—¿Sabes una cosa? Te pareces mucho más a Raquel cuando sonríes.
En aquel momento, un hombre de mi edad, que llevaba en brazos a una niña de unos dos años con un babero manchado de restos de papilla, asomó por la puerta que daba al salón y elevó las cejas en un gesto de interrogación universal al que ella respondió enseguida en un tono tranquilizador, más que tranquilo.
—C'est... un ami de ma cousine
—le dijo, señalándome, y luego se volvió hacia mí—. Él es Claude, mi marido. No habla español.
Aquella aclaración sonó como una advertencia, casi un timbre destinado a señalar el final de mi visita, pero los dos estábamos tan bien educados que él dio unos pasos en mi dirección mientras yo acortaba la distancia en la dirección inversa, y después de darnos la mano, le seguí hasta el salón aunque su mujer ya no me hubiera invitado a pasar.
—Mira, Annette, yo... —estoy desesperado, iba a decirle, pero aquel adjetivo me sonó demasiado hueco, demasiado teatral para resultar verosímil—. ¿Podrías hacerme un favor? A ti no te cuesta nada y para mí sería importantísimo, de verdad. Aunque no vayas a ver a Raquel, supongo que tendrás que dejarle las llaves en alguna parte, ¿no?
—En casa de mi madre, bueno, y de mi abuela... —volvió a sonreír, y su sonrisa era tan parecida a la de su prima que mis ojos se dolieron y se regocijaron al mismo tiempo mientras la miraba—. De mi abuela Anita.
—¿Y te importaría dejarle también una nota? La escribo en un momento, no tardo nada, no quiero molestarte, en serio, pero es que estoy... Muy mal. Yo necesito...
—Pero... —bajó la vista y empezó a mover las manos en el aire, como si pretendiera desanimarme o rogarme quizás que no siguiera hablando—. No tengo papel. No sé dónde hay.
—Yo sí —confié en que mi aplomo despejara sus dudas—. Yo sí lo sé.
—Alors...
—y accedió a mi petición encogiendo los hombros.
Eché a andar por el pasillo y me siguió mientras su hija empezaba a llorar, su marido a intentar consolarla emitiendo chasquidos sonoros, repetidos y rítmicos como el traqueteo de una locomotora. Aquella música ajena, extraña, me acompañó hasta el dormitorio de Raquel como la banda sonora de una pesadilla o un certificado de la actualidad trivial que ahora imperaba sobre el escenario más brillante de mi vida pasada. Y sin embargo, al abrir la puerta, vi algo más que una maleta abierta sobre la cama, ropa desconocida esparcida en la colcha, tarros y frascos de colonia para niños en lo que antes era mi mesilla. Vi también que la de Raquel estaba vacía, y un hueco donde antes estaba mi foto con el premio escolar de cálculo mental. Si hubiera dejado el tanque en su sitio, habría pensado que la había roto antes de tirarla a la basura, pero sus abuelos habían desaparecido, como el péndulo que jugaba con ellos. Se los ha llevado, pensé entonces, se ha llevado su foto y la mía, se ha llevado el orden y el caos allí donde esté ahora, y casi pude verla, pero su prima me miraba con inquietud, como si de repente dudara de mí, de los verdaderos propósitos del desconocido que se había quedado quieto, inmóvil en el centro de la habitación. A lo mejor se ha llevado también el bloc, temí, al abrir el cajón central de su escritorio, pero seguía estando allí.
Me senté en la butaca de cuero, saqué mi propia pluma y escribí, «Llámame, Raquel, por favor, por favor, llámame, cuéntame lo que ha pasado. No me importa lo que sea, no me importa nada, nada me da miedo. Yo te quiero, Raquel, te quiero, te quiero, y todo lo demás me da igual. Llámame. No me dejes así, por favor, por favor. Te quiero tanto, tanto, que ni te lo imaginas, te quiero tanto que me estoy volviendo loco, te quiero más que a nada, más que a nadie en este mundo, te quiero, Álvaro».
