Las manos son más rápidas que la vista, decía mi padre, y él lo sabía, él lo vivió. Y aquí un buen día hubo una guerra, y aquí un buen día se terminó, y aquí, un buen día, muy despacio, con mucho trabajo, mucho esfuerzo de unos pocos, empezó a brotar la hierba en una esquina del desierto y fue mérito de todos, porque las manos son más rápidas que la vista y la óptica una ciencia paradójica, y cómo no comprender, cómo no conceder el beneficio de la comprensión a tanta gente pequeña, empeñada en sobrevivir en un país pequeño, y pobre, y atrasado, donde no se cumplen las leyes físicas, donde la aritmética es opinable, moldeable como la plastilina, donde se divide entre todos el mérito de unos pocos y la responsabilidad de unos pocos se multiplica por todos para que nadie tenga nunca ningún mérito ni responsabilidad alguna, porque las cosas pasan solas, como por arte de magia o porque no les queda más remedio que pasar. Mi padre contó siempre con esa ventaja, la ingravidez de España, la excepción a la ley de la causa y el efecto, el país donde nadie ve nunca una manzana que se cae de un árbol, porque todas las manzanas están ya en el suelo desde el principio y eso es lo más práctico, lo más sabio, lo más cómodo, lo mejor para todos, mientras las manos sean más rápidas que la vista, mientras las paradojas más elementales de la óptica jueguen a favor de quien maneja las lentes, mientras el prestigio moderno de la gente pequeña que hace lo que sea por sobrevivir oponga su transparente actualidad al caduco prestigio de los hombres y las mujeres admirables, tan anticuados por otra parte, tan inservibles en realidad, tan fastidiosos en su abnegación, en su terquedad, en la esterilidad de su sacrificio, porque si se hubieran estado quietos, si se hubieran dado por vencidos, si no se hubieran jugado la vida en vano tantas veces, tampoco habría pasado nada. Que no serían admirables, sólo eso, pero les habríamos comprendido igual. Cómo no íbamos a comprenderlos, si a nosotros la ley de la gravedad no nos afecta.
Por eso, porque no eran peligrosos para él, mi padre no se había tomado la molestia de destruir aquellos papeles, por eso no los había seleccionado y ni siquiera los había escondido bien. Pero la óptica es una ciencia paradójica y la magia un arte inconsistente, puro truco, un artificio que se desmorona antes o después bajo la inexorable presión de las leyes físicas. Las lentes se fijan, se disimulan, se ensucian, parecen cubrirse con el polvo del olvido, y las ramas del manzano están desnudas, los frutos en el suelo, dispuestos con cuidado, una astucia ventajosa y mezquina que complace al escenógrafo acostumbrado a trabajar sin testigos. Pero aunque los desiertos florezcan muy despacio, la hierba brota antes en el suelo que en la mirada de quienes lo contemplan, y por eso tiene que pasar el tiempo, mucho tiempo, para que alguien recuerde un buen día que las manzanas no crecen en la tierra, que las manzanas se caen necesariamente de los árboles, y los niños de primero aplauden a José Ignacio Carmona, y quizás no sepan muy bien por qué lo hacen, pero lo sé yo. Lo sé yo, papá, tú no. Tú has conservado hasta el final el beneficio de la comprensión, el privilegio de no tener que comerte los papeles.
Entonces cerré la carpeta, la dejé a un lado, y sentí un brote de frío repentino, una náusea moral, la tentación de abandonar. Había previsto acercarme a la facultad después de rastrear las huellas de Raquel Fernández Perea en el mínimo archivo secreto de su amante, pero lo que había encontrado en la carpeta azul no me dejó muchas ganas de seguir. De pronto, necesitaba respirar el aire de la calle, escapar de aquellos uniformes, de aquellas cartas, del juramento bilingüe y de mis propias conclusiones. Estuve a punto de obedecer aquel impulso, pero recordé a tiempo que no volvería a tener una mañana libre hasta el martes de la semana siguiente, y la cerradura no aguantó ni dos martillazos.
