Y sin embargo, y aunque pasear con su hijo por la calle Fuencarral de abrazo en abrazo, entre los murmullos de admiración de unos vecinos a los que aún les parecía estar viéndole jugar a la pelota en los jardines del Hospicio, se hubiera convertido en el único momento agradable de días muy amargos, Mateo Fernández, que nunca había confiado en la suerte, nunca olvidó tampoco que la guerra es una calamidad incomparable. Y pensó en Ignacio, igual que su mujer, igual que sus hijas, y su yerno, cuando su primogénito entró en el salón de su casa, aquella noche de otoño de 1938. Pero la guerra también es caprichosa, y Mateo se fue derecho a por María, la abrazó, pegó su cabeza a la suya y le pidió perdón.
Esteban Durán todavía no había cumplido veinte años cuando una bala aislada, aventurera, le atravesó el cráneo. Era demasiado joven, y se aburría en esa trinchera honda como el foso de un castillo abandonado, en esa guerra quieta a la que algunos días el enemigo parecía haber renunciado sin avisar, como si los fascistas hubieran desertado en pleno por puro aburrimiento. Al principio, todo había sido distinto. Al principio, el frente de Usera había sido el infierno, luego la gloria, por fin cansancio, más que otra cosa. No habían pasado pero tampoco se habían marchado, los habían parado pero seguían ahí enfrente, aposentados como una manada de buitres al acecho, un día, y otro, y otro más. Algunas mañanas tiroteaban para demostrar que no se habían ido, otras, ni eso, de vez en cuando atacaban en serio, sin demasiado ímpetu, sin muchas esperanzas, pero atacaban, y los rechazaban, y todo volvía a empezar, el infierno, la gloria, el cansancio.
—¡A ver esa cabeza!
Los cabos chillaban como matones de patio de colegio, los sargentos les reñían como tías ancianas y malhumoradas, y los oficiales procuraban no olvidar la edad, la imprudencia de su tropa, aunque ya no maldecían la suerte de que les hubiera tocado mandar a un batallón de estudiantes que no habían esperado a que los llamaran a filas para alistarse. Después de dos años de guerra, los supervivientes se habían convertido en hombres maduros excepto en eso, su incapacidad de adolescentes para soportar la pasividad de una batalla estancada.
—¡Mete la cabeza, imbécil, que te la van a volar!
A sus espaldas estaba Madrid, las calles, los edificios, la parada del tranvía que ya no llegaba con tanta regularidad como en los primeros meses pero que seguía llegando. Algunas tardes, cuando sabía que el frente estaba tranquilo porque su hermano Mateo había vuelto a casa con permiso, en el tranvía viajaba María Fernández Muñoz, que se lavaba el pelo y se ponía tacones y una falda estrecha para ir a la guerra. Soy la hermana del cabo, luego del sargento, después del brigada Fernández, y traigo un recado muy importante para Esteban Durán, ¿podríais avisarle, por favor? El soldado de guardia sonreía, y a ella le daba la risa al escucharle. ¡Que vaya a alguien a decirle a Esteban que ha venido a verle su novia! Cuando tocaba un cabo comprensivo, hacía buen tiempo y los de enfrente no tenían ganas de disparar, Esteban se llevaba a María a uno de los edificios en ruinas que bordeaban las trincheras y entonces, durante media hora, todo se paraba, la lucha, el miedo, el cansancio, la incertidumbre, las malas noticias de los otros frentes, los gritos que rompían el silencio de los días inmóviles.
—¡Que metas la cabeza, coño, que pareces tonto!
