El soldado de muchas identidades viajaba solo, con una bolsa ligera que se había esforzado por recuperar del compartimento para equipajes de varios vagones del mismo tren con ademanes de esfuerzo muy exagerados, siempre diez minutos antes de la hora prevista para alcanzar alguna estación. Después, en todas las ocasiones, se había colocado una bufanda alrededor del cuello, se había puesto el sombrero, y se había despedido con un movimiento de la cabeza de los otros viajeros, con los que no había llegado a cruzar ni una sola palabra. Si alguno de ellos hubiera tenido algún interés en recordarle, no habría dudado de que se disponía a abandonarles, como los ocupantes del vagón al que se dirigiera a continuación no podrían dudar de que acababa de subirse al tren, al verle colocar su bolsa de viaje en el compartimento para equipajes con exagerados ademanes de esfuerzo, antes de quitarse la bufanda, el sombrero.
Al acercarse a Orleáns, todos sus movimientos fueron tan evidentes, tan contundentes y parsimoniosos como en las proximidades de estaciones anteriores. Igual que en aquéllas, se situó después al lado de la puerta, un poco apartado, con el sombrero ladeado, el rostro protegido por su precaria sombra, para ir cediendo el paso cortésmente a las señoras, a los ancianos, a las parejas que llevaban algún niño y, por supuesto, a los soldados alemanes, hasta ocupar el último lugar. En Orleáns también esperó a que terminaran de subir los nuevos viajeros, pero no siguió sus pasos por el pasillo. Se quedó en la puerta hasta que el tren arrancó de nuevo, y entonces, mientras la locomotora avanzaba aún muy despacio, se bajó de un salto que lo depositó en un extremo del andén, muy lejos del lugar donde los recién llegados saludaban a quienes habían ido a buscarles o arrastraban sus maletas hacia la salida. Comenzó a caminar hacia ellos deprisa, con decisión y los dedos cruzados, como si no tuviera nada que ocultar. Al doblar la primera esquina, tiró la corbata en una papelera. Al doblar la segunda, se quitó el sombrero y sonrió.
Aquel hombre joven, moreno y callado, que se llamaba Julio Carrión González y disponía de documentos auténticos de todos los colores, era español, pero no quería volver a España porque estaba seguro de que Hitler iba a perder la guerra. Por eso acababa de desertar.
La elección de Orleáns no era casual. Al principio, él se había extrañado, como todos, de que aquel tren que no había dejado de parar en ninguna estación importante hasta alcanzar la frontera de Irún, tuviera previsto atravesar Francia de punta a punta, sin detenerse en ningún lugar. Cuando atravesaron la frontera, los voluntarios comprometidos en la gloriosa cruzada europea destinada a barrer de los mapas la barbarie asiática, estaban ahítos de homenajes. En cada ciudad española, grande o pequeña, se habían repetido las fiestas, los banquetes, los recibimientos multitudinarios con muchachas cargadas de flores esperando en los andenes. No era lógico que en Francia sucediera nada parecido, pero la lógica tampoco les ayudó a descifrar el ruido seco, breve, metálico, que se repitió dos o tres veces en la primera estación en la que el tren tuvo que aminorar la marcha sin llegar a detenerse.
—¿Qué ha sido eso? —Eugenio, que no había dejado de leer desde que salieron de Madrid, levantó la vista del libro para volver hacia Julio una mirada perpleja.
—No lo sé... —él, que iba al lado de la ventanilla, distinguió entonces una figura oscura, que levantaba el puño en su dirección con aire amenazador, desde muy lejos.
—¡Ha sido una pedrada! —gritó alguien que había estado más atento—. ¡Nos están tirando piedras, los cabrones de los gabachos!
Al principio no sabían muy bien por qué, ni quiénes eran, pero no tardaron mucho en averiguarlo. Cuando entraron en la siguiente estación, los dos corrieron hacia el pasillo y bajaron la ventana con precaución mientras empezaban a llover piedras.
—Nos están llamando hijos de la gran puta, ¿verdad? —Eugenio le miró con las cejas levantadas, Julio asintió con un gesto—. En español.
—Y dicen muy bien la erre...
—Luego no son franceses.
—No. Yo diría que son españoles.
—¡Pues qué bien! —y mientras cerraba la ventana, negó varias veces con la cabeza, en los ojos una sombra amarga, casi desolada.
¿Y qué esperabas?, pensó Julio entonces, pero todavía no dijo nada. No era la primera vez que las reacciones de Eugenio le desconcertaban. Procuraba guardarse su asombro para sí mismo porque aún no se atrevía a hablar de política con él. Tenía miedo de meter la pata, de confundir la terminología, el vocabulario, o evocar algún recuerdo sospechoso, aunque se daba cuenta de que sus precauciones no servían de mucho, porque su amigo tenía la prodigiosa facultad de no escuchar nada que no le gustara oír, y ésa no era la única extraordinaria de sus capacidades. Eugenio se comportaba como si, en vez de andar, flotara un par de metros por encima del suelo. Disponía de su propia versión del mundo, y no llegaba a ver lo que sucedía a su alrededor porque lo miraba todo desde una nube, el balcón hasta el que le elevaba su candor, una particular combinación de ingenuidad y fanatismo que decretaba la inexistencia irrevocable, fulminante y perpetua, de cualquier realidad que desmintiera la feroz voluntad de su mirada. No era sólo que Eugenio Sánchez Delgado estuviera convencido de tener razón. Es que le resultaba dolorosamente inconcebible que alguien, en cualquier otra situación, en cualquier otro momento, en cualquier otro lugar del mundo, pudiera caer en el error de sostener una razón opuesta a la suya.