Uno fue suficiente para desprenderla, abollada pero entera, de aquella cartera pequeña de piel donde no había talonarios, sólo un compartimento relleno de papel de seda, una hoja de papel escrita a mano que alguien había roto para volver a pegarla después con cinta adhesiva, y una fotografía en la que estaba yo con la mujer más guapa que había visto en mi vida, en una calle desconocida y ante una terraza llena de gente que me pareció extraña sin saber por qué. Las razones de mi doble extrañeza estaban escritas al dorso, con una letra femenina y elegante, de rasgos largos, picudos. «Para que no me olvides, Paloma», y debajo, «París, mayo, 1947». Cuando lo leí, comprendí que aquel hombre no era yo, y que lo que me había parecido raro era la forma redonda de los veladores, tan distintos de las mesas cuadradas de las terrazas de mi ciudad. Eso comprendí, y nada más.
Paloma, me dije, París, y lo repetí en voz alta, Paloma, París. Tendríais que haber estado en Rusia, en Polonia, decía mi padre cuando éramos pequeños y nos quejábamos del frío que hacía en su pueblo. Él había estado en Rusia, en Polonia, y también en Letonia, dos veces, contaba, la primera cuando le hirieron y la última justo antes de volver a España, pero Riga había sido la última estación de su viaje y el camino de vuelta no pasaba por París, ni había durado tres años. Me levanté, busqué la enciclopedia con los ojos, y antes de encontrarla me volví a sentar. ¿Pero tú eres gilipollas o qué?, me pregunté a mí mismo. Sabía de sobra cuándo se había acabado la segunda guerra mundial, y que las últimas tropas de la División Azul volvieron a España más de un año antes. Ésos no eran los verdaderos datos del problema.
El problema tenía los ojos claros y el pelo oscuro, brillante, peinado con ondas muy marcadas que envolvían su rostro en una aureola de agua negra, una ilusión de movimiento que desaparecía más allá de las orejas sin perturbar las líneas de su cuello largo y elegante, majestuoso al fundirse con la barbilla en un ángulo exacto, espléndido. Su rostro era tan bello que resultaba difícil definirlo, escoger un rasgo esencial, decidirse entre el relieve de los pómulos y la suavidad de los labios, entre la dulzura de los ojos y la desnuda limpieza de las mandíbulas, entre la gracia perfecta de la nariz y la perfecta decisión del arco de las cejas. Miraba a la cámara de frente con una sonrisa apenas esbozada, un gesto de alegría incompleta, y sin embargo sus ojos iluminaban toda la imagen, el fondo, las figuras, los detalles, con esa luz brutal e irresistible que enciende los ojos de las mujeres que van de caza. Aquel día, ella se había vestido para ir de caza. El vestido, de una tela liviana y brillante que se pegaba a su cuerpo con terrorífica docilidad en los hombros, en los pechos, en la cintura, para despegarse después de marcar la justa contundencia de las caderas, dejaba al aire unos brazos preciosos y las preciosas piernas de una mujer preciosa, tanto que suspendió por un momento todos los juicios que yo hubiera podido formular alguna vez acerca de la belleza femenina. Era tan resplandeciente como esas actrices de cine del pasado que parecen sugerir desde sus viejas fotos en blanco y negro que ya no nacen mujeres como ellas, pero ni siquiera eso me impresionó tanto como verme a su lado, un instante antes de comprender que aquel hombre joven que posaba con mi cara, una expresión seria, concentrada, en los ojos oscuros y los labios firmes, olvidados de la sonrisa encantadora que sabían sostener como los de nadie, no era yo, sino mi padre.
