—Con tanto ayuno —apostilló el Casi—, no me extraña.
Aquella tarde, la cosa no fue más allá. Julio, que compartía el diagnóstico de Romualdo y no se paró a pensar que la actitud de su hermano pudiera transcender de una observancia obsesiva del sexto mandamiento, evitó a Eugenio aquella noche, y procuró no quedarse a solas con él al día siguiente. Después, cuando logró deslizarse en su cama sin contratiempos, el olor de aquella mujer impregnando aún su piel y su memoria, se sentía tan poderoso, tan satisfecho, que se despreocupó de todo lo que no fueran los guiños, las sonrisas, los comentarios maliciosos y las expresiones de admiración con las que sus compañeros celebraron la hazaña nocturna que, a la hora de cenar, ya era incluso conocida por algunos oficiales que meneaban la cabeza al verlos con un gesto mixto de escándalo y simpatía, benevolente, comprensivo pese a las advertencias de que aquella aventura no se podía repetir. Mientras tanto, Eugenio se comportó como si no le conociera, hasta que Julio se cansó, y decidió abordarle en el tren que solían tomar los domingos para pasar en Nuremberg su tarde libre.
—Dime una cosa, Eugenio —y antes de que Pancho pudiera adelantarse, se deslizó en el asiento contiguo al que ocupaba el menor de los Sánchez Delgado—. ¿No piensas volver a hablarme en tu vida o qué?
—Pues... —Eugenio le miró un instante con atención, como si acabara de conocerle, antes de volver la cabeza hacia la ventanilla—. Muchas ganas no tengo, la verdad.
—¿Y por qué? Es que no entiendo por qué. ¿Qué te crees, que la traté mal, que me porté mal con ella? Pues te equivocas, porque fue al contrario. Le llevé jabón, patatas, manzanas, chocolate y hasta un bote de colonia. Ahora debe de ser la mujer más feliz del campo.
—¿Pero tú...? —Eugenio se volvió hacia él tan deprisa que estuvo a punto de perder las gafas—. ¿Qué clase de persona eres tú, Julio? ¿Qué te has creído tú que es el mundo, joder? Esa mujer se ha jugado la vida, ¿te enteras?, se ha jugado la vida por tus manzanas, y tus patatas, y...
—Nadie la obligó.
—¿Nadie? ¡La has obligado tú, tú y el cabrón de mi hermano, y el otro cabrón! Las habéis obligado porque están desesperadas, tan desesperadas como para jugarse la vida por tres putas manzanas. Si os llegan a pillar, a vosotros os habría caído una bronca y tres días de arresto, pero a ellas las habrían matado, las habrían ejecutado, porque son prisioneras de guerra, ¿está claro? Yo... —Eugenio se calló, le miró, negó con la cabeza—. Yo no lo entiendo, Julio. De Romualdo sí, porque Romualdo es un animal, siempre lo ha sido, pero tú...
—¡Joder, Eugenio! —pero Julio Carrión estaba más asombrado que ofendido—. ¿Qué pasa? No es tan grave, creo yo. ¿No eres tan patriota, tú? Pues nosotros no somos alemanes, no somos como ellos, ni falta que hace. Y además, sólo hemos echado un polvo, joder, un polvo, no le hemos hecho daño a nadie. Será pecado, no te digo que no, pero ha sido bueno para nosotros y bueno para ellas, también... Estoy empezando a pensar que tu hermano tiene razón, porque... Vamos a ver, ¿tú de qué parte estás?