Cuando terminé, leí lo que acababa de escribir y me pareció espantoso. Era espantoso, horriblemente torpe, y cursi, y tonto. Estaba lleno de repeticiones, de frases hechas, y yo sabía hacerlo mejor, habría podido hacerlo mejor si lo hubiera corregido, si me hubiera parado un instante a escoger, a medir, a pesar cada palabra. Pero arranqué esa hoja del bloc, la doblé por la mitad, y se la di a Annette sin meterla en ninguno de los sobres que había visto al abrir el cajón. Mejor así, había decidido, mejor torpe, y cursi, y tonto, mejor espantoso y lleno de repeticiones, de frases hechas. Mejor que lo lea su prima, que lo lean su tía y su abuela, que lo lean todas antes que ella, mejor tenerlas a todas de mi parte. Aquella nota sólo tenía una virtud, la sinceridad brutal, irreflexiva pero conmovedora, de la desesperación. Y sin embargo, al meditar sobre ella, yo había dejado ya de ser un hombre desesperado.
Quizás fue una premonición, un presentimiento. Quizás era sólo que había llegado a hundirme tanto, que la simple noticia de que Raquel seguía existiendo, la posibilidad, casi la certeza de que antes o después tendría que leer el texto más torpe que había escrito en mi vida, bastó para sacudirme, para despertarme del sueño letárgico de la autocompasión donde me mecía, para excitar mi imaginación novelera con imágenes nuevas, fabulosas pero también de algún modo precisas. No sabía dónde estaba y sin embargo podía verla leyendo mi nota, podía imaginar su asombro, el sobresalto que sentiría al recibirla, la cara que pondría y qué le pasaría, qué pensaría de mí y de ella misma cuando hubiera comprobado lo tontas, lo cursis, lo torpes que podían llegar a ser las únicas palabras que había sido capaz de dirigirle.
Quizás era sólo que estaba tan hundido que cualquier cosa habría servido para levantarme, pero unos días después, cuando estaba vigilando el examen de mis alumnos de primero, esos pobres incautos que a mitad de curso me habían oído afirmar, con el acento rotundo de las verdades absolutas, que el todo sólo es igual a la suma de las partes cuando las partes se ignoran entre sí, Fernando Cisneros entró en el aula, se sentó a mi lado, me preguntó en un susurro cómo estaba, y le contesté que mejor.
—Entonces no sé si debería darte esto... —añadió, malinterpretando mi respuesta, y puso sobre la mesa la impresión de una página web con los horarios y los precios de un teatro de Salamanca.
Eran las once y diez y ya tenía puesto el pijama. Aquella noche, 28 de septiembre, miércoles, una cadena de televisión reponía un programa que nunca me cansaba de ver, la muy fantasiosa pero también emocionante reconstrucción de lo que habría sido la vida en la Tierra en la era de los dinosaurios, toda una hazaña de la divulgación científica.
Me lo sabía casi de memoria, y estaba esperando a que el malvado Tiranosaurus atacara por la espalda al pobre y pacífico Triceratops que pastaba mansamente en una pradera, cuando escuché el silbidito de los SMS. El móvil estaba en una mesa auxiliar, a mi lado. Lo cogí sin apartar la vista de la pantalla, pero no lo miré hasta que se consumó el crimen prehumano del abusón musculoso sobre el gordito simpático, y entonces, durante un instante, todo se detuvo, mi corazón, la corriente de la sangre que circulaba por mis venas, el tiempo, la historia, el aire, aquella despiadada crónica de una crueldad extinguida. Tardé sólo un instante en leer aquel mensaje enviado desde lo que mi teléfono consideraba un número desconocido, cinco palabras justas,
Estoy en Jorge Juan. Ven.
Eran sólo cinco palabras, diecinueve letras, veinticinco caracteres en total, contando los puntos y los espacios.
Estoy en Jorge Juan. Ven.
