En aquel momento, Europa estaba llena de españoles, civiles y militares, exiliados y voluntarios, hombres y mujeres que luchaban en un bando, en el otro o hacían la guerra por su cuenta. En Orleáns había tantos que no tuvo que preguntar mucho para dar con ellos. Cuando los encontró, ya se había comprado ropa nueva, francesa, barata, y llevaba en el bolsillo del pantalón el carné de la JSU que había escondido entre las guardas posteriores y el cartón de la encuadernación de la Biblia de su padre tres años antes, la última noche que durmió en Madrid, en su cuarto de la pensión de la calle de la Sal. Entonces creía que podría serle útil si los rusos le hacían prisionero. Ahora pensaba usarlo para algo muy distinto.
No le gustó el aspecto oscuro, malencarado, de los parroquianos que encontró en el primer bar donde oyó hablar en español, y decidió probar suerte en el que estaba al lado. Allí, al fondo de la barra, tres hombres mayores que él, con pinta de trabajadores y padres de familia, charlaban en voz baja mientras liquidaban media botella de vino. Se acercó discretamente a ellos y escuchó un fragmento de su conversación. El que estaba en medio, grande, canoso, de sonrisa fácil, hizo un aspaviento con la mano mientras se burlaba de uno de sus compañeros. Pronunciaba mejor que bien todas las eses de una expresión que Julio reconoció sin vacilar, vamos, no me jodas... Por eso le eligió.
—Perdone... —ellos no se sorprendieron de que les abordara en español—, ¿puede darme fuego?
—Claro, hijo —contestó el hombre—. Toma.
Julio encendió el pitillo, se los quedó mirando y decidió que no tenían mucha pinta de ser anarquistas. Por eso, en un movimiento furtivo, ocultando el brazo con el cuerpo, levantó el puño derecho, por si eran comunistas, pero no les llamó camaradas, por si fueran socialistas.
—Salud, compañeros —se atrevió a decir por fin, en un murmullo.
—Baja el puño, gilipollas —pero el madrileño que le había dado fuego cabeceaba con una sonrisa benévola, casi paternal—. Pues sí... Tú debes ser lo que nos faltaba.
El todo sólo es igual a la suma de las partes cuando las partes se ignoran entre sí.
Así solía ser antes, así había sido siempre antes de aquella noche que suspendió las leyes físicas, que desmintió las eternas y sagradas normas del universo, que eximió al caos de la obligación de engendrar caos y a las magnitudes inmutables de serlo verdaderamente, mientras los efectos se rebelaban contra las causas y el orden infinito de todas las cosas dejaba mis pequeñas e insignificantes espaldas al descubierto.
El todo sólo es igual a la suma de las partes cuando las partes se ignoran entre sí.
Cuando salí de casa de Raquel amanecía, y en las aceras sucias, entre los coches mal aparcados, bajo la pálida cortina de las últimas risas, esa languideciente, voluntariosa algarabía de los trasnochadores tenaces, no encontré el menor rastro, ni una mínima, solitaria esquirla, de esa frase tan importante que había saltado en un millón de pedazos diminutos, infinitesimales, subatómicos, sin ningún dolor, ninguna resistencia por mi parte. No puedo decir que no me diera cuenta. Lo que pasó fue que me dio lo mismo. Y mientras volvía a casa andando, las impredecibles consecuencias de mi frágil pensamiento me hicieron sonreír, me hicieron compañía.
