Ahora tienes otra casa, pensé, mucho más cara, en un barrio mucho más caro, en un edificio con un portal descomunal, un portero uniformado y varios ascensores tan grandes que desanimarían a cualquiera que pretendiera besarte. Lo pensé, pero no lo dije. Ella me miró, me sonrió y me besó en los labios, como si quisiera premiar mi silencio. Luego se dio la vuelta, cogió algo de la mesilla y volvió a acurrucarse contra mí.
—Mira, aquí están.
—¿Quiénes?
—Mis abuelos. Los dos.
El marco era de cristal, grande, antiguo, con piezas en relieve pegadas en las esquinas. La foto también era antigua y no muy buena, pero tenía mucha gracia. El verdadero protagonista de la escena era un tanque en el que estaban apoyados cuatro hombres, distribuidos en dos parejas para no tapar al conductor, que volcaba una sonrisa radiante en el objetivo. A su izquierda, dos hombres jóvenes, uno rubio, alto, y otro moreno, más bajo, con una barba tan cerrada que el afeitado no impedía que sombreara sus mandíbulas, posaban de frente, enlazados por los hombros. Parecían muy felices, como el que estaba a la derecha, en cuclillas, y el que cerraba la composición por ese lado, de pie y de perfil, más que joven, casi un niño.
—El que hace como que conduce es mi abuelo Aurelio Perea, el padre de mi madre. Había sido tanquista en el Ejército de Levante, en la guerra civil, por eso está sentado ahí. Quería volver a cruzar la frontera montado en este tanque, pobrecito mío... —miró la foto, sonrió con una plenitud casi infantil, acarició el cristal con la punta de los dedos—. El que está en cuclillas, aquí —movió el dedo hacia la derecha—, se llamaba Nicolás y era catalán, de Reus. Le llamaban el Turronero porque antes de la guerra se dedicaba a vender dulces por los pueblos. Este otro era de un pueblo de Alicante y no me acuerdo de su nombre, sólo de su apodo, el Niño, y de que tenía diecisiete años. A este tan moreno llegué a conocerlo de pequeña. Se llamaba Amadeo, alias Salmones, era asturiano, y siguió siendo amigo de mis abuelos hasta el final. Porque este alto, rubio, que le está abrazando —y por fin concentró sus caricias en el último rostro—, es Ignacio Fernández, el padre de mi padre, que había sido capitán del Ejército Popular y era el jefe del grupo. Cuando vio el tanque, se puso a gritar, Boquerón, ven aquí, que te acabo de encontrar un mulo para que te vuelvas a tu pueblo... —me miró, me sonrió, y sonrió después a la sonrisa de los cinco hombres jóvenes que la miraban desde el otro lado del tiempo—. A mi abuelo Aurelio le llamaban así porque era de Málaga. A mi abuelo Ignacio, que era de Madrid, le llamaban el Abogado, entre otras cosas porque era abogado, claro. Él y su mujer, mi abuela Anita, eran los dueños de esta casa.
Los miré con atención pero no pude distinguir bien sus rasgos y no tanto porque la foto fuera mala, que lo era, ni porque el fotógrafo los hubiera encuadrado desde muy lejos para que el tanque cupiera entero, que también, sino porque sus sonrisas eran tan abiertas, tan ambiciosas, tan salvajes, que invadían sus rostros hasta deformarlos.
—¿Y dónde estaban?
—Pues la verdad es que no lo sé, eso no te lo puedo decir exactamente... En alguno de sus campamentos, porque tuvieron muchos, en algún bosque, en Ariège —no entendía lo que me estaba contando y se dio cuenta—. En una provincia de los Pirineos franceses que tiene frontera con España, más o menos entre Toulouse y Huesca, para que te hagas una idea. No es una foto de la guerra civil, sino de la segunda guerra mundial.
