó su cabeza a la de Julio—. Yo soy peor que Carlos, pero he vivido, me ha tocado vivir, tengo que hacerlo todos los días, y lo único que me tiene de pie es mi amor por él, y el odio por quien me lo quitó. Yo soy peor que mi marido, y quiero vengarme. Me da igual que no sea bueno, que no sea útil, que me haga daño. Quiero vengarme. Eso es lo único que me importa. Véngame tú, Julio, véngame y no te arrepentirás. No te voy a engañar. No creo que pueda querer a nadie como le quise a él, pero si tú me vengas, podré empezar a olvidar, y quizás volveré a estar viva del todo.
Eso le dijo, y luego se subió encima de él, le besó, le abrazó, le reclamó con el eco de las palabras que él seguía escuchando, que nunca podría olvidar. Ésta soy yo, Julio Carrión, parecía decir, y tú mi campeón, mi paladín, mi caballero. Ésta soy yo y todo esto sé hacer, todo esto sé dar, todo esto será tuyo si asumes mi causa, si luchas por mí, si vences en mi nombre, porque tú eres único, eres el único, el hombre que puede devolverme a la vida, hacerme feliz.
No te voy a engañar, le había dicho, y no le estaba engañando. Julio también se dio cuenta de eso, de que no fingía para convencerle, para engatusarle con aquella primorosa exhibición. Lo que sucedía era distinto. Paloma le había tratado como a los demás, con la misma amable distancia, hasta que él se había distinguido, se había señalado, había dado un paso hacia delante, se había ofrecido a ella sin saberlo. Sólo entonces la viuda bella y desesperada se había fijado en él, había decidido que merecía la pena atarlo a su suerte, lo había escogido con todo lo que eso significaba, y si Paloma era una mujer, él no había conocido a otra mujer en su vida, ninguna tan bella, ninguna tan valiente, ninguna tan poderosa en el trance de entregarse, de ofrecerse entera, de una vez. ¿Te gusta esto?, ¿y esto?, espera, no seas tan impaciente, ya verás...
¡Qué lástima!, empezó a pensar entonces, mientras comprendía que aquella mujer era lo que parecía, una diosa, y su piel, y sus ojos, y sus manos, y la impecable silueta de su cuerpo, manifestaciones primarias, prometedoras, de su profunda divinidad. ¡Qué lástima, Paloma! Y sin embargo, su último abrazo le conmovió, le sacudió, le comprometió más de lo que creía cuando se despidió de ella en el portal de su casa, aquel beso furioso, desesperado y cargado de esperanza, que no le estorbó para escribir la nota que nunca mandaría al comandante Huertas, me la he tirado, hijo de puta, me la he tirado, pero le acompañó en su viaje de vuelta como si lo llevara cosido a los labios.
Después, ni siquiera él podría creerlo, pero lo cierto fue que dudó, y hasta llegó a tomar una decisión imprevista, para corregirse con esfuerzo y volver a decidirse un par de veces. Todavía estaba a tiempo. El pasaporte que le permitió pasar la frontera en Irún como si los últimos tres años de su vida no hubieran llegado a suceder, le había costado muy barato en comparación con lo que pensaba ganar, y el padre de Paloma no le haría ningún reproche si volvía a París con el resto de su fortuna para cobrar su premio, para servir a su diosa, para ganar a su dama. Después, ni siquiera él podría creerlo, pero en algunos momentos, Paloma pesó más que su codicia, más que su astucia, más que el recuerdo de las ovejas que su padre había cuidado siempre y él ni loco, vamos. Todo lo demás le daba igual. Él se había conjurado con el futuro, se había prometido a sí mismo que nunca, jamás, Julio Carrión González volvería a ir con los que pierden, y esa promesa le eximía de hacer cualquier otra clase de consideraciones. Nunca perdió el tiempo en pensar quién era peor y quién mejor, quién llevaba razón y quién no la llevaba, él sólo quería ganar, y sin embargo, y aunque después ni siquiera él podría creerlo, en algunos momentos de su largo y definitivo viaje, el triunfo se llamó Paloma Fernández Muñoz, y su premio fue una vida distinta.
Hasta que llegó a Madrid. El 4 de abril de 1947, Julio Carrión González se bajó de un tren en la estación del Norte en un día de primavera, templado y claro. Miró a su alrededor, agradeció el calor del sol, respiró un aroma familiar en todas las cosas, y se dijo que de otra cosa no, pero que de mujeres, el mundo estaba lleno. En el mismo andén por el que caminaba hacia la salida había varias, y justo delante de él una, vestida de rojo, que caminaba despacio, balanceándose sobre sus tacones como si ella supiera mejor que nadie que tenía un culo estupendo. Mientras la miraba, Paloma le dolía, la sentía en el picor de los ojos, en la aspereza de la garganta, en el pinchazo intermitente que atravesaba con saña su costado. Decidió ignorarlo, hacer como que no se daba cuenta, y recordó que una noche, en París, había asistido a una discusión intrascendente pero muy divertida, entre algunos defensores de la teoría de Freud, el sexo mueve el mundo, y otros fieles a Marx, el dinero es el motor que lo mueve, y sonrió. ¿A que ahora va a resultar que, después de todo, yo lo que soy es marxista? Le hizo tanta gracia que cuando se montó en un taxi todavía se estaba riendo.
Escogió un buen hotel en la Gran Vía y disfrutó de las pulidas superficies de los muebles, las rosas que le esperaban en un jarrón de cristal tallado, la cama mullida y enorme, con sábanas de hilo. Yo estoy hecho para esta vida, pensó, ¿qué le vamos a hacer?, esto es lo mío. Entonces cesó el dolor, pero si se acercaba las manos a la cara, aún podía percibir el olor de Paloma, más poderoso que el agua y el jabón. Para despistarlo, salió a la calle, paseó por las aceras, estudió la oferta de los escaparates, entró en una camisería, se compró un traje nuevo, se sentó en una terraza, miró a su alrededor, escuchó fragmentos de conversaciones, se dio cuenta de que lo que contaban los exiliados en París era verdad. Madrid había cambiado mucho y no había cambiado nada.