El corazón helado (45 page)

Read El corazón helado Online

Authors: Almudena Grandes

Tags: #narrativa

BOOK: El corazón helado
8.83Mb size Format: txt, pdf, ePub

Él no tenía tiempo para prestar atención a otro odio que no fuera el del enemigo, el auténtico, el de verdad, el que estaba enfrente. Enfrente y no dentro, enfrente y no aquí, enfrente y fuera de Madrid, porque no habían pasado y no pasarán. Eso era lo único que Ignacio Fernández Muñoz quería saber, lo único que le importaba más que seguir estando vivo. No es que no escuchara noticias, alarmas, rumores, sus padres se iban, se llevaban a sus hermanas, ellos, que se habían negado a marcharse cuando las cosas eran igual de difíciles dentro pero mucho más fáciles fuera, ahora se iban, aprovechaban la oportunidad, un coche, un barco, Orán y después Francia. El amigo que había organizado el viaje pensaba seguir hasta México, ellos no. Mateo Fernández Gómez de la Riva tenía otro buen amigo en Toulouse, un alto cargo republicano que le había ofrecido sus contactos con la izquierda francesa para ayudarle a instalarse. Él había aceptado aquella oferta y se iba a quedar en Francia para estar más cerca de sus hijos, para tardar menos en volver. Pero peor estuvimos en noviembre del 36, pensaba Ignacio, cuando nadie daba un céntimo por nosotros, y ya ves, aquí seguimos estando. Y si no, que se lo pregunten a los de enfrente. Eso valía más que todas las noticias, todas las alarmas, todos los rumores juntos. Si la queréis, venid a por ella, que os estoy esperando. Eso era lo único que él quería saber, lo único que le importaba más que seguir estando vivo.

Miró el reloj y apretó el paso Fuencarral arriba, porque tenía que estar en El Pardo a medianoche pero todavía podía pasar por su casa, la casa de Edu, y estar allí un cuarto de hora, media hora si corría. Al llegar a la calle Alburquerque volvió la cabeza y vio a Carlos y a Paloma besándose en la misma esquina donde les había dejado, sin entrar en su portal, que estaba a dos pasos, y volvió a sonreír, pero no imaginó que aquélla sería la última vez que vería a su cuñado. Tampoco recordó su advertencia hasta el 6 de marzo de 1939, cuando le despertó de madrugada un ruido que no logró entender. Había llegado a casa con permiso, muy tarde, y tan cansado que se tiró encima de la cama sin desnudarse siquiera. Edu le quitó la ropa, las botas, espérame, que ahora mismo vengo, le advirtió, pero cuando volvió, ya estaba dormido. A las seis de la mañana era ella la que dormía mientras él intentaba comprender aquel sonido, y al principio pensó que era un paco, pero no, porque escuchó gritos, consignas, ráfagas de ametralladora. Han pasado, pensó, y un instante después se llevó la contraria a sí mismo, no, no, qué coño van a haber pasado, no han podido pasar, joder, es imposible... Hacía menos de ocho horas, él estaba en el frente y todo seguía igual, que no, que no puede ser, no han pasado, no pueden pasar... ¿Qué dices? Edu se dio la vuelta, abrió los ojos, le miró, los volvió a cerrar. Nada, contestó Ignacio, que no se había dado cuenta de que estaba hablando en voz alta, tengo que volver al Pardo. Se levantó, se vistió deprisa, cogió el fusil y salió a la calle sin afeitar. Madrugó para vivir el peor día de su vida.

—¡Manos arriba!

Aquel grito le estalló en la nuca. Ignacio Fernández Muñoz levantó los brazos muy despacio, giró lentamente sobre sus talones y contempló a cuatro milicianos de la FAI, cargados de insignias, que le apuntaban con los fusiles cargados. Entonces sonrió, y bajó los brazos.

—Joder, qué susto me habéis...

—¡Manos arriba he dicho! —y el que mandaba el grupo se dirigió a un hombre mayor, que miraba al prisionero con una cara de odio casi cómica—. Desármale, Facundo.

—Pero no lo entiendo... —llevaba suficiente tiempo en la guerra como para comprender que estaban hablando en serio—. Vosotros sois...

—De los tuyos no, cabrón —y para subrayar su afirmación, el que se llamaba Facundo le golpeó con la culata de su pistola.

—Tira —le dijo el otro—, las manos encima de la cabeza, que las vea yo bien.