—Ya, pero no sé... —y entonces, aunque me había propuesto no hacerlo, me acordé de mi padre, de su cartilla militar, de sus dos uniformes, tan flamantes, tan limpios, tan incompatibles con el aspecto de aquellos hombres sonrientes, jóvenes y armados como él, pero vestidos de cualquier manera—. ¿Eran soldados?
—Sí. Bueno, eran guerrilleros.
—Españoles.
—Claro.
—Pero luchaban en Francia.
—Sí.
—Contra... —ya no me atreví a terminar la frase y ella se echó a reír.
—Contra los nazis, naturalmente. El tanque es alemán, lo capturaron ellos, y se cargaron a once de las SS, entre ellos dos oficiales. Tuvieron mucha suerte, y le echaron muchos huevos, eso sobre todo, muchísimos huevos. Los que tenían, la verdad... Les gustaba mucho contarlo y siempre lo contaban igual, hay que ver, cinco desgraciados, que no éramos otra cosa, unos desarrapados, mal armados, mal vestidos, que daba pena vernos, y sin embargo nos los merendamos, nos merendamos a esos hijos de puta de la raza superior... —se acercó a mí, me besó, y aún sonreía, pero su expresión se fue apagando poco a poco, se apagó su voz, se apagaron sus ojos, y el brillo de su piel aterciopelada, tersa—. Eran rojos españoles, republicanos, exiliados. Echaron a los nazis de Francia, ganaron la segunda guerra mundial y no les sirvió de nada, pero no te preocupes, lo normal es que no lo sepas. Nadie lo sabe, y eso que eran muchísimos, casi treinta mil. Y sin embargo, no salen nunca en las películas de Hollywood, ni en los documentales de la BBC. Salen las putas francesas, que se ponían cianuro en la vagina, y los panaderos, que envenenaban las
baguettes,
pero ellos no, ellos nunca. Porque si salieran, los espectadores se preguntarían qué pasó con ellos, para qué lucharon, qué les dieron a cambio... Y aquí no digamos, aquí es como si nunca hubieran existido, como si ahora molestaran, como si no supieran dónde meterlos... En fin, es una historia injusta, fea, una historia triste y sucia. Una historia española, de esas que lo echan todo a perder.
Entonces volvió a sonreír, o quizás no lo hizo, porque sus labios se entreabrieron, se curvaron, y dibujaron el arco de una sonrisa teórica pero incompatible consigo misma. Su gesto no llegaba a ocultar un rictus amargo, la huella de una pena honda y sonriente, domesticada y sincera, que latía con modestia y también con orgullo, como esos dolores pequeños y constantes a los que los enfermos crónicos ya no saben ni quieren renunciar. Eso parecía Raquel mientras sonreía, mientras envolvía su pena en esa sonrisa simulada, o quizás auténtica, que la arropaba, y la cuidaba, y la abrigaba como si fuera un bien precioso, aunque doliera, como si fuera un placer doloroso, pero placer. Todo eso vi en la sonrisa de Raquel Fernández Perea, y pensé que era la sonrisa más triste que había visto en mi vida, la pena más sonriente que había contemplado jamás, y ya no supe qué hacer, qué decir, pero ella besó la foto, la devolvió a su lugar, en la mesilla, se volvió hacia mí y me abrazó, y yo la abracé, la besé y ella me besó, y la volví a besar y mi cuerpo reconoció en el suyo un hogar tierno y sólido, generoso y suave, sin desvanes oscuros ni puertas cerradas, sin rincones prohibidos ni sótanos condenados a la humillación del tiempo.
—Mi padre también luchó en la segunda guerra mundial —le dije al oído, para ser honesto con la dulce amargura de aquella sonrisa.
—Lo sé —me contestó.
—Pero él luchó a favor de los nazis —insistí, rozando sus labios con los míos mientras hablaba—. Estuvo en Rusia con la División Azul.
—Sí —y se apartó un momento de mí para mirarme, me peinó con los dedos, me acarició la cara—. Donde nunca estuvo fue aquí, en esta cama.