Mi padre había estado en París, en 1947, con una española que se llamaba Paloma y era la mujer más guapa que yo había visto en mi vida, tanto que él, a su lado, parecía un hombre vulgar, más bajo, más frágil, más pequeño de lo que era en realidad. Quizás porque también era más joven. No es fácil calcular la edad de las mujeres muy guapas, pero aquélla aparentaba más de treinta años, y él acababa de cumplir veinticinco. Llevaba unos pantalones oscuros y una camisa blanca, arremangada, con varios botones desabrochados, ni rastro de chaqueta, de corbata, un desaliño insólito en el hombre a quien había visto vestido de uniforme tantas veces, aquella misma mañana, y mucho más en el señor en quien se convertiría después. De pie tras ella, parecía un recadero, un botones, el criado de aquella mujer elegante, lujosa, que posaba en escorzo, sentada en un taburete alto, sus piernas casi de perfil, su torso casi de frente, la cabeza ligeramente abandonada hacia atrás, apoyada en el pecho de su acompañante. Y no era sólo la ropa. Había algo extraño en la actitud de aquel hombre, en el gesto soberbio, desafiante, de sus labios, en la determinación de sus ojos oscuros, una fiereza dudosa o quizás el rastro de una emoción, amor, pensé, deseo, o tal vez sólo el orgullo de haber sido el elegido entre tantos, muchos, calculé, quizás todos.
Los españoles que vivían en París en 1947 no habían llegado hasta allí por instinto aventurero, pero yo tampoco podía saber quién era ella, dónde vivía, de qué lado estaba, en qué lugar, en qué momento y situación se había encontrado con Julio Carrión González. Sólo sabía que aquella foto era importante para él, porque no la había destruido, y que era peligrosa, porque se había tomado el trabajo de esconderla muy bien. También sabía que aquel hombre era mi padre. De lo contrario, si me hubiera tropezado por casualidad con los papeles de un desconocido, habría pensado que se trataba de un hermano gemelo, idéntico pero distinto del soldado alemán que sonreía en un cruce de caminos, Berlin, 1485 km, Petersburg, 70 km. Estaba seguro de que los dos eran la misma persona, y sin embargo, volví a mirar en la carpeta azul, elegí algunas de aquellas fotos para compararlas con ésta, busqué semejanzas, diferencias, vi la misma cicatriz, como un punto redondo, más claro, encima de la misma ceja, y seguí sin entenderlo. No encontré ningún documento que justificara la estancia de mi padre en un país hostil, en una época difícil, ni siquiera una factura, una nota, nada escrito en francés. Tampoco había ninguna otra foto de aquella mujer. Entonces, para saber más, saqué la carta vieja, remendada, que había encontrado en el mismo compartimento de la cartera y la coloqué con cuidado encima de la mesa.
Queridísimo hijo de mi corazón,
pero a pesar de la caligrafía, muy parecida, antigua también, y femenina, aquella era una carta de mi abuela Teresa,
perdóname todo el daño que haya podido hacerte sin querer por todo lo que te he querido,
y al principio lo lamenté, porque la belleza de aquella mujer llamada Paloma podía más,
por lo que seguiré queriéndote hasta que me muera,
y seguía pensando en ella, calculando su edad, su origen, los motivos que la habrían impulsado a retratarse con mi padre en mayo de 1947, los motivos que habría tenido él para guardar aquella foto durante tantos años,
e intenta comprenderme, y algún día, cuando seas un hombre, y te enamores de una mujer,
hasta que me di cuenta de que aquella carta era una despedida,
y sufras por amor, y sepas lo que es eso,
una despedida tan incompatible con lo que yo sabía de mi padre como una fotografía hecha en París en 1947,
perdóname si puedes, perdona a esta pobre mujer que se equivocó al escoger marido,
pero si tú te moriste de una tuberculosis ósea,
pero no al tener dos hijos a los que siempre querré más que a nada en el mundo,
pero si tú no tuviste más hijos que mi padre,
ahora no lo entenderás, no puedes entenderlo,
pero si esta carta lleva la fecha del 2 de junio de 1937, la fecha de tu muerte, abuela,
