—Un desgraciado —solía decir mi padre—, sus hijos le han hecho un desgraciado. Ya lo veis, si hubo una persona honrada en este país fue Eugenio Sánchez Delgado. Si hubo alguien que pudiera trepar y no trepó, que pudiera robar y no robó, que pudiera denunciar y no denuncio, que creyera de verdad en lo que hacía, ése fue Eugenio, ¿y para qué? Pues para que unos imbéciles malcriados y desagradecidos le destrozaran la vida justo cuando le llegaba el momento de recoger, qué bonito...
Cualquiera que le escuchara, habría pensado que la militancia clandestina de sus hijos le había costado una destitución fulminante, pero fue él quien se marchó, él quien abandonó, él quien no pudo soportar que el régimen que había sostenido con tanta fe detuviera sin garantías a chicas de dieciocho años, y las desnudara antes de romperles el bazo de una patada para que dos policías fueran a pedirle perdón después, porque, claro, con ese apellido tan corriente, Sánchez, cómo iban a saber ellos que la chica era hija suya y sobrina de don Romualdo... Mientras pudo no enterarse, hizo como que no sabía nada. Cuando no le quedó más remedio que enterarse, no intentó reciclarse, recolocarse como otros, volverse disidente de la noche a la mañana, él no. Él se marchó a su casa, y allí se quedó.
El domingo siguiente a la legalización del Partido Comunista, vino a comer a la nuestra con su mujer. Todavía vivíamos en la calle Argensola, yo tenía doce años, pero me acuerdo muy bien de la expresión de su cara, la serenidad paciente, hasta sonriente, con la que afrontaba las quejas de mi padre, al que todo lo que estaba pasando en España le parecía aceptable, incluso deseable, todo menos eso.
—¿Democracia? —se preguntaba, y él mismo se respondía—, vale. ¿Elecciones?, muy bien, me parece estupendo, ya lo sabes. ¿Sindicatos? Pues bueno, si no hay más remedio. ¿Socialistas?, también, porque hará falta una izquierda, ¿no? Hasta ahí todo bien, pero ¿esto? ¡Esto no, coño, el Partido Comunista no! ¿Por qué? ¿Para qué? Todo menos esto, joder, porque, vamos a ver..., ¿es que no hay democracia en Estados Unidos? Y en Inglaterra qué, ¿eh?, ¿es que no hay democracia? —su tono se rizaba, se elevaba, iba adquiriendo color, una tensión apasionada, dramática, mientras miraba a los ojos de su amigo buscando una confirmación que no encontraba—. ¿Y qué pasa en Estados Unidos, qué pasa en Inglaterra, es que allí hay partido comunista? ¡Pues no, por supuesto que no, naturalmente que no! Pero no me lo puedo creer, Eugenio —se rindió al final, cuando se cansó de hacer preguntas que sólo él parecía interesado en contestar—, parece que te da lo mismo.
—Es que me da lo mismo, Julio —su viejo camarada le contestó con palabras tan serenas como su mirada—. No me gusta el comunismo, pero tengo dos hijos comunistas, y ellos sí me gustan. Son jóvenes, apasionados, y creen de verdad en lo que defienden. A lo mejor se equivocan, pero yo también me equivoqué cuando tenía su edad. Así que no tengo motivos para estar contento, pero tampoco tengo motivos para preocuparme. Yo no le debo nada a nadie, ya lo sabes.
Entonces mi padre se quedó callado pero mi madre cambió enseguida de conversación, y no se volvió a hablar de política hasta que se marcharon, cuando mi padre se compadeció de ellos en voz alta. Pobre Eugenio, nos dijo, sus hijos le han hecho un desgraciado, antes de rematar con la amenaza habitual, al que se meta en política, lo echo de casa, no os digo más.