—¡Mira, imbécil! —Eugenio levantó la voz mientras le señalaba con el dedo, la yema del índice rozando la nariz del interpelado, que nunca le había oído insultar a nadie ni había imaginado que fuera capaz de tanta violencia—. Te voy a decir una cosa de una vez y para siempre. No te atrevas a dudar de mí, nunca, jamás, porque yo sé muy bien de qué parte estoy. Lo sé mucho mejor que tú, mucho mejor que nadie, ¿me oyes? Mejor que nadie. Yo estoy a favor de la civilización, a favor de la verdadera revolución social, a favor del estado nacional-sindicalista, y en contra del comunismo, que no es más que barbarie inhumana, crimen, locura, desprecio de Dios y de los hombres. ¡Estoy a favor de la civilización y por eso mismo estoy en contra de vosotros! hizo una pausa para volver a colocarse bien las gafas y siguió hablando en un tono más sereno—. Ya sé que se están cometiendo errores y que seguirán cometiéndose, porque nuestra tarea no es fácil, porque el enemigo es poderoso. A lo mejor, las mujeres con las que os acostasteis el otro día son comunistas, fueron comunistas, pero eso no me importa. Lo que hayan sido antes, fuera del campo, no me importa. Y no digo que no haya razones para tenerlas encerradas. Lo que digo es que sólo me importa lo que son ahora, unas pobres mujeres, solas, presas y desesperadas. Y que no hay derecho a que hayáis abusado de ellas de esa manera.
En aquel momento, Julio Carrión González se levantó de su asiento y creyó que había perdido un amigo, un aliado, que Eugenio nunca volvería a tener confianza en él. No lo entendía, no podía comprender aquella postura exagerada, puritana, histérica, de raíces misteriosamente femeninas y tan extravagante que ni siquiera llegó a arañar su espíritu, a sembrar en él la menor duda, ni un solo indicio de desazón o de arrepentimiento. Las razones por las que le preocupaba perder el favor de Eugenio eran de otra naturaleza. Julio no se sentía seguro, y la compañía de aquel chico de misa diaria y lealtad indudable, honesto, bondadoso, y sin otros amigos que Pancho y él, se había convertido en una garantía. Aquella tarde, en el tren de Nuremberg, pensó que la había perdido para siempre, pero la guerra aún no había comenzado para ellos.
A finales de agosto, cuando emprendieron su extraño y extenuante viaje hacia el frente, nueve días en tren y más de treinta andando, haciendo casi cuarenta kilómetros diarios con sus implacables botas nuevas, la aventura de las polacas quedó atrás, fue perdiendo poco a poco color, relieve, como cualquier otro episodio del pasado reciente, aquellos alegres y dorados días de Grafenwöhr que se deshilacharon, como hebras de un sueño ficticio, en las cunetas de una pesadilla interminable. El cansancio desbordó pronto los límites de la tortura física para embotar progresivamente sus sentidos, y llegó a pesar como una losa grave, premonitoria, sobre las heroicas expectativas de quienes se habían integrado en el ejército más poderoso del mundo para descubrir a traición que los ferrocarriles y los camiones no cubrían ni la mitad del trayecto de su entusiasmo.
Eugenio no lo concebía, como no podía concebir que les privaran de la gloria de entrar en Moscú, ni que a cambio les enviaran al norte, mientras que los voluntarios letones, mucho más acostumbrados a soportar el frío, hubieran sido destinados a Ucrania. Para vencer esta continua cadena de decepciones y combatir el agotamiento que minaba las fuerzas de su cuerpo frágil, delicado, en una proporción más cruel que la que padecían los demás, el pequeño de los Sánchez Delgado se rearmó a sí mismo de doctrina. Sus ojos recuperaron la llama incendiaria del fanatismo simple, primario e incontaminado, que había paseado por Madrid cuando Julio lo conoció, y se cerraron ante todas las estrellas amarillas que marcaban, como el hierro de una ganadería, el pecho de los miles de judíos con los que se cruzaron en Grodno, en Vilna, en Minsk. Julio le vigilaba en silencio, espiando cualquier signo de contrariedad o de desacuerdo, y sabía que aquel espectáculo no podía gustarle, porque no le gustaba a nadie, ni siquiera a él, pero no volvió a escuchar una sola palabra acerca de los pequeños errores que exigen las grandes causas.
