—Pero yo... ¿Por qué tengo yo que saber...?
Mariana había logrado conservar la compostura a duras penas, pero no podía controlar el color de su cara, ni el pequeño temblor que sacudía a un tiempo sus manos, sus labios, sus párpados. Julio nunca la había visto tan alterada pero no se sorprendió, porque hasta aquella noche de febrero de 1949, sus sucesivas gestiones la habían ido despojando de bienes considerables pero muy lejanos, los que producían unos olivares que ni siquiera conocía antes de la guerra. El piso que Mateo Fernández Gómez de la Riva había comprado para su hija Paloma en la calle Hartzenbusch era una propiedad mucho menos valiosa, pero representaba el desembarco de Julio Carrión en su territorio, Madrid, su barrio, una intervención directa en las coordenadas inmediatas de su vida, el círculo cercano, íntimo, que hasta entonces había permanecido al margen de cualquier cambio. Él lo sabía, y sabía también que Mariana había tenido que reajustar su economía alrededor de aquella renta que era ya su único ingreso regular aparte de su pensión, pero adoptó el acento más tranquilizador entre los que disponía para explicarle sus planes, como si ella tuviera la menor opción de oponerse a ellos.
—Este piso —señaló el espacio que les rodeaba con un movimiento de la mano— es enorme, Mariana, y muy valioso. Tú lo sabes. Además, es demasiado grande para vosotras y la pobre Matilde, que se mata trabajando y no da de sí para limpiarlo ella sola. ¿Cuántas habitaciones os sobran, cinco, seis? Y eso sin contar con el despacho, que no lo usas para nada... Si lo piensas un poco, te darás cuenta de que el piso de Hartzenbusch os conviene mucho más. Es más pequeño, más recogido, más fácil de limpiar. Si os organizáis bien, ni siquiera necesitaríais a Matilde, y tendríais sitio de sobra. Era la casa de Paloma, ya lo sabes, y ella estaba casada, y tendría una criada, supongo, o sea, más o menos igual que tú, que por aquel entonces vivías en Blasco de Garay, en un piso que, por lo que se ve del edificio por fuera, debía de ser más pequeño y más feo que el suyo. Por eso he pensado que lo mejor es que os mudéis allí después del verano. Angélica no tendría que cambiar de colegio, ni tú de costumbres, está aquí al lado.
—Ya, no, si en eso tienes razón, pero... —Mariana volvió a retorcerse las manos mientras buscaba, sin conseguirlo, la mejor manera de explicarse.
—Y para este piso puedo encontrar enseguida un buen comprador —Julio siguió como si ella no hubiera dejado nada pendiente—, porque sirve para vivienda de una familia numerosa, y ya sabes que ahora eso se lleva mucho, pero también como despacho. Es ideal para una notaría, o un bufete de abogados importante, y...
—Ya —Mariana levantó una mano en el aire, tomó aire, se impuso a su invitado—. Pero es que yo vivo del alquiler de Hartzenbusch.
—¡Mariana! —Julio la miró con los ojos muy abiertos, como si no pudiera creer lo que acababa de escuchar, y los cerró un momento después, mientras negaba con la cabeza, en su rostro una expresión irónica donde el escándalo se mezclaba con el pudor—. Mariana, por Dios, no me obligues a recordarte...
—No, no, si lo sé —ella, los hombros hundidos, los ojos húmedos, no le obligó a nada, pero insistió con un hilo de voz aterrada—. Lo único que digo es que... Bueno, que yo vivo de ese alquiler.
—Pero tienes tu pensión. Tengo entendido que los amigos de tu marido te la arreglaron para que cobres el máximo, lo mismo que si los rojos le hubieran paseado.
—Ya, pero con la pensión sólo tengo para ir tirando.
—¿Y qué más quieres? —Julio endureció su voz en la misma medida en la que ensanchó su sonrisa—. Ya les hubiera gustado a tus tíos tener algo para ir tirando cuando cruzaron la frontera, ¿no? —Mariana se tapó la cara con las manos y él se mudó a un tono más suave—. Además, con eso es con lo que nos conformamos todos, con ir tirando. Y tu situación no es tan mala. Aparte de que vas a seguir teniendo casa gratis, te sobra sitio, ya te lo he dicho. Puedes alquilar una habitación, o hasta dos, si duermes en el mismo cuarto que tu hija.