Yo no era así, ésa no era mi vida, y sin embargo nunca había estado tan vivo como entonces, cuando me quedé solo, libre no, porque mi libertad ya no me pertenecía. Se había quedado enganchada en algún lugar de una totalidad flamante, imprevista, que era tan pequeña como el cuerpo de Raquel y tan grande a la vez que acertaba a ser igual que la suma de dos partes que habían dejado de ignorarse. La interacción de A y B había pulverizado a X, lo había destrozado, lo había despojado hasta del consuelo de la teoría, había trastocado los términos de una ecuación que nunca volvería a ser la misma. La suma del todo, que era Raquel, y de una de las partes, que también era Raquel, equivalía ahora a la otra parte, que era yo y no lo era del todo, Álvaro Carrión Otero, un hombre íntegro pero mutilado de su libertad, que se había convertido en el adorno más caro y gratuito de los ojos, la cintura, las palabras de una mujer de piel perfecta, aterciopelada como la de un melocotón poco común. Las manos son más rápidas que la vista, y mientras me alejaba de ella, las suyas me retenían sin rozarme, su voz me gobernaba sin hablarme, y su belleza, omnipotente también en la ausencia, ataba mis ojos con la despótica determinación de que nunca pudieran mirar a otra mujer. Y yo estaba más vivo que de costumbre, contento, y no echaba nada de menos. Ni siquiera a mi padre, o el deseo de no ser su hijo.
Me había propuesto no pensar en él y logré desenchufar ese cable sin esfuerzo, pero siguió estando ahí, en un rincón de mi cabeza, bajo una forma brumosa, casi amorfa, indolora. Yo estaba vivo, él no. Aquel factor era importante y sin embargo no bastaba para explicar un enigma cuya explicación, por otra parte, tampoco me hacía falta. El principal misterio de aquella noche había sido la elasticidad de su misteriosa condición, esa extrañeza en teoría natural, imprescindible, que no había llegado a aflorar en ningún momento mientras yo estaba en la cama con la amante de mi padre, mientras ella estaba en la cama conmigo y todo, ese todo nuevo e íntimo, pequeño y formidable, que encogía y se desbordaba en cada uno de sus gestos, de sus movimientos, fluía con una sonrosada placidez, la apacible costumbre del agua que corre, una violencia simbólica, mansa y carnosa, que se resolvía en una infinidad de signos que afirmaban la precisión de las paradojas para desembocar en una insólita definición de la necesidad.
Estaba en la cama con la amante de Julio Carrión González y era la primera vez que la tocaba, la primera vez que la acariciaba, la primera vez que la besaba, y hundía mis dedos, y mi lengua, y mi sexo en su interior. Era la primera vez que mi cuerpo percibía los dedos, y la lengua, y el sexo de aquella mujer que ya no tenía nada que ver con mi padre, sino conmigo, como si hubiera decidido apoderarse del lugar que solía ocupar mi libertad hasta que decidió quedarse enganchada en alguna esquina de su cuerpo. Mi libertad se había quedado a dormir con ella en una cama que al principio había sido el mundo, luego un universo recién nacido, inmune a las reglas clásicas, y por fin yo mismo, una parte de mí que ni sabía, ni quería, ni podía recuperar. No puedo decir que no me diera cuenta. Lo que pasó fue que me dio igual, porque era la primera vez y sin embargo, al salir de su casa, lo que sentí fue que yo no había hecho nada, no había aprendido nada, no había vivido nada excepto el derecho a esperar aquel momento, el instante preciso en el que toqué, y acaricié, y besé a Raquel Fernández Perea para que mis manos, y mi lengua, y mi sexo, la reconocieran como una parte ignorada y purísima de mí mismo.
—Total —me interrumpió Fernando Cisneros mientras intentaba explicarle todo esto en la barra de una cervecería que quedaba a mitad de camino entre su casa y la mía, al día siguiente, antes de comer—, que te has encoñado.
—Hombre... —el prosaísmo de aquel diagnóstico me aplastó de tal manera que titubeé con los labios y con la cabeza al mismo tiempo—, pues... no sé. Supongo que puede ser una manera de decirlo.
—Una no —se echó a reír—. Es la única. Y se veía venir, no creas que no, se veía venir desde el principio.
En eso tenía razón. Se veía venir, tanto que lo había visto hasta yo, y eso que no quería, que me decía a mí mismo que no quería saberlo, pensarlo, imaginarlo, que no quería ni verlo. Pero era verdad que se veía venir, desde el principio, aquella mañana de marzo fría y sin pájaros en la que una mujer desconocida que me miraba de frente, con paciencia, con firmeza, como quien cumple una misión y no tiene prisa, se apoderó de mis ojos, las lentes fijas, sagaces, inútiles, que ahora la veían allá donde miraran. Por eso no desmentí a Fernando y me limité a pedir la cuenta.
