El corazón helado (108 page)

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Authors: Almudena Grandes

Tags: #narrativa

BOOK: El corazón helado
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Y sin embargo, ella quería que la encontrara, si no hubiera querido que la buscara, nunca se habría despedido de mí. No podía compartir esa certeza con nadie, pero de vez en cuando encendía el móvil, buscaba su mensaje y volvía a leerlo. Aparte de eso, desperdicié los últimos días de mis vacaciones paseando por su barrio, perdiendo el tiempo en los puestos de baratijas que a ella le gustaba mirar y circulando sin rumbo por Canillejas, hasta que encontraba cualquier cartel con una flecha que indicaba la dirección por la que se volvía al centro de la ciudad. Mientras tanto, septiembre avanzaba con su indolencia de mes intermedio, dividido entre el verano y el otoño, entre las vacaciones y el trabajo, el último calor y el primer frío, y yo me acomodé lentamente a su condición, la ambigua impaciencia de quien quiere creer que algo va a pasar y sólo descubre que nunca pasa nada.

Ya no me atrevía a hablar con nadie, ni con el portero, ni con el vendedor de periódicos, ni con la florista, ni con los camareros, pero seguía viéndolos y ellos me veían. Ahí está otra vez ese zumbado, pensarían al verme aparecer, mientras desviaban los ojos hacia otro lado. Solía darme un paseo por la plaza de los Guardias de Corps al atardecer y siempre hacía lo mismo, nada. Llegaba hasta el portal, apretaba un botón y recordaba su voz, ¿sí?, pero nadie hablaba. Entonces recordaba mi propia voz, hola, soy yo, y su respuesta, sube. Raquel Fernández Perea ya no estaba allí para invitarme a subir, y el silencio enrarecía la memoria de su voz, la de la mía, y por un instante me hacía dudar de todo, de ella, de mí, de aquel edificio pintado con los colores del acero y la nata montada, de la puerta, del ascensor, de la escalera, y hasta de la órbita de la Tierra, que había aprendido a girar alrededor de sus caderas en una cama que había sido mi casa y mi ciudad, yo mismo, un mundo, el planeta entero.

El verbo creer es el más ancho, el más estrecho de todos los verbos, y su imprecisión me apresaba cada tarde en una coraza gris y polvorienta que me cubría con las cenizas de la alegría que había perdido y tal vez nunca hubiera poseído en realidad. Eso sentía, y cansancio, pena de mí mismo, más cansancio de compadecerme, aún más pena de estar tan cansado y un gris presentimiento. Tal vez todo termine así, pensaba, tal vez todo se quede en esto, porque algún día tendrá que empezar el curso, algún día empezaré a faltar a mi cita diaria con este altavoz mudo, algún día empezaré a olvidar a Raquel y volveré a mirar a otras mujeres, a reírme, a ser el hombre que era, a pasármelo bien.

Ahora era Mai la que siempre estaba en casa, esperándome, y no nos hablábamos más allá de las preguntas esenciales y las respuestas imprescindibles, pero ella sabía que algo había cambiado y yo me daba cuenta. No era difícil adivinarlo porque ahora estaba mucho más tiempo en casa. No me apetecía salir por las noches, no tenía ganas de trabajar, no hacía nada, sólo pasear por las tardes hasta una casa vacía y vigilarla durante una hora o dos desde la mesa de una terraza mientras leía un libro o un periódico, para no aburrirme. Mai ya no lloraba, no se quejaba, no me hacía reproches, y cada noche me preguntaba qué me apetecía cenar con más serenidad, con más dulzura. A veces me abrazaba en medio de la noche, y ella no tenía la culpa de nada, no se merecía lo que le estaba pasando. Yo tampoco, pero no quería volver a mi vida de antes, y sin embargo, ése era el paisaje que empezaba a dibujarse en el horizonte mientras las montañas se hundían, mientras los valles se ensanchaban, mientras el tiempo recobraba su antigua y rutinaria precisión para ordenar la estéril monotonía de mi búsqueda en una secuencia implacable de adverbios sucesivos, antes, ahora, después. Quizás todo acabaría así, y acabaría septiembre, quizás octubre, y noviembre, terminaría el año, la Tierra volvería a encajar en su tradicional, mediocre órbita, y yo ni siquiera sabría qué había sido verdad y qué seguía siendo mentira.