—¿Huéspedes? —y la desolación se extinguió en un póstumo destello de rabia—. ¿Me estás pidiendo que coja huéspedes?
—No te estoy pidiendo nada, Mariana, nunca lo haría. No tengo derecho a meterme en tu vida, ya lo sabes. Te estoy dando un consejo, nada más. Tú verás si lo aceptas o no, pero te advierto que, en los tiempos que corren, tener huéspedes no es ningún desdoro. Muchas viudas respetables lo hacen y no pasa nada, porque escogen entre personas de reputación intachable, estudiantes de buena familia, seminaristas, funcionarios, señoritas... Por eso creo que te conviene pensarlo, sólo eso, y tampoco corre prisa. No tendríais que mudaros a Hartzenbusch hasta septiembre. Podéis pasar el verano en Torrelodones, como todos los años. Y luego ya veremos...
Pero no hubo nada que ver. Mariana nunca llegaría a mudarse ni a elegir a sus huéspedes con cuidado, porque cuando a Angélica le dieron las vacaciones, el piso de Hartzenbusch ya estaba vendido. Julio quería alejar a Mariana de Madrid para hacer el menor ruido posible, camuflar su ausencia entre la de todos los vecinos que descansaban fuera de la ciudad, limitar el número de conocidos a los que pudiera recurrir en busca de amparo. Sus relaciones no le inquietaban, pero tampoco le interesaba hacerse famoso, dar que hablar, convertirse en tema de conversación en algunos círculos, inofensivos en sí mismos, que pudieran llegar a cruzarse con otros, más peligrosos. Prefería seguir resultando simpático, un hombre encantador hasta el final, y por eso, a primeros de julio, un par de días antes de vender el piso de la glorieta de Bilbao, hizo empaquetar todas las propiedades personales de la señora Fernández Viu, y las guardó, en uno de sus almacenes hasta la última semana de agosto. Durante el verano, sus visitas a Torrelodones fueron menos numerosas que las de los dos años anteriores, y su frecuencia repercutió en la exasperación de Mariana en una proporción más que inversa.
—Julio, si tú quisieras...
—Vístete, Mariana, por favor. No quiero abusar de ti, nunca me lo perdonaría.
Hasta el 12 de septiembre. Ese día, a las diez de la mañana, Julio cruzó la verja de la Casa Rosa en un taxi abarrotado de bultos, cajas, maletas y paquetes de todos los tamaños que su propietaria reconoció antes de que el conductor tuviera tiempo de dejarlos en el suelo.
—¿Qué significa esto? —y su propia sangre ya parecía haber huido de su cuerpo despavorida y en desorden, como las tropas de un ejército derrotado.
—Son tus cosas, Mariana —Julio sonrió—. Espero no haberme equivocado al seleccionarlas. He vendido la casa de la glorieta de Bilbao.
—¿Ya? Pero, entonces... —se quedó callada, tragó saliva, logró recomponerse, no del todo—. Bueno, ya me habías dicho que tendríamos que mudarnos a Hartzenbusch, y me parece bien, no creas, tienes razón en lo que dices, pero no esperaba que todo fuera tan rápido, me habría gustado recoger la casa, llevarme algunos muebles, y...
—Los muebles no son tuyos, Mariana —Julio seguía sonriendo—. Los he vendido también. Son muy buenos, ahora ya no se hacen muebles así.
—Entonces, en la casa de Hartzenbusch... Claro, estarán los muebles de Paloma, porque, si no...
—Pues no, tampoco —y Julio aún sonreía—. La casa de Hartzenbusch está vacía. Los compradores no la han ocupado todavía, creo. La vendí el mes pasado.
—Pero..., pero... —Mariana Fernández Viu se tambaleó, retrocedió unos pasos, se sentó en una silla, le miró con los ojos muy abiertos—. Me has dejado en la calle, Julio.
—Sí —y por fin su sonrisa cesó, pero su ausencia no se reflejó en el tono de su voz, siempre suave—. Justo donde te mereces estar.