Entonces, mientras su amigo fingía un aplomo, una serenidad que no podía sentir, Julio Carrión se dio cuenta de hasta qué punto era honesto Eugenio Sánchez Delgado, que cuando empezó a despreciarse a sí mismo volvió a tratarle como a un viejo amigo, un camarada, cayendo en el error de pensar que no era mejor que él. Hasta que, a finales de octubre, instalado ya a orillas del río Voljov, descubrió que sus precauciones, el estado de alerta permanente que se impuso a sí mismo desde que salió de Madrid y que le había obligado a pensar dos veces cada palabra antes de decirla, habían sido tan excesivas como la monjil moralidad de Eugenio.
—Es bonito esto, ¿eh?
Aquel comentario le pilló desprevenido en la primera guardia que compartieron. Nunca habría sospechado que Romualdo fuera tan sensible al paisaje, pero era cierto que aquella ribera de árboles frondosos, que agitaban sus ramas con pereza para filtrar la luz sutil, cansada, de un atardecer otoñal, era un lugar bonito.
—Sí que lo es —Julio lo afirmó en voz alta—. Sobre todo ahora, cuando no se mueve nada.
Ninguno de los dos podía imaginar aún cómo llegarían a odiar aquel río plácido, sereno, que pronto se convertiría en un foso infranqueable, un horizonte detestable y perpetuo, su particular frontera del infierno.
Allí, al otro lado, estaban los rusos, que hasta aquel momento no habían hecho más que replegarse, retroceder sin pausa, abandonar ciudades y aldeas, las torres de Novgorod, elegantes, esbeltas, venerables, tan desprotegidas como esas casas rectangulares y chatas, de paredes de madera y techo apuntado, que a Julio le recordaban las casitas de corcho que se suelen poner en los belenes, y que habían ido dejando atrás al atravesar una infinidad de aldeas donde tampoco nadie les había salido al paso. Así habían llegado hasta el Voljov, aquel río tranquilo, ni muy pequeño ni demasiado caudaloso, con riberas verdes y árboles altos, un lugar bonito para descansar, para disfrutar del sol o tumbarse sobre la hierba, pero un río más, sólo un río, que podría haber sido cualquiera excepto por el detalle de que los rusos lo habían escogido para pararse.
Aquella tarde, mientras miraban a su alrededor con interés, como si no dudaran de que lo iban a perder de vista muy pronto, los dos estaban seguros de que la estabilización del frente era circunstancial, transitoria. Si los rusos habían corrido tanto antes de que llegaran, parecía lógico suponer que correrían más deprisa ahora que ya estaban aquí. Ésa era la opinión generalizada entre sus compañeros y Julio no la discutía, aunque de vez en cuando se acordaba de cuánto había corrido el contador de aquel taxi que Franco iba a coger para llegar a la Puerta del Sol sin pagar más que cuatro cincuenta.
—A saber adónde nos mandarán ahora —comentó Romualdo, los ojos fijos en las hojas de los árboles, que seguían jugando al escondite con el último sol—, cuando crucemos el río.
—A Leningrado, ¿no? —supuso Julio—. Estamos al lado.
—Sí. Aunque a mí me gustaría más ir a Moscú.
—Eso mismo dice tu hermano.
Romualdo no comentó la coincidencia y volvió a concentrarse en la belleza del río. Pero un instante después sonrió, ensanchó su sonrisa hasta convertirla en una carcajada, y se giró hacia Julio para mirarle de frente.
—Has dicho Leningrado...
—Sí, bueno, es como se llama, ¿no?
—No. Los alemanes la llaman Petersburgo, y se supone que nosotros también.
—Claro, sí, pero... —Julio ya tenía una bola en la garganta, un hueco en el estómago y una especie de blancura insoportable, helada, entre las cejas, cuando su compañero le tranquilizó con una carcajada y una palmada en la espalda.