—Invitarás tú, ¿no, cabrón? —me increpó antes de que la trajeran—. Es lo mínimo, vamos.
Le miré, sonreía, y la sonrisa de Raquel se superpuso a la suya sin esfuerzo, y se quedó flotando en el aire templado y ruidoso de la cervecería mientras salíamos a la calle, pero allí también estaba, en las vallas publicitarias, en los escaparates de las tiendas, en las marquesinas de las paradas de autobús y en todas las mujeres con las que me crucé, viejas y jóvenes, niñas y adolescentes, más y menos maduras, guapas, feas, vulgares, llamativas... Todas eran Raquel, estaban a punto de empezar a serlo o lo habían sido ya y eso las definía, las clasificaba, las ensalzaba o las hacía indignas de vivir en un mundo que era sólo Raquel y no tenía más país que el de mis ojos. Caminaba por la acera abigarrada y curiosa del mediodía de los sábados y estaba pendiente de la hora, de Fernando, de cruzar por los pasos de cebra, del mejor itinerario para llegar al restaurante donde había quedado con mi mujer y con la de mi amigo para comer todos juntos, y sonreía, sonreía solo o sonreían sólo mis labios al recuperar detalles, gestos, ángulos, imágenes que acudían por su cuenta a mi memoria reciente, que era ya la única que me importaba. Por fin había conocido todos los datos del problema, pero me sentía incapaz de resolverlo, incapaz de formular la relación entre unas caderas redondas, que excedían ligeramente la teoría de las proporciones, y la estrechez de una cintura que proclamaba con vehemencia su perfección. Allí, en algún punto de esa ecuación imposible, me había quedado yo, y la nostalgia de ese hogar tierno y sólido, suave y generoso, aflojaba en cada paso mis piernas, y mi espíritu.
—Álvaro... —Fernando me cogió por el hombro mientras esperábamos a que se pusiera verde un semáforo.
—¿Qué?
—Cambia de cara, anda.
Después la había mirado. La había mirado mucho, muy despacio, con mucha paciencia, durante mucho tiempo, desde las uñas de los pies, cortas y pintadas de un rojo vivo, hasta los bucles desordenados, irregulares, en los que se ondulaban las puntas de su melena castaña. La había mirado como si mis ojos pudieran ver más de lo que estaba a su alcance, la forma de sus huesos, el color de su sangre, la disciplina dócil de los músculos que ocultaba su piel deslumbrante, tan mullida, tan dulce, tan perfecta que habría podido seguir mirándola toda mi vida sin cansarme, y aun así no llegar a comprenderla. Ella me dejó mirarla, me miró mientras la miraba, se miró a través de mis ojos y esperó a que mi mirada encontrara la suya. Entonces no supe qué decir. La vi sonreír, curvarse sus labios poco a poco en una sonrisa lenta, perezosa, y la besé mucho, muy despacio, con mucha paciencia, durante mucho tiempo, y la Tierra volvió a girar, dio una vuelta completa sobre sí misma y alrededor del Sol entre las cuatro esquinas de su cama.
—Tienes una casa muy bonita —se me ocurrió decir por fin, y me eché a reír antes de escucharla.
—¡Pero si no la has visto! —protestó entre carcajadas.
Me había llevado de la mano a través del portal, iluminado por la combinación blanca, lechosa, de la luz de la luna y las farolas, hasta el ascensor, que estaba al fondo y era tan pequeño, tan estrecho y lento que parecía una seña de la complicidad del destino.
—Si no me dejas un momento, no voy a poder abrir la puerta...
Tenía los tirantes colgando, la falda arremolinada alrededor de la cintura, las mejillas coloreadas, los dientes muy blancos y una sonrisa sabia, profética, distinta de las que había visto antes sobre sus labios. Por eso la besé otra vez antes de soltarla, y la falda volvió a su lugar pero ella no devolvió los tirantes a sus hombros. Se limitó a abrir la puerta y a mantenerla abierta para mí.