¿Esto era lo que querías, no, Palomita? Julio Carrión, de pie en el porche de la casa más bonita de su pueblo, encendió un cigarrillo, miró a su alrededor, y sintió palpitar la muesca endurecida y seca que ocupaba en su pecho el mismo lugar donde otros hombres tienen el corazón. No dirás que no cumplo mis promesas, Paloma. Y había crecido mucho desde aquella noche de París, había crecido tanto que ya sabía que no le convenía escribir otra nota que luego no se atrevería a enviar, pero tampoco pudo morderse la lengua.
—¿Sabes por qué no me he acostado contigo, Mariana? —ella, los ojos clavados en la falda, no levantó la cabeza para mirarle—. En París me acostaba con tu prima Paloma.
—¡Hijo de puta!
Mariana Fernández Viu se levantó de repente para abalanzarse sobre Julio Carrión González como un animal enfurecido, los puños por delante, golpes, arañazos, patadas que no llegaron a impactar en el cuerpo del hombre que logró sujetarla pero no impedir que siguiera hablando, escupiendo insultos con el instinto desesperado, impotente, de una serpiente inmovilizada que cascabelea, y enseña los dientes, y mueve la lengua, aunque sepa que acaban de extirparle todo su veneno.
—¡Hijo de puta, cabrón, miserable! ¿Cómo te atreves a hablarme así? ¿Cómo has podido...? Paleto de mierda, ¡te voy a hundir! ¿Me oyes? Te voy a hundir, voy a acabar contigo, hijo de la gran puta, cabrón, cerdo, que no eres más que un cerdo desagradecido, y un monstruo, eres un monstruo hijo de puta...
—No, Mariana —Julio estaba muy tranquilo, y procuró que esa condición se reflejara en su rostro mientras sentía cómo se iba aflojando el cuerpo que sostenía—. No vas a hundirme porque no puedes. Y tienes razón en una cosa, soy un paleto pero, aparte de eso, lo que dices de mí te lo puedes aplicar a ti misma. Con una diferencia. Yo soy el más listo de los dos, Mariana, y tengo todo lo que tú no tienes. Para empezar, a la ley de mi parte.
—¿Quién eres tú, Julio? ¿Qué eres tú? —se desprendió de sus brazos con un repentino gesto de repugnancia, volvió a sentarse, le miró a los ojos—. ¿Eres comunista, como mi primo? ¿Eres un espía, eres un ladrón? ¿A qué te dedicas en realidad, qué haces con el dinero? ¿Te lo quedas tú, se lo mandas a mi tío, se lo das al partido? ¿O eres masón? Y si no lo estás robando, ¿cómo es que te van tan bien las cosas? ¿Y por qué...? —hizo una pausa, bajó los ojos, volvió a levantarlos, le miró con toda la inmensa lástima que en aquel momento se inspiraba a sí misma—. ¿Por qué me has hundido, Julio Carrión? ¿Qué te he hecho yo para que me hundas?
—Nada —él encendió otro cigarrillo, aspiró el humo, miró a su víctima con benevolencia, una promesa de sonrisa en los labios y el encanto pacífico del hombre más simpático del mundo—. No me has hecho nada, Mariana, pero estabas donde no tenías que estar. No es más que eso, no tengo ninguna otra cuenta pendiente contigo. Es más, quiero ayudarte. Aquí... —metió la mano en el bolsillo interior de su chaqueta, sacó un sobre blanco y lo abrió para revisar su contenido, como si no lo conociera, antes de dejarlo en la mesa—, aquí hay dos billetes de tren, en primera clase, para el expreso de Galicia que sale mañana a las ocho y media. Os he reservado una habitación doble en el Carlton, por si os apetece pasar esta noche en Madrid para no madrugar tanto. Y he añadido un poco de dinero, para que no os falte de nada durante el viaje. Así, al llegar a Pontevedra, podéis coger un taxi y viajar cómodamente hasta la casa de tus padres. Supongo que les hará mucha ilusión veros. Y, por cierto —miró el reloj y levantó las cejas para simular que se le estaba haciendo tarde—, yo voy a bajar al pueblo, a ver al mío, que ya habrá salido de misa. Luego le invitaré a comer en el mesón de la plaza, cordero asado, que le gusta mucho, al pobre. Volveré por la tarde, para despedirme... ¡Ah! Y otra cosa —se dio la vuelta para mirarla cuando ya había empezado a andar hacia las escaleras—. No tengas prisa, no hace falta. He contratado el taxi para todo el día. Aquel señor estará esperándote aquí hasta que lo tengas todo preparado.