—¿Qué ha pasado? —Ignacio Fernández Muñoz, prisionero de los suyos, avanzaba por la calle Bravo Murillo sin sentir ningún miedo, convencido de que todo aquello era un capricho, un malentendido, un error absurdo—. ¿No me vais a decir ni siquiera por qué estoy detenido?

—Por comunista. O lo que es lo mismo, por enemigo del pueblo, por burgués, por contrarrevolucionario y por maricón, que eso es lo que sois todos los comunistas, una partida de maricones... Pero ya se os ha acabado el mando, y toda esa mierda de la resistencia y el frentepopulismo, la letanía de que la revolución puede esperar porque lo importante es ganar la guerra. El pueblo os ha calado, y no tolera la traición de Negrín.

Aquellas palabras le dolieron mucho más que el golpe que le habían dado en la cabeza, le dolieron tanto que, incluso detenido, desarmado, se volvió para negarlas.

—¡Eso es mentira!

—¡Te voy a decir yo a ti lo que es mentira! —volvió a sentir la culata de la pistola de Facundo en la coronilla y se guardó su dolor para sí mismo.

—Se ha formado otra junta de defensa en Madrid —siguió diciendo el jefe—, un gobierno del pueblo, revolucionario de verdad. Sin comunistas. Sin burgueses. Sin cobardes.

No puede ser, se dijo Ignacio, no puede ser, esto no puede ser verdad, no me puede estar pasando a mí, no me puede estar pasando hoy, no me puede estar pasando ahora... Le metieron en un camión con media docena de hombres tan desconcertados, tan indignados y perplejos como él, y los encerraron en un calabozo de la Puerta del Sol donde se amontonaban los detenidos.

¿Qué ha pasado?, que se han sublevado, ¿quiénes?, Casado, ¿Casado?, los anarquistas lo apoyan y los socialistas también, ¡Casado!, pero ¿por qué?, contra el gobierno, ¿contra el gobierno?, contra nosotros, nos han traicionado, ha sido un golpe como el del 36, pero ¿por qué?, y yo qué sé, es que no entiendo por qué, dicen que el ejército lo mandamos nosotros, que sólo ascienden los comunistas, bueno, pues que protesten, pero ¿eso es una razón para sublevarse?, eso dicen, pues anda que no llevan tiempo diciéndolo, ¿y es cierto?, mira, te voy a decir una cosa, si hubiéramos mandado nosotros el ejército, pero de verdad, desde el principio, otro gallo habría cantado, ahora ya da igual lo que sea verdad, lo que sea mentira y lo que cante el gallo, eso es lo que dicen y por eso estamos aquí, ¿y qué va a pasar ahora?, he oído que nos van a juzgar, ¿a nosotros?, sí, ¿por qué?, no lo sé, nos llaman insurrectos, ¿a nosotros?, sí, ¿como los fachas en el 36?, igual, pero si yo estaba en la cama cuando he oído tiros en la calle, ¿cómo voy a haberme sublevado yo, y contra quién?, y yo qué sé, pero ¿no hemos quedado en que los que se habían sublevado eran ellos?, sí, pues no entiendo nada, yo tampoco, y Franco frotándose las manos, claro, nos van a entregar a los fascistas con un lazo en la cabeza, no, nos van a fusilar ellos mismos, lo mismo da, el que sale ganando es Franco, pero ¿qué coño ha pasado?, si es que no hay quien lo entienda, ¿y Miaja?, hasta el cuello, ¿con ellos?, claro, ¿y Negrín?, y yo qué sé, nadie sabe nada...

Menos mal que mi padre no está viendo esto. A las once de la noche se abrió la puerta y por fin entró alguien que sí sabía. Menos mal que mi padre no está viendo esto. Era un periodista de
Mundo Obrero
que vivía en Divino Pastor, Ignacio lo conocía del barrio, habían jugado alguna vez juntos al fútbol, de pequeños. Menos mal que mi padre no está viendo esto.

—A mí han venido a buscarme a casa hace un rato —empezó a contar aquel hombre—, pero he tenido tiempo para enterarme de todo. Ha sido una traición, una puta traición, una sublevación militar igual que la otra. Casado manda, Besteiro adoctrina y Mera se cuadra, pero parece que los discursos los escribe García Pradas, el director de
CNT...
Anoche hablaron todos por la radio, dijeron que después de la dimisión de Azaña, el gobierno de Negrín no es legítimo, que es mentira que esté dispuesto a resistir, que están huyendo como cobardes...

—¡Cobarde, Negrín! —entre los detenidos se elevó un coro de protestas rabiosas, inútiles.