Mis dos hermanos mayores habrían podido participar en los últimos episodios de la resistencia a la dictadura, porque Rafa empezó la carrera unos meses antes de la muerte de Franco, y Angélica un año después, pero él pasó por la universidad como si allí no hubiera sucedido nada, y durante muchos años, todos los que tardó en abandonar a su primer marido, lo único que recordaría ella de aquel periodo era la parálisis de pánico que la inmovilizaba por dentro cada vez que veía una pintada, un cartel o una convocatoria de la organización juvenil en la que había militado un estudiante llamado Adolfo Cerezo hasta que terminó la carrera. A mi hermano Julio, que había nacido en el 61, la política le atrajo mucho más, pero en la dirección opuesta. El fue quien más interés mostró por la aventura rusa que a mi padre, más allá de los rigores del clima, no le gustaba recordar.
—¿Tú estuviste en Possad, papá? ¿Cruzaste el Voljov? ¿Atravesaste andando el lago Ilmen, cuando...?
—Sí estuve, sí, y crucé el río varias veces, pero no estuve en el Ilmen, eso no, por suerte, no.
Julio, que se aprendió de memoria el vocabulario guerrero alemán y aprovechaba cualquier oportunidad para soltar palabras que su creativa pronunciación hacía definitivamente incomprensibles, no solía obtener respuestas más elocuentes cada vez que atacaba con todo su cargamento de Komandaturs, Oberkommandos, Heeres, Luftwaffes, Wehrmachts, Sturmbannführers, Oberführers y Stableiters.
—¿Y no te congelaste, papá? ¿No te condecoraron? ¿No te dieron la Cruz de Hierro, aunque fuera colectiva?
—¡Que te calles de una vez, joder! Mira que eres pesado, hijo mío...
Yo, que tenía cuatro años menos que Julio, asistía en silencio a aquellos forcejeos de los que mi hermano salía convencido de que nuestro padre había sido un héroe, pero una noche de sábado, después de ver por la tele una película sobre la guerra en el Pacífico, me atreví a hacer mis propias preguntas.
—Y tú, ¿por qué ibas con los malos, papá?
Él me miró con una expresión de alarma que se deshizo en una sonrisa al recordar que su interlocutor no tenía más de diez años.
—¿Y a ti quién te ha dicho que eran los malos? —me preguntó a su vez.
—Bueno, hacen de malos en todas las películas, ¿no? Y además perdieron. Al final siempre ganan los buenos, ¿no?
—No —me contestó él—. Los que ganan al final son los más fuertes, no tienen por qué ser los buenos siempre. Ganan y les va mejor, tienen más dinero y se lo gastan en hacer películas, y como las hacen ellos, pues los malos siempre son los otros.
—Ya, pero luego está lo de los judíos —insistí.
—Sí, tienes razón —asintió con la cabeza—. Está lo de los judíos, pero nosotros no tuvimos nada que ver con eso. Y muchos de los alemanes con los que luchamos, tampoco.
—¿Entonces los nazis no eran malos?
—Sí, claro que eran malos. Pero los otros también eran malos. Y sin embargo, había buenos en los dos bandos, buenas personas. Así que es muy complicado saber quiénes eran los malos malos de verdad y quiénes eran los malos menos malos, ¿comprendes?
—No —y fui sincero—. Creo que no.
—Es que eres muy pequeño, Álvaro. Cuando crezcas, ya lo entenderás.
Pero no lo entendí.
Pasó el tiempo, Julio quitó un buen día todas las cruces gamadas del dormitorio que compartíamos y nunca más volvió a acordarse de ellas. A mí me dio por estudiar alemán durante algunos años, aprendí cómo se pronunciaban unas palabras que jamás tuve la tentación de decir en voz alta, y sentí dos escalofríos sucesivos al leer, primero en alemán, después en español, el juramento reproducido en una hoja de papel doblada, perdida entre las fotos de aquella carpeta azul. ¿Juráis ante Dios y por vuestro honor de españoles absoluta obediencia al jefe del ejército alemán Adolf Hitler en la lucha contra el comunismo, y juráis combatir como valientes soldados, dispuestos a dar vuestra vida en cada instante por cumplir este juramento? Debajo, primero en alemán, después en español, figuraba la respuesta que mi padre, entre otros muchos miles de españoles, debió gritar un día de 1941, en el trance de convertirse en un soldado alemán, ¡sí, juro! Después había seguido pasando el tiempo, mucho tiempo, pero aquella mañana soleada y tranquila del mes de abril de 2005, en la soledad de mi casa, el ruido del aspirador que la asistenta pasaba por el pasillo como única compañía, yo seguía sin entenderlo.