pero crecerás, te harás mayor, y tendrás tus ideas, las mías o las de tu padre,
y qué tendrán que ver las ideas con esto,
y
te darás cuenta de que son mucho más que lo que parecen,
mi padre siempre decía que el suyo era muy religioso,
de que son una manera de vivir, una manera de enamorarse y de entender el mundo, a la gente, todas las cosas,
pero lo único que me contó de su madre era que tocaba muy mal el piano,
no tengas miedo de las ideas, Julio, porque los hombres sin ideas no son hombres del todo,
que era muy buena, que era maestra, que quería mucho a su marido,
los hombres sin ideas son muñecos, marionetas, o algo peor,
una mujer vulgar, como tantas, como todas,
personas inmorales, sin dignidad, sin corazón,
pero aquélla no era la voz de una mujer vulgar,
tú no puedes ser como ellos, tú tienes que ser un hombre digno, bueno, valiente,
mi abuela no era una mujer vulgar y mi padre me la había robado,
sé valiente, Julio, y perdóname,
eso fue lo que sentí, que ya no era su madre quien escribía,
no hemos tenido suerte, hijo mío, no la hemos tenido,
que era mi abuela y me estaba hablando a mí,
pero la guerra terminará algún día, y vencerá la razón, vencerán la justicia y la libertad, la luz por la que luchamos,
mi padre siempre tuvo miedo de las ideas,
y cuando todo esto haya pasado, volveré a buscarte, y hablaremos,
o al menos siempre se comportó como si le inspiraran una temible especie de repugnancia,
y quizás entonces pensarás de otra manera,
yo nunca he sabido cómo pensaba mi padre,
y me entenderás, ojalá que me entiendas,
sólo que no soportaba las discusiones políticas,
a lo mejor estoy equivocada pero siento que estoy haciendo lo que tengo que hacer, y lo hago por amor,
al que se meta en política, lo echo de casa,
por amor a Manuel, por amor a mí misma, por amor a mi país, por amor a mis ideas y
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por amor a vosotros también, para que tengáis una vida mejor,
la política es lo peor, no existe nada más bajo, más ruin, más asqueroso,
para que viváis una vida más libre, más justa, más feliz,
el que quiera arruinar su vida, tirarla a la basura, que se meta en política,
yo sé que ahora no lo entiendes, que no puedes entenderlo,
eso nos decía mi padre, el hijo de una mujer capaz de escribir una carta como aquélla,
pero yo te quiero, y confío en ti, y sé que serás un hombre digno, bueno, valiente,
¿fuiste bueno, papá?, me pregunté, ¿fuiste digno, y valiente?,
tan valiente como para perdonar a tu madre,
¿tanto como ella, papá, sin haberla mencionado nunca, sin habernos contado jamás qué clase de mujer era en realidad?,
que te querrá siempre y por eso nunca podrá perdonarse del todo,
tu abuela tocaba el piano, muy mal, fatal, pero le encantaba tocar, pobrecilla,
tuya y del socialismo,
mía y del socialismo,
mamá,
era tu madre, papá, era tu madre, joder, era tu madre, tu madre,
queridísimo hijo de mi corazón,
cuando empecé a leer otra vez, desde el principio, las manos me temblaban,
perdóname todo el daño que haya podido hacerte sin querer por todo lo que te he querido,
me temblaban las piernas, los labios, la conciencia,
por lo que seguiré queriéndote hasta que me muera,
yo te habría querido, abuela,
e intenta comprenderme, y algún día, cuando seas un hombre y te enamores de una mujer,
yo habría sido un hombre mejor si hubiera podido quererte a tiempo,
y sufras por amor, y sepas lo que es eso,
si hubiera podido leer esta carta sin haber tenido que robarla antes,
perdóname si puedes, perdona a esta pobre mujer que se equivocó al escoger marido,
pero abandonaste al marido equivocado porque debiste encontrar uno mejor y tu hijo te condenó a muerte, te enterró en vida, te fabricó una vida como la que tú no quisiste vivir,
pero no al tener dos hijos a los que siempre querré más que a nada en el mundo,
y anuló a su hermano, lo negó, lo destruyó, lo arrancó para siempre de su memoria porque se fue contigo o porque tú te lo llevaste,