Cinco palabras sin encabezamiento ni firma, diecinueve letras para trazar la frontera entre lo bueno y lo malo, entre la felicidad y la desgracia, entre la paz y la angustia.
Estoy en Jorge Juan. Ven.
Cuando pulsé la tecla de la respuesta, los dedos me temblaban, me temblaban los labios, y los párpados, todo mi cuerpo temblaba de calor y de frío, de inquietud, de ansiedad, de placer, de terror.
Ahora mismo voy,
escribí,
espérame,
Al levantarme, me asombre de que mis piernas me sostuvieran.
Mai estaba tumbada en la cama, viendo un película de espías. ¿Otra vez dinosaurios?, me había preguntado cuando el niño se quedó dormido, y yo asentí con la cabeza. ¿Y son nuevos o los mismos?, insistió, y yo sonreí. Me temo que los mismos, dije, pero me voy a verlos al dormitorio, no te preocupes. No, no, ella rechazó mi ofrecimiento con la misma discreta solicitud con la que me trataba desde que comprendió que la situación había cambiado a su favor, mejor me voy yo, porque esas películas me gustan, ya sabes, pero me acaban dando sueño... Era verdad. Cuando me vio aparecer estaba medio dormida y tenía las fuerzas justas para mirarme con los ojos entornados y la expresión bondadosa de una enfermera que vela por un soldado convaleciente de una herida gravísima. Así me miraba últimamente, pero mis pasos se desviaron muy pronto de la trayectoria que ella calculaba. Pasé por delante de la cama para ir al armario, lo abrí, cogí una camisa limpia, lo volví a cerrar, y al darme la vuelta, me encontré a mi mujer sentada ya sobre la colcha y muy despierta.
—¿Vas a salir?
—Sí.
Me encerré en el baño para vestirme y al mirarme en el espejo comprendí que las luces de alarma habrían saltado igual si no hubiera tenido que cambiarme de ropa para acudir a aquella cita. Tenía la piel muy pálida, las mejillas coloreadas y un cerco rojizo debajo de los ojos. No tenía tiempo que perder, y sin embargo aquel rostro imprevisto, que era mío, atrajo mi atención como si perteneciera a alguien distinto, un hombre diferente al que yo me sentía por dentro. Lo peor ha pasado, pensé, ya he dejado de sufrir, pero mi cara no quería darse cuenta. Había algo doloroso, una sabiduría escondida y casi trágica en la expresión que estaba contemplando. No llegué a descifrarla, porque el final de mi análisis fue tan abrupto como su principio.
—Álvaro —Mai golpeaba la puerta con los nudillos—. Álvaro...
Me abroché los botones a toda prisa, descorrí el pestillo, la miré.
—Dime —se había envuelto en aquel chal de terciopelo que le traje una vez de La Coruña, y tenía los brazos cruzados, los hombros encogidos, una mirada furiosa, dolida, extrañada de su arrogancia, el mismo y paradójico envoltorio que abrigó su voz cuando me habló.
—Si te vas, no vuelvas.
Muy bien, estuve a punto de decir, pero me pareció una respuesta tan trivial, tan absurda, tan cruel en su nimiedad al mismo tiempo, que preferí no decir nada, y sin embargo, eso fue lo único que se me ocurrió, la única frase que pude construir, muy bien, pues me voy y no vuelvo. Mai me miró, se marchó, y yo me concentré en vestirme deprisa. No quería pensar, no quería analizar la advertencia que acababa de oír, no podía permitírmelo. Raquel ha vuelto, me ha llamado, me está esperando, me dije, y lo repetí mientras me ponía los zapatos, la chaqueta, y revisaba todos mis bolsillos.