—El padre de Álvaro estuvo en la División Azul, ¿sabes?
Fernando Cisneros lo entendió mejor que yo. Cuando empecé la carrera y conocí a aquel chico grande y barbudo que parecía un oso, hablaba de la guerra civil en primera persona del plural y era capaz de sintetizar con una precisión, una contundencia ejemplares, las ideas sólidas pero inconexas que me impulsaban a comprender algunas cosas enseguida y otras nunca, cometí el error de confesarle el pasado divisionario de mi padre y le hice el mejor regalo que recibiría de mí en toda su vida.
—Eso que te lo diga Álvaro, que su padre se fue a luchar a Rusia con los nazis...
Entonces, a principios de los 80, el polvo de la dictadura pegado todavía a la suela de todos los zapatos, la chica en cuestión se quedaba callada y me dedicaba una expresión de incredulidad aliñada con ciertas gotas de compasión, cuando había suerte, o de repugnancia, cuando no la había, que él aprovechaba invariablemente para colocar la historia de su abuelo el admirable.
—Bueno, Fernando, ya está bien, ¿no? —me quejaba yo de vez en cuando.
—¿Ya está bien de qué? —se defendía—. ¿Qué pasa, que es mentira?
—No, no es mentira. Pero tampoco tiene gracia que lo sepan todas las tías de la facultad. A mí también me gusta ligar, ¿sabes?, y no me lo pones muy fácil.
—¿Por qué? —y fingía un asombro tramposo, risueño—. Siempre te quedarán las falangistas. Están muy buenas, ¿no? Eso dicen.
—Ya, pero, aparte de que no conocemos a ninguna, las falangistas no son mi tipo. Para pijas, ya tengo bastante con mi hermana Angélica.
—Pues te jodes —y se echaba a reír—. No haber tenido un padre nazi.
Conocí a Máximo Cisneros y a su mujer, Paula, no menos admirable, el día que su nieto Fernando leyó su tesis doctoral. Yo había leído la mía dos años antes y a mi familia ni se le había pasado por la imaginación asistir, aunque mi padre pagó la comida en un restaurante cuyos precios desbordaban con mucho las posibilidades de cualquiera que no fuera él, desde luego las mías, y también las de los miembros de mi tribunal. Todos se quedaron muy impresionados al verme firmar la factura sin más antes de devolvérsela a un maître tan estirado como complaciente, muchas gracias, don Álvaro, hasta cuando usted quiera. A la tesis de Fernando, en cambio, fue toda la familia Cisneros. A sus abuelos paternos les faltaba poco para cumplir ochenta años y el materno los había cumplido ya, pero los tres subieron a buen ritmo los peldaños que daban acceso a la sala, y se tragaron la sesión sin pestañear. Era imposible que estuvieran entendiendo algo de lo que se decía allí, como no podían entenderlo ni el padre ni la madre de su nieto, pero todos estuvieron al lado de Fernando hasta el final, y cuando él me presentó por fin a Máximo, cuya admirable historia me sabía de memoria a fuerza de oírla repetir siempre a propósito de la despreciable historia de mi pobre padre, pensé que había merecido la pena adelantar cinco días mi viaje desde Boston. El cambio de billete me había costado un dineral, pero a él le había costado mucho más llegar hasta la sala donde su nieto recibió un ceremonioso
cum laude
que le hizo mucho más feliz que a su genuino destinatario. Me emocionó conocerle, y se lo dije, tanto que renuncié a preguntarle si se imaginaba la cantidad de polvos que había echado Fernando a costa de su sufrimiento.