Eso me dijo, y todo volvió a fluir con una sonrosada placidez, la apacible costumbre del agua que corre, una violencia simbólica, mansa y carnosa, que desembocó en una nueva definición de la necesidad y terminó de pulverizar el prestigio de las frases importantes, inútiles ahora, torpes, pueriles en su ampulosa dificultad. Raquel Fernández Perea abría los ojos, exponía su cualidad densa y brillante a la entregada voluntad de mis ojos, y todos los péndulos del mundo emprendían a la vez un movimiento armónico que detenía el tiempo, y anulaba el espacio, y estremecía mi corazón, el corazón de la Tierra. Raquel Fernández Perea cerraba los ojos, y sus párpados acariciaban los ojos del planeta como dedos armónicos, perfumados, balsámicos, para que todos los péndulos del mundo invirtieran a la vez su recorrido, llevándose la realidad con ellos a un universo fresco y tierno, recién nacido. Raquel Fernández Perea respiraba, y la respiración tensaba con un hilo imaginario el balcón inmaculado de su pecho, y yo me quería morir,
—Álvaro...
quería morirme allí, acabar en aquel instante de plenitud memorable, renunciar a acumular experiencias triviales, indignas de un hombre que habría podido escoger la abrumadora belleza de aquella muerte vivísima. Raquel Fernández Perea gemía, emitía los sonidos desarticulados, fragmentarios, con los que un cachorro egoísta y malcriado, mimado a conciencia, agradecería el placer que le regalan las caricias de su amo, y yo quería vivir, vivir siempre, para siempre, vivir allí, en el núcleo indivisible de aquel gemido primario y caprichoso, vivir sometido al poder de provocar la poderosa gratitud de aquel sonido. Raquel Fernández Perea sonreía, se dejaba ir en una sonrisa breve y completa,
—Álvaro...
incipiente y autónoma, delicada y total, porque era ella entera la que sonreía, no sus labios, no sus ojos, no su cara, sino ella entera, cada centímetro de su piel perfecta que temblaba debajo de mis manos, de los dedos que la asían por la desproporción luminosa y espléndida de sus caderas, y en esa sonrisa nacían y morían todas las sonrisas. Raquel Fernández Perea sucumbía, se desordenaba, se deshacía ante mí, por mí, conmigo, y recobraba de repente la consciencia y el control sobre su cuerpo, sus movimientos se hacían más ambiciosos, más constantes, más precisos, y escuchaba su voz, otra vez articulada y clara, profunda pero humana, capaz de pensar por los dos, de pedir exactamente lo que quería, y yo la obedecía, obedecía aquella voz y me obedecía a mí mismo en ella, y me preguntaba qué sería de mí, cómo podría despertarme en otra cama por las mañanas...
—¡Álvaro! —la tercera vez, Fernando no se limitó a pronunciar mi nombre. Se paró en medio de la acera, me cogió por los hombros, y me zarandeó hasta que logró que le mirara.
—¿Qué pasa?
—¿Que qué pasa? —hizo una pausa para tomar aire, pero no me soltó—. Te lo voy a decir. Pasa que tienes el coño de esa tía pintado en la cara. Que lo estoy viendo en este mismo momento, eso pasa.
—¿Sí? —me dio un ataque de risa tonta—. No me digas...
—Con pelos y señales —y él también se rió—. No me molesta, ¿eh?, no es eso. Es un espectáculo obsceno, pero estimulante. Y da envidia, lo reconozco. Pero no creo que tu mujer, que está ahí... —y señaló con el dedo la puerta del restaurante—, lo aprecie tanto como yo.
—Pues no me ha dicho nada esta mañana.
—La falta de costumbre —concluyó—. Pero la mía te pilla seguro.
—Me da igual —hablé sin pensar en lo que decía, pero supongo que en aquel momento dije la verdad.