Me iba de casa, por fin me iba de casa, y no sabía muy bien adónde iba, por qué, ni para qué. Me iba simplemente, sin ninguna garantía, sólo una dirección, una cita expresada en cinco palabras, pero no quería pensar en eso, no quería reconocer que lo mejor, lo más razonable, lo que habría hecho cualquier hombre sensato, sería marcar aquel número que ya no era desconocido, hablar con ella, posponer unas horas el encuentro que me ofrecía, guardarme las espaldas y una carta en la manga. Yo ya no tenía mangas, no tenía espaldas, porque Raquel había vuelto, porque me había llamado, porque me estaba esperando y eso era lo único que me importaba. Por eso me iba, sin saber adónde, por qué, ni para qué, me iba, simplemente, como un hombre insensato que no quiere pensar, que no puede, que no sabe, que reniega de su pensamiento. El espejo ya no me tentaba. Ya no me miraba, no quería mirarme, sólo hacerlo todo muy deprisa, ni siquiera bien, sólo deprisa. Sabía que las palabras de Mai eran sólo palabras, que estaban muy lejos de representar lo que significaban, que podría volver una y diez veces, si quería, pero sabía también que no iba a querer, que no iba a hacerlo, y que si mi mujer me hubiera amenazado con un rifle, me marcharía igual, porque Raquel había vuelto, me había llamado, me estaba esperando, y nada podría impedir que yo fuera a su encuentro.
—¿Me has oído antes, Álvaro? —Mai estaba apoyada en una pared del recibidor, cerca de la puerta.
—Sí.
—¿Y me has entendido?
—Sí.
—¿Y te vas a ir?
—Sí.
Al salir a la calle, intenté olfatear la alegría, percibirla, reclamarla, dejarme atrapar por ella, pero no la encontré. Y sin embargo tenía que estar por allí, en alguna parte, yo lo sabía, como sabía que el dragón se acostaría mansamente a mis pies, renunciando de antemano al inservible desafío de mi espada. Lo había aprendido en palabras cautelosas, diferentes.
—Raquel volverá, aparecerá el día menos pensado —me había dicho Berta el sábado anterior—. Volverá porque no le conviene, porque está en un estado en el que nadie hace nunca lo que le conviene.
Cuando quise preguntarle qué quería decir exactamente, levantó una mano en el aire, cerró los ojos, me sonrió elevando apenas las comisuras de los labios. No hagas más preguntas, Álvaro, ya te he dicho más de lo que debería decirte...
—¿Para qué eres tú mujer, Pichona?
El actor que interpretaba a Cara de Plata tenía ya la mano dentro del escote de Berta. Ella estiró los hombros hacia atrás para favorecer los manejos del seductor de la comarca, mientras se le quedaba mirando con la barbilla levantada, una expresión de complacencia más poderosa que sus quejas.
—¡No comience! —y sin embargo, sus brazos, abandonados a ambos lados de su cuerpo, no hicieron nada para atajar la codicia de la mano que le estrujaba los pechos.
—Están duros.
—Déjelos.
—¿Para qué eres tú mujer?
—Puede comprenderlo.
—Pues no lo comprendo.
—Soy mujer, habiendo interés, para que me visite un día, y un año, si le dura tanto. Para gastarme contigo una onza, si la tengo. Pero que lo publiques, no lo apruebo.
Al asegurarse de que el deseo de Cara de Plata lo va a arrastrar hasta su cama esa misma noche, Pichona la Bisbisera cambia el usted por el tú sin transición ni aviso previo. No te habrá molestado que te tutee, ¿verdad?
Cuando Fernando Cisneros se marchó, sólo quedaban tres alumnos en el aula. Uno abandonó antes del último plazo, pero los otros apuraron la media hora de gracia que yo había añadido a las dos con las que oficialmente contaban para hacer el examen. La última, una chica alta, rubia, con las piernas largas, los pechos grandes, la cintura estrecha, me dirigió una sonrisa maliciosa, elocuente, mientras murmuraba que confiaba en que le hubiera salido bien. Esperó unos segundos, por si yo me animaba a decir algo interesante, pero me limité a comentar que el examen no era muy difícil y que no tardaría más de diez días en saber cómo le había salido.