—¿Y si no acepto?
Ya había empezado a bajar cuando escuchó esa pregunta y se volvió para encontrar a Mariana de pie, muy tiesa, colorada de indignación y aferrando el sobre con las dos manos.
—Puedes hacerlo, por supuesto —respondió con la misma serenidad con la que se había dirigido a ella en todos los momentos de aquella mañana—, pero no te lo aconsejo. Créeme, Mariana, no va a servir de nada. No tienes nada que hacer, en serio. Y yo no voy a ser siempre igual de generoso. Por supuesto, puedes insistir en quedarte aquí hasta que consiga una orden de desahucio. Yo sería incapaz de sacarte por los pelos, ya lo sabes, y ganarías algunos días. Sólo unos días, porque yo sigo siendo el representante legal del dueño de esta casa y tú una inquilina indeseable que no paga el alquiler. No me llevaría mucho tiempo convencer a un juez, y luego tendrías que pasar por la vergüenza de que venga la policía a echarte por la fuerza y a tirar tus cosas en la calle. ¿Tú crees que te compensa? También podrías instalarte en Madrid, en una fonda, porque no creo que tus ingresos te permitan pagar otra cosa, sí, pero ¿para qué? ¿Qué ganarías con eso? Con lo caro que está todo y sin ningún gasto cubierto, Angélica y tú tendríais que pasar apuros para que te alcanzara a pagar la cuenta y comprar dos billetes mucho peores que los que te acabo de regalar. Sin embargo, si aceptas y vuelves ahora a casa de tus padres, con tu pensión de viudedad tendrás de sobra para tus gastos y los de tu hija. Ya sé que te gusta más vivir en Madrid, pero a veces hay que elegir entre lo que uno quiere y lo que uno puede, y tú no puedes hacer otra cosa, Mariana. Hazme caso, porque sé muy bien lo que te estoy diciendo. Ya lo has consultado con un abogado, ¿no? Un chico joven que se apellida Tejerina y tiene un despacho en la calle Velarde, no sé quién me lo contó, pero lo sé, y sé que él te dijo lo mismo que te estoy diciendo yo. Si no nos crees, ni a ese abogado ni a mí, puedes buscar otro, no te llevará mucho tiempo, pero lo mismo te da ir a ver a uno de Pontevedra que a cualquiera de aquí. Todos habrán estudiado la misma carrera, conocerán las mismas leyes y te darán la misma respuesta. Por eso creo que te conviene aceptar mi oferta. Por eso, y porque no pienso volver a repetirla.
Mariana todavía le sostuvo la mirada unos instantes, pero no abrió la boca. Cuando comprobó que no le quedaba nada que añadir, Julio terminó de bajar las escaleras, recorrió el camino sin mirar hacia atrás, cruzó la verja, le dio instrucciones al taxista, que había aparcado fuera, y bajó hasta el pueblo dando un paseo para cumplir con la rutina de todas sus visitas. Pagó a Evangelina, saludó a los conocidos, reservó la mejor mesa del mesón, la ocupó a las dos en punto, sonrió al ver cómo disfrutaba su padre de la pierna de cordero que había pedido para él, invitó a un café, y luego a una copa, al cabo de la Guardia Civil, y pagó un par de rondas para los amigos de Benigno, con los que estuvo un buen rato jugando al dominó. Después, cerca ya de las siete, se despidió de todos, deslizó un par de billetes en el bolsillo de una americana nueva, flamante, que él mismo había comprado quince días antes —tome, padre, para usted, y si necesita algo más, si le hace falta algo, lo que sea, llámeme, por favor, o dígale a Evangelina que me llame, que ella también tiene mi número— y volvió a subir andando la cuesta que había bajado por la mañana.