Lo de Telefónica fue peor. Sí, aquella abonada había dado de baja aquel número, no, no me podía decir si había dado de alta otro número distinto, sí, aquella información era confidencial sin excepciones, no, no tenía el menor interés en saber quién era yo, sí, ya suponía que tenía mucho interés en ponerme en contacto con esa señora, pero si insistía en seguir acosándola, no le iba a quedar más remedio que llamar a la policía. No es usted el primero, concluyó ella, ya he conocido a otros maridos por el estilo. Váyase a la mierda, concluí yo por mi parte, y me colgó.
—Me habías dicho que no ibas a llorar...
Miguelito me miraba con los ojos brillantes, los labios contraídos en una mueca triste y temblorosa.
—Y no voy a llorar. No lloro casi nunca, ya lo sabes.
—Ahora estás llorando, papá.
—No —y sonreí para demostrárselo—. Es el viento, que me hace llorar, yo no. ¿Se te ha acabado el pan?
—Sí. Y tengo frío.
—Vámonos.
Mientras volvíamos a casa, ahora andando, volví a escuchar aquel mensaje, el número que usted ha marcado no existe, y me prometí que era la última vez, pero ni siquiera yo podía creer en mis promesas. A cambio, comprendí que ésa era la lógica oculta, la estructura escondida, el secreto propósito que daba coherencia y sentido a lo incomprensible.
Raquel necesitaba tiempo para desaparecer, para escapar, para huir de mí. Quería desaparecer, había desaparecido, y al otro lado de todos los puntos suspensivos, no quedaba más que un hombre solo, un hombre enamorado, destrozado, yo.
Aquella certeza me produjo una sensación también física de malestar intenso, fría y caliente a la vez, puntiaguda y profunda como la fiebre. El futuro se había partido por la mitad para dejarme solo, y a este lado sólo quedaba yo, a solas con mi hijo, un niño de cuatro años que daba un salto en una baldosa sí, y en otra no, mientras lo llevaba de la mano por la calle. Al principio, no fui capaz de pensar en nada más. Luego se me ocurrió que para un hombre destrozado, enamorado y solo, la única solución, la única salvación posible era arrancarse todos los adjetivos de un tirón.
Más allá del océano de la soledad, el desprecio se perfilaba como un horizonte casi presentido, porque alentaba detrás del asco, de la vergüenza. Después de alcanzar esa conclusión, me di cuenta de que no lo tenía tan difícil. Bastaría con perseverar en aquellas imágenes detestables, un jacuzzi tan grande como una piscina, un dormitorio de forma absidal, dos docenas de velas, el mismo número de películas muy bien ordenadas en un carro metálico y aquel consolador de goma morada que había encontrado en un cajón. El procedimiento consistía en proyectar sin descanso en mi memoria las imágenes que había conseguido eliminar de ella durante meses, y en hacerlo con la misma meticulosa disciplina. Ésos eran los datos del problema, una operación sencilla, restar donde antes había sumado, dividir por las mismas cifras que hasta entonces sólo había usado para multiplicar. La solución era costosa, pero merecía la pena, porque si lograba despreciar a Raquel, quizás podría llegar a odiarla, y odiarla tanto como la había amado, con la misma intensidad, la misma entrega, el mismo fervor sin límites ni condiciones. Eso no me devolvería la vida, pero sí la serenidad, y no podía ser muy complicado, porque aunque ninguna otra mujer me había hecho tanto bien, ninguna me había hecho tanto daño.
Estaba seguro de que eso, invertir la palanca de la pasión, era lo único que podría salvarme, y lo intenté. Empeñé en aquella tarea cada minúsculo pedazo de mí que conservaba, retrocedí a ciegas por el camino de la luz, renegué de mi cuerpo, maldije la alegría, deserté del vértigo. Me esforcé en analizar con mucho cuidado todos los elementos de aquel problema pero, una vez más, fui incapaz de resolverlo.
