Ignacio miraba a Raquel y la veía abrir mucho los ojos, y los labios a medias en una sonrisa embobada, ante estímulos que él ni siquiera identificaba, y reconocía ante sí mismo que le gustaba mirarla, que lo necesitaba, como si pudiera alimentarse de su entusiasmo, de su alegría, un calor que templaba su ánimo escarchado de estupor y de culpa. En la sexta noche de su viaje, la última noche andaluza que compartirían en mucho tiempo, Raquel no sólo ya no hablaba mal de España, sino que tampoco consentía que los demás, ni siquiera él, se quejaran de nada delante de ella. Dos noches antes, en Córdoba, justo después de posar para aquel retrato en el que salió guapa como nunca, le había confesado que no esperaba que el país de sus padres pudiera gustarle tanto.
—¿A ti no te pasa? —Ignacio negó con la cabeza—. Pues a mí sí, ya ves, qué raro, ¿no? Porque yo siempre había estado harta de España, harta de oír refranes, batallitas, harta de escuchar que lo español es siempre lo mejor, y sin embargo... Es que no sé cómo explicarlo, pero ahora siento que soy de aquí. Y ya sé que no es verdad, y que a lo mejor es hasta un espejismo. Sé que lo más seguro es que se me pase en cuanto llegue a París, pero ahora mismo, eso es lo que siento. Y me alegro mucho de que mis padres me hayan obligado a venir.
—Serás medio mora —bromeó Ignacio.
—Pues sí, lo seré —ella sonrió—. Tampoco está mal, ¿no? Mira a tu alrededor...
En eso tenía razón, y a Ignacio le gustó reconocerlo, saber que, al menos, la misteriosa alquimia del exilio funcionaba en ella, aunque en él no diera resultados. Pero una cosa era la Mezquita y otra, muy diferente, los jipidos. Por eso, y por encima de Raquel, de su alegría, de su entusiasmo, de todas sus razones, al entrar en aquella cueva del Sacromonte, Ignacio seguía odiando el flamenco, aquella música afilada de cadencia primitiva y fonética incomprensible a la que su padre rendía un culto absurdo, profundo y profundamente irracional.
No sé cómo te puede gustar eso, papá, se había atrevido a decir una vez, después de tres cuartos de hora de tortura sonora. No me gusta, había aprendido a cambio, pero me gusta escucharlo. Los dos estaban haciendo juntos un barco de madera, en el porche de la casa que alquilaban para veranear cuando Olga y él eran pequeños, en el sur, cerca de Collioure. Al hijo le gustaba mucho trabajar con su padre, porque era muy paciente, muy habilidoso. Ignacio Fernández Muñoz siempre contaba que cuando llegó a Francia era un completo inútil, que no sabía hacer nada con las manos, pero en el campo de concentración tenía mucho tiempo libre, demasiado, y se aburría tanto que le había dado por aprender oficios. La carpintería era el que mejor se le daba, y el único que había seguido practicando después, pero le gustaba escuchar flamenco mientras trabajaba. Cuando empezaron juntos el avión que le había prometido, su hijo aún recordaba el martirio que supuso la casa de muñecas de cuatro plantas que le había fabricado a su hermana, y por eso, para ahorrarse un suplicio equivalente, insistió sin muchas esperanzas, eso no puede ser, papá, no puede gustarte escuchar algo que no te gusta. Sí, su padre le miró, le sonrió, sí puede ser. Pero si lo prefieres, piensa que me gusta el flamenco y ya está. Pues a mí no, papá. La verdad es que a mí no me gusta nada.
Eso dijo entonces, y eso repitió para sí mismo al sentarse en una de las sillas con respaldo de madera y asiento de anea que les esperaban colocadas en fila, a lo largo de las paredes de la cueva, después de haber maniobrado con éxito para asegurarse una plaza contigua a la que ocupaba Raquel.
El vino sí le gustaba, y al principio creyó que no pasaba más que eso, que estaba bebiendo mucho vino. Los flamencos, una gitana gorda y guapa, otra más delgada y mucho más fea, las dos mayores, casi ancianas, varias bailaoras jóvenes con el pelo muy oscuro y los ojos muy pintados, dos guitarristas vestidos de negro, y tres chicos que se sentaron juntos, a su lado, se fueron colocando alrededor de un tablao que ocupaba el fondo de la sala. Hubo palabras de bienvenida, algún chiste malo, las guitarras empezaron a sonar.
