Y sin embargo, Pancho, que no se llamaba Francisco, sino Luis Serrano Romero, cruzó el Voljov. Lo hizo durante un anochecer de verano, cuando el caudal del río estaba en su nivel más bajo, y lo hizo solo, aunque no pudo evitar que sus amigos lo reconocieran en la sigilosa figura que se dirigía al recodo estrecho, pedregoso, donde las aguas eran menos profundas. Luego comprendieron que ya contaba con eso, porque aquella noche de mediados de julio, había intercambiado la guardia con el pequeño de los Sánchez Delgado, que nunca llegaría a cobrarse la deuda.
—Ése... parece Pancho, ¿no? —cuando Eugenio reconoció su silueta, muy cerca ya de la orilla, se volvió hacia Julio y le dirigió una de aquellas miradas suyas de incomprensión purísima, absoluta, que, por una vez, su interlocutor no fue capaz de resolver—. Pero ¿adónde va? ¿Se ha vuelto loco, o qué?
—No lo sé.
Pancho avanzaba deprisa, sin hacer ruido ni mirar hacia atrás, y ellos no se atrevieron a llamarle, a gritar su nombre, porque era su amigo, su compañero, y no sabían adónde iba, pero sí que no debería estar allí, sino en la chabola de su trinchera, durmiendo. Avisarle era lo mismo que denunciarle, y sin embargo no podían quedarse quietos, con los brazos cruzados, mientras Pancho hacía la guerra por su cuenta. Por eso, como si fueran dos mecanismos sincronizados, dos mitades de una sola cosa, ambos echaron un vistazo a su alrededor, comprobaron que no había nadie cerca, armaron su fusil, lo empuñaron, y se miraron el uno al otro, como si se les hubiera olvidado al mismo tiempo lo que tenían que hacer a continuación.
—¿Qué hace? —y Eugenio ya se atrevió a imaginarlo en voz alta—. ¿Está desertando?
—No —y entonces, en un instante, Julio lo entendió todo—. Se está pasando.
—¿Qué? —Eugenio le miraba con los ojos muy abiertos y un temblor impreciso en el borde de los labios.
—Que se está pasando a los rusos. ¡Vamos!
Echó a correr y Eugenio le siguió sin discutir, como si confiara en un plan que no existía, porque en aquel momento, en la cabeza de Julio Carrión González sólo cabía una idea, aquella conclusión que había elaborado alegremente a partir de la confesión de Romualdo y que ahora se volvía en su contra, los más listos también son tontos, y él el que más. Él era el más tonto de la División entera, porque tendría que haberlo descubierto, tendría que haberlo adivinado, tendría que haber sido capaz de interpretar todos aquellos signos cuyo código conocía de sobra, ahora se daba cuenta, los silencios de Pancho, su estoicismo, el empeño de renunciar a la mitad de su comida para alimentar a las polacas de Grafenwöhr, la impasible disciplina con la que afrontaba la dureza de la guerra sin quejarse jamás, aquel comentario sobre la poca costumbre de comer que tenían los de su pueblo y su luminosa interpretación de la resistencia rusa. Él tendría que haberlo descubierto, tendría que haberlo adivinado, tendría que haber comprendido por qué Pancho se sabía de memoria el número de soldados que tenía cada regimiento, el nombre de sus oficiales, su posición exacta, pero él también era tonto, tonto, tonto, él, Julio Carrión González, que se creía el más listo, que sabía lo que estaba ocurriendo, que lo había oído contar otras, muchas veces. Los rusos tenían intérpretes de español repartidos por todo el sector y era imposible calcular cuántos traidores entraban en el elevado número de desertores que el mando confesaba a regañadientes. Entre los condenados a muerte en consejo de guerra, había muchos que habían sido capturados mientras intentaban pasarse al enemigo, él lo sabía, y sin embargo, Pancho había sido más listo que él, el más listo de todos. Eso era lo único en lo que Julio Carrión González podía pensar cuando llegaron a la orilla y se encontraron con el cañón del naranjero de Pancho, que les apuntaba desde detrás de una peña.