—Mejor así, ¿no? —Fernando Cisneros me ofreció con una sonrisa el hediondo consuelo de la capitulación el primer día que coincidimos en la facultad.

—No —contesté yo, aún dispuesto a resistir hasta el final—. No sólo no es mejor. Es lo peor que me ha pasado en mi vida.

—Bueno, pero mejor ahora que más tarde —insistió, y me armé de paciencia por dentro para no ceder a la relativa injusticia de pensar que celebraba en mi desesperación sus propios errores.

—No, Fernando —no me hagas esto, Raquel, ¿por qué me haces esto?, ¿cómo puedes hacerme esto?—. Mejor nunca.

Él me miró con lástima, tiró de mí hacia delante y no dijo nada.

—¿Y lo de tu amiga? —le pregunté entonces.

—¿Qué amiga?

—Esa chica que trabaja en extensión universitaria, la que iba a mirar lo del teatro...

—¡Ah! —y resopló, como si mi memoria le escandalizara—. Pues nada, no me ha llamado. Ya te dije que era muy difícil...

Cuando volvió de Comillas, un par días antes que mi mujer, había elegido un camino muy distinto para tranquilizarme.

Tienes muy mala cara, Álvaro, me dijo nada más verme, y le conté mi primera y desesperante conversación con Mariví. Pero no puede desaparecer, me aseguró entre dos sonrisas, es imposible. Aunque quisiera, no podría hacerlo, siempre quedaría un cabo suelto, ¿entiendes? Ya se puede ir a vivir a la otra punta del mundo, que antes o después te encontrarías con alguien que sabría dónde está, qué hace... Eso es lo que pasa siempre, ¿no? Yo le dije que no lo sabía y él, que naturalmente estaba pensando en Elena Galván, aquella tarde de compras y luces navideñas en la que me tropecé con ella en la plaza de Callao, me preguntó por su familia, por sus amigos. Entonces me acordé de Berta, de aquella obra que estaba ensayando y que en realidad eran tres seguidas, un montaje que iba a durar seis horas.

¿Ves?, Fernando sonrió, ahí lo tienes. Pero es que no me acuerdo del nombre de la obra, le advertí, ni del autor, aunque era español y muy famoso, famosísimo, eso sí. Raquel lo mencionó de pasada, y yo lo conocía, le conocía a él y conocía el título, pero ya no me acuerdo... Da igual, Fernando volvió a sonreír. Tengo una amiga en el vicerrectorado de extensión universitaria que lo sabe todo. Se llama Pilar y es profesora de Literatura, igual la conoces, una chica muy joven, muy eficaz, de esas que todavía no han perdido la fe en lo que hacen...

Aquella tarde todo le parecía fácil, pero quince días más tarde ya no se acordaba. Mis plazos serán más largos, pensé aquella noche, mientras miraba una puerta cerrada, un balcón a oscuras, pero antes o después me pasará lo mismo que a él, y quizás Fernando tuviera razón, quizás pasara el tiempo, mucho más tiempo, y en cualquier momento, en cualquier lugar, volvería a ver a Raquel por casualidad, pero ya sería demasiado tarde para las preguntas, para las respuestas, para cualquier camino que no desembocara sin remedio en el rencor, o en el desván polvoriento y más cruel del olvido.