Intenté despreciar a Raquel Fernández Perea con todo lo que tenía, con lo que me quedaba, lo poco que no se había llevado consigo, y no me moví ni un milímetro del sitio. No me hagas esto, Raquel, ¿por qué me haces esto?, ¿cómo puedes hacerme esto? Me convencí de que tenía que despreciarla para poder llegar a odiarla, y sus ojos nunca brillaron como entonces, su piel nunca fue más suave, más perfecta, su cuerpo tan grande ni yo tan pequeño, un hombrecillo insignificante, perdido sin mapa y sin brújula en la inmensidad de un planeta que de pronto se había parado, y que ya no quiso volver a girar sobre sí mismo.
Cuando Ignacio Fernández Muñoz comprendió que Julio Carrión González le había robado a sus padres todo lo que tenían, se vino abajo. No era la primera vez que le ocurría, pero sí fue la más cruel, porque ninguna de las derrotas que había sufrido antes de aquélla había sido responsabilidad suya. Él no podía haber luchado más de lo que luchó, no podía haber empeñado más de lo que empeñó, no podía haber dado nada más de lo que dio, de lo que estaba dispuesto a volver a dar, y que era todo, en esa segunda oportunidad que no iba a llegar nunca. Otros podrían haber hecho más, haberlo hecho mejor, él no, y esa seguridad le tenía de pie, alimentaba su orgullo y su entereza, le consentía seguir viviendo. Eso, la conciencia de que no tenía que arrepentirse de nada, fue lo que Julio Carrión le robó a él, al robarle a sus padres todo lo que tenían.
En la primavera de 1964, cuando su primogénito se disponía a ser el primer miembro de su familia que volvía a España, que volvía a Madrid desde 1939, aquella herida aún no se había cerrado. Nunca se cerraría del todo, y por eso, el anuncio de su hijo Ignacio, que no podía calcular los efectos de sus palabras mientras comentaba en la mesa de la cena, con el acento de las cosas sin importancia, el resultado de la asamblea en la que España había ganado a Grecia por goleada como destino de su viaje de estudios, le precipitó en un silencio hermético, impenetrable hasta para sí mismo.
—No te hace gracia, ¿verdad? —le preguntó aquella noche Anita, mientras se metían en la cama.
—No lo sé —respondió, y fue sincero—. ¿Por qué lo dices?
—Pues... —su mujer se acercó a él, le abrazó, escondió la cabeza en su cuello—. Yo tampoco lo sé, pero a mí no me hace ni pizca de gracia.
Aquella noche, Ignacio Fernández Muñoz no pudo dormir. Mientras daba vueltas y más vueltas en la cama, su vida entera desfiló por su memoria en ráfagas breves y ordenadas, como si fuera el anuncio de una película o el involuntario pasatiempo cerebral de un condenado a muerte. Y no eran sólo recuerdos. Entre las imágenes y los colores, los sonidos y los aromas, las sensaciones concretas o inefables que aún poseía y a las que siempre pertenecería, se filtraban hebras de luz, zonas de sombra que se entremezclaban en intersecciones turbias, desconcertantes. Ignacio Fernández Muñoz envidiaba a su hijo, temía por él, y experimentaba ambos sentimientos con la misma intensidad, aunque comprendía mucho mejor el primero que el segundo.
Aquella noche, mientras daba vueltas y más vueltas en la cama, habría pagado cualquier precio por deslizarse bajo la piel de su hijo en el día que comenzara su viaje, por mirar con sus ojos, escuchar con sus oídos, respirar con su nariz, tocar con sus dedos, sin renunciar a su propia memoria, la tierra de aquel país al que deseaba volver con tanta desesperación como la que invertía en prohibírselo a sí mismo. Y sabía que él no iba a volver, tal vez nunca, no todavía, pero su hijo lo llevaría consigo en aquel viaje aunque no lo supiera, porque nada ni nadie podría impedir que él volviera a España en la memoria y en la experiencia de un muchacho de veintiún años que creería estar pisándola por primera vez en su vida. Era emocionante y era triste, era amargo, alegre a la vez, y sobre todo extraño, muy extraño. Por eso había sido sincero al decirle a su mujer que no sabía cuánta gracia le hacía aquel viaje que le inspiraba tanta envidia como miedo. También miedo, aunque no fuera capaz de explicárselo a sí mismo.