—No deis un paso más —les dijo sin levantar la voz, con su acento tranquilo, calmado, de siempre—. No deis un paso más si no queréis que os deje fritos aquí mismo.
—No hagas tonterías, Pancho —Eugenio sostenía su propio fusil con manos inútiles de puro temblorosas mientras Julio iluminaba la escena con una linterna—. Vuelve con vosotros y no diremos nada.
—No —y al escucharle, Julio adivinó que se dejaría matar primero—. Entre otras cosas, porque yo ni siquiera me llamo Pancho. Ése es mi hermano pequeño. Me alisté con su nombre, porque con el mío no me habrían dejado venir. Yo me llamo Luis, Luis Serrano Romero, soldado de primera, Compañía de Zapadores, VII Brigada Mixta. Y no tengo veinte años, sino veinticuatro —entonces, sin dejar de apuntarles con la mano derecha, se metió la izquierda en el bolsillo para sacar una carterita de cartón rojo que a Julio le resultó familiar—. ¿Veis? Aquí lo pone. Luis Serrano Romero, afiliado número 93, a 16 de septiembre de 1936, Juventud Socialista Unificada, Villanueva de la Serena, provincia de Badajoz.
Volvió a guardarse el carné en el bolsillo antes de seguir hablando, y Julio se dio cuenta de que nunca le había oído pronunciar tantas palabras seguidas ni había detectado tanta emoción en su voz.
—Desde Villanueva de la Serena, que se dice pronto... Desde Villanueva de la Serena, provincia de Badajoz, que es mi pueblo, con el carné dentro de la bota. Le ha pasado de todo, al pobre. Se ha congelado, se ha descongelado, se ha llenado de polvo, de barro, de arena, de agua... Pero aquí está, hasta aquí ha llegado, hasta aquí hemos llegado los dos. Parece mentira, ¿no?
—Estás loco, Pancho...
—No, Eugenio. Estoy cuerdo, muy cuerdo. Tanto que he levantado el brazo todos los putos días, y todos los días he cantado vuestro puto himno, y me he arrodillado en vuestras putas misas, y he obedecido vuestras putas órdenes, y he jurado vuestros putos juramentos, y me he cagado en vuestros putos muertos, todas las mañanas, todas las tardes, todas las noches, a todas horas, sólo para llegar hasta aquí, para hacer lo que voy a hacer.
—Te has vuelto loco—Eugenio repetía la misma frase en un murmullo atónito, los ojos muy abiertos, mientras Pancho, porque nunca dejarían de llamarle así, seguía hablando con su voz de siempre, sin prestar atención a dos lágrimas que caían de sus ojos, y recorrían su cara, y se secaban solas ante su indiferencia.
—Que no —y en aquel momento, hasta sonrió—, que eres tú el que no entiendes nada. Fíjate si estoy cuerdo que, ahora mismo, como decís vosotros, marcharé junto a mis compañeros. Vivo o muerto. Pero si intentáis matarme, me llevaré a uno de los dos por delante. O a los dos. Soy el mejor tirador de los tres, he hecho otra guerra antes de ésta, ya lo sabéis.
Aquel minuto duró tanto como una vida entera. Eugenio miraba a Julio, Julio miraba a Eugenio, Pancho los miraba a los dos, ellos miraban a Pancho. Los tres sabían qué era lo que Eugenio y Julio tenían que hacer, los tres sabían que nunca lo harían. Julio y Eugenio sabían que Pancho no iba a ser el primero ni el último, que la deserción de un soldado no cambia el curso de una guerra. Pancho y Julio sabían que Eugenio jamás mataría a un amigo. Eugenio y Pancho ignoraban que Julio jamás mataría a nadie que pudiera llegar a serle útil en algún momento, pero en eso, y en la Biblia que le había dado su padre y estaba en el fondo de su morral, era lo único en lo que pensaba mientras Eugenio decidía por los dos.