—¡Ah! Conque así estamos... —y volvió a zarandearme con la misma violencia que al principio—. ¡Aparte de encoñado, gilipollas! Muy bien, Alvarito, muy bien. Pues te voy a decir una cosa. Escúchame con atención. No te da igual, ¿entiendes?, no te da igual. Ni de coña, vamos. Y a mí tampoco me da igual, así que ya estás cambiando de cara. ¡Pues sí, era lo que me faltaba, a mí, llevarme una bronca de efectos retroactivos por tu culpa, a estas alturas de mi castidad!
El todo ya no era igual a la suma de las partes cuando las partes se ignoraban entre sí, pero procuré aparentar que aún lo creía y me ofrecí a sentarme con los niños, entre Miguelito y Max, el hijo pequeño de Fernando y pipa de la paz que le había ofrecido su mujer cuando él todavía dudaba de cuál iba a ser el mayor error de su vida. Max, que se llamaba Máximo, igual que su admirable bisabuelo, tenía un año más que Miguel, pero los dos se llevaban muy bien porque eran igual de brutos. Aquel día, mi hijo se había traído un Spiderman con una red que saltaba en el aire al apretar un botón y un montón de armas y bombas escondidas en el cuerpo, y Max un Tiranosaurus Rex de garras retráctiles y sonido real, decía él, pero real, real, insistía, como si alguien hubiera escuchado alguna vez el rugido de un dinosaurio asesino. Llevaba un pitufo de plástico para que hiciera de víctima, y así Spiderman pudo intentar salvarlo entre los platos y las servilletas hasta que les trajeron la comida. Así, además, el coño de Raquel sobrevivió sin contratiempos sobre mi cara mientras Mai, volcada hacia el otro lado de la mesa, seguía con una atención fronteriza con el entusiasmo el relato de su prima Pilar, la hermana pequeña de Nieves, practicante recientísima pero fanática de la moda de los balnearios urbanos.
Yo escuchaba desde muy lejos el burbujeante murmullo de una conversación jalonada de adjetivos, maravilloso, fantástico, fabuloso, increíble, estupendo, genial, me ocupaba de cortar los filetes de los niños y miraba a Fernando de reojo, de vez en cuando, para verle cabecear, levantar las cejas, poner los ojos en blanco y sonreírme, pero ninguna de estas ocupaciones me distraía de mi tarea fundamental. Pensaba en Raquel, la recordaba tal y como la había visto por última vez, a las seis y diez de la mañana de aquel mismo día, cuando me acompañó hasta la puerta de su casa y se quedó mirándome, sonriendo, desnuda tras la hoja entreabierta, mientras yo empezaba a bajar las escaleras.
Pensaba en Raquel, en su cama de sábanas calientes y arrugadas, y la veía dormir, sola, de lado, veía la silueta de su cuerpo, el hilo invisible de su respiración tensando el balcón inmaculado de su escote también durante el sueño. Se habrá levantado tarde, me decía, habrá desayunado sola en una cocina fresca y limpia, cerca de una ventana, para que la luz del sol caliente al mismo tiempo su cuerpo y la felicidad del aire que lo envuelve, y ahora seguirá allí, habrá vuelto a la cama o tal vez no. Quizás está comiendo fuera, quizás ha quedado con su amiga la actriz, quizás necesita contárselo a alguien, o no, es posible que haya ido a comer a casa de sus padres y volverá luego a la suya, a su cama de sábanas calientes y ahora tensas, esa cama que sabe sentir los movimientos del planeta, porque la Tierra gira sobre sí misma y alrededor del Sol entre sus cuatro esquinas, esa cama que es el mundo y un universo recién nacido, inmune a las reglas clásicas, y una parte de mí, antes incluso de que yo lo supiera.
En todo eso pensaba al pensar en Raquel, y el móvil me quemaba en el bolsillo, me quemaban las yemas de los dedos y mi cabeza hervía, de impaciencia y del trabajo agónico de sujetarse a sí misma, de negociar a mi favor contra mi tentación de hacer algo a mi favor, y entonces en uno de esos silencios radicales que sólo se aprecian en las conversaciones muy ruidosas, alcancé a escuchar el último tramo de uno de los periódicos lamentos de mi mujer.