El corazón helado (129 page)

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Authors: Almudena Grandes

Tags: #narrativa

BOOK: El corazón helado
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—No te pongas nerviosa, Raquel —Paco Molinero, que negociaba mejor que nadie y era el conspirador más aplicado que conocía, empezó por pedir calma—. A ver, cuéntamelo todo pero en orden y despacito, ¿eh?, desde el principio...

—¿Cómo lo ves? —le preguntó ella al final, después de acatar sus condiciones.

—Pues... —y procuró restar solemnidad a su diagnóstico—. Bien no, porque bien no está.

—Ya, pero tengo un plan.

En la cama no se entendían. Delante de una mesa y con un problema en medio, formaban un equipo casi insuperable, porque cada uno de los dos tenía la virtud de suplir con sus capacidades las deficiencias del otro. Raquel era más imaginativa y mucho más audaz, Paco más astuto y mucho más realista. Por eso les gustaba tanto trabajar juntos, y el equilibrio solía traer la solución de la mano. La de aquel día, resistir es vencer, no fue muy brillante, pero al menos tenía el aspecto de una solución.

—¿Qué tal? —aquella tarde, Nati se asomó a la puerta de su piso cuando Raquel todavía estaba en el ascensor—. Fatal, ¿a que sí? ¿A que nos echan a la calle?

—¡Qué dices! —pero de repente le dio tanta pena que la abrazó y la besó más de la cuenta, aun a costa de que aquel exceso restara eficacia a sus mentiras—. Que no, ni hablar. He estado haciendo gestiones y... Bueno, lo he consultado con mi hermano, que es abogado, y con Paco, ya sabes, y ahora mismo me voy a ir a ver al aparejador del ático, que ayer estuvo muy bien en la reunión, ¿verdad?

Hasta que no oyó su nombre repetido en la voz del presidente mientras le pedía calma en vano una y otra vez, Raquel ni siquiera sabía que se llamaba Sergio. Era un chico bajito, delgado, casi insignificante y más joven que ella, pero había tenido la impresión de que era también el único vecino con el que podía contar. Él se lo confirmó enseguida.

—No podemos recurrir —le dijo al encontrársela al otro lado de la puerta, y sólo después la saludó—. Hola.

—Lo sé —contestó ella, saltándose el saludo—. Pero algo habrá que hacer.

—Desde luego —y subrayó estas palabras con un movimiento de la cabeza—. Lo que sea.

Tardaron menos de dos horas y media docena de cervezas en elaborar un plan articulado en tres fases bien definidas, asalto al poder, trabas burocráticas, resistencia numantina.

Los dos se pusieron de acuerdo muy deprisa. Sergio también sospechaba de la indolencia del presidente, aquella incomprensible urgencia por negociar un precio global por todos los pisos. Seguro que lo han untado, dijo, y mientras sacaba un cuaderno del bolso, Raquel no sólo le dio la razón. También lo propuso como primer objetivo. Luego tomó muchas notas, informar a los vecinos, hacer una campaña electoral soterrada, promover una junta, impugnar al presidente, forzar una reelección, presentar nuestra candidatura, Sergio presidente y yo vice, no, al revés, él prefiere que yo sea presidenta y él vice, y después, no entregar ningún papel en plazo, no contestar a ningún requerimiento, no cogerle el teléfono a los de la inmobiliaria, seguir pagando la contribución y los suministros como si nada, fijar un precio actualizado por cada vivienda, subirlo en un diez por ciento, rebajar al final un veinte y ni un céntimo más, que no se nos note, hablar con los medios, salir en la tele, aguantar aunque nos corten la luz y el agua, prever la manera de seguir teniendo luz y agua enganchándonos a la red de los vecinos, no van a tirar la casa con nosotros dentro, no pueden tirar la casa con nosotros dentro, no pueden hacer nada si nosotros estamos dentro. Al final, subrayó esta última frase tres veces y se despidió de su compinche.

—Vamos a darnos veinticuatro horas para pensarlo —propuso él mientras la acompañaba hasta la puerta—. Quedamos mañana a la misma hora, ¿quieres?, por si se nos ha pasado algo...

—Vale —Raquel sonrió, le besó en las mejillas—. Hasta mañana, entonces. Y ya sabes, resistir es vencer.

—¿Qué? —él se la quedó mirando como si nunca hubiera escuchado esa frase.

—No, nada.

Resistir es vencer, volvió a repetir para sí misma. Resistir es vencer, por supuesto que sí, joder, alguna vez tiene que ser verdad...

Durante mucho tiempo, estuvo segura de que ésa iba a ser aquella vez, porque todo salió bien, muy bien, desde el principio. Consiguieron el apoyo de todos los vecinos con la única excepción del presidente anterior y de una señora que tenía su piso alquilado y nunca iba por allí, y a la semana siguiente de su elección, les llamó un señor de Promociones del Noroeste, S.A. para decirles que tenía mucho interés en conocerles y que para él sería un placer invitarlos a comer.

—Ni hablar —contestó Raquel—. Si quiere venir a vernos, quedamos en mi casa una tarde que le venga a usted bien. Esta semana no, porque no puedo yo, y la que viene tampoco, porque el vicepresidente está de vacaciones...

Le hicieron esperar más de un mes y acudieron a la reunión con dos abogados, Mateo Fernández Perea, al que le divertía mucho la indignación de su hermana mayor, y la novia de Sergio, que acababa de terminar la carrera y estaba muerta de miedo. El enviado de la inmobiliaria era un ejecutivo de estilo Armani y treinta y tantos años, abogado y economista, con gafas de montura Truman y la cabeza casi rapada para disimular una calvicie más que incipiente. Se llamaba Sebastián López Parra y les dio su tarjeta a todos antes de sentarse. Luego los miró despacio, uno por uno, y Raquel se dio cuenta de que era lo bastante listo como para apreciar las peculiaridades del panorama que estaba contemplando. Por eso empezó siendo cortés, casi untuoso, mientras enumeraba las ventajas que una colaboración mutua reportaría a todas las partes, y fue endureciendo el tono de su discurso poco a poco, para intentar convencerles de que carecían de cualquier posibilidad real de oposición. No se atrevió a ofrecerles dinero, pero se las arregló para que el dorado reflejo del soborno fuera embadurnando sus palabras y sus pausas. Al terminar, volvió a mirarles y se detuvo en Raquel, como si hubiera adivinado que aquél era el hueso en el que iba a pinchar.

—Muy bien, pues ahora voy a hablar yo —ella le dedicó su sonrisa más encantadora antes de pronunciar una cifra a la que su interlocutor respondió con otra aún más ancha.

—¡Por favor, señora! Yo creía que estábamos hablando en serio.

—Y estoy hablando en serio, se lo aseguro —Raquel hizo una pausa y se acabaron las sonrisas—. Soy asesora de inversiones y trabajo en la gestora de fondos de Caja Madrid, pero llevo muchos años en la empresa, conozco a mucha gente. He estado hablando con un par de peritos y, como usted sabe bien, sin duda, su valoración se aproxima muchísimo más a la cifra de nuestra demanda que a la de su oferta. Si usted insiste en tomarse nuestro precio a broma, podemos dejarlo aquí y empezar a negociar con otro comprador. Estoy segura de que ustedes no son los únicos interesados. Y el hecho de que sean ya los propietarios de los edificios colindantes es más relevante para ustedes que para nosotros. Una cosa es que tengamos que vender nuestras casas, y otra muy distinta que tengamos que vendérselas a Promociones del Noroeste. Nadie nos obliga, como comprenderá.

En ese momento, Sebastián López Parra volvió a sonreír, se quitó las gafas, limpió los cristales con mucha parsimonia y el extremo de la corbata, se las puso de nuevo y miró a Raquel, que había podido adivinar sin grandes esfuerzos la secuencia de sus pensamientos y calculaba ahora, con la misma exactitud, el grado de sorpresa de su interlocutor, la clase de pobre gente con la que había esperado encontrarse aquella tarde.

—Pero usted sabe —prosiguió él en un tono sereno, hasta respetuoso— que si no llegan a ningún acuerdo previo con nuestra empresa o con cualquier otra, cuando la norma entre en vigor les expropiarán por las buenas y entonces saldrán perdiendo.

—Sí —pero Raquel estuvo a su altura—, como usted sabe, sin duda, que esto no es Chicago durante la ley seca, así que ya me explicará qué procedimientos legales —y recalcó esa palabra— pueden aplicar para impedir que lleguemos a un acuerdo con otro comprador. Eso sin contar con que, si nosotros salimos perdiendo, hay muchas posibilidades de que ustedes salgan perdiendo lo mismo, o más.

—Muy bien —las gafas de Sebastián López Parra relucían, pero se las volvió a limpiar con el mismo esmero antes de levantarse—. Tenemos que valorar todo esto, como comprenderán...

—Desde luego —Raquel también se levantó.

—Sigo pensando que su precio es excesivo e incluso que no se ajusta a la realidad del mercado, pero les pediría que, mientras elaboramos una nueva oferta, no empiecen a negociar con otros posibles compradores. Todos estamos interesados en llegar a un acuerdo, creo yo.

Se despidió de Mateo, de Sergio y de su novia con sendos apretones de manos y siguió a Raquel hasta la puerta.

—Adiós —se limitó a decir allí, con una sonrisa ambigua, en la que el asombro se entremezclaba con la admiración y quizás, incluso, con un leve indicio de lo que, en otras circunstancias, ella habría podido interpretar como complicidad.

—Hasta pronto —correspondió la presidenta, mientras pensaba que, por lo menos, les habían mandado a un hombre inteligente.

—¡Qué bien has estado, tía! —chilló la novia de Sergio, mientras cruzaba el salón para ir a abrazarla.

—Pero ¿por qué has subido el precio? —le preguntó él, en cambio—. No es lo que habíamos hablado.

—Sí, ya —se disculpó ella—, pero es que, de repente... No sé. He tenido la impresión de que no nos van a tener que cortar la luz ni el agua, ¿sabes? Me apostaría cualquier cosa a que van a pasar por el aro bastante antes. Por eso he subido el precio, porque, si tengo razón, vamos a necesitar un buen margen para regatear, ¿no?

—Ojalá.

Eso mismo era lo que estaba pensando ella, ojalá, y que aquello no iba a ser fácil en ningún caso. No lo fue, y sin embargo, la resistencia siguió señalando con terquedad el camino de la victoria. Hubo otras reuniones, con abogados y sin abogados, con peritos y sin peritos, con órdagos y sin órdagos, y a veces los dos jugaban de farol y a veces uno llevaba juego y el otro no. Así terminó la primavera, pasó el verano, llegó el otoño y empezó a hacer frío.

Para aquel entonces, Sebastián López Parra, que había empezado a negociar con los propietarios por separado al día siguiente de conocer a la nueva presidenta, sólo había conseguido convencer a los pensionistas del primero, que tenían miedo de todo y una casa en un pueblo de Guadalajara a la que se mudaron para ahorrarse problemas. Los demás habían preferido creer a Raquel cuando les aseguraba que si se mantenían firmes y unidos, a la larga ganarían todos. Era un cálculo muy sencillo y ella estaba segura de que al final saldrían las cuentas. Tenían que salir, porque 2004 estaba a punto de terminar y la nueva normativa entraría en vigor en la primera mitad del año siguiente. Resistir, resistir y resistir. El 10 de enero de 2005, Sebastián López Parra hizo su última oferta. Representaba un cuatro por ciento menos de aquella cifra en la que Sergio y Raquel habían decidido juramentarse para no rebajar ni un céntimo casi un año antes, pero los dos la recibieron como una victoria. Era una victoria. Resistir es vencer, y habían vencido.

—Y esta tarde, ni se te ocurra hacer un bizcocho, Nati —tres días después, un mensajero fue entregando una propuesta de contrato de compraventa a cada uno de los propietarios, y cuando su vecina la llamó al trabajo para anunciarle que había recogido la suya, Raquel se dijo que había que celebrarlo—. Yo compro pasteles, y canapés de Mallorca, de esos que te gustan tanto. ¡Ah! Y una botella de Bailey's.

—¡Ole! —y Nati se las arregló para aplaudir por teléfono.

—Pues eso. Tú díselo a Maruja y yo aviso a Sergio, para que venga también.

La verdad es que no es para tanto, Raquel sonrió al colgar, anda que, cualquiera que nos viera... No era para tanto, pero era no quedarse en la calle, y eso ya era bastante. Con lo que iban a cobrar por cada piso, nunca podrían comprarse otro equivalente en el edificio que iban a construir sobre el suyo. Como mucho, les alcanzaría para dar una buena entrada y quedarse con una hipoteca no muy incómoda. Visto así, la suya era una victoria pírrica, y sin embargo, lo que habían conseguido era mucho más de lo que tenían otros vecinos de Tetuán, todos los que se habían rendido sin luchar.

Lo más curioso es que ninguno de ellos pensaba quedarse en aquel lugar que habían defendido con tanto afán. Nati había decidido que, con el dinero y la libertad de gastárselo en volver si no se aclimataba a la vida en las islas, ya se podía marchar a Tenerife. El saldo de su cuenta corriente representaba para ella una autonomía semejante a la que proclamaba al afirmar que aún podía limpiar su casa, y lavarse ella sola, y hacerse la comida, y ahora hablaba de la mudanza con ilusión, casi con alegría, porque ya no era una capitulación, sino un cambio de aires. Sergio, por su parte, se iba a vivir a Aluche, a casa de su novia, un piso que ya habían puesto en venta con la intención de reunir entre los dos dinero suficiente para comprarse algo en Madrid. Y Raquel estaba bastante segura de que su abuela accedería a venderle el piso de la plaza de los Guardias de Corps, que llevaba vacío más de un año, desde que Anita decidió que no le apetecía seguir viviendo allí sin su marido.

Entonces se había mudado a Canillejas, a casa de su hija Olga, que tampoco había querido quedarse en París después del accidente de tráfico que la dejó viuda, y todos, Raquel la primera, habían intentado convencerle de que alquilara su piso, pero ella decía siempre lo mismo, más adelante, si acaso más adelante. La verdad era que le daba pena meter allí a cualquiera, y por eso, Raquel confiaba en quedárselo al final, aunque de entrada, su abuela le hubiera dicho que no.

—Pero ¿cómo voy a hacer yo negocio contigo, hija mía, cómo voy a venderte mi casa? —Anita se ponía muy nerviosa cada vez que salía el tema—. Yo te la regalaría si pudiera, pero...

—Pero no puedes —completaba Raquel—, porque sólo tienes una casa, y dos hijos, y otros cuatro nietos, y cinco bisnietos, y no es justo que me favorezcas a mí sobre ellos. Es eso, ¿no?

—Sí —y afirmaba con la cabeza y mucha convicción—, claro que es eso.

—Pues entonces, ¡véndemela, abuela! Yo te la compro, tú te quedas con el dinero, y ya es tuyo y lo repartes como quieras, ¿no lo entiendes?

—Pero ¿cómo voy a hacer yo negocio contigo, hija mía? —repetía Anita, y todo volvía a empezar desde el principio, hasta el día en que Ignacio Fernández Salgado decidió que ya estaba aburrido de escuchar lo mismo todos los fines de semana.

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