El corazón helado (60 page)

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Authors: Almudena Grandes

Tags: #narrativa

BOOK: El corazón helado
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—Esto es para intentar detener la gangrena —les explicó mientras se las inyectaba al congelado primero en una pierna, luego en la otra—, pero no os prometo nada.

—Ni falta que hace —contestó Eugenio, y sólo entonces los dos bajaron la pistola.

Unos días después, Julio Carrión adivinó dónde estaba al reconocer a aquella mujer, pero lo primero que vio cuando el dolor le despertó en una cama desconocida, fue la Biblia de su padre.

—La trajo anteayer el otro energúmeno, ese amigo tuyo con el que estuviste montando bronca el otro día —le dijo la enfermera, muy sonriente—. Dijo que era muy importante para ti. Dentro hay una carta de despedida, porque es de los que se vuelven ahora, por lo visto.

—¿Qué me ha pasado?

—Te han herido en la cabeza. No parecía muy grave, pero perdiste el conocimiento y has tardado demasiado en despertarte. El médico se va a alegrar mucho de poder hablar contigo. ¿Cómo te encuentras?

—Me duele la cabeza. Mucho. Me duele mucho.

—Ten paciencia, hombre, ahora te pongo un calmante. Y no te preocupes. Te van a mandar a Riga en la próxima expedición. Va también el hermano de tu amigo, ¿cómo se llama?, ese dichoso sargento que se congeló la semana pasada...

—¿Romualdo?

Nueve meses más tarde, en el hospital español para convalecientes de Riga, Julio Carrión hizo la misma pregunta al reconocer la nuca de un teniente que había desplazado una butaca hasta la ventana para disfrutar del espejismo del sol de octubre, que en Letonia brilla, pero no calienta.

—¡Julito! —él identificó su voz antes de levantarse, y sólo después corrió a abrazarle—. ¡Qué alegría verte, macho!

—Pero, bueno, ¿y tú? —le soltó para mirarle. Llevaba un vendaje muy aparatoso en el cuello y otro, más discreto, en la mano izquierda—. Cuando me he enterado, no me lo podía creer. ¡Si no hace nada que te dieron de alta! Ya le has cogido afición a Riga, ya...

—¡Nos ha jodido! —Romualdo se echó a reír—. Anda que no vivís bien aquí, en la retaguardia...

Julio sonrió, porque su amigo tenía razón. Él vivía mejor que nunca.

—Bueno —añadió, de todas formas—. Ya sabes que a mí el neurólogo no me dejó volver.

—Ya, ya... Si yo no digo nada.

—No deberías —y señaló las insignias que brillaban en el uniforme que tenía delante—. Te han vuelto a ascender.

—Sí —Romualdo se echó a reír—. A este paso, cuando me maten los
ruskis,
voy a ser ya coronel, como poco...

Los dos habían caído casi al mismo tiempo, en un frente mucho más duro, más cruel que el infierno del Voljov, tanto que ya no sabían qué nombre ponerle. Romualdo se había congelado en la última semana de diciembre de 1942, Julio había sido herido en la primera de enero de 1943. Aquellas dos desgracias simultáneas los habían librado de una muerte segura en la carnicería de Krasny Bor para reunirlos en el mismo hospital al que ahora, seis meses después de abandonarlo por primera vez, Romualdo acababa de volver.

—¿Al Luna? —propuso Julio, cuando salieron a la calle.

—¡Al Luna! —aceptó su compañero, muy contento.

—¿Y Eugenio, qué? ¿Sabes algo de él?

—Se ha echado novia, por lo visto. Una alumna de las Esclavas, bastante feíta, me ha escrito Arturo... —se echó a reír y Julio se rió con él—. Por lo demás está bien, ha vuelto a la universidad y parece que le van a hacer jefe del SEU, porque ahora es un héroe, claro, pero no sé... La que más escribe es mi madre, y ella lo pinta todo de rosa porque está deseando que yo también vuelva a casa, como te puedes figurar.