Esteban Durán, que estaba enamorado de la mejor amiga de su hermana desde que su madre lo llevaba de la mano a recogerla en la puerta del Instituto-Escuela, disfrutaba más de las visitas de María que de los permisos, y las recordaba como instantes luminosos, hebras de un milagro o gotas de una felicidad intensa, concentrada, que flotaban en la extensión vasta y desolada de un mar de días torpes, pesados como piedras. No era el único que tenía el privilegio de despertarse por las mañanas con la ilusión de estar pendiente del tranvía, pero muchos más compartían la desgracia de ser amados por mujeres prudentes, imprudentes, pensaba él, porque sentía que cada beso de María le sujetaba, le reclamaba, le afianzaba en el mundo de los vivos, le defendía del enemigo, le hacía inmortal.
—¡Estoy viendo cabezas!
La guerra era larga, fea, dura, aburrida, tanto que algunas veces parecía que los de enfrente se habían cansado, que se habían rendido en silencio y por su cuenta, que se habían dado la vuelta sin avisar. Las visitas de María eran la vida, la belleza, la alegría, todo lo que la guerra no era. Y aquella tarde, aunque Mateo Fernández Muñoz estaba de servicio, aunque lo estaba viendo, Esteban la presintió. Le había pasado otras, muchas tardes, a veces acertaba, a veces no. Al principio, cuando la angustia, las bombas, el hambre, el terror, eran una novedad insoportable y sangrienta, María, que estaba loca pero no era tonta, nunca iba a verle si corría el riesgo de encontrarse con su hermano. Pero los madrileños le habían perdido el miedo al miedo, y en otoño de 1938 la guerra era la única realidad existente, y el hambre, la angustia, las bombas, el terror, el pan que cada día dejaban de comer en cada casa. María ya no venía a verle cuando quería, sino cuando podía, y él guardaba todos los días la mitad de su ración por si había suerte, Esteban, sal, que tienes visita, en ese mundo al revés de la ciudad cercada donde los soldados comían más y mejor que los civiles.
—¿Quieres meter la cabeza de una vez?
La hermana pequeña ya no se molestaba en disimular ante su hermano mayor, y para él tampoco tenía sentido mirar, preguntar, preocuparse. No se querían menos, sino más que antes, pero de otra manera, porque lo único que existía era la guerra, lo único que importaba era la guerra, y la estaban perdiendo. Esteban Durán perdía la guerra todos los días que su novia no venía a pararla con sus tacones, con aquella falda estrecha que se le estaba quedando tan ancha, con su melena limpia y brillante. Aquella tarde no fue la primera que escuchó un ruido, y estiró el cuerpo, y vio pasar a lo lejos el tranvía, el camión, el coche en el que María podía venir o no. No fue la primera vez que sacó la cabeza, y nunca le había pasado nada más grave que la decepción de no abrazarla. En el silencio de la guerra quieta, esos días en los que jamás sucedía nada, el eco de un vehículo lejano, por muy débil que fuera, llegaba a atronar en sus oídos con el júbilo de las buenas noticias que esperaba en vano, tan joven era, tanto se aburría en aquella trinchera honda como el foso de un castillo abandonado. María era la vida, la belleza, la alegría, todo lo que la guerra no era. —¡Esteban, que metas la cabe...!
Mateo Fernández Muñoz, que le había prometido a su hermana que cuidaría de su novio desde que se encontraron luchando en el mismo frente, terminó aquella frase, pero su destinatario no llegó a escucharla entera.
En la última semana de 1936, María ya estaba enamorada de Esteban Durán. No había sido el uniforme, que le estaba grande, pero sí lo que representaba, el coraje del hijo del juez, aquel estudiante de medicina tan bien educado, tan apocado, tan tímido que sólo le faltaba pedirle permiso para besarla, que tartamudeaba en el trance de sacarla a bailar, al que no había conseguido espolear a base de maltratarlo pero que se había venido arriba él solo, con una determinación, una furia que no habían tenido otros con mucho menos que perder. No sabía que se trataba del mismo impulso romántico que había llevado a su madre a enamorarse de su padre, pero tampoco que ella tendría que pagar un precio mucho más alto por afrontarlo.
