Pasaron muchas cosas aquella noche, palabras, gestos, silencios que recordaría toda su vida. Antes de entrar en el comedor, su hermano le cogió por un brazo, le retuvo a su lado hasta que los demás salieron al pasillo, le miró a los ojos. Perdóname, Ignacio, lo siento mucho, si hay alguien que se merece ascender en este ejército... No, perdóname tú a mí, Mateo, no tendría que haberte dicho..., yo también lo siento. Los dos se abrazaron sin decir nada más, y el que sobrevivió recordó para siempre aquel abrazo, lo atesoró entre los instantes más preciosos de su vida, lo evocó con la codicia del avaro que recuenta sus monedas sin cansarse y volvió a vivirlo muchas veces, en los días más duros y en los mejores, entre el deslumbramiento del amor y el acecho de la muerte, entre la velocidad del infortunio y la lentitud de la prosperidad, entre el olor a miedo de los vagones de los trenes, el olor a miedo de las noches al raso y el inconsciente olvido del olor a miedo, y después, con las emociones y los deseos, con los domingos y los días laborables, con el calor del cuerpo de su mujer en noches de invierno muy arropadas y las risas de sus hijos que crecían sin el fardo agotador de su memoria, Ignacio Fernández Muñoz guardó siempre el recuerdo de aquel abrazo como un tesoro sin precio, el salvoconducto que le permitió seguir estando vivo, llegar a ser feliz en un mundo donde ya no existía su hermano Mateo. Y sin embargo, aquella noche, cuando salió a la calle, recordó sobre todo la mirada de Mariana, aquel brillo metálico, sereno, frío y paciente, despiadado, que sería la luz de su futuro.
—¿Se va con vosotros? —le preguntó a Paloma mientras acomodaba el paso a la cojera de su cuñado por la calle Fuencarral.
—¿Quién? —ella, que andaba a la derecha de su marido, se inclinó hacia delante para mirarle—. ¿El Sapo?
—¡Paloma! —Carlos Rodríguez Arce se quedó mirando a su mujer con una expresión de escándalo que se deshizo pronto en una sonrisa.
—¿Así la llamáis? —Ignacio se reía sin disimulos, en cambio—. Es un mote buenísimo.
—¿A que sí? Se le ocurrió a María —miró a su marido, le vio reírse y sonrió—. Es que parece un sapo, no me digas que no, todo el día rumiando, hinchando y deshinchando los carrillos, la hijaputa, con los brazos cruzados debajo del pecho, mirándolo todo y sin decir ni mu... ¡Qué asco le tengo, de verdad! —entonces volvió a dirigirse a su hermano—. Pues no, no se viene, por supuesto, y eso que papá se lo ofreció, por la niña, más que nada, que es muy pequeña, pobre... Pero no, ¿qué dices? ¿Ahora que ganan los suyos, se va a venir?
—Eso habrá que verlo —Ignacio no quiso mirar a su cuñado, que levantó las cejas en un gesto escéptico que su mujer también prefirió ignorar.
—Pues a ver si es verdad, porque de momento está todo el día en el piso de abajo, oyendo la radio de Burgos, me imagino, y cuando sube, tan contenta, la cogería y la estamparía... —cerró el puño en el aire para ahorrarse el resto de la frase—. ¡Ah!, y por cierto, que se ha hecho íntima de Dorita. Sólo abre la boca para hablar de ella, que si es un encanto, que si hay que ver, que si qué pena que rompierais...
—Por eso no te preocupes —Ignacio miró a Paloma, a su marido—. Si hay algo de antes de la guerra que no echo nada, pero nada, de menos, es a Dorita...
Si no hubiera llevado aquella blusa la habría visto igual, porque le habría llamado la atención su pelo rojo, tan raro, o sus caderas redondas, o la expresión de su rostro, que parecía estar de vuelta de todo sin haber perdido las ganas de ir más allá, pero lo primero que vio fueron sus hombros desnudos, blancos y perfectos, adornados con las pecas justas, ni tantas que sugirieran una infección ni tan pocas que pudieran pasar desapercibidas. Le gustaron tanto que se apoyó en un árbol, encendió un cigarrillo y se lo fumó mirándola, vigilando la goma del escote que se ahuecaba y se tensaba siguiendo el ritmo de su respiración, sin revelar nada más inquietante que su propia intermitencia. Cuando se resignó a su eficacia, levantó los ojos y vio que ella le sonreía de una manera tan impúdica que habría amedrentado al novio de Dorita hasta obligarle a huir con la cara colorada. Pero, por fortuna, pensó él, yo ya no soy el novio de Dorita, y por eso se acercó, le cogió la cesta que llevaba en la mano, dame tu cartilla, dijo, y espérame en ese banco, ahora vuelvo...