ahora no lo entenderás, no puedes entenderlo,
ya te dije yo que la mujer de tu hermano era un putón, ¿te lo dije o no?,
pero crecerás, te harás mayor y tendrás tus ideas, las mías o las de tu padre,
había roto la carta en cuatro trozos y la había vuelto a pegar después, hacía ya tantos años que la cinta adhesiva se despegaba sola del papel,
y te darás cuenta de que son mucho más de lo que parecen,
eso, romperla, volverla a pegar y esconderla bien, era lo único que había hecho mi padre con aquella carta,
de que son una manera de vivir, una manera de enamorarse, de entender a la gente, el mundo, todas las cosas,
como si a los catorce años ya hubiera elegido una manera de vivir, su propia manera de enamorarse, de entender a la gente, el mundo, todas las cosas,
no tengas miedo de las ideas, Julio, porque los hombres sin ideas no son hombres del todo,
a lo mejor por eso no se fue contigo,
los hombres sin ideas son muñecos,
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marionetas o algo peor,
pero llegó a ser mucho más que un hombre,
personas inmorales, sin dignidad, sin corazón,
era un mago, un hechicero, un encantador de serpientes, el personaje más simpático del mundo, el más encantador, el más irresistible,
tú no puedes ser como ellos, tienes que ser un hombre digno, bueno, valiente,
y cuando sonreía, era igual que un sol de esos que pintan los niños pequeños, un globo amarillo, coloreado hasta romper el papel y lleno de rayos,
sé valiente, Julio, y perdóname,
nunca te perdonó, pero tampoco tuvo nunca el valor de contárnoslo,
no hemos tenido suerte, hijo mío, no la hemos tenido,
él si la tuvo, abuela, él se hizo rico, grande, poderoso,
pero la guerra terminará algún día, y vencerá la razón, vencerán la justicia y la libertad, la luz por la que luchamos,
pero nosotros no tuvimos suerte, este país no tuvo suerte, no la tuviste tú, no la tuvo la razón, ni la justicia, ni la libertad, ni la luz, sólo Dios, el orden, la oscuridad, los uniformes,
y cuando todo esto haya pasado, volveré a buscarte, y hablaremos,
¿pudiste volver, abuela, lograste escapar de su victoria, de la cárcel, de la paz de las fosas comunes y las cunetas de las carreteras?,
y quizás entonces pensarás de otra manera,
yo no sé cómo pensaba él entonces, ni siquiera estoy muy seguro de cómo pensaba después,
y me entenderás, ojalá que me entiendas,
pero sé que tú no has tenido suerte hasta hoy, abuela, hoy has tenido suerte y no lo sabes, y ojalá pudieras estar aquí para darte cuenta,
a lo mejor estoy equivocada pero siento que estoy haciendo lo que tengo que hacer, y lo hago por amor,
tú no puedes saber lo que representa tu amor para mí, no puedes calcular el orgullo que siento de ser tu nieto, el hijo de tu hijo, te he querido tanto antes de conocerte, Teresa, he admirado tanto a la gente como tú,
por amor a Manuel, por amor a mí misma, por amor a mi país, por amor a mis ideas y por amor a vosotros también, para que tengáis una vida mejor,
este país, como todos ustedes saben sin duda, tuvo una vez una oportunidad, así empezó la primera clase que José Ignacio Carmona me dio en mi vida, la tuvo y se la robaron, te la robaron a ti, Teresa González, se la robaron a él, me la robaron a mí,
para que viváis una vida más libre, más justa, más feliz,
y ya sé que esta victoria póstuma, simbólica y tardía nunca te consolará de aquella derrota pero tú, hoy, has ganado la guerra, abuela,
yo sé que ahora no lo entiendes,
para ti es un triunfo inútil, para mí no lo es,
que no puedes entenderlo,
tú tampoco lo entenderías, no podrías entenderlo, porque los niños creen que los buenos son siempre los que ganan al final de las películas, y hace falta mucho tiempo para que florezcan los desiertos, para que se distinga el final de un capítulo del final de la historia,
pero yo te quiero, y confío en ti, y sé que serás un hombre digno, bueno, valiente,
es un país extraño éste, abuela, un país capaz de lo mejor y de lo peor, y por eso no sé qué
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clase de hombre fue tu hijo,