—Desde luego, hay que joderse.

—Lo que es no tener vergüenza, coño...

—Eso es lo que dicen —pero el vecino de Ignacio siguió hablando con la serenidad de quien ha agotado ya todos los juramentos—, y por eso han formado un Consejo de Defensa. Lo llaman Junta, eso sí, para que recuerde a la otra, a la heroica, a la de verdad. Casi todos los consejeros son socialistas, pero los anarquistas también han entrado y están entusiasmados. Los socialistas no tanto. Los de Negrín se han puesto en contra, por supuesto, y los demás están muy divididos, no hay más que andar por la calle para darse cuenta. Mucha gente no entiende lo que está pasando. Me refiero a las bases, claro, a los dirigentes no. Los dirigentes son los que lo han montado todo, y los anarquistas..., bueno, ya os lo podéis figurar, se creen que el golpe lo han dado ellos para hacer su puta revolución de los cojones, pero nos odian tanto que no ven más allá de sus narices, porque lo que está haciendo de verdad Casado es negociar con Burgos. Lo dijo hasta Mera, ayer, que su objetivo es lograr una paz honrosa, sin represalias, o sea, que van a capitular, porque, vamos a ver... ¿Cómo va a aceptar Franco una paz negociada si nos estamos matando entre nosotros? ¿Alguien lo entiende? Ni que fuera gilipollas... ¿Ahora, que le están poniendo la victoria en bandeja, va a negociar? ¿Negoció en Asturias en el 34, negoció después de tomar Badajoz, negoció cuando ordenó a los alemanes que bombardearan a los refugiados que iban de Málaga a Almería andando por una carretera? Bueno, pues esos cabrones dicen que con ellos sí va a negociar, que está negociando. ¡Y una mierda! Eso no hay quien se lo crea, y si se lo creen ellos, peor, porque encima de malos son tontos, pero por eso nos han detenido. Porque nosotros jamás capitularíamos, nosotros jamás saldríamos corriendo después de regalarle a Franco media España y ellos lo saben. Ya pueden llamarnos cobardes hasta quedarse roncos, que eso no cambia las cosas. Nosotros no nos rendimos, lo saben tan bien que el cabrón de Casado va diciendo en voz baja, a unos y a otros, que las detenciones de comunistas son una medida preventiva que pretende anticiparse a nuestra previsible resistencia al cambio de situación en la capital. ¿Y qué cambio va a haber, si no es rendirse? Les van a abrir las puertas de Madrid, que lo sepáis, se la van a regalar, y si no, al tiempo. Van a pasar sin pegar un tiro y para eso nos han metido a nosotros aquí, para que pasen de una vez, para ponérselo fácil, para no darnos la oportunidad de resistir hasta el final. Eso es lo único que tiene sentido, porque si no... ¡Ya me contaréis! Dicen que quieren ahorrar víctimas inútiles pero de momento han pedido refuerzos para aplastar a los que no han cogido, ¿me estáis oyendo? Están desguarneciendo los frentes para concentrar tropas aquí, en los Nuevos Ministerios, en Fuencarral, en Chamartín, donde luchan los nuestros. Les llaman insurrectos porque no se han dejado detener, porque no se han entregado para que los metan en la cárcel como nos han metido a nosotros, sin haber hecho nada. ¿Y por qué? Pues porque para ellos los comunistas somos víctimas útiles, a ver si no... Por más vueltas que le deis, no vais a encontrar otra explicación. Es mejor que os vayáis haciendo a la idea. Nosotros somos el regalo que Casado le hace a Franco para tenerle contento. Así de claro.

Menos mal que no lo estás viendo, Ignacio Fernández Muñoz pensaba en su padre, hundido, las mejillas consumidas, la barba descuidada, los ojos muertos, negándose a comer, bebiendo agua a sorbos muy pequeños, la última noche que cenaron juntos, cuando le dijo que le daba vergüenza irse. Menos mal que te fuiste, papá, Ignacio no podía pensar en otra cosa, menos mal que no estás viendo esto, que no lo oyes, que no lo sientes, que no lo sabes, el verdadero desastre, la verdadera derrota, la verdadera y última e insoportable vergüenza, menos mal que te fuiste, papá... Y todavía faltaba lo peor. De lo peor no se enteraron hasta el día siguiente. Lo peor llegó con un teniente que se había hecho fuerte en su propia casa, un piso de la calle Ríos Rosas, hasta que se quedó sin munición.