—Es increíble, ¿no? —le dijo al rato—. Con el esfuerzo que estamos haciendo, con todos los muertos, toda la sangre, todas las calamidades que ha exigido la cruzada, ahora que por fin estamos construyendo un país libre, un país fuerte y mejor, con todos, para todos, ahora que España ha vuelto a ser ella misma, orgullosa, serena, inmortal... Ahora, vienen éstos y nos tiran piedras. Nos tiran piedras a nosotros, joder, ¿tú lo entiendes?, es que no hay quien lo entienda...
Las gafas, que habían acusado la vehemencia de los aspavientos con los que solía subrayar esta clase de discursos, habían ido resbalando por su nariz hasta quedarse enganchadas en la punta. Las devolvió a su lugar con el dedo y se le quedó mirando con sus ojos de miope, tan limpios y transparentes en aquel momento como cuando terminaba de rezar antes de acostarse. La primera vez que le escuchó decir esas cosas, Julio se asombró de que, entre tanto fervor, quedara en Eugenio un hueco para el cinismo, pero esperó en vano una sonrisa, un guiño, un codazo al que responder con una carcajada bárbara y cómplice. Tardó mucho tiempo en aceptar que su amigo pudiera estar hablando en serio, y sin embargo, cuando le contestó, ya no dudaba de su sinceridad, por más que le siguiera pareciendo limítrofe con la perversidad, o con la estupidez.
—Hombre —se atrevió a sugerir—, han perdido la guerra.
—¿Y qué? —Eugenio hizo un movimiento tan brusco para volverse hacia él, que ya tenía las gafas en la mitad de la nariz antes de seguir—. Igual podríamos haberla perdido nosotros, ¿no? ¿Y dónde estaríamos ahora, en Francia, atacando a nuestros compatriotas? No, señor. Estaríamos en España, ayudando a levantar el país, cumpliendo con nuestra obligación, joder, con nuestro deber de españoles.
Eugenio Sánchez Delgado era así, y era único, o por lo menos Julio no conocía a ningún otro falangista tan puro, tan tonto, tan bueno, tan idealista, tan raro, tan desinformado o tan inocente como él. Nunca llegaría a conocerlo, como nunca llegaría a encontrar un solo adjetivo capaz de definir a su amigo, que en la estación de Orleáns estuvo a punto de echarse a llorar ante una pequeña multitud de españoles exiliados, republicanos y furiosos, que optaron por degollarse simbólicamente con el pulgar cuando se quedaron sin piedras que tirar.
—Pues parece que aquí están... —organizados, iba a decir Julio, pero cambió de idea a tiempo— peor que en ninguna parte.
—Qué pena, de verdad —Eugenio cabeceaba, sin prestarle mucha atención, cuando sonó un disparo y el tren empezó a acelerar.
—Ha sido un sevillano, que se llama Casimiro —Romualdo, el hermano de Eugenio, vino a verles y les puso al corriente de todo cuando ya estaban lejos de Orleáns—. Le ha dicho al capitán que un rojo se había cagado en su madre, pero no es verdad. Yo estaba con él, y lo que ha pasado es que el rojo, que también parecía andaluz por cómo hablaba, que ya es casualidad, ¿no?, se ha hecho así... —y entonces él también se atravesó la garganta con el pulgar— y le ha dicho, hala, id todos corriendo a que el primo Pepe os corte la cabeza, hijos de puta. Y Casimiro pues, claro, se ha cabreado, pero no le ha dado, no creáis, que también hay que ver, la suerte que tienen esos cabrones...
—¿El primo Pepe? —Eugenio les miró a los dos con la misma extrañeza—. ¿Y quién es el primo Pepe?
—Stalin —Julio, que se había pensado dos veces cada palabra que decía desde que salió de Madrid, no se paró a pensar en aquélla.
—¿Y tú... —Romualdo le dedicó una sonrisa maliciosa— cómo sabes eso?
—No lo sé, pero me lo figuro —hizo una pausa, miró a los dos hermanos, adoptó un tono trivial, despreocupado—. Es de sentido común, ¿no?
—Mucho sentido común tienes tú —y entonces, el mayor de los Sánchez Delgado se echó a reír—, Julito.
—No, no es sentido común —Eugenio le miraba con admiración—, es que es muy listo, Julio, de verdad, eres listísimo. A mí nunca se me hubiera ocurrido...
—Bueno —su hermano levantó una ceja—, tonto no es, eso desde luego.