—Esta noche voy a arrancar por bulerías anunció la gitana gorda, arrugas profundas, piel morena, ojos vivísimos, joyas de oro, y cantó un rato.
Ignacio la oyó sin escucharla. Estaba menos pendiente del espectáculo que de Raquel, muy tiesa, muy seria, los ojos clavados en los de la mujer que cantaba, las manos todavía quietas, extendidas sobre la falda. Entonces, la gitana terminó, la aplaudieron, las guitarras volvieron a sonar, y uno de los chicos sentados al lado de los guitarristas, bajito, delgado, nervioso, empezó a dar palmas sin hacer ruido, esbozando apenas el movimiento de unir las manos, como si sólo pretendiera animarse a sí mismo.
—Voy a cantar por granaínas —dijo, y cantó—.
Desea el hombre una cosa, parece un mundo, luego que la consigue, tan sólo es humo, tan sólo es humo, prima, tan sólo es humo, desea el hombre una cosa, parece un mundo...
Tenía una voz delgada, fina como el cristal, rota a la vez, una voz astillada, rica y profunda, aguda y ronca, suya y extraña. Todo eso encontró Ignacio en su voz mientras le escuchaba, y no se preguntó por qué a él sí y a ella no. Ni siquiera fue consciente de estar escuchándolo, no lo decidió, no lo pensó, no se lo propuso, y sin embargo recibió aquellas palabras una por una, las acogió, las entendió, las acarició y las dejó entrar, conquistar el fondo de sus oídos, de su cuerpo, de su memoria.
Desea el hombre una cosa, parece un mundo, luego que la consigue, tan sólo es humo. El cantaor era joven, no mucho mayor que él, y cerraba los ojos para desgranar aquella letra tan simple, tan compleja, y a Ignacio le gustaba el vino, el flamenco no, pero el vino sí le gustaba y estaba bebiendo mucho, demasiado. Eso debía ser, porque de repente se dio cuenta de que estaba emocionado, de que se había emocionado escuchando esas palabras, esa canción, tan sólo es humo, prima, tan sólo es humo, desea el hombre una cosa, parece un mundo. La voz de aquel hombre conocía un camino que él ignoraba, un camino que le recorría de punta a punta, que acertaba a pulsar en su corazón, y él nunca había escuchado aquella canción, no conocía la letra ni la música, y sin embargo la reconocía, se reconocía en ella como en ninguna otra, como en ningún espejo, como en ningún paisaje. Entonces pensó que tal vez esa canción, sólo una canción, toda una definición de la condición humana, pudiera ser España para él, tan lejos del menú turístico de los restaurantes baratos como de las tiendas nómadas del exilio perpetuo. Desea el hombre una cosa, parece un mundo, luego que la consigue, tan sólo es humo, unos versos tan simples, tan complejos, tan elegantes, tan exactos, tan rotundos, tan pequeños y tan universales a la vez en aquella voz astillada, aguda y ronca, fina como el cristal, como una aguja gozosa, un arma transparente. Es rara la emoción, y aquélla fue más rara que ninguna, aunque quizás la culpa la tuviera el vino, porque el flamenco no le gustaba, pero el vino sí, o quizás, pensó, ya conocía esa letra sin recordarla, quizás su abuela María, que era de Jaén y cantaba muy bien, le habría arrullado con ella alguna noche.
Eso estaba pensando cuando, de repente, todo cambió. El cantaor terminó, él le aplaudió con entusiasmo, Raquel le dirigió una mirada asombrada, y las bailaoras empezaron a mover los volantes de sus faldas al compás de la guitarra, de las palmas de todos los demás. Ignacio comprendió que ése era el número principal, el que más éxito tenía entre los turistas, pero mientras sus amigos se desperezaban, tensaban la espalda contra el respaldo de las sillas, y se inclinaban hacia delante para admirar el taconeo furioso que restallaba contra las tablas como si aquellas mujeres tuvieran látigos en lugar de piernas, echó de menos su propia, imprevista, privada conmoción, la caricia y el golpe de aquella voz que decía cosas muy grandes con palabras muy pequeñas.
