que mi vida era una apacible llanura de tierras cultivadas que no exigía excesos de mis ojos ni de mi conciencia,
pero yo te quiero, y confío en ti, y sé que serás un hombre digno, bueno, valiente,
que había llegado a sentir nostalgia por aquel hombre que era yo y al que nunca le pasaba nada,
tan valiente como para perdonar a tu madre,
y sin embargo ahora te tengo a ti,
que te querrá siempre y por eso nunca podrá perdonarse del todo,
te tengo a ti,
tuya y del socialismo,
te tengo a ti, dondequiera que estés, abuela,
mamá,
quiero escarbar la tierra con los dientes,
queridísimo hijo de mi corazón,
quiero apartar la tierra parte a parte,
perdóname si puedes,
a dentelladas secas y calientes,
las ideas son mucho más de lo que parecen,
quiero minar la tierra hasta encontrarte,
no hemos tenido suerte, hijo mío,
y besarte la noble calavera,
a lo mejor estoy equivocada,
y desamordazarte,
y lo hago por amor,
y regresarte...
—¿Y esto?
La pregunta de Mai interrumpió el sonido de los versos de Miguel Hernández que aprendí cantados en mi adolescencia y ahora no podía dejar de repetir, como si se hubieran convertido en un mantra, una letanía, una plegaria consoladora, imprescindible en el desconcierto, en la desolación. Tal vez por eso no la oí llegar. Tampoco la esperaba tan pronto, pero cuando la encontré a mi lado, señalando con un dedo hacia delante, recordé que aquella tarde Miguelito tenía una fiesta de cumpleaños y que no había que ir a recogerle hasta las ocho.
—Son papeles de mi padre —contesté, haciendo un gesto vago con la mano—. Ayer, cuando fui a llevarle el dinero a Lisette, encontré esta carpeta, mira...
—No, me refiero a la foto.
Mi abuela Teresa, joven y pacífica, con un sombrero discreto, una pequeña perla en cada oreja y una chaqueta abotonada hasta el cuello, indumentaria clásica para una inofensiva, sonriente esposa burguesa, nos miraba desde un marco de plata que alguien nos había regalado cuando nos casamos y nunca nos habíamos decidido a usar porque nos parecía demasiado solemne. Había invertido más de media hora en buscarlo por todos los cajones de la casa, después de encontrar aquel retrato en el fondo de la carpeta azul, junto con otros de su marido y una foto en la que mi padre, con cuatro o cinco años, posaba con los dos ante el estanque del Retiro. Benigno, con traje oscuro y camisa blanca abotonada hasta el cuello, sin corbata pero con un cinturón ancho, muy visible, tenía el típico aspecto de los hombres de la sierra cuando hacen lo que ellos llaman bajar a Madrid. Incómodo en su ropa de domingo, con la boina en la mano, miraba al suelo con el ceño fruncido, guiñando los ojos como si la luz le molestara. Parecía más viejo que en la foto de su boda pero la diferencia de edad no le distanciaba tanto de su mujer como su actitud hosca, esquiva, hasta levemente acomplejada. Ella no sólo iba mejor vestida. También parecía más contenta, más conforme con la vida, con la ciudad, con el sol y con el hijo al que rodeaba con los brazos, una mujer más culta que su marido, con más aplomo, más mundo, una seguridad en sí misma que se percibía mejor, casi como un halo invisible, en el retrato para el que yo había guardado durante años aquel marco de plata sin saberlo.
—Es mi abuela Teresa —le dije a mi mujer—. La madre de mi padre.
—Ya —ella asintió con la cabeza—, ya lo sé. Lo que no entiendo es por qué la has puesto ahí. Podías poner a tu abuelo, mejor. Mira... —cogió un retrato parecido de Benigno Carrión que estaba encima de la mesa y me lo enseñó como si no lo hubiera visto durante toda mi vida al mirar a mi padre, como si no lo siguiera viendo todos los días al mirarme en el espejo—. Te pareces muchísimo a él, es increíble, ¿no? Y era bastante más guapo que tu abuela.