—Vete —y bajó el fusil con un brazo blando, harto, desarticulado—. Vete, cabrón... Vete, traidor, hijo de puta.
Pancho empezó a cruzar el río andando de perfil, volviéndose a cada paso, sin soltar el fusil, hasta que comprendió que estaba a salvo. Entonces, en tierra de nadie, sobre una piedra que marcaba más o menos la mitad de la travesía, se paró, ató un pañuelo blanco al cañón del fusil, empuñó su carné con la mano derecha, y los miró.
—Yo no soy un traidor, Eugenio —gritó desde allí—. Vosotros sois los traidores. Traidores a vuestro país, a su independencia, a las leyes que juraron defender vuestros generales. ¡Viva la República Española! ¡Viva la gloriosa lucha del pueblo español!
—¡Maldita sea, rojo de mierda! —Eugenio levantó el fusil y estaba intentando apuntar cuando Julio se lo impidió con un manotazo furioso.
—¿Pero qué haces, gilipollas? —y le quitó el arma de entre las manos—. ¿Ahora quieres disparar? Eso habría que haberlo hecho antes, coño, que pareces tonto. ¿Qué quieres, avisar a todo el mundo? ¿Que vengan todos a ver cómo hemos dejado que se escape? Pues sí, para acabar fusilados tú y yo...
Eugenio le dio la razón con la cabeza. La movió dos veces y luego se echó a llorar, y lloraba con tanto desconsuelo, con tanta desesperación, había tanta soledad, tanta tristeza en aquel llanto, que Julio Carrión González volvió por un momento a ser un niño, limpio, ingenuo, transparente, y le abrazó, mantuvo a Eugenio apretado entre los brazos hasta que Pancho llegó a la otra orilla, hasta que su voz,
¡tovarich, tovarich, spanski tovarich,
no disparéis, que me estoy pasando!, se perdió en la distancia.
—Yo me vuelvo, Julio —para Eugenio Sánchez Delgado, que lucharía durante muchos meses en el frente de Leningrado antes de encontrar plaza en un batallón de repatriación, la guerra se acabó aquella misma noche—. Que le vayan dando a Hitler y a su puta madre... Yo me vuelvo a casa porque no entiendo nada. Tú lo has visto, ¿no? Has visto cómo nos odia. Nos odia a muerte. Y ha sido capaz de hacerse amigo nuestro, de recorrer miles y miles de kilómetros, de luchar a nuestro lado, de rescatar a nuestros heridos, de protegerme a mí, de protegerte a ti, de disparar contra los suyos... —y lo que acababa de decir le resultaba tan incomprensible que tuvo que explicárselo en voz alta a sí mismo—. Los considera los suyos, a los rusos, que son de otro país, que hablan un idioma que no entiende, hay que joderse, los suyos, los llama, y todo lo ha hecho por ellos. Para pasarse, para luchar a su lado, contra nosotros. Y encima lo considerarán un héroe, y tendrán razón, porque es un héroe a su manera, pero... ¿Tú sabes cuánto odio se necesita para no venirse abajo, cuánto odio se necesita para ser Pancho Serrano, para que un español luche por Rusia contra otros españoles?
Julio Carrión no contestó enseguida a esa pregunta, pero cuando lo hizo ya había comprendido que la guerra tampoco volvería a ser lo mismo para él.
—Yo no creo que luche por Rusia, Eugenio —hablaba despacio, porque necesitaba asegurar aquella idea, comprender bien el sentido de cada palabra que pronunciaba—. Y tampoco creo que nos odie, a nosotros no, a los españoles no. Me imagino que a quien odia es a Franco, a los falangistas, a los nazis... Y lucha con los rusos, pero no por ellos. Yo creo que él lucha por España.
—¿Por España? —Eugenio intentó forzar una carcajada irónica que le salió mal—. ¡Pero si España no interviene en esta guerra!
—¡Ah!, ¿no? —Julio sonrió—. ¿Y entonces qué hacemos nosotros aquí? Somos aliados de los alemanes, Eugenio, unos aliados raros, pero aliados. Y si Alemania pierde la guerra...