Las seguía escuchando, las seguía mimando más allá del jaleo que atronaba en sus oídos, cuando Raquel empezó a revolverse en la silla de al lado, moviendo las piernas, los hombros, la cintura, todo el cuerpo al ritmo de sus palmas, que producían ese sonido especial, potente, hueco, que sólo consiguen los que saben juntar las manos en un ademán que parece un aplauso pero no lo es, porque el aire preso en la ligera concavidad central lo convierte en un instrumento de percusión que hay que aprender a tocar, como cualquier otro. Está a punto de levantarse, pensó, y justo entonces, uno de los palmeros, un gitano alto, delgado, moreno, con la nariz aguileña y la piel lustrosa, los ojos muy negros, le tendió una mano para invitarla al tablao. Un instante después, Raquel Perea Millán, la hija de Aurelio y de Rafaela, aquella niña flaca e histérica que iba vestida de faralaes a las fiestas de
L'Humanité
con el único propósito de subirse en una mesa y estar dando el coñazo todo el tiempo que la dejaran, estaba bailando en una cueva del Sacromonte con su minifalda blanca y amarilla, con su inconfundible flequillo parisino y su cinturón encajado en las caderas, ningún volante, ninguna peineta, ningún collar de cuentas de colores, pero mucho arte.
Eso decían los flamencos, olé, olé, pero qué arte tienes, hija... Y ella se retorcía, movía las piernas y los brazos al compás de la música, se inclinaba hacia delante sujetándose los picos de una falda imaginaria y luego se enderezaba de repente, para recorrer por fin el escenario marcando pasos cortos y graciosos con los hombros como si pretendiera marcharse, pero no se marchaba y todo empezaba de nuevo. Olé, ¡pero qué arte tiene!, digo, hay que ver, ¿pero tú has visto, la chiquilla?, olé, olé... Raquel bailaba y bailaba muy bien, tan bien como si sólo hubiera bailado para bailar aquella noche, en aquel lugar, con aquel gitano alto y delgado, moreno, que tenía la nariz aguileña, la piel lustrosa, brillante, mullida, de cuero caro, y una intuición certera, peligrosa, que le consentía acoplar su ritmo al de Raquel como si ninguno de los dos hubiera bailado jamás solo o con otra pareja.
Antonio Vargas Heredia, recordó Ignacio, flor de la raza calé, mientras aquel hombre se pegaba y se despegaba del cuerpo de Raquel con la tensa pereza de un animal en celo, y la rodeaba entera con sus brazos sin llegar a tocarla para envolverla en el aire que a él mismo le envolvía, desea el hombre una cosa, parece un mundo, el cantaor daba palmas y los miraba, serio, concentrado, igual que Ignacio, que todos los demás, porque ya nadie gritaba, nadie aplaudía ni se reía, como al principio, sólo les miraban, todos les miraban, y ellos, en cambio, no parecían ver a nadie, no necesitaban ver a nadie, sólo mirarse, se miraban y se sonreían, abrían la boca en una expresión de reconocimiento feroz, casi salvaje, que excluía todo lo demás, a todos los demás, a los que no bailaban, a los que no integraban la realidad que compartían, la única que existía para ellos en aquel momento, Antonio Vargas Heredia, recordó Ignacio, y su propio deseo creció hasta engendrar un mundo completo, la puta que te parió.
—¿Y tú de dónde eres? —le preguntó el gitano al final, cuando se acabó el espectáculo y los artistas se mezclaron con los clientes, bebiendo todos el mismo vino—. Porque a bailar como tú no se aprende.
—Soy malagueña —respondió Raquel, de espaldas a la mirada alucinada que Ignacio le dedicó al escuchar esa respuesta—. Vivo en Francia, pero soy malagueña.
—Claro —el gitano sonrió, exhibió sus dientes blanquísimos, acercó su copa a la de su pareja de baile, hizo chocar cristal contra cristal—. Eso se nota.