tan valiente como para perdonar a tu madre,
sólo sé que fue peor que tú,
que te querrá siempre y por eso nunca podrá perdonarse del todo,
pero eso da igual, porque a la gente como él la comprende todo el mundo,
tuya y del socialismo,
mía y del socialismo, tú, Teresa González, que eras maestra y tocabas tan mal el piano,
mamá,
abuela,
queridísimo hijo de mi corazón,
y volví a leer aquella carta,
perdóname todo el daño que haya podido hacerte sin querer por todo lo que te he querido,
la leí muchas veces, me la aprendí de memoria para estar seguro de que nunca la podría olvidar,
por lo que seguiré queriéndote hasta que me muera,
hasta que se me secaron los ojos, a mí, que lloro tan poco, muy poco, casi nunca,
e intenta comprenderme, y algún día,
hasta que pude analizar lo que leía, hasta que logré convertirla en un problema,
cuando seas un hombre, y te enamores de una mujer,
entonces volví a leerla, y me esforcé en hacerlo con los ojos de mi padre,
y sufras por amor, y sepas lo que es eso,
intenté adoptar la mirada de un niño de catorce años, abandonado por su madre,
perdóname si puedes, perdona a esta pobre mujer que se equivocó al escoger marido,
y, para ser justo con aquel niño, repetí muchas veces aquel verbo tan feo, tan sucio, abandonar,
pero no al tener dos hijos a los que siempre querré más que a nada en el mundo,
pero aquella mañana yo había conocido también a mi abuelo Benigno,
ahora no lo entenderás, no puedes entenderlo,
el hombre que sólo le pedía a su hijo que estuviera siempre preparado para morir en gracia de Dios,
pero crecerás, te harás mayor, y tendrás tus ideas, las mías o las de tu padre,
y yo me llamaba Álvaro Carrión Otero, y había crecido, me había hecho mayor,
y te darás cuenta de que son mucho más de lo que parecen,
tenía mis propias ideas y se parecían mucho a las que estaba leyendo,
de que son una manera de vivir, una manera de enamorarse y de entender el mundo, a la gente, todas las cosas,
ella había escrito mis ideas con su letra antigua y femenina, de trazos largos y picudos, elegantes,
no tengas miedo de las ideas, Julio, porque los hombres sin ideas no son hombres del todo,
y ya no volví a sentirme el hijo traidor, el que presta oídos a la versión del enemigo,
los hombres sin ideas son muñecos, marionetas, o algo peor,
porque aquella voz me llamaba, me estaba hablando a mí,
personas inmorales, sin dignidad, sin corazón,
porque era la voz de mi abuela, y tenía razón,
tú no puedes ser como ellos, tú tienes que ser un hombre digno, bueno, valiente,
y por eso aquella carta ya no tenía nada que ver con la memoria de mi padre,
sé valiente, Julio, y perdóname,
ni siquiera con la de su madre, la admirable mujer que la escribió,
no hemos tenido suerte, hijo mío, no la hemos tenido,
aquella carta sólo tenía que ver conmigo, con mi propia memoria, mi propio concepto de la dignidad, la bondad, la valentía,
pero la guerra terminará algún día, y vencerá la razón, vencerán
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la justicia y la libertad, la luz por la que luchamos,
con una verdad que había sobrevivido a la guerra, a la paz de los cementerios, a las paradojas de la óptica y a la miserable ingravidez de España,
y cuando todo esto haya pasado, volveré a buscarte, y hablaremos,
para llegar hasta mi corazón,
y quizás entonces pensarás de otra manera,
para llenarlo de amor por ti, abuela,
y me entenderás, ojalá que me entiendas,
ninguna victoria es comparable a ésta,
a lo mejor estoy equivocada pero siento que estoy haciendo lo que tengo que hacer, y lo hago por amor,
que derrota a la historia, al tiempo y a la muerte,
por amor a Manuel, por amor a mí misma, por amor a mi país, por amor a mis ideas y por amor a vosotros también, para que tengáis una vida mejor,
ninguna es tan justa, ninguna es tan grave, ninguna tan triste,
para que viváis una vida más libre, más justa, más feliz,
y yo que creía que mi vida no era esto,
yo sé que ahora no lo entiendes, que no puedes entenderlo,