El bar Luna, propiedad de un divisionario mutilado que se había quedado en Riga y se había casado con una letona, estaba casi lleno, pero los soldados españoles repartidos entre las mesas no tenían ganas de cantar, ni de gritar, ni de pedir la guitarra. Cada uno bebía solo, en silencio, sin dar conversación a sus compañeros ni prestar tampoco demasiada atención a algunas mujeres muy pintadas que, de tanto en tanto, se levantaban de la barra para pasearse despacio por el local.

—Pues sí que está esto bien... —se quejó Romualdo, que recordaba el jaleo, las risas y la juerga del invierno anterior—. Menudo panorama.

—¿Qué quieres? —preguntó Julio, y se respondió enseguida a sí mismo—. Igual que el otro.

—Bueno, vamos a ver... —y se calló mientras la camarera servía las bebidas—. Parece que los alemanes están a punto de inventar un arma secreta, una especie de pintura, o no, igual no es pintura pero, vamos, sí, un revestimiento de alguna clase, para hacer los tanques invisibles.

—¿Invisibles? —Julio no se podía creer lo que estaba oyendo y Romualdo se dio cuenta.

—Sí, bueno, no sé... —y clavó la mirada en el vaso, como si se sintiera súbitamente avergonzado de su credulidad—, no sé cómo lo van a hacer, pero, por lo visto, esa pintura envuelve los tanques en una especie de niebla, como un vapor que los hace invisibles. Eso dicen por ahí. A mí me lo contó un capitán que habla mucho con los alemanes, no creas...

Julio se quedó mirando a Romualdo, sonrió, levantó su copa en el aire y comprendió lo que acababa de escuchar. Armas secretas, bombas milagrosas, aviones mágicos, uniformes cosidos con un tejido que repelía las balas, él llevaba muchos meses alejado del frente pero había llegado a oír historias como aquélla, los cuentos de hadas, o de viejas, que empezaron a proliferar después del fracaso de Stalingrado, la batalla que iba a decidir la victoria final y se había perdido. Pero se limitó a sonreír, y bebió, y siguió callado. Quien estaba frente a él, prometiéndole tanques invisibles, no era Eugenio, sino su hermano, el más inteligente, el más astuto, el más desconfiado, el mejor soldado de los dos. La guerra revela una cara distinta de los hombres, y en la guerra, Julio Carrión González había aprendido a respetar a Romualdo Sánchez Delgado, de quien jamás se habría fiado en la paz. Si algún código del honor le hubiera importado alguna vez, que no era el caso, habría podido llegar a decir que lo admiraba, como lo admiraba su hermano, como lo admiraban sus compañeros, como lo admiraban sus jefes. Y era aquel hombre, un soldado valiente, maduro, responsable, quien le estaba hablando de tanques invisibles.

—Parece que nos vamos —le había susurrado su coronel, en una mesa del mismo bar, menos de veinticuatro horas antes—. Todavía no es oficial, pero la orden está al caer. Hace mucho tiempo que sabemos que en Madrid no quieren seguir, más o menos desde que aquí las cosas empezaron a ponerse feas...

El coronel Arenas miró a su alrededor, se aseguró de que nadie pudiera estar escuchándole y a pesar de todo, bajó la voz.

—A mí me parece una indignidad, pero nadie me ha consultado, como te puedes imaginar.

—A mí también, mi coronel, ya lo sabe usted —Julio se echó hacia delante y colocó los dos puños cerrados sobre la mesa, para que su superior le correspondiera con una sonrisa complacida antes de seguir hablando.

—Sin embargo, hasta en Madrid han comprendido que no nos podemos ir todos a la vez, de golpe, porque no quedaríamos nada bien, claro. Por eso han pensado en dejar un cuerpo de voluntarios, integrado en la Wehrmacht, que signifique algo así como que nos vamos pero nos quedamos, o que nos quedamos pero ya nos hemos ido, vete tú a saber... La Legión Azul la quieren llamar, ¿has oído tú algo de eso?