—¡Ah! Pues entonces igual que Álvaro. Porque su padre estuvo en la División Azul. Igual tus abuelos fueron también, ¿no?
La última vez que lo hizo teníamos ya más de treinta años, yo había vuelto de Estados Unidos, él se había casado, su abuelo había muerto, acabábamos de salir de la facultad, José Ignacio Carmona no había podido acompañarnos a comer, y Elena Galván nos estaba contando que se gastaba la tercera parte del sueldo en pagar un alquiler en Tres Cantos porque sus padres vivían en Getafe, en la otra punta de las afueras de Madrid. Soy de familia de militares, añadió. Unos años antes habría adivinado que Fernando no necesitaba nada más al mismo tiempo que él, pero a aquellas alturas me pilló desentrenado.
—No —la profesora Galván sonrió, en la absoluta ignorancia de lo que le esperaba—, mis dos abuelos se quedaron en España. Con la guerra de aquí tuvieron bastante.
—Claro —él le devolvió la sonrisa—. Para eso la empezaron, ¿no? Porque si tu padre ha llegado a coronel, supongo que los dos se sublevarían —ella asintió con la cabeza, sin dejar de sonreír—. ¿Dónde?
—Pues... el padre de mi padre en Marruecos. El de mi madre en Santander.
—¿Lo fusilamos? —Elena se echó a reír.
—No, no lo fusilasteis. Pero estuvo en la cárcel casi un año.
—Ya... —Fernando miró un instante al mantel, hizo una pausa dramática, buscó los ojos de su interlocutora y negó levemente con la cabeza antes de encoger su sonrisa hasta llevarla al límite de una mueca nostálgica. Era como un protocolo oficial, se lo había visto hacer tantas veces que podía anticipar cada gesto, cada suspiro, cada movimiento—. El mío dieciséis.
—Dieciséis... —Elena se puso seria de repente, Fernando la miraba con una superioridad teñida de ternura, aquel día lo estaba bordando, el hijo de puta—. ¿Dieciséis años, quieres decir?
—Bueno, más exactamente quince. Quince años, nueve meses y trece días —hizo otra pausa, más prolongada, y respiró hondo antes de jugársela, como un delantero centro que ve una portería inmensa, y en ella a un portero muy pequeño, un instante antes de tomar impulso para empujar el balón con el pie—. Pudo salir antes, ¿sabes? Le habría bastado con pedir perdón. Él era periodista, un autodidacta, su padre trabajaba en los talleres de un periódico y le colocó en la redacción a los doce años, de niño de los recados, pero aprendió el oficio deprisa, escribía muy bien. Llegó a ser el redactor jefe de cierre de
Abc,
el de aquí, el republicano, durante la guerra. Luego le condenaron a muerte, le conmutaron la pena por treinta años, le negaron la redención por el trabajo, en fin, fue dando tumbos de cárcel en cárcel hasta que volvió a Madrid. Entonces se le ocurrió fundar un periódico allí dentro, bueno, más bien una revista. Lo hacía casi todo él y sacaba un número al mes. No era gran cosa, te lo puedes imaginar, pero a él le gustaba, era su oficio y tenía mucho éxito entre los presos. Por eso, el director de Yeserías le propuso un trato. Si se arrepentía, es decir, si escribía varios editoriales seguidos reconociendo sus errores, alabando a Franco, pidiendo perdón, él le garantizaba que estaría en la calle en menos de un año. Mi abuelo, que llevaba nueve encerrado, le dijo que necesitaba tiempo para pensarlo. Escribió a su mujer y se lo contó todo. Ella, que se había quedado sola con dos niños y trabajaba como una burra, le contestó con quince palabras justas. Querido Máximo, no hagas por mí nada que no hicieras por ti, te quiero, Paula. Y él se chupó siete años más de cárcel por no arrepentirse de nada.