Romualdo era como una versión esponjada, musculosa, ensanchada y crecida de su hermano Eugenio. Ambos castaños, con el pelo liso y la piel muy blanca, la nariz aguileña, los labios finos, se parecían tanto como dos barras de pan cocidas en el mismo horno, una con mucha levadura, la otra sin ella. Por eso, cuando Julio lo vio en medio del tumulto de camisas azules del que había pretendido huir, antes de que la casualidad le metiera de lleno en él bajo la forma de aquel falangista herido y frágil, le reconoció y reconoció en el mismo instante una primorosa representación del peligro.
—¿Y dónde te habías metido tú, gilipollas? —dijo como todo saludo, sin fijarse en el tobillo de su hermano.
Julio se dio cuenta que no era más alto que él, pero sí más ancho, más fuerte. El sonido de su voz, grave, profunda, un poco ronca, hacía el resto del trabajo.
—¿Y éste quién es? —volvió a preguntar, señalándole con el dedo antes de que Eugenio tuviera tiempo de responder a su primera pregunta.
—Un chico que me ha ayudado a llegar hasta aquí porque me he torcido el pie, vengo cojeando, no sé si lo has visto...
—¡Hay que ver, la cruz que tengo yo contigo, joder!
Entonces, sin saludar a Julio, sin ocuparse tampoco del tobillo de su hermano, les dio la espalda para seguir mirando al balcón donde se esperaba que Serrano Suñer apareciera de un momento a otro.
—Bueno, yo me tengo que ir —se atrevió a despedirse Julio en un murmullo tímido, tembloroso—. Trabajo en el taller de coches de la calle Montera, y había salido para ir a cambiar al banco. No puedo perder más tiempo, mi jefe...
—Claro, claro —Eugenio le sonrió, le dio una palmada en la espalda—. Gracias por todo, Julio, ya nos veremos.
—Sí —musitó él—, ya nos veremos... —y salió corriendo.
No volvió a respirar por la nariz hasta que se encontró a salvo, en la acera, y luego volvió a correr, remontó la cuesta de Alcalá, cruzó la calle, y al entrar en el banco se encontró con que era el único cliente. Los empleados, serios, callados, estaban sentados cada uno en su sitio sin tomarse siquiera la molestia de fingirse ocupados, y el señor Gutiérrez, siempre tan charlatán, tan aficionado a perder el tiempo, le atendió a tal velocidad que sólo tuvo ocasión de despegar los labios para saludarle y para despedirle a toda prisa. Julio se dio cuenta de que todavía no sabían cuál era el motivo de la manifestación, pero él tampoco se detuvo a explicarles por qué se había llenado la calle de falangistas furiosos, uniformados, vociferantes. Aquel día era ya el 24 de junio de 1941, todavía el 24 de junio de 1941, y en Madrid, lo único seguro, lo mejor, era no saber nada, no preguntar nada, no ser nada, ni nadie.
—¿Qué te ha pasado? —el señor Turégano renunció a regañarle cuando lo tuvo delante—. Estás muy pálido, Julio. ¿Te has mareado, o algo?
—No, qué va... Es que, bueno, hay una manifestación de falangistas en el cruce de Alcalá con la Gran Vía. Son un montón y muchos llevan pistola. Por eso, las tiendas han estado cerradas un buen rato, y el banco también, he tenido que esperar a que volvieran a abrirlo —y mientras se sacaba del bolsillo el resguardo del ingreso y doscientas pesetas cambiadas, se acordó de algo más—. Y luego, con el follón, se me ha olvidado comprar las cervezas. Si quiere, voy ahora a por ellas.
—No, no... Si están así las cosas, hoy lo mejor es no volver a salir.
Julio siempre había supuesto que, dos años antes, su jefe habría celebrado la victoria de Franco, pero esta suposición no tenía más fundamento que la actual situación del señor Turégano. En aquella época, en aquel lugar, los republicanos no eran propietarios de nada. Ni siquiera de su propio futuro. Sin embargo, y aunque las conversaciones del taller, por muy triviales que fueran las anécdotas que las desencadenaran, jamás giraban alrededor de ninguna cosa que hubiera sucedido entre el verano del 36 y el del 39, estaba casi seguro de que algunos de sus compañeros tenían un pasado tan peligroso como el suyo. Por eso, nadie se arriesgó a preguntar, y ese día, en el garaje se trabajó más y mejor que nunca, como si la obligación de permanecer aislados del exterior, en aquel sótano fresco y maloliente, inmune al calor, al paso del tiempo y de las estaciones, fuera una bendición, un privilegio por el que mereciera la pena esforzarse. La ciudad se comportó como uno más, un único madrileño sin ganas de complicarse la vida, porque no tuvieron visitas, ningún cliente que se acercara a entregar o a recoger un coche, nadie interesado en preguntar por el precio de las estancias o las reparaciones, hasta que, a la caída de la tarde, cuando ya estaban recogiendo, Eugenio Sánchez Delgado bajó la cuesta y preguntó por Julio.
—He venido a darte las gracias por lo de esta mañana —se había cambiado la camisa azul por otra blanca, llevaba el tobillo vendado y tenía mucho mejor aspecto, recién duchado y peinado—. Te invito a una cerveza, si puedes...
—Claro —Julio sonrió—. Espérame y me cambio en un momento.