—No, señor —y era verdad.

—El caso es que, si se desmonta la División, habrá que desmontar el Cuartel General, pero eso es lo mismo que dejar a miles de soldados desamparados, solos, en el culo del mundo, porque el ejército español, oficialmente, ya se habrá ido de esta guerra. Los legionarios serán soldados alemanes. Está previsto que el destacamento de la Guardia Civil siga funcionando, pero ellos actúan como una simple policía militar, ya los conoces. Nunca están dispuestos a hacer nada fuera del reglamento... —Arenas se quedó mirando a Julio, le estudió un momento como si no lo conociera, y se atrevió a dar el paso definitivo—. Y tal y como se están poniendo las cosas, a lo peor va a hacer falta saltarse el reglamento, ¿sabes? —como si supiera lo que se estaba jugando en aquella pregunta, Julio aguantó su mirada sin pestañear, y no movió un músculo—. Por eso, se me ha ocurrido proponer al mando la creación de un puesto nuevo, y he pensado en ti, porque es un trabajo que te viene que ni pintado, Julio...

Veinticuatro horas más tarde, en una mesa del mismo bar, Julio recordó esa conversación palabra por palabra, silencio por silencio, antes de levantar su copa de nuevo.

—Bueno... —y mientras Romualdo le imitaba, decidió qué le iba a contestar a su coronel—, pues vamos a brindar por esos tanques invisibles, ¿no?

Julio Carrión González no viajó en ninguno de los trenes que repatriaron a la División Azul en los últimos meses de 1943. Cuando empezó 1944, ya era el español más misterioso de Riga. Tenía un apartamento pequeño pero cómodo en un hermoso edificio modernista de la calle Elizabetes, en la zona más elegante del ensanche de la ciudad, un nivel de ingresos considerable, a juzgar por la alegría con la que gastaba el dinero, y ningún trabajo, ningún cargo, ningún oficio conocido. Vestía de civil, aunque conservaba sus dos uniformes militares, uno español, otro alemán, colgados en un armario, y carecía de cualquier clase de inmunidad o protección diplomática, pero era bien conocido en el destacamento de la Guardia Civil que imponía el orden entre los voluntarios que habían decidido quedarse, y también en algunos despachos del Cuartel General de la Wehrmacht.

—Lo que te ofrezco no es ningún chollo, no creas... —el coronel Arenas había enumerado los inconvenientes de su propuesta después de celebrar que Julio la aceptara—. O a lo mejor sí, puede llegar a serlo, pero también es muy arriesgado. Cuando yo me vaya, tú, oficialmente, no estarás aquí, pero tampoco estarás en ninguna otra parte, porque el ejército español ya no tendrá ninguna clase de representación en Riga, como sabes. Te recuerdo que la Legión Azul es un cuerpo del ejército alemán, no del nuestro. Así que tú vas a dejar de existir. Con dos cojones, y que sea lo que Dios quiera... Te voy a dar un salvoconducto antes de irme, pero no sé durante cuánto tiempo te servirá, si esto se alarga. Y a lo mejor, cuando yo ya esté en Madrid, los maricones del ministerio desautorizan esta operación, ahora no puedo garantizarte nada. O sea, que, con mala suerte, puede ser que dentro de unos meses te encuentres aquí completamente solo. Entonces tendrías que apañártelas para volver a casa por tu cuenta. Y no sé si los alemanes estarían por ayudar, en el caso de que volvamos a traicionarlos...

—A sus órdenes, mi coronel. No se preocupe usted por mí.