—La perdemos nosotros también.
—Eso debe pensar él. Y que entonces, los suyos, pero los de verdad, o sea, los republicanos españoles, la habrán ganado. Por eso habrá pensado que merece la pena ayudar.
Eugenio cerró los ojos, apretó los párpados con fuerza. Cuando volvió a separarlos, ya estaban limpios de lágrimas.
—Yo me vuelvo, Julio, me vuelvo —dijo solamente.
Pues yo no. Eso fue lo que pensó Julio Carrión. La deserción de Pancho había operado un fenómeno muy distinto en su espíritu. Ahora, por fin, tenía los ojos completamente abiertos, tanto que acababa de descubrir la verdadera magnitud de su suerte, el privilegio de un mago que puede elegir en cada momento una baraja distinta para hacer saltar la carta marcada del mazo que más le convenga, la fortuna de un caminante que puede hacer y deshacer el mismo camino todas las veces que quiera, con la certeza de que nunca llegará tarde a ninguna parte. Acababa de descubrir que, sin haber dejado de ser una amenaza, su pasado podía convertirse en una razonable garantía de futuro porque, fuera cual fuera el resultado de aquella guerra, él iba a ganarla, y eso, estar del lado del ganador, era lo único que le importaba.
—Oye, Eugenio, quiero pedirte un favor... —un par de días después, mientras descansaban en la chabola, ya había empezado a elaborar un plan concreto—. Verás, es que, la otra noche, cuando lo de Pancho, se me ocurrió... Yo siempre pienso que no me van a herir, que no me van a matar, que no me va a pasar nada, pero si me pasa... En el fondo de mi morral hay una Biblia, un libro encuadernado en piel marrón, muy desgastada. Casi no se leen las letras del lomo. Es la Biblia de mi padre, él me la dio cuando fuimos a verle, antes de alistarnos, no sé si te acuerdas —Eugenio asintió con la cabeza, se acordaba—. Pues eso, que de repente, se me ha ocurrido... Yo no tengo hermanos aquí, como tú. No tengo a nadie. Y en España, sólo le tengo a él, y de él, sólo tengo ese libro, así que, si me pasa algo... Ya sé que no me pega nada pedirlo, porque no soy demasiado religioso ni nada, pero... ¿tú me traerás esa Biblia a donde yo esté?
Nunca volvieron a hablar de eso, y la guerra siguió, siempre igual y siempre peor, marchas interminables, frío, hielo, cadáveres, sangre y piojos, igual a orillas del Voljov que en el frente de Leningrado, igual y peor, las órdenes de ataque y las de retirada, las grandes ofensivas que no empezaban nunca, las resonantes victorias que no se producían. La guerra siguió, monótona, feroz, terrible y aburrida, pero su crueldad no les impidió cumplir sus promesas. El día que Julio se enteró de que Romualdo había amanecido congelado, no perdió el tiempo en buscar a Eugenio. Sólo existía un sistema para solucionar aquel problema y todos lo conocían, otros divisionarios lo habían aplicado antes que él, así que cargó la pistola, se fue derecho al hospitalillo y entró allí diciendo a gritos que venía a matar al que se atreviera a cortarle un solo dedo del pie a cualquiera de los hermanos Sánchez Delgado.
Cuando Eugenio se reunió con él, todavía tenía la pistola en la mano, y enfrente, a un médico alemán entre perplejo y aterrorizado que repetía sin parar por medio de un intérprete que el ejército del Führer le iba a poner a Romualdo unos hierros magníficos, con los que iba a poder andar igual que si conservara las piernas, y encima gratis, sin pagar nada.
—Dile que lo mato —Julio le dio instrucciones al intérprete sin dejar de mirar al médico a los ojos—. Que como le corte las piernas, lo busco y me lo cargo.
Al final, el médico negó con la cabeza, se marchó y volvió al rato, con unas ampollas llenas de un líquido amarillento que la enfermera, española, reconoció enseguida.