Cuando lo mataron, me lo mataron, solía decir, y aquel posesivo se clavaba en la memoria de su madre, de su hermana Paloma, como una espina que nunca lograrían arrancarse del todo, lo amaba mucho más. Mateo, que lloró a Esteban con ella, nunca le contó que la de su novio había sido una muerte tonta. Lo primero que se aprende en una guerra es que ninguna muerte es tonta, que todas son igual de heroicas, igual de prescindibles y azarosas. Mientras los veía llorar, abrazados, unidos por el dolor y por la culpa, su madre recordó la admiración que había sentido hacia María aquella tarde en que la vio hablar con Paloma en el mismo sofá como si fuera la mayor de las dos, cuando comprendió que se había convertido en una mujer madura, su niña, que un año antes sólo se preocupaba por los vestidos, por las fiestas, por los novios, por aprobar las matemáticas, por no suspender el francés.
Carlos seguía en el hospital aunque ya estaba fuera de peligro. 1937 había empezado con la expectativa de su muerte, pero un mes y medio después, Paloma lloraba por él como si se le hubiera olvidado.
—Los médicos me han dicho que no va a recuperar el brazo derecho, que va a ser como si no lo tuviera, y se va a quedar cojo, tendrá dolores toda su vida...
—¿Y qué? —María la animaba, la sacudía, le sujetaba la cara con las manos para obligarla a levantar la vista—. ¿Y qué? Está vivo, Paloma, y va a seguir estando vivo. ¿Que se queda cojo?, pues bueno, el caso es que puede andar. ¿Que se queda manco?, muy bien, pero sólo de un brazo. Le queda otro, ¿no?, y para dar clase no necesita los dos. ¿Que tiene veintiséis años? Claro, y eso no es lo mejor. Lo mejor es que el año que viene tendrá veintisiete, y luego veintiocho, y veintinueve, porque ya no le puede pasar nada más, ¿no lo entiendes? —María acariciaba las manos de su hermana, las apretaba para transmitirle su fe en un futuro alegre, tan risueño como su acento—. No lo han matado y ya no lo van a matar, no va a volver al frente. Ahora le darán un destino tranquilo en la retaguardia, una oficina, un despacho como el de papá, se quedará en Madrid, irá a trabajar todas las mañanas y volverá a dormir a casa todas las noches. Piénsalo bien, Paloma, piénsalo... Tú ya no vas a pasar miedo, ¿es que no lo entiendes? Ya no te vas a despertar de madrugada con un mal presentimiento, no vas a sufrir tanto como las demás. Ojalá dejaran manco a Esteban, ojalá...
Mientras la escuchaba, su madre comprendió hasta qué punto había estado equivocada, y cuando todavía no se había recuperado de la tristeza de ver a Ignacio con un fusil, sintió un arrebato de ternura semejante por aquella hija que también se había hecho mayor antes de tiempo, y volvió a arrepentirse por haber dudado de ella, por haber dudado de todo aquella tarde de la última semana de 1936.
—Bueno, pues con novio o sin él —pero entonces creía que aún, que por lo menos le quedaba María—, yo opino que deberías irte a Levante. Y soy la que más te va a echar de menos, que conste, pero me quedaría mucho más tranquila.
—Que no, mamá, que no me voy a ir —todavía estaba serena y hablaba despacio, sin levantar la voz pero con una firmeza que su madre desconocía—. No es sólo por Esteban. He encontrado trabajo en una guardería del gobierno. Necesitan gente y no voy a quedarme en casa, con los brazos cruzados, mientras ahí fuera pasa lo que está pasando.
—Me parece muy bien —Mateo Fernández aprobó con la cabeza, sin advertir que su mujer se le quedaba mirando como si no pudiera creer que había escuchado las palabras que acababa de decir.