Julio Carrión González era uno de los pocos soldados españoles en Rusia que no quería volver a casa, y el único herido en combate al que se le había ocurrido presentarse en el Cuartel General de Riga para ofrecerse a echar una mano en lo que hiciera falta, en lugar de disfrutar de su convalecencia paseando por la ciudad y emborrachándose cada noche con las putas del bar Luna. Yo no sirvo para estar sin hacer nada, mi coronel, mientras en el frente, mis compañeros... A Arenas le impresionó tanto esa inusual muestra de gallardía, que le ofreció trabajar a su lado, como una especie de asistente suplementario, hasta que los médicos le autorizaran a volver al frente. En aquel momento, Julio Carrión ya sabía que eso no iba a pasar, porque el doctor le había advertido que si persistían esas jaquecas que ningún analgésico era capaz de suprimir, tendrían que repatriarle, y él no tenía la menor intención de dejar de fingirlas con el dosificado dramatismo que tan buenos resultados le había dado hasta entonces.

Mientras trabajaba para el coronel Arenas, Julio descubrió que la vida en la retaguardia estaba hecha a la medida para un hombre como él, listo, simpático, seductor y con talento. Después de un año y medio en el frente, Riga le deslumbró tanto como le había deslumbrado Madrid cuando llegó hasta allí desde Torrelodones. La guerra estaba lejos de los bulevares y los tranvías, los cafés y los restaurantes, las mujeres y las tiendas de aquella ciudad bonita, pequeña pero con ambiciones cosmopolitas, donde florecían el contrabando, el mercado negro, los refugiados, la falsificación de documentos, el tráfico de toda clase de bienes y, en magnífica proporción, las oportunidades de prosperar, de enriquecerse.

Por eso, cuando su convalecencia concluyó con la prohibición de volver al frente, se apresuró a subastar la plaza que le correspondía en la próxima expedición de vuelta a casa entre los compañeros del Cuartel General que estaban deseando subirse a aquel tren. El coronel Arenas, que nunca se enteró de que había cobrado por quedarse, interpretó su rechazo a la repatriación como una prueba más de su entrega a la causa y autorizó sin hacer preguntas el cambio de destino que su asistente le pidió con lágrimas en los ojos, no me haga volver así, mi coronel, déjeme quedarme aquí, ayudar a mis compañeros en lo que pueda, yo estoy solo, no me espera nadie, no tengo mujer ni hijos en España, déjeme quedarme aquí, no me obligue a volver a Madrid mientras siga habiendo españoles que se juegan la vida en el frente...

Arenas nunca se arrepintió de haber cedido a la petición de su subordinado. Carrión le caía bien, era divertido, y tan simpático, siempre contando chistes, haciendo voces, sacándose ristras de pañuelos de colores de los bolsillos. Conocía los mejores sitios, los bares más animados, los mejores restaurantes, los burdeles de confianza y los lugares donde se podían conseguir tabaco, coñac, perfume y hasta morfina. Daba gusto ir con él a las recepciones, llevarle consigo en las excursiones turísticas con las que agasajaba a los militares de alto rango que visitaban la ciudad, porque todo el mundo quedaba encantado con el ingenio de aquel muchacho que parecía tener recursos para triunfar en cualquier situación. Pero el coronel Arenas, un hombre honrado, generoso, de carácter tranquilo y hasta apacible, no era tonto. Por eso, y porque sospechaba que su protegido sería capaz de hacer cualquier cosa, con todo lo que significaba esa expresión en aquel momento, en aquel lugar, para salir a flote, se le ocurrió la idea de dejar un hombre en Riga, un enlace clandestino entre los voluntarios de la Legión Azul y él mismo, que actuaría a su vez como enlace con el mando del ejército español. Si Carrión le hubiera dicho que no, habría renunciado a aquel proyecto. Pero sabía de sobra que Carrión iba a decirle que sí.

Lo que el coronel Arenas nunca sabría fue que Julio Carrión González se bajó de un tren en la estación de Orleáns el 25 de abril de 1944, cuando la retirada del ejército alemán del Este, tan temprana que había truncado sus operaciones de enriquecimiento personal antes de que llegaran a consolidarse, le privó al mismo tiempo de los fondos casi ilimitados de una cuenta corriente controlada desde el Ministerio del Ejército de Madrid, y de la última excusa para seguir dando tumbos por el mundo. Sin embargo, en el hotel donde tomó habitación para una noche, nadie le pidió explicaciones.

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