La plaza de los Guardias de Corps me estaba haciendo daño. Me hacía daño su nombre, me hacía daño su aspecto, me hacía daño la obstinada soberbia de aquella casa cerrada a mi memoria. No se puede matar a un dragón que se esconde, que no da la cara, que tal vez ni siquiera exista en realidad, y yo estaba cansado, cada vez más cansado. También dispuesto, en teoría, a resistir hasta el final, pero ya no sabía qué significaba eso en la práctica. Mejor, ¿no?, me había sugerido Fernando aquella mañana, y sin embargo, al día siguiente, 17 de septiembre, sábado, pude distinguir al fin los colores de toda una próspera plantación de geranios.

Cuando vi la luz encendida al otro lado de los balcones, me puse tan nervioso que no supe qué hacer, aparte de recorrer la plaza una y otra vez como una bestia enganchada a una noria. Sin embargo, mientras mi legendaria inteligencia y mi no menos legendaria imaginación se quedaban atascadas en la preparación de un discurso imposible, mi humilde cuerpo me demostró que era capaz de resucitar sin mí. Podía percibir su humedad, la velocidad de la sangre circulando, el estado de alerta que desentumecía mi piel, la codicia hormigueante de mis dedos y la boca llena de saliva, un reflejo primario, condicionado, como los que permiten adiestrar a los leones de los circos o a los caballos de carreras. La luz que mis ojos habían visto encendida al otro lado de un balcón había desatado en mí una metamorfosis tan esencial que ni siquiera necesitaba de mi aquiescencia.

Si alguna vez he creído en el destino, fue aquella tarde, y si alguna vez he comprendido que necesitaba tomarme una copa con la fabulosa urgencia que sólo sienten los detectives de las novelas policiacas no muy buenas, fue justo después. La intersección de la fe con el alcohol demostró una eficacia tan rotunda que, a su amparo, ni siquiera valoré la posibilidad de que no fuera Raquel quien estaba en su casa, ¿Sí?, imaginé, hola, soy yo, sube. Al apretar el botón del portero automático, podía saborear esas palabras, podía morderlas, masticarlas, tragármelas y sentir su calor en el centro de mi estómago.

—¿Sí?

—Hola, soy yo.

—¿Perdón?

Cuando el desconocido acento francés de aquella mujer joven cortó las velas de mi esperanza como un cuchillo recién afilado, la decepción estuvo a punto de paralizarme, pero el destino recompensó mi flamante conversión en la persona de la vecina del segundo, una mujer mayor y muy simpática, que apareció en aquel mismo momento para tomar decisiones por mí.

—Buenas tardes —me dijo, mientras me tendía un paquete rectangular asegurado con una cuerda—. ¿Le importaría sujetarme los pasteles un momentito?

—Claro que no —y extendí las manos en un movimiento automático, sin comprender bien lo que hacía.

—Gracias —me sonrió antes de concentrarse en el interior de su bolso—. Es que son bocaditos de nata, y se chafan con mirarlos...

Volvió a sonreírme cuando encontró las llaves y entró en el portal sin pararse a mirar si la seguía, como las hadas buenas de los cuentos determinan la fortuna de sus protegidos. Cuando entramos en el ascensor, recuperó los pasteles y pulsó el segundo botón sin vacilar.

—Usted va al cuarto, ¿verdad? —supuso en voz alta.

—Sí —y sonreí.

Ella lo sabe, ése era el significado de mi sonrisa, al menos ella lo sabe. Aquella desconocida lo sabía, me reconocía, acababa de testificar a mi favor, a favor de una historia que existía, que había existido en la realidad de los testimonios objetivos, más allá del portero de su casa, de la mujer que vendía flores dos esquinas más abajo, del dueño del quiosco que se veía desde sus balcones, del camarero del bar de la plaza. Ella sabía, lo sabía, me conocía, reconocía el lugar que ocupaba en el mundo, no dudaba de mi cordura ni de mis intenciones. Ahora se evaporará, temí, contento ya con tan poco, ahora la envolverá una nube de humo y se esfumará, y tampoco habrá existido nunca. Pero lo único que hizo fue despedirse de mí, bueno, joven, pues hasta otro día, y salir del ascensor con sus pasteles, corpórea, material, auténtica. Cuando llegué al cuarto, su sombra afirmó mis pasos, tensó mis músculos, dirigió mi dedo sin vacilaciones hacia el timbre de una casa cuya puerta estaba antes siempre abierta para mí.

—Hola...

Sólo pude decir eso, hola, y volví a quedarme atascado, atrapado en la visión del espacio, de la luz, de los objetos, la mesa, el perchero, los cuadros, la lámpara que seguía allí, con los mismos brazos, las mismas bombillas y una fundida, en el mismo lugar donde estaba antes.

—Hola —me contestó ella, una mujer joven, más o menos de la edad de Raquel, más o menos de su estatura, que estaba embarazada y llevaba gafas, el pelo recogido en una coleta.

La miré con atención y vi una piel corriente, dos ojos azules, la mandíbula cuadrada y una barbilla fea, nada que ver con el armonioso esplendor de la línea que unía el cuello con el rostro de mi amante, pero descubrí también que se le parecía en algunos detalles que no acerté a definir con exactitud, quizás la proporción de los rasgos, simple geometría o ni siquiera tanto, apenas la medida de esa similitud vaga y poderosa que identifica a los miembros de la misma familia por muy diferentes que sean entre sí.

—Soy el que ha llamado hace un momento —continué, después de una pausa demasiado larga que ella encajó sin dar signos de impaciencia pero llamó la atención del vecino de enfrente, que salía a pasear al perro—. Me llamo Álvaro, Álvaro Carrión, y estoy buscando a Raquel Fernández Perea, la dueña de este piso.

—Sí —ella asintió con la cabeza—, pero ya te he dicho que no está aquí.

—Ya, claro...

El vecino hacía como que no encontraba las llaves o tal vez las hubiera perdido de verdad, pero sus manejos me estaban poniendo todavía más nervioso. Mi interlocutora también le miraba y me di cuenta de que compartía mis sospechas, la intuición de que estaba disimulando sólo para poder escuchar nuestra conversación. Me di la vuelta para mirarle y él me sostuvo la mirada mientras seguía rebuscando en sus bolsillos.

—¿Puedo pasar?

—Por supuesto.

Abrió la puerta del todo, se apartó del umbral, volvió a cerrarla a mis espaldas, y lo hizo todo con demasiada naturalidad, una hospitalidad excesiva para con un extraño.

—Tú ya sabías que yo iba a venir, ¿verdad? —me arriesgué a preguntar entonces.

—Bueno... —hablaba con mucho acento, arrastrando las eses, afilando las úes, y se paraba de vez en cuando para buscar las palabras que necesitaba—. Mi madre me dijo que Raquel... había tenido una... ¿relación? —me miró, asentí— con un hombre, y que había terminado y...

—¡Pero no hemos terminado! —protesté, ella abrió mucho los ojos al escucharme y comprendí que me convenía moderar el tono, el volumen de mis palabras—. Bueno, lo que quiero decir es que yo no lo contaría así, yo creo que lo que ha pasado no ha sido eso. Ella ha desaparecido sin decirme por qué, pero antes se despidió de mí, no, no es eso, es que me mandó un mensaje...

—Mira —me cortó—, yo no sé nada. No he visto a mi prima. Y no la voy a ver. Mañana vuelvo a París. Se terminan las vacaciones.

—Ya... Estás aquí de paso, ¿no? —ella asintió con la cabeza y yo busqué algo que decir, cualquier cosa que me permitiera estirar el tiempo—. Y eres prima de Raquel...

—Sí. Mi madre es hermana de su padre. Me llamo Annette.

—Como tu abuela —y sonreí.

—Oui...
Como mi abuela —entonces, por primera vez, ella también sonrió, y comprendí que había entendido aquel comentario, tan insignificante en apariencia, como una contraseña, una prueba espontánea de la intimidad que yo había compartido con su prima, una garantía de que le estaba contando la verdad.

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