—Estamos jodidos —les anunció como todo saludo—, ahora sí que estamos jodidos. Me lo han contado los mismos que me han detenido, han tenido el valor de contármelo mientras me traían aquí. Franco ha ordenado a los suyos que dejen pasar a los anarquistas de la XIV División, que estaban en Guadalajara. Les ha dejado pasar, así, sin más, les ha pedido a los suyos que no disparen para dejarles venir corriendo, así que, ya veis. Los cojones que no tuvieron los de Durruti para parar a los moros en la Casa de Campo, los van a tener los de Mera para venir a matarnos a nosotros ahora, pero todo gracias a Franco, eso sí.

—Joder, qué valientes.

—¡Qué cabrones!

—¡Serán traidores!

—La puta que los parió.

Después de aquello, nadie dijo nada más. Ya no había nada más que decir.

Al comprenderlo, Ignacio Fernández Muñoz se apoyó en la pared, resbaló despacio hasta quedarse sentado en el suelo, y golpeó su cabeza dolorida contra los ladrillos una, dos, tres veces.

Menos mal que no estás viendo esto, papá, y menos mal que tú tampoco tienes que verlo, mamá... Ignacio pensaba en él, pensaba en ella, la euforia y las lágrimas, aquella felicidad suprema que había durado tan poco. Menos mal que no os estáis enterando de que hemos parado al fascismo para esto, de que hemos luchado como fieras para esto, de que hemos trabajado tanto, hemos chillado tanto, hemos cavado tantas trincheras, nos hemos tragado tanto miedo, hemos aguantado tantas bombas, hemos pasado tanta hambre, hemos enterrado a tantos muertos para esto, para esto, para esto. Madrid, qué bien resistes, mientras los demás comían, mientras los demás dormían, mientras los demás se rendían porque para eso estábamos nosotros aquí, resistiendo. Maldita sea, malditos sean, malditos seáis...

Ignacio gritaba con los labios cerrados, cerrados los ojos y los oídos al clamor de una multitud de silencios idénticos. Mi familia paró al fascismo. Lo que no pudo Roma, lo que no pudo Berlín, lo pudimos nosotros, los Fernández Muñoz. Nosotros paramos al fascismo en el frente de Usera, en la Moncloa, en la Universitaria y en el comedor de nuestra casa, «La cocinera leal», mayonesa sin huevo, bechamel sin harina, carne sin carne y aquellos consejos que mamá leía en
El Socialista,
hay que comer muy despacio, masticar mucho cada bocado, así se engaña al estómago, hacedme caso... En otras ciudades no hacía falta engañar al estómago. En otras ciudades había comida, él la había visto, fruta, y lechugas, y bollos. En los mercados de Valencia había bollos, y en el frente de Aragón, una liga de fútbol, eso contaban, que los soldados jugaban al fútbol porque se aburrían. Es aburrido estar en una guerra y no luchar, él lo sabía, pero en Madrid hasta el aburrimiento era distinto, tenso, sombrío, peligroso. Al novio de mi hermana lo mataron por aburrirse, porque no podía divertirse jugando al fútbol. Nuestras mujeres se aburrían en la cola de la leche, en la cola del pan, en la del carbón, pero aquí eso no era más que otra manera de luchar, porque había que luchar y se luchaba, sin parar, sin cansarse, sin quejarse, y todo para esto... Menos mal que no lo estás viendo, papá, menos mal que no lo estás viendo, mamá, porque no os lo merecéis, no nos lo merecemos, Madrid no se merece un final como éste, tan sucio, tan feo, tan triste y tan indigno, y sin embargo, mejor estar aquí que ahí fuera. Ignacio Fernández Muñoz gritaba sin mover los labios, abrazaba sus rodillas con los brazos, escondía la cabeza en el hueco húmedo y templado de su cuerpo encogido, derrotado. Prefiero verte muerto que paseando gente, le había dicho su padre más de una vez, en los días oscuros del terror. Prefiero verte muerto que paseando gente, y tenía razón, lo comprendió entonces y volvió a pensarlo el día que la vergüenza se derramó sobre él. Mejor acabar aquí que seguir ahí fuera, mejor morir víctima de una traición que vivir como un traidor.

Other books

Lilac Avenue by Pamela Grandstaff
Bright Star by Grayson Reyes-Cole
The Birth House by Ami McKay
Dimples Delight by Frieda Wishinsky
Shadows on the Rock by Willa Cather
Red Hot Blues by Rachel Dunning
Family Be Mine by Tracy Kelleher
Dictator s Daughter by Angell, Lorena
Bound by Decency by Claire Ashgrove