—¿Quieres tomar algo? —se reía.
—No.
Su habitación estaba al final de un pasillo ancho, con puertas a los lados y algunos muebles. Lo sé porque me choqué con ellos, pero no lo vi, eso era verdad, lo había recorrido a ciegas, a trompicones, pendiente sólo de su boca, de sus ojos, de su cremallera, dejándome guiar por ella, que no necesitaba vigilar sus pasos para conducirme a una habitación amplia, de forma irregular pero agradable, que tenía una columna de hierro fundido pintada de negro con un capitel de hojas y pámpanos a un lado y, frente a la cama, una galería de ventanas que enmarcaban el cielo nocturno como si fuese una fotografía, una pintura, una imagen ficticia de sí mismo.
—Pero esta habitación es muy bonita —insistí.
Entonces ya había dispuesto del tiempo suficiente para mirar el lugar donde me encontraba, para admirar un escritorio de madera antiguo y airoso, la ligereza de sus patas torneadas afrontando con gracia la severidad de una butaca forrada de cuero negro que también me gustó. Era bonita la alfombra, una cuadrícula de dibujos geométricos y colores muy vivos, turca, pensé, o marroquí, y era bonita la lámpara, de porcelana decimonónica, con pequeños cristales de colores que colgaban de unos brazos esmaltados en blanco y pintados con florecitas improvisadas, ingenuas, que pretendían ser iguales y eran todas distintas. Era bonito el butacón, tapizado en esa especie de terciopelo desmochado cuyo nombre nunca he sido capaz de retener, y bonitos los objetos repartidos por las superficies. Pero nada de esto me gustó tanto como la discrepancia absoluta del lugar donde me encontraba con aquel otro dormitorio también grande, de forma absidal, que tenía paredes estucadas en un tono amarillo anaranjado, nichos revestidos de escayola blanca en la pared, y ese mal gusto cargado de agresividad que sólo los muy ricos son capaces de desarrollar.
—Sí que lo es —ella me dio la razón—, sobre todo de día. Tiene unas vistas preciosas, ¿sabes?, porque la plaza está en alto. Desde aquí hasta San Bernardo es todo cuesta abajo. A mí me encanta esta casa —sonrió—. Siempre me ha gustado. He tenido mucha suerte al quedármela.
—¿La has heredado? A mí me habría encantado heredar la casa en la que vivía de pequeño, pero una hermana mía se me adelantó.
—Yo no vivía aquí de pequeña, pero bueno, sí, no deja de ser una herencia, aunque la estoy pagando, desde luego... Lo que pasó fue que derribaron la casa donde yo vivía, que era mía, bueno, mía y de mi ex marido, pero después del divorcio me la había quedado yo, el piso y la hipoteca, claro.
—No me habías contado que estás divorciada —protesté, pero ella se rió, negó con la cabeza y siguió hablando.
—El caso es que la calle donde vivía entró en un plan de esos de renovación urbana, y con el dinero que me dieron, en vez de comprarme uno nuevo, me metí en otra hipoteca y me quedé con éste, que era de mis abuelos y estaba vacío. Cuando mi abuelo murió, mi abuela prefirió irse a vivir con su hija Olga, que había enviudado antes que ella y vivía sola, y cerca de mis padres, en la carretera de Canillejas, pero para ella, ésta seguía siendo su casa, y le daba pena alquilarla. Tampoco quería vendérmela, no creas. ¿Cómo voy a hacer yo negocio contigo, hija mía?, decía, pero hace unos meses la convencí por fin. La verdad es que este piso no le interesaba a nadie más. Mis dos hermanos están casados y tienen su propia casa, el pequeño allí al lado, el mayor en Rivas. Yo soy la única a la que le gusta vivir en el centro, y desde aquí, encima, puedo ir andando a trabajar. San Bernardo, Santo Domingo, Ópera... Es casi una línea recta.