Las mujeres de la cola de la leche le miraron mal, algunas protestaron, todos los días lo mismo, ya está bien, no hay derecho, debería daros vergüenza, pero él ni siquiera las miró. Le atendieron enseguida, porque para eso era teniente. Toma, le tendió la cesta con la lechera dentro, gracias, respondió ella, de nada, Ignacio se quitó importancia, con este calor y al sol, el niño iba a cogerse una insolación... Vivía muy cerca, en la calle Viriato, y la cesta estaba tan vacía como todas las cestas de Madrid, pero él se ofreció a acompañarla, para que no vayas tan cargada, le dijo. Ella asintió con la cabeza y cuando se levantó, se reajustó el mantón donde llevaba al niño dormido, como acostado en una hamaca alrededor de su cuerpo, y se las arregló para pillar de alguna manera la goma de su escote, que ahora dejaba ver la frontera de sus pechos blancos, grandes, enjoyados de pecas.
Era una mujer poderosa, antes de la guerra seguramente gorda, ahora sólo redonda, carnosa y muy favorecida por la esbeltez del hambre, que había eliminado lo que sobraba dejando lo demás en su sitio. Se llamaba Eduvigis, ya ves, qué gracia, como para mondarse, vamos, tenía treinta y un años, dos hijos que estaban en el pueblo de sus suegros, se los llevó mi marido en enero, allí están bien, lo sé por un cuñado que va y viene de Guadalajara, los dejo y vuelvo, me dijo su padre, pero lo que es a él, todavía le estoy esperando, y cuidaba al hijo de una vecina que se había colocado de revisora en un tranvía, con lo que gana comemos las dos, bueno, lo de que comemos es un decir... ¿Y esa blusa?, le preguntó Ignacio. ¿Esto?, y se tiró de una de las mangas, pues no sé, me la dieron en el sindicato un día que estaban repartiendo ropa. Es de una función que hicieron, por lo visto, el alcalde de no sé qué, ¿de Zalamea?, sugirió él, pues sí, de Zalamea será, si tú lo dices... Había ido ralentizando el paso poco a poco, yo vivo aquí, en el último piso, te acompaño, propuso él, así te subo la cesta... Ella no se la pidió cuando llegaron arriba. Voy a acostar a éste, murmuró, y se metió dentro. Ignacio no tuvo que esperarla más de dos minutos. ¿Quieres entrar? Sí... Luego estuvo más de un mes fuera de Madrid. Bueno, ya hemos llegado, le dijo el conductor mientras paraba enfrente del Café Comercial, en la puerta de la casa de sus padres. Él se quedó un momento pensando. ¿Para dónde vas? A Estrecho. Tira, anda, déjame en Quevedo... Cuando ella le vio, se echó a reír y le abrió la puerta sin hacer preguntas.
—Pues el día que vino Edu —Paloma se limitó a sonreír—, el Sapo estaba en la cocina, y te lo puedes figurar... ¡Qué ordinaria!, ¿no?, dijo cuando se marchó, hay que ver, Ignacio, no sé cómo puede haber caído tan bajo, después de Dorita.
—Hombre, tan bajo... —Carlos interrumpió a su mujer en un tono reposado, risueño—. Edu está bastante mejor que Dorita. Muy buena en general, incluso.