—¡No te asustes, hombre! Si yo lo sé. Lo sé todo —Julio, que no sabía qué era lo que Romualdo sabía exactamente, se limitó a sonreír mientras notaba el corazón en el cielo del paladar—. ¿Qué te crees, que iba a fiarme del idiota de mi hermano? Pues sí, estaríamos buenos... Yo no soy una monja de la caridad, como Eugenio, y por eso me informé, hice preguntas, y me enteré de que tu madre es roja. Pero los camaradas de Torrelodones me contaron que tu padre no, que es de los nuestros, y que tú te quedaste con él en vez de irte con ella. Así que, ya ves, lo sé todo. Y no me sorprende, no creas. Nosotros también tenemos un hermano rojo, Manolo, el que está entre Arturo y yo. ¿Eso no te lo ha contado Eugenio?
—No —Julio volvió a sonreír, más tranquilo—. No tenía ni idea.
—Pues sí, hombre, sí, rojo perdido, mi hermano Manolo... Dibujaba muy bien, desde pequeño, ¿sabes? Le dio por estudiar Bellas Artes, por querer ser pintor, se hizo amigo de todos los maricones de Madrid, se echó una novia universitaria, y a las primeras de cambio se largó a Peguerinos, a freírnos a tiros. Ahora está en México y, por lo que dicen, igual me lo acabo encontrando aquí, luchando ahí enfrente... —y se echó a reír, como si todo le pareciera muy gracioso—. ¡Joder! Así es la vida. No sé por qué, pero la verdad es que pasa hasta en las mejores familias. Total, que si quieres llamar Leningrado a Petersburgo, igual que tu madre, allá tú. Yo sé que eres de fiar, y no voy a irle a nadie con el cuento, aunque, por tu bien, te aconsejo que cambies de vocabulario. Y ahora saca la baraja, anda, a ver si te pillo el truco ese del siete de bastos...
En aquel momento, mientras barajaba las cartas con sus dedos limpios, expertos y tramposos, Julio Carrión González sintió un alivio tan profundo que se parecía a esa paz que no había vuelto a sentir después de los once años. Pero el bienestar que le inundó por dentro como una droga, una bebida narcótica y caliente, no le impidió aprender algunas cosas que le serían muy útiles durante el resto de su vida.
La primera era que tenía suerte, que la voluble benevolencia del azar, su voluntad compleja, caprichosa, más inestable que nunca tras el enloquecido periplo de su adolescencia, había intervenido a su favor con la incondicional parcialidad de una madre. Lo había intuido otras, muchas veces, pero ahora estaba seguro, él tenía suerte. Lo demás podía imaginarlo. Romualdo Sánchez Delgado lo había conocido, había sospechado, había preguntado por él, su hermano le habría contado que era de Torrelodones y allí, en su pueblo, que había aguantado hasta el final, donde todos los falangistas se habían pasado o habían vivido tres años metidos dentro de un armario, don Pedro, el cura, habría recordado en voz alta la historia de Teresa González, la roja adúltera que se fugó con el maestro de Las Rozas y a la que su primogénito, leal a su padre, no quiso acompañar. Y Romualdo se había dado por satisfecho porque, y ésa era la segunda cosa que Julio Carrión aprendió a orillas del Voljov para no olvidarla jamás, los más listos también eran tontos, o al menos podían comportarse como tales cuando tenían delante a alguien más listo que ellos. Él lo era, y por eso, en lugar de relajarse, comprendió que, al margen de sus consideraciones anteriores, nadie regala nunca nada, y que por cada Eugenio Sánchez Delgado que nace en este mundo, en cada familia ha nacido antes un hijo mayor igual que Romualdo. Ni la suerte ni la inteligencia le resultarían útiles si se limitara a confiar en ellas, porque la única elección afortunada, inteligente de verdad, consistía en no fiarse ni siquiera de sí mismo. Y eso fue lo más importante que aprendió en aquella guardia.