—Pero... —primero se volvió hacia su marido— ¿quieres dejar de decir tonterías, por favor? —y después se encaró con su hija—. De eso nada, María. ¿Cómo vas a trabajar? Si tú estás estudiando, tienes que estudiar, tú... Eres una niña, tienes dieciséis años, hija mía.
—Diecisiete, mamá, los cumplí en octubre. Ignacio sólo me saca catorce meses, y está en la carretera de La Coruña, pegando tiros. La sobrina de la portera, que es de su edad, se ha apuntado para que le enseñen a conducir tranvías. ¿Y yo no puedo ir a dar de comer y a contar cuentos a unos niños que se han quedado solos porque esos hijos de puta —y levantó la voz, y el brazo, y señaló al balcón con un dedo como si los pilotos alemanes la estuvieran escuchando al otro lado del cristal— han bombardeado sus casas y han matado a sus madres, y...?
—¡María! —la suya le demostró que estaba viva—. ¡No te consiento que hables así!
—¿Y cómo quieres que hable, mamá? ¿Cómo quieres que hable?
—Bien —su padre levantó las palmas de las manos en el aire antes de intervenir con mucha tranquilidad—. Tu madre quiere que hables bien. Que llames asesinos a esos hijos de la grandísima puta, por ejemplo.
—Muy gracioso, Mateo —pero, sin sumarse a las risas de sus hijas, su mujer también sonrió al reprochárselo—. Pues precisamente por eso, María, por eso. Porque es muy peligroso...
—Todo es peligroso, mamá —María se relajó, se serenó, y optó por un tono dulce, más persuasivo, procurando ignorar la que le caería encima si su madre llegaba a enterarse de que iba al frente en tranvía a ver a su novio—. No sé si te has enterado de que ahora Madrid se acaba en la glorieta de San Bernardo, a cuatro pasos de aquí. Todo lo demás se lo han cargado ya, ¿sabes? Y entrando en línea recta desde la sierra, que es de donde vienen, nosotros somos los próximos, así que... Seguimos teniendo casa de milagro. La guardería está más allá de Cuatro Caminos, pero lo mismo me puede matar una bomba allí que en la Corredera, cuando voy a hacer la compra. Esos... asesinos —miró a su padre y él se lo agradeció con una sonrisa— sólo respetan El Viso y el barrio de Salamanca, ya lo sabes, y allí no se nos ha perdido nada... Además, tampoco voy a ir sola. Charito empieza conmigo pasado mañana, y Emilia se lo está pensando. Iba a decírselo a Dorita, también, aunque sea facha, porque a ella le gustan mucho los críos, pero me la he encontrado en la escalera y hemos tenido una agarrada que no os la podéis ni imaginar... —hizo una pausa y continuó hablando con un acento parecido al que su hermana había escogido antes para imitarla—. Me alegro de verte, María, porque tengo un recadito para tu hermano Ignacio, y como no le veo nunca porque debe de estar muy ocupado matando gente... ¿Matando gente?, le he preguntado, sí, en la guerra, mujer, me ha dicho la muy pu... —y justo después de morderse la lengua, miró a su madre—. Perdona, mamá. Bueno, pues me ha pedido que le diga a Ignacio que le deja, que cuando le dijo que sí, no podía imaginarse que iba a convertirse en la novia de un rojo y que no está dispuesta a seguir siéndolo ni un minuto más. Se lo dices tú, me ha soltado, y así, él no tiene que molestarse... Pues sí, mira, le he dicho, mucho mejor. Mejor que mi hermano no tenga que molestarse en venir a hablar con una mierda como tú —su madre volvió a chillar, pero ella ya no hizo caso—, porque, por cierto, no da abasto para quitarse de encima a las mujeres que se le tiran a los brazos cuando anda por la calle. ¿Y sabes por qué? Pues porque mi hermano es un hombre de verdad, un héroe del pueblo, y no como los tuyos, que son unos cobardes, ¡que a ver si te crees que no sabemos que los tenéis escondidos en casa dentro de un baúl, cabrones!