—Ya —ella le pegó un puñetazo blando y celoso en aquel brazo que tenía como si no lo tuviera—, pero no creo que el Sapo tuviera en cuenta tus instintos degenerados, Carlitos... Claro que dio igual, porque mamá le pegó un corte que la dejó seca. Ya sabes cómo es mamá cuando hace falta, siempre sabe lo que hay que decir, María ha salido a ella en eso, yo soy incapaz, desde luego... Dos cosas, Mariana, le dijo. La primera es que en esta casa no se habla mal de las mujeres de mis hijos. La segunda es que me gustaría saber si la comida que nos ha traído la mujer de Ignacio te parece tan ordinaria como ella. Porque esta chica tendrá una madre, unos hermanos, una familia que estará pasando tanta hambre como las demás, y podría haberse hecho rica vendiendo esto en el mercado negro, y a lo mejor, Ignacio ni se habría enterado. Pero ha venido hasta aquí, con toda su ordinariez, a traernos lo que más necesitamos. Si te parece poco elegante, no tengo ningún inconveniente en que renuncies a tu parte. A más tocaremos. Avísame con tiempo, por favor.
—Estuvo bien, ¿eh? —Ignacio se sintió orgulloso de su madre un instante antes de imaginarse la atmósfera, los diálogos, los detalles de aquella escena.
—¿Bien? —Paloma levantó las cejas—. Bien no, mucho mejor que bien, y el Sapo se quedó... Bueno, tendrías que haberla visto, de todos los colores se quedó...
—¡Pobre mamá! —Ignacio cabeceó un par de veces, apiadándose sinceramente de ella antes de echarse a reír—. Conociéndolas a las dos, debió de ser tremendo.
—Pues sí, la verdad... —Paloma explotó en una carcajada que arrastró a su marido, que ya conocía esa parte de la historia—. Un momentito, señora, que ahora se lo explico todo, que es que me estoy meando, ¿sabe? Ésa fue la primera. Pero mamá aguantó, tendrías que haberla visto. ¿Cómo se llama, Eduarda?, me preguntó muy bajito, no, Eduvigis, mamá, contesté, ah, bueno, un nombre godo, pues no está tan mal, dijo la pobre... Que su hijo le reventó ayer el almacén a uno de esos cabrones de acaparadores y me ha pedido que le traiga esto, que él no puede venir, nos dijo luego. Y a mamá se le saltaron las lágrimas, eso es verdad. Con esto comemos más de una semana sin contar con lo de la cartilla, dijo...
—¿Sí? —se asombró Ignacio—. Pues no había para tanto...
—Que te crees tú eso —su hermana le llevó la contraria con suavidad—. Mamá colecciona las recetas de «La cocinera leal», ya sabes, mayonesa sin huevo, bechamel sin harina, carne sin carne, la verdad es que hace milagros... Nunca sabemos qué es lo que estamos comiendo, eso sí, pero nos lo comemos, muy despacito, masticando cada bocado veinte veces, porque ella leyó una vez en
El Socialista
que así se sacia antes el hambre, total, que nos lo comemos y a veces hasta está bueno. Por eso, el otro día, cuando abrió el saco... Tendrías que haberla visto. ¡Patatas!, gritaba, ¡cebollas! Lo que viene en los paquetes es azúcar y harina, le dijo Edu, porque como entraron a tiros en el sitio ese, los sacos que rompieron, que no los podían entregar, pues se los repartieron entre los que iban... Claro que lo mejor fue lo del salchichón. Cuando María vio el salchichón, dijo, ¿y esto, por qué no lo ponemos en lo alto de la despensa y lo adoramos unos pocos días antes de comérnoslo? ¡Qué risa, la verdad! Parece mentira cómo nos reímos, estábamos contentísimas, creo que fue la primera vez que vi a María reírse después de lo de Esteban... Mamá estaba muy emocionada, además. ¿Y tú, hija?, le preguntó a Edu, ¿tú no te vas a llevar nada? Ella le dijo que no se preocupara, que vosotros sólo erais dos y nosotros muchos, pero le pidió que le explicara cómo hacía las perdices evacuadas, porque tú las echabas de menos. ¡Uy!, si es facilísimo, mamá estaba encantada de poder ayudar, ya la conoces, es igual que hacer perdices estofadas pero sin perdices, por eso decimos que las han evacuado, espera un momento que te lo voy a apuntar... No, señora, no se moleste, si es que yo, yo no entiendo... ¿No sabes leer?, le preguntó mamá, no, contestó ella, muy apurada, la verdad es que el Ina ha intentado enseñarme, pero yo no valgo para eso... —entonces Paloma sofocó una carcajada, e Ignacio, que la había entendido antes de tiempo, se rió con ella—. ¿El Ina?, mamá se quedó pensando, ¿y eso qué es? La pobre se imaginaba que era una oficina del gobierno, el Instituto Nacional de Alfabetización, o algo por el estilo, ya estaba pensando en presentarse voluntaria, y de repente, Edu se estiró, sacó pecho, puso los brazos en jarras y se la quedó mirando. ¡Pa chasco, señora!, le dijo, ¿qué va a ser el Ina?, pues su hijo...