—No —respondí, con una contundencia que ella no podía interpretar.
—Yo creo que sí —pero insistió de todas formas.
—Pues yo creo que no —y el tono de mi voz se endureció por su cuenta—. Y como, además, no son tus abuelos, sino los míos, y el marco llevaba siete años criando polvo dentro de una caja, y lo voy a poner aquí, y lo voy a ver yo solo, y a mí me gusta más mi abuela que mi abuelo, pues se acabó.
—Vale, vale... —Mai tiró la foto encima de la mesa y se me quedó mirando con una expresión asombrada y ofendida a partes iguales—. Hay que ver, Álvaro, cómo te pones, va a tener razón tu madre. Te está cambiando el carácter.
—No, no es eso —me levanté, abracé a mi mujer y la besé en la cara para compensar los ojos un poco saltones de Teresa González, su barbilla huidiza, la sombra tenue pero visible que la papada proyectaba sobre su cuello—. Es que estoy nervioso. Llevo todo el día viendo unas cosas bastante tremendas. Mira, te las voy a enseñar...
Le fui pasando fotos de mi padre con uniforme alemán, con uniforme español, con el brazo en alto, la carta más sanguinaria de María Victoria Suárez Mena, las estampas de mi abuelo Benigno, sus piadosas recomendaciones y el juramento de obediencia hitleriana, y la miré mientras leía en silencio, el ceño progresivamente fruncido, la boca abierta, un desagrado imprevisto en las comisuras de los labios.
—Da repelús, ¿eh? —le pregunté al final, y ella me respondió con una mirada casi asustada, capaz de abarcar de un golpe su asombro y mi desamparo.
—Sí, la verdad es que da repelús. Mucho —me concedió, y sin embargo ya había reaccionado y yo había intuido su reacción, había adivinado lo que iba a escuchar, lo sabía antes de que empezara a mover los labios, y sobre el sonido de la primera sílaba noté también un chasquido, el clic de un interruptor que se activa por sí solo, el eco casi imperceptible de una cuerda que se rompe—. Pero también hay que comprenderlo, ¿no?, porque el pobre, a ver, ¿qué iba a hacer? En aquella época, con lo que era este país, una vida tan dura, y el hambre que estaban pasando...
—Claro, claro —no me apetecía nada escuchar sus disculpas, y ella se dio cuenta.
—¿A ti no te parece comprensible?
—Era mi padre, así que mi opinión no tiene importancia —volví a sentarme en mi silla, y la miré desde allí—. Lo importante es que tú le comprendes, ¿no?
—Pues sí, porque no puedo juzgarlo. Yo no tengo derecho a culpar... —se atascó, me miró, y vio en mi cara algo que la persuadió de que le convenía cambiar de táctica—. Nosotros no vivimos aquello, Álvaro, no sabemos qué habríamos hecho en una situación tan difícil, tan complicada, con tanta violencia, tanto odio, tantos muertos. Nosotros no tenemos nada que ver con eso, al revés. Supongo que, en el 36, tú y yo habríamos sido pacifistas.
—Yo desde luego no, Mai —le llevé la contraria con suavidad—. Y tú tampoco. Entre otras cosas, porque en aquella guerra no hubo pacifistas.
—Bueno, pero habría personas decentes.
—Sí, pero todas eran republicanas.
—¡Qué barbaridad, Álvaro! De verdad que no se puede hablar contigo, pareces Fernando Cisneros, dices las mismas tonterías, de repente...