No se trataba solamente de un temor físico, pero tampoco podía descartar del todo éste, el más elemental, un miedo puro, primario. Su hijo había nacido en Francia y pasaría la frontera con un pasaporte francés no sólo en vigor, sino también auténtico, no como las minuciosas, primorosas falsificaciones que él había admirado algunas veces al despedir a ciertos camaradas destinados a trabajar en el interior. Sin embargo, la autenticidad del papel, de las firmas y los sellos, no iban a impedir que cualquier policía leyera los datos, Ignacio Fernández Salgado, hijo de Ignacio y de Ana, nacido en Toulouse el 17 de enero de 1943, y que sacara sus conclusiones.
En 1964, Francia estaba repleta de emigrantes españoles con hijos de la edad del suyo, pero ninguno de ellos había nacido allí. Ignacio Fernández Muñoz sabía que aquel pasaporte era sagrado, que la policía de Franco no iba a tomar ninguna clase de represalias sobre su portador, no porque no les gustara la idea, sino porque no se la podían permitir, pero no descartaba los pequeños incidentes, los comentarios despectivos, las provocaciones con forma de pregunta, hijo de rojos, ¿no? Debería decirle que se esté quieto, pensaba, que se calle, que no conteste, y la secuencia de la amargura volvía a arrancar para reproducirse desde el principio, su vida entera en una sucesión de ráfagas breves, ordenadas, incesantes. Debería decirle que se esté quieto, pero no va a hacer falta porque se lo va a decir su madre. Esa certeza le tranquilizó, le liberó de la carga de esas pocas recomendaciones paternales, simples consejos útiles para la vida, que para él habrían representado mucho más que eso, una nueva derrota, aplazada y hasta apacible, pero completa en sí misma. Cuando la precaución de rogar a su hijo que se negara a sí mismo y que renegara también, en ese trance, de su padre y de su madre, de sus cuatro abuelos y de todos sus tíos, desapareció del horizonte inmediato, el miedo físico no cedió, pero afloraron otra clase de miedos.
Ignacio Fernández Muñoz daba vueltas y más vueltas en la cama, e intentaba escoger entre lo malo y lo peor, pero no se decidía. Tal vez a su hijo no le gustara España, y eso era malo. Tal vez le gustara demasiado, y eso era peor. Quizás volviera contando que sus verdugos, los de su patria, los de su familia, los de su futuro, eran simpáticos y bienintencionados, y que la gente estaba contenta, satisfecha de vivir, de prosperar bajo el peso de sus botas. Él sabía que no era así, no en todas partes, no en núcleos muy importantes de la población. Los comunistas de París mantenían un contacto muy estrecho con los del interior, tenían a mucha gente trabajando dentro y la información fluía con facilidad en ambas direcciones. La guerrilla, que había seguido activa hasta hacía muy poco tiempo, había dispuesto de redes de apoyo masivas y bien organizadas, impresionantes en algunas regiones incluso en los periodos más atroces de la represión, y luego estaban los mineros, haciendo eternamente la guerra por su cuenta, y los estudiantes, que habían puesto Madrid boca abajo en el 56, mientras los tranviarios hacían huelga en Barcelona. Ocho años después, con los sindicatos oficiales infiltrados en todos los niveles y las principales universidades del país convertidas en auténticos feudos de la resistencia clandestina, la situación era mucho mejor, pero quizás esos progresos, que se veían tan bien desde París, no se apreciaran tanto a ras del suelo. Ignacio Fernández Muñoz daba vueltas y más vueltas en la cama, y no podía dormir mientras pensaba qué haría, cómo reaccionaría si su hijo volvía de España contando lo que él no quería oír, lo que nunca habría querido escuchar, muy bien, muy bonito, los monumentos y el vino y el flamenco, todo estupendo, y la gente encantadora, tan alegre, tan contenta, con un nivel de vida parecido al de aquí, se ve que el desarrollismo económico ha tenido éxito y los españoles viven bien, no parece que echen nada de menos...
Qué barbaridad, Ignacio miró el despertador, vio que eran las cuatro y veinte de la mañana, se levantó, fue al salón, se sentó en un sillón, qué salvajada, cómo puedo estar yo pensando esto, como puedo atreverme a pensar así. Cuánto peor, mejor. Eso era lo que solía decir, lo que solía escuchar, pero nunca se había parado a analizarlo con atención hasta aquella noche. Qué destino tan injusto, se dijo entonces, y qué absurdo. Y sin embargo era el suyo porque él lo había escogido, porque lo había defendido con todo lo que tenía, lo había perdido, y había reconstruido su vida desde los cimientos sólo para volver a empeñarla una vez, y otra, y otra más, en la causa de aquellos para quienes ahora se encontraba deseando no solamente la pobreza, sino también la infelicidad, esa miseria indiscriminada, brutal, profunda, que es capaz de crear por sí misma condiciones revolucionarias.
Qué barbaridad, Ignacio Fernández Muñoz se sintió muy solo, muy triste, muy desamparado. Qué salvajada, qué horror el exilio, y esta derrota horrible que no se acaba nunca, y destruye por fuera y hacia dentro, y borra los planos de las ciudades interiores, y pervierte las reglas del amor, y desborda los límites del odio para convertir lo bueno y lo malo en una sola cosa, fea, y fría, y ardiente, inmóvil, qué horror esta vida inmóvil, este río que no desemboca, que jamás encuentra un mar donde perderse. Y en ese momento, en el segundo más negro de la noche, Ignacio recordó a Julio Carrión tal y como lo vio por última vez en el recibidor del primer piso que tuvieron en París, cuando todavía vivían todos juntos y Paloma lo detuvo con una pregunta que no parecía inocente, y resultó serlo mucho más de lo que ninguno de ellos se habría atrevido a esperar.
Ella fue la que más sufrió, ella, que era ya la que más había sufrido, Paloma delicada, violeta y melancólica, con sus ojos azules tan grandes y tan frágiles, ella fue la que más sufrió, la que más perdió al perderlo todo. En el otoño de 1949, cuando lo irremediable afloró a la superficie con la triste tenacidad de una marea de petróleo que arruina un mar de aguas limpias, su padre conservó la calma de una manera admirable, su madre le quitó importancia a un asunto ajeno a su nuevo concepto de las cosas importantes, Anita se preocupó mucho más por consolarle que por haber perdido una fortuna que nunca había tenido, y Paloma intentó suicidarse en el cuarto de baño de aquella casa que él había abandonado ya, para vivir la vida normal de un hombre normal que convive sólo con su mujer y con sus hijos.
Ignacio nunca podría olvidar los gritos de Anita, los sollozos de su madre en el teléfono, la desesperación de sus propias piernas corriendo por la acera, la mirada perdida de su hermana, su rostro palidísimo cuando la encontró, sentada en el borde de la bañera, las muñecas vendadas con dos trapos blancos, lunares de sangre seca ensuciando la tela. La ambulancia viene ya, le dijo a su madre, me he cruzado con ella por la calle. La ambulancia viene ya, repitió en voz más baja, delante de Paloma. Se había puesto en cuclillas para estar a su altura pero ella no le miró, no dijo nada. Perdóname, le rogó después, perdóname, Paloma, ha sido culpa mía, todo es culpa mía, y ella negó con la cabeza muy despacio, varias veces. Sí, insistió él, yo tengo la culpa, la idea fue mía, todo ha sido culpa mía y por eso tienes que perdonarme, Paloma, por favor, perdóname...