—¿Ina? —Carlos, que se reía con ellos y unas ganas que parecían haberse extinguido, disueltas en los vapores constantes de la desesperanza, repitió la pregunta que las carcajadas no le habían dejado articular bien—. ¿Te llama Ina?
—Sí. De
Inacio
... ¿Qué quieres? Me gusta mucho, pero la verdad es que es muy bruta.
¡Joder, tu pobre madre!
Ya hacía un rato que habían llegado a la esquina de Hartzenbusch, y a Ignacio se le estaba haciendo tarde. Por eso miró a su hermana, le puso una mano en el hombro, sonrió.
—Bueno, Palomita, para ti, por lo menos, ya se ha acabado el hambre.
Ella le miró, miró a su marido, movió la cabeza.
—Yo no quiero marcharme.
—Mira, Paloma —Carlos se volvió hacia ella con una expresión a medias cansada e impaciente—, eso ya lo tenemos muy hablado. Y muy decidido.
—Casilda se queda —protestó ella—. Y eso que está embarazada.
—Casilda se acaba de enterar de que está embarazada, y tiene una madre y unos hermanos que viven en Cartagena, Paloma, lo sabes de sobra, y sabes que se va a ir con ellos la semana que viene, que Mateo ya se ha encargado de buscarle un transporte, lo acabas de oír, coño, ¿o es que no lo acabas de oír?, así que déjalo ya, por favor... Tú te vas mañana con tus padres porque es lo mejor y se acabó. Y ya veremos lo que pasa aquí, y cuando pase lo que sea, ya volverás tú o ya iré yo a donde tenga que ir.
—Yo no quiero marcharme.
—Paloma...
Para Carlos Rodríguez Arce, que había sido el profesor, el ídolo, el modelo de su cuñado, antes de convertirse no sólo en el marido de su hermana, sino en el hombre más enamorado de una mujer que él había conocido nunca, aquella despedida no podía ser fácil, pero Ignacio no pensó sólo en él, sino también en sí mismo, al precipitarla. Abrazó a Paloma, le pidió que comiera por él, y abrazó a su cuñado también, bueno, a ti te veré un día de éstos, ¿no? Entonces, sin soltarle del todo, su única mano útil sobre un brazo de Ignacio todavía, Carlos le dedicó una mirada grave.
—Cuídate. Ten mucho cuidado y no te fíes de nadie... —y movió la cabeza, miró a su alrededor como si hubiera alguien más escuchando—. Estoy oyendo cosas... No sé, hay algo en el aire que no me gusta nada.
Ignacio sonrió a su cuñado y pensó que era una suerte no luchar desde un despacho, no tener que aguantar a todas horas el bombardeo constante de noticias, alarmas, rumores, proclamas, rencillas y pronósticos que mantenían en vilo a Carlos desde que lo malhirieron. Él no tenía tiempo para prestar atención a esas cosas. No es que no escuchara noticias, alarmas, rumores, sobre todo después de la ruptura del frente del este, de la caída de Cataluña. Hemos perdido la guerra, decían algunos, y una mierda, contestaba él. la guerra no se perdería hasta que los fascistas entraran en Madrid, y no iban a entrar, y si entraban, él no se iba a enterar, porque habrían tenido que matarle primero. Eso era lo único que Ignacio Fernández Muñoz quería saber, lo único que le importaba más que seguir vivo. No es que no escuchara noticias, alarmas, rumores, sobre todo después de la marcha de Azaña, de la desbandada de los políticos, el sálvese quien pueda que cada uno interpretaba a su manera, echándose en cara mutuamente una derrota que aún no habían sufrido o quejándose de que en el Ejército Popular sólo ascendían los comunistas. Los anarquistas llevaban meses diciendo lo mismo, llorando como niños celosos por el tamaño de sus caramelos, antes odiaban a los socialistas, ahora los odiaban a ellos, siempre tenían que estar odiando a alguien, por lo visto, pero ese odio no le preocupaba.