Me cago en tu padre, cabrón. Cuando se dio media vuelta para evaluar la situación, Ignacio Fernández Salgado ya no sabía jurar en francés. Lo que vio, tampoco le animó mucho. Con Philippe, cuya incondicional devoción por la bailarina le habría resultado útil, no se podía contar. Estaba completamente borracho, y Laurent le mantenía sentado en la silla a duras penas, mientras llamaba a Ignacio a gritos para que le ayudara a sacarlo de allí. No era la única baja. A una de las chicas la habían sacado de la cueva cuando estaba a punto de vomitar, y los demás ya tenían las chaquetas puestas. Mientras tanto, el bailarín había hecho algún progreso, que se manifestaba en el color rojizo, subido, de las mejillas de su presa. Ignacio lo vio, lo entendió, tomó aire y se acercó a ellos.
—Raquel —la cogió del brazo sin apretar, insinuando apenas el ademán de tirar de su codo, y habló en español sin pararse a escoger entre sus dos idiomas—. Nos vamos.
Ella le miró, miró al gitano, volvió a mirarle. Estaba dudando y los dos se dieron cuenta, los dos la miraron a la vez con la misma codicia, y se miraron el uno al otro, y volvieron a mirarla, conscientes por igual y por separado de su fuerza y de su flaqueza, las señas de sus tribus respectivas, tan exóticas ambas, tan diferentes entre sí.
—¿Te vas a ir con el gabacho? —el gitano tuvo la debilidad de hablar primero.
—No es gabacho —respondió ella por fin—. Es español, y... —miró al bailarín, le sonrió—. Sí, me voy a tener que ir, porque mañana nos vamos a Madrid muy temprano, ¿sabes?, y madrugamos mucho.
Él encajó aquella respuesta con elegancia. Ignacio no tuvo más remedio que reconocerlo mientras le veía coger la mano derecha de la muchacha entre las suyas para besarla despacio y despedirse de la forma más sencilla, adiós, antes de dar media vuelta y dejarlos solos. Entonces, por hacer algo y porque no se le ocurrió nada mejor que aquel gesto torpe, desmañado, volvió a poner sus dedos sobre el brazo de Raquel y esta vez sí tiró de ella, con mucha suavidad, hacia la puerta. Cuando estaban ya en la calle y a la merced del viento de la sierra, el cuchillo agudo, helado, seco, que desmiente cada madrugada la benevolente constancia del sol de los mediodías de Granada, la soltó de pronto, aunque no lo suficiente como para anticiparse a una sonrisa zumbona, irónica pero halagada, perspicaz pero complacida, que le indujo a pensar que, tal vez, ella se hubiera dado cuenta de que su gran conquista amorosa de aquel viaje no iba a ser Philippe, antes incluso que él mismo.
—Creía que eras de Nimes —le dijo al rato, devolviéndole ya una sonrisa equivalente.
—Y yo creía que no te gustaba el flamenco —le respondió ella, y los dos se echaron a reír a la vez.
—Ahora me gusta —confesó, pero no le dijo toda la verdad—. Gracias a ti.
—Me alegro, porque... La verdad es que cuando éramos pequeños me caías muy antipático, Ignacio. Todavía me acuerdo, en las fiestas de
L'Humanité,
cada vez que te veía, me ponía enferma. Eras el único que no me aplaudía, ¿sabes? Yo bailaba, porque me encanta bailar, ya lo has visto, y en Francia no hay muchas oportunidades para bailar flamenco, así que me tiraba el año entero esperando, ensayando en mi cuarto, por mi cuenta, me iba a la fiesta tan contenta, y antes o después, ¡zas!, veía un pañuelo de cuadros, unas orejas inmensas, y me ponía nerviosísima, de verdad, porque ya sabía lo que me esperaba. Lo que nunca he entendido es por qué te acercabas tanto, por qué te pegabas a la mesa para mirarme luego con tanto desprecio. Y al final, venía tu madre y me daba muchos besos, me decía que cada año lo hacía mejor, y a su lado estabas tú, con el pañuelo en la cabeza y esa cara de sufrimiento que ponías, que parecía que te habían estado torturando...