—¿... y las mujeres? Las mujeres aquí son guapísimas, bueno, ya lo sabes tú, que por algo eres española. La faena es que tengas que vivir en Francia, bueno, que viváis los dos allí. Deberías veniros, de verdad, porque como aquí, en serio que no se vive...
—No digas tonterías, Mateo.
Casilda empezó a servir el café sin mirarle, pero él se revolvió en la silla para dirigirle una mirada ofendida.
—No son tonterías, mamá. Es la verdad. Y...
—No —su madre le cortó, miró a su sobrino, a la chica que había venido con él—. No es verdad. Aquí no vivimos bien. Ya lo estáis viendo.
—¡No vivirás bien tú, mamá! —Mateo levantó la voz, pero no logró que Casilda se inmutara siquiera—. ¡Tú, que nunca estás contenta con nada!
—Pues será eso —concedió ella, con voz serena, y volvió a mirar a su sobrino—. Yo no vivo bien, desde luego. Andrés, ¿quieres un café?
—Quiero que os calléis.
—¿Y un café?— repitió su mujer con ironía.
El marido se limitó a asentir con la cabeza mientras una muchacha de edad ambigua, a medio camino entre la infancia que afirmaba su rostro y la adolescencia que afloraba en su cuerpo, intervenía desde la puerta.
—Mamá tiene razón —dijo, antes de cruzar la habitación en dirección a los invitados.
—¡Tú te callas, mocosa! —y por el tono que empleó, repentinamente vivo, autoritario, Ignacio y Raquel comprendieron a la vez que aquel hombre era su padre.
—No soy una mocosa —pero ella había salido a su madre—, tengo dieciséis años. Y si me tengo que callar, me callo, pero antes digo que mamá tiene razón —entonces, con mucha más naturalidad que su hermano mayor, se acercó a Ignacio y le dio dos besos—. Hola, yo soy Conchita.
—Todavía falta uno —sonrió Casilda—, Andresito, el pequeño, que tiene doce años. Pero se ha bajado a la calle con el balón, hace un rato, y a saber dónde estará...
El futbolista aficionado no apareció, y la merienda transcurrió sin más sobresaltos, los hombres callados, la mujer haciendo preguntas sin parar, la niña pendiente de lo que contestaban los recién llegados, qué estudiaban, dónde vivían, a qué se dedicaban sus padres, qué se pensaba de España en Francia, qué cosas se decían, qué opinaba la gente. Ellos hablaban con cuidado, escogiendo las palabras, el tono de sus respuestas, porque los dos habían adivinado que no era la primera vez que esa familia se enzarzaba en la misma discusión y no querían presenciar ningún epílogo, pero a veces Ignacio miraba a su primo, que acogía las palabras de su madre —o sea, que estudias para ingeniero, qué bien, has salido a tu abuelo, y a sus hijos, claro, bueno, en esa casa eran todos muy inteligentes, y muy estudiosos, también...— con un expresivo cabeceo de desagrado, y no le entendía, no comprendía que pudiera estar tan satisfecho, tan contento con los logros de los asesinos de su padre.
Entonces, por un momento, en aquella casa diminuta y abarrotada de gente, volvió a pensar que España era un país imposible, y que cualquier cosa que les pudiera pasar a los españoles, sería muy poco en comparación con lo que se merecían. Pero no tuvo tiempo para profundizar en esa reflexión porque Raquel miró el reloj y le dio un codazo.
—¡Uy!, ya son las ocho, nos vamos a tener que ir.
—Sí —añadió él—, hemos quedado dentro de media hora para cenar, en el centro.
Mateo abrió mucho los ojos al escucharles.
—¿Y a las ocho y media cenáis?
—No —contestó Raquel—, yo no, por lo menos. En mi casa cenamos a las nueve y media, y hasta a las diez, a veces.
—Sí, en la mía también —confirmó Ignacio—, pero es que los demás son franceses y están acostumbrados a cenar antes.
—Bueno, pero esperad un momento —les pidió Casilda—, tengo que daros una cosa, os acompaño hasta el portal...
Mientras iba a su cuarto a buscarlo, su hijo Mateo se despidió de Ignacio y de Raquel como si no hubiera pasado nada, pero volvió a insinuar un gesto de desaprobación cuando vio salir a su madre con una bolsa de plástico en la mano.
—No les hagáis caso —les advirtió ella mientras bajaban por las escaleras—. No son ellos los que hablan, es el miedo que tienen. Están muertos de miedo, y no saben lo que dicen.
Entonces se paró en un escalón, y dio la vuelta para mirarles.
—Hemos pasado mucho —su voz era serena, tan firme como su mirada—. Mucho. Y lo que nos queda por pasar. Por eso, la gente no quiere saber nada, nadie quiere tener problemas. Y se acaban creyendo lo que oyen, y olvidando lo que han vivido, que es todavía peor.
—Tú no —se atrevió a suponer Ignacio.
—No —Casilda sonrió, reemprendiendo la marcha—, yo no, pero ellos no lo entienden. Por eso me he bajado con vosotros, no quería que estuvieran delante, porque, además... Bueno, Andrés tiene celos de Mateo, siempre los ha tenido. Yo, al principio, lo entendía, porque antes de pedirme que me casara con él, me lo preguntó y yo le dije la verdad, que no le quería tanto como había querido a Mateo, que no creía que nunca pudiera quererle igual, ni a él ni a otro, a ninguno. Eso te pasa porque lo mataron, me dijo, sólo por eso, y yo le dije que no, vamos, que yo creía que no era por eso, pero él decía que sí, que sí... Le sentó muy mal, fatal, y sin embargo, se empeñó en casarse conmigo, y al final me convenció.
Se les quedó mirando de nuevo, e Ignacio miró a Raquel, y se encontró con que ella le miraba, pero ninguno de los dos supo qué decir, y siguieron bajando las escaleras en silencio, pendientes sólo de las palabras que escuchaban.
—Él acababa de salir de la cárcel —Casilda, en cambio, tenía muchas cosas que contar—, porque ahí donde lo veis, se chupó más de cinco años. Allí se le quitaron las ganas de meterse en política. Estaba solo, sin familia, viviendo en una pensión, y yo todavía peor. Limpiaba casas por horas y no ganaba ni para pagar el alquiler. Me había tenido que ir del piso de mis padres y sólo encontré una buhardilla llena de goteras, en Ventura de la Vega... Aquello no era vida, ni para el niño ni para nadie, por eso me casé con Andrés, pero no sé si hice bien, la verdad, no lo sé, porque nos casamos, tuvimos dos hijos, pasó el tiempo, y yo no me olvidé de nada, pero él tampoco. Todavía no se le ha olvidado, y eso que él está vivo y Mateo está muerto, muerto desde hace más de veinte años, los veinticinco años de paz que están celebrando esos hijos de puta... —el insulto brotó de sus labios con naturalidad, el mismo acento, el mismo tono en el que había hablado hasta entonces—. No es normal, ¿no? Yo creo que no es normal, porque yo me porto bien con él, siempre me he portado bien, pero él no tiene bastante con eso y yo no puedo hacer más, no puedo. Y todo va de mal en peor, porque cada vez tiene más celos de Mateo, unos celos terribles, se enfada en cuanto hablo de él, ya habéis visto lo antipático que se pone, y mi hijo... En fin, mi hijo se ha criado con Andrés, no ha tenido otro padre, ésa es la verdad. Por eso a él tampoco le gusta que hable de mi otro marido, así le llama, mi otro marido. A mí me da mucha rabia, pero no puedo hacer nada, porque si discuto con él es peor... Total, que no quería que estuvieran delante.
Ya habían llegado al portal, pero ella no siguió andando hacia la puerta. Apoyada en un recodo, como si no quisiera que la vieran desde la calle, metió la mano derecha en la bolsa de plástico y la sacó cerrada. Miró hacia arriba, luego hacia fuera, comprobó que estaban solos, y abrió la mano. Sobre la palma había una pulsera de oro con brillantes, zafiros, y una perla enorme en el centro.
—Toma —cogió una de las manos de Ignacio y le puso la pulsera encima—. Guárdala bien, y no la pierdas. Vale mucho dinero. Es la pulsera de pedida de tu abuela, me la dio la última vez que la vi, cuando se enteró de que estaba embarazada. Yo la quería mucho, siempre fue muy buena conmigo. Por eso quiero que se la devuelvas.
—¿Por qué? —él se quedó mirando aquella joya de la que nadie le había hablado nunca y a la mujer que se la había dado—. Si ella te la regaló, es tuya.
—Ya, pero yo prefiero que la tenga ella, o una de tus tías, o tu madre, la que sea... Toma, me dijo, si las cosas se ponen más feas todavía, puedes venderla, el dinero te vendrá bien. Y anda que no me habría venido bien, mejor que bien, me habría venido, ésa es la verdad, pero no pude venderla, no me atreví. No habría servido de nada, por otro lado, porque alguien se la habría quedado, y a mí me habrían metido en la cárcel por ladrona, como poco.
—¿Por qué? —y entonces fue Raquel la que preguntó—. Si eras su nuera.
—Para ellos no. Para ellos no era su nuera. Ellos dijeron que mi boda no valía, ninguna boda de la República. Y yo era una roja, y una roja no podía tener una pulsera como ésta sin haberla robado, ¿lo entendéis? —les miró, sonrió—. No, no lo entendéis, no hay quien lo entienda, pero en aquella época las cosas eran así. Nadie se habría atrevido a comprármela, habrían llamado a la policía... Para alguien como yo, todo era muy peligroso, todo, hasta salir a la calle.
—¿Y ahora? —Raquel insistió—. ¿Ahora no podrías...?
—¿Venderla? Sí, claro que podría. Ahora podría venderla, pero ahora no me da la gana, mira por dónde. ¿Para qué, para quién? Pa chasco... Si Mateo hubiera sido una niña, todavía. Podría guardársela hasta que fuera un poco más mayor, por si algún día recuperara el sentido común, pero... —y se volvió hacia su sobrino—. Bueno, que prefiero que se la lleves a tu abuela, y que le digas que la quiero mucho, que la he seguido queriendo mucho todos estos años, y que le des las gracias de mi parte. Y le dices también... ¡Ah!, espera, que te voy a dar otra cosa... —los labios le temblaron de repente, y le tembló la mano que metió en la bolsa para sacar una foto con el borde festoneado de picos, el blanco ya amarillento, el negro teñido de gris por el paso del tiempo—. Ésta no la habrás visto nunca, ¿a que no? Llévasela. Yo tengo otra que nos hicimos el mismo día.
—Es muy bonita —dijo Ignacio, que en efecto no había visto nunca aquel retrato, pero reconoció enseguida a su tío Mateo en el soldado sonriente que cobijaba a una muchacha menuda y graciosa, que sonreía a la vez con los labios y con los ojos muy brillantes, agarrada a las solapas de su capote.
—Es preciosa —confirmó Raquel.
—Sí —Casilda sonrió—, Mateo está muy guapo ahí, y yo también, yo era mucho más guapa entonces. Todos éramos más guapos, por eso quiero que se la lleves a tus abuelos, y que les digas... Diles que yo me acuerdo de Mateo todos los días, todos, sin faltar uno, antes de dormirme y justo después de despertarme, que me acuerdo... —sus labios se fruncieron en una mueca de desconsuelo que le impidió seguir hablando, pero se rehízo deprisa, y aún logró sonreír—. Cincuenta y seis días en toda mi vida, le vi. Cincuenta y seis días, ni dos meses en total, en más de dos años, y muchas veces ni siquiera un día entero, sino un rato, dos horas, tres, o ni eso... Ni eso, y sin embargo... Todavía me acuerdo de la primera noche que apareció en mi casa, de madrugada y chorreando, me acuerdo de cómo llovía, aquella noche, y de que tuvo que irse corriendo, porque su comandante le había dicho que como llegara tarde le formaba un consejo de guerra y lo fusilaba por desertor —y aunque las lágrimas se asomaban ya al borde de sus ojos, se echó a reír—. Todas las mañanas me acuerdo de esa noche, y de la segunda, y de la tercera, las voy repasando para que no se me olviden, y puedo verle, veo su cara, y escucho su voz, y me acuerdo de las cosas que me decía, y de cómo me las decía, y así hasta la vez cincuenta y seis, la mañana que vino a casa a buscarme y me acompañó al cuartel donde estaba el camión que me llevó a Cartagena. Todas las mañanas y todas las noches lo vuelvo a ver, parado en la acera, moviendo la mano en el aire. Yo me moría de pena y él sonreía, y cuando ya le había perdido de vista, le oí decir, ¡adiós, guapa! Eso fue lo último que me dijo, guapa, y no le volví a ver...
Se calló de pronto, se rodeó la cintura con una mano, se tapó la cara con la otra, y empezó a llorar, a llorar de verdad, con tanto desconsuelo como si no hubiera pasado el tiempo, veinticuatro años seguidos, casi veinticinco ya desde que se quedó viuda, veinticinco años seguidos, día tras día, semana tras semana y un mes detrás de otro, para los calendarios, para los relojes, para ella no. Para ella no.
Ignacio Fernández Salgado conocía la tragedia que la muerte de Mateo había representado para su padre, para sus abuelos. Lo había oído contar muchas veces, demasiadas para su gusto, después de tantos años, pero no pudo evitar un escalofrío espontáneo, sincero, más intenso que el estupor, porque no dudó del dolor de aquella mujer, que tenía otro marido, y tres hijos, y una vida que vivir, una vida que no le importaba. Si se lo hubieran contado, le habría parecido cómico, ridículo, absurdo, un episodio más de la patética insensatez española, pero lo estaba viendo, lo estaba viviendo y la boca le sabía a albaricoque, y tenía frío, mucho frío de repente, y muchas ganas de abrazar a aquella mujer, de rodearla con sus brazos para ocultarse en ella, para poder llorar a todos los muertos por los que hasta entonces nunca había derramado ni una sola lágrima sin que le viera Raquel. Aquel misterioso impulso le impresionó, pero no tanto como lo que vio, lo que escuchó cuando Casilda recobró la calma, y con ella, un acento distinto, firme, reluciente de rabia.
—De eso me acuerdo cada mañana —y en su voz sobrevivía apenas un lejano eco del llanto—. Siempre me despierto antes de que suene el despertador y me acuerdo de esos cincuenta y seis días, uno por uno, los voy repasando para que no se me olvide nada, para que no se me olviden nunca. Eso hago y eso voy a seguir haciendo hasta que me muera, porque nadie me lo puede prohibir, eso no me lo puede impedir nadie, ni mi marido, ni Franco, ni su puta madre... Cuéntale eso a tu abuela, y dile también... —cerró los ojos, apretó los párpados, los dientes, y siguió hablando—. Dile que todos los días veintinueve de cada mes, compro un ramo de flores, me visto de negro y me voy a la tapia del cementerio, porque... No sé dónde está enterrado, no me lo dijeron, dicen que no lo saben, pero a mí me da igual, me da igual porque...
Se calló de repente, como si no pudiera pasar de ahí, e Ignacio la cogió de las manos, se las apretó. Pretendía decirle que no hacía falta que siguiera hablando, pero ella interpretó su gesto de otra manera y afirmó con la cabeza varias veces, como si así pudiera darse cuerda a sí misma.
—Yo no pude vestirme de luto cuando volví a Madrid. En mi barrio me conocía todo el mundo y yo... Fui una cobarde, no me atreví. El segundo día que salí a la calle vestida de negro, un policía que vivía en la casa de al lado me llevó a una comisaría, y allí me preguntaron cómo podía yo saber por quién llevaba luto, si era una puta que iba desnuda debajo del mono y me acostaba con cualquiera. Eso de entrada, y luego... —hizo una pausa, miró a Ignacio, luego a Raquel, y movió la mano en el aire como para desechar una tentación—. ¡Bah!, para qué os voy a contar lo que me dijeron luego. Yo no podía ir vestida de negro, ¿comprendéis?, nosotras no, sólo ellas, sus viudas. Y yo, con lo fiera que había sido siempre, con lo fiera que era sólo unos meses antes, fui una cobarde, una cobarde, y no me atreví...