Mi mujer tenía razón. De repente, me parecía a Fernando Cisneros, y de repente decía las mismas cosas, que no eran tonterías pero tampoco, tal vez, afirmaciones estrictamente ecuánimes, aunque su grado de parcialidad me traía sin cuidado. En este país ingrávido, donde nadie ha tenido nunca ningún mérito ni responsabilidad alguna, lo que se ha consagrado como objetividad resulta ser una construcción interesada de subjetividades exculpatorias y homogéneas, una perpetua división por dos sin decimales, una aplicación tan zafia de los procedimientos estadísticos, que el margen para la corrección de los ángulos es casi infinito. Mai no había hablado de buenas personas, sino de personas decentes, y cuando la miré a los ojos, volví a sentir que algo se había roto entre esos dos adjetivos. Pero si no le enseñé la carta de mi abuela no fue para intentar recomponer los pedazos. Si no le expliqué lo que me había pasado aquella mañana, fue porque me acordé a tiempo de su abuelo Herminio, del que sólo sabía que se apellidaba López, que trabajaba de bracero en un pueblo de Cáceres, que se había alistado voluntario para que lo mataran tres días después de llegar a la guerra, y que había muerto demasiado pronto, demasiado joven, demasiado cerca de su pueblo.
Yo nunca lo había visto, ella tampoco. En casa de sus padres no había ninguna foto, ningún objeto que le perteneciera, y no se hablaba de él jamás, excepto para ensalzar el mérito de su viuda, como si su muerte hubiera sido un capricho, como si él hubiera elegido que lo mataran, como si fuera el culpable de que su mujer hubiera tenido que sacar la casa adelante ella sola. No había comprensión para el abuelo Herminio, nunca la había habido. Mai, tan progresista, tan pacifista, tan equivocada, comprendía muy bien en cambio a su propio padre, que decidió prescindir para siempre de la existencia del miliciano López al hacerse novio de la hija menor de un alférez provisional que jamás descubrió que su yerno era hijo de un rojo. Figúrate, el pobre, lo que tuvo que hacer, me contó cuando la conocí, y entonces yo también lo comprendí. Y si no hubiera leído la carta de mi abuela, aquellas viejas palabras que me pesaban tanto, que me obligaban a tanto, después de tantos años, quizás tampoco me habría acordado de que mi mujer también tenía un abuelo incómodo, clandestino, peligroso, enterrado a toda prisa y de cualquier manera por su propio hijo, el mismo destino que mi padre había decretado para su propia madre. Por eso, antes de volver a pedir perdón, recordé al pobre Herminio López, el abuelo sin rostro, sin cuerpo, sin virtudes, sin memoria y sin herederos, el hombre sin historia. Tal vez no fuera culpa de Mai, pero a la fuerza tenía que ser culpa de alguien porque las manzanas no crecen en la tierra. Las manzanas se caen necesariamente de los árboles.
—Tienes razón —y para poder concedérsela, alteré la frase que había desencadenado la discusión—. No debería haber dicho eso porque no es verdad, habría buenas personas en los dos bandos, por supuesto. Lo que pasa es que todo esto —y volví a señalar los documentos de mi padre con un gesto vago— me pone enfermo.
—Ya. Lo comprendo —menos mal, pensé—. Voy a bajar a la calle a comprar, ¿quieres algo?
—Pues... Si me trajeras pastas de té de La Duquesita, te lo agradecería eternamente —ella sonrió, me besó—. Se me ha olvidado comer, con todo esto...
Todo lo demás pasó muy deprisa, el timbre del móvil, la voz de Fernando, el acento anhelante con el que formuló una pregunta que no comprendí, y mi respuesta, ¿qué de qué? Tengo una llamada perdida tuya, me explicó, y era verdad, porque un par de horas antes había cedido a la tentación de llamarle para contárselo todo y me había arrepentido enseguida al imaginar el comienzo de la conversación, yo también tengo una abuela admirable, ¿sabes?, me acabo de enterar, es increíble... Él había interpretado mi arrepentimiento de otra manera. ¿Pero es que no te ha llamado la tía esa? ¿Qué tía? La amante de tu padre. No, qué va, te he llamado para preguntarte una bobada, pero me he acordado antes de que descolgaras. ¡Joder, qué desilusión!, se resignó después de una larga pausa, estaba en una comisión de presupuestos, pesadísima, ya sabes, me he imaginado que era eso y me he empalmado y todo. Pues ya te puedes ir desempalmando, le advertí, porque ninguno de los dos tenemos motivos... Antes de colgar, cogí la cartera de piel castaña donde había encontrado la foto de París y la carta de mi abuela, para guardarla en la carpeta, y me pareció que allí dentro había algo más, como si el papel de seda del compartimento anterior no fuera un relleno, sino el envoltorio de un objeto muy liviano. La vacié del todo mientras me despedía de Fernando, pero el teléfono volvió a sonar enseguida.
Entonces ya tenía en la mano dos carnés a nombre de Julio Carrión González, ambos emitidos en Madrid y ambos en verano, uno en julio de 1937, otro en junio de 1941.
El primero era de la Juventud Socialista Unificada.
El segundo, de Falange Española Tradicionalista y de las JONS.
La llamada, de Raquel.
Necesitaba tiempo. Estuve a punto de decírselo, que necesitaba tiempo, un margen para aceptar lo que veía, para entender lo que leía, para interpretar lo que recordaba, para estructurar los datos del problema más complejo, más intrincado y grave, más difícil de todos con los que me había enfrentado en mi vida. Necesitaba tiempo, un margen para elaborar hipótesis, para relacionar sus deficiencias, para ordenarlas en una aceptable escala de verosimilitud, para redefinir mi concepto de verosimilitud, para redefinir a mi padre, para redefinirme. Yo soy así, estuve a punto de decirle, soy físico, y descanso en la predecibilidad, la necesito. Necesito que las mismas causas produzcan siempre los mismos efectos, que las magnitudes inmutables lo sean verdaderamente, que el caos cumpla con su perpetua obligación de engendrar caos, necesito predecirlo, comprenderlo, sentir que un orden infinito guarda mis pequeñas, insignificantes espaldas. Sólo así puedo descansar, sólo así soy yo, pero ahora ya no sé quién soy, ya no sé lo que soy ni lo que significo, y tengo que volver a pensarlo, tengo que volver a pensarme, tengo que pensar en la misteriosa lógica de un caos que se me escapa, en la caótica estructura de una verosimilitud que se desmorona, en las impredecibles consecuencias de mi frágil, precario, insatisfactorio pensamiento.
Estaba muy cansado. Estuve a punto de decírselo, estoy muy cansado porque para mí la curiosidad nunca ha sido esto. Mi curiosidad es un proceso metódico, regular, asociado a la progresión del conocimiento, un número exacto de preguntas formuladas que requiere un número exacto de respuestas que hallar, un número exacto de respuestas halladas que permite formular un número exacto de nuevas preguntas y así hasta el infinito. Ya sé que no resulta muy brillante, que no parece original ni divertido, pero yo no tengo vocación de detective. Yo soy físico y necesito predecir. Ésa es mi manera de descansar y ahora estoy cansado, muy cansado, porque ni siquiera después de haber vivido diez, cien vidas como la mía, habría estado en condiciones de aventurar una mínima parte de la enorme magnitud de este problema, la irresoluble cadena de preguntas formulada por esta cartera de piel castaña, tan pequeña que fue diseñada para guardar talonarios de cheques. No puedo más, necesito tiempo, estoy muy cansado, porque tú, ahora, eres lo de menos, Raquel. Un anciano de ochenta y tres años con una amante de treinta y cinco es, al fin y al cabo, una hipótesis bíblica y por lo tanto tradicional, y en consecuencia razonable, comprensible, respetuosa con las interacciones del orden y el caos, y hasta un final modesto para un hombre capaz de cabalgar sobre la ley de la gravedad como si estuviera montando un potro. Todo eso estuve a punto de decirle, todo eso le habría dicho si, al escuchar su voz, aquellos dos carnés que me quemaban en las manos no se hubieran convertido en dos simples trozos de cartón, tan vulgares, tan inofensivos, tan corrientes como un par de billetes de metro usados, el hallazgo casual, inservible, que me guardé en el bolsillo en el mismo instante en que Raquel Fernández Perea empezó